Páginas Amigas

jueves, 3 de abril de 2014

CAPÍTULO 10: LECHE



CAPÍTULO 10: LECHE

-         ¡No! ¡Tú eres el comeplumas!

-         ¡Ahora verás!

Las risas eran  bien audibles, como si una manada de hienas se hubiera mudado a su casa.

“¿Qué narices es eso?” pensó Héctor, rodando perezosamente sobre su cama y tanteando con la mano hasta encontrar el móvil en su mesita, para ver la hora. 

-         ¡Las ocho de la mañana! ¿¡Quién cojones hace tanto ruido a las ocho de la mañana!?

Héctor no estaba acostumbrado a madrugar. Y no le gustaba. Nop. Ni un poquito. Tampoco tenía muy buen despertar. Se tapó la cara con la manta en un intento de ahogar los sonidos, pero ya era tarde: estaba despierto y no podría volverse a dormir.  Se sentó sobre el colchón sin dejar de refunfuñar y se puso las zapatillas. Se levantó dispuesto a gruñir a los causantes de tanto alboroto, hasta que en un flechazo le vinieron los recuerdos del día anterior. Ahora tenía dos niños viviendo en su casa. Dos niños a los que debía cuidar. Sonrió como un bobo, y fue a la habitación donde habían dormido.

Todo aquello de “comeplumas” cobró mucho más sentido cuando vio lo que estaban haciendo. Subidos sobre una de las camas, Clitzia y Tizziano estaban teniendo una batalla de almohada, y una de las épicas. Después de todo, ¿quién duerme todos los días con tres almohadas esponjosas, bien rellenas y extrablandas? Ellos no, o al menos no hasta aquella noche.

Héctor no necesitaba estar en la cabeza de los niños para saber que hacía mucho que no se divertían así. Les observó como hipnotizado. Cuando le dijeron que tenían doce y catorce años, y una vez tuvo claro que no podía dar la espalda a aquellos chicos, no se había imaginado ese tipo de escenas. Si miraba atrás, el Héctor de catorce años era un muchachito que se creía hombre, que llevaba los pantalones muy por debajo de la cintura y se empeñaba en montar en skate a pesar de que no era lo suyo. En cambio lo que el tenía delante eran dos críos, hasta el punto que si le llegan a decir que tenían diez y ocho años respectivamente se lo hubiera creído, aunque quizá hubiera pensado que la mayor era Cli.

Iba a entrar para unirse a ellos, porque aquello parecía más divertido aún de hacer que de ver, pero una voz a su espalda le frenó.

-         Tal vez quiera darles los buenos días vestido con algo más decente que unos calzoncillos. – dijo María.

Héctor se puso rígido y sintió cómo la temperatura de su cuerpo aumentaba por la vergüenza de que ella le estuviera viendo en ropa interior.

-         ¡María! Tu horario no empieza hasta las nueve…

- Mi horario empieza cuando los señores de la casa estén despiertos.  Por lo que se ve ellos no son tan dormilones como usted.

Héctor fue a ponerse unos pantalones  y regresó. María dijo que se iba a preparar el desayuno y Héctor tuvo la sensación de que se acabaron sus días de dormir hasta las tantas. Suspiró, y entró a la habitación donde aún tenía lugar la lucha encarnizada con las almohadas.

-         ¡Bueno…! – empezó, pero antes de poder decir “días” una almohada impactó contra su cara. Las risas cesaron de pronto y Clitzia, quien había lanzado el proyectil, se escondió detrás de su hermano. 

-         Mi dispiace  - murmuró ella.

-         ¿Qué dijiste?

-         Dijo que lo siente – tradujo Tizziano.

-         Oh. No pasa nada, chiqui, sé que fue sin querer. Vaya,  eso parecía divertido. Os habéis levantado con energías ¿eh? ¿Habéis dormido bien?

-         ¡Es… la mejor cama… del mundo! – dijo Tizziano, y con cada pausa agitaba la almohada, hasta terminar aplastándola en una especie de abrazo. Héctor se rió.

-         Me alegra que te guste. Hay un cuarto que tiene una cama de agua, deberías probarla.

Clitzia se acercó y le agarró por la cintura. Héctor se alegró de que volviera a abrazarle con cariño y fragilidad en vez de la frialdad de aquella noche.

-         ¿Qué vamos a hacer hoy? ¿Nos llevas a ver Madrid? Mamá siempre hablaba de eso.

Una pregunta tan sencilla, expresada con aquella voz infantil, hizo que Héctor se estremeciera por completo. “¿Qué vamos a hacer hoy?” Había algo implícito en esa expresión…. Algo así como si la niña hubiera asumido la acertada idea de que ahora había un “nosotros”. Un “nosotros” que a partir de ese día iba a hacer “cosas”. Juntos.  Apretó los brazos entorno a ella.

-         Tal vez ésta tarde. Primero tenemos que ir a compraros algo de ropa, y tengo que terminar de enseñaros esto.

-         ¡Vale! :D ¿Cuándo nos vamos?

-         Guau, cuánto entusiasmo. Primero hay que desayunar, calabacita. Lavarse la cara, peinarse, ya sabes.  Es muy temprano: nos sobra el tiempo.

-         ¿Qué hay de desayunar? – preguntó Tizziano. A Héctor le dio la sensación de que lo hacía por algo más que por curiosidad, sobre todo por la forma en la que miró a su hermana.

-         Mmm. Pues no lo sé. A María le gusta hacer pasteles caseros pero no creo que la dé tiempo. Lo que seguro habrá es leche, claro. ¿La tomáis sola? ¿Con té? ¿Con colacao?

-         ¡De ninguna forma! – protestó Clitzia - ¡No me gusta la leche!

-         Pero cariño, tienes que tomarla, es muy importante. Tiene calcio y me parece que vosotros dos necesitáis mucho de eso.

-         ¡Está asquerosa! - insistió la niña.

-         Ya has oído a Héctor. Te la tomas. – sentenció Tizziano. La cara de Clitzia delató que iba a contestar  pero Héctor intervino.

-         ¿Recuerdas nuestro trato con la magdalena? Quedamos en que te lo comerías todo a cambio de una.

-         ¿La leche también? – preguntó ella, con algo muy parecido a un puchero.

-         Sobre todo la leche.

-         ¡Jo!

Héctor trató de no reírse y les dejó solos para que se vistieran, irremediablemente con la misma ropa del día anterior. Aunque de hecho sólo se habían cambiado de camiseta.

Tizziano bajó enseguida y parecía tener mucha hambre. María había preparado zumo, colacao, cereales, tostadas con tomate, y un plátano. Al principio el chico aguantó bastante bien, sentado a la mesa y hablando con María. La hacía preguntas sobre las diferencias de la comida española y la italiana. Pero luego tanto ver y hablar de comida aumentó su apetito, y empezó a mirar a la puerta del comedor con impaciencia.

-         Voy a ver si tu hermana necesita ayuda – dijo Héctor, y subió las escaleras.

Encontró a Clitzia en la habitación, sentada sobre la cama.
-         ¿Estás lista?

-         No.

-         ¿Qué te falta? Yo te veo lista.

-         Es que… no quiero tomar leche, no la soporto, ¡me da náuseas!

Héctor estuvo a punto de decir que no hacía falta que se la tomara, pero sabía que no debía ceder. No sólo porque la niña tuviera que acostumbrarse a comer de todo, sino porque la leche era realmente algo básico. Los chicos ya eran demasiado pequeños para su edad. Necesitaban calcio y vitaminas.

-         No es leche sola, lleva colacao, verás como te gusta.

-         ¡Que no!

-         Bueno, pues aunque sea así, te la tienes que beber.

-         ¡No voy a hacerlo! –aseguró, cruzándose de brazos. Aquello se parecía tanto a un berrinche que resultaba hasta graciosa.

-         Sí, sí lo harás. – replicó Héctor.

-         ¡Que no!

-         ¡Que sí!

-         ¡Que no!

Dispuesto a acabar con la discusión, Héctor se acercó a ella y se la echó a hombros, medio firmemente y medio cariñosamente, para llevarla abajo a desayunar de una vez. No contaba con que Clitzia se pusiera a revolverse y a patalear.

-         ¿Qué eres, un salvaje? ¡Suéltame! ¡Puedo andar!

-         Bueno, pues hazlo – dijo Héctor, y la dejó en el suelo. Estaba algo asombrado por la transformación que había sufrido la niña mudita y tímida. Clitzia se sacudió la ropa y bajó delante de él con una pose muy digna.

Ya en la mesa, se pusieron a comer y los dos niños empezaron por el pan tostado con tomate. De hecho, Tizziano preguntó si había más  y cuando Héctor fue a la cocina María le dio encantada una fuente entera. Parecía tener la intención de que los niños ganaran todos los kilos que les faltaban en menos de una semana.

Como sincronizados, tras acabar con las tostadas siguieron por el zumo y luego Tizziano se bebió la leche y devoró los cereales. Pareció que el plátano ya no le cabría , pero logró introducirlo en su pequeño cuerpecito, poco acostumbrado a comidas tan completas. Héctor sonrió ante lo mucho que el niño gesticulaba para indicar que no le entraba ni una migita más.

-         Acostúmbrate. María es vasca, y los vascos cuando van a un restaurante piden la carta, pero no para elegir un plato, sino para comérsela toda. – comentó Héctor.

-         ¡Lo he oído! – gritó María desde la cocina.

-         ¿Y es verdad o no? – replicó Héctor.

-         ¡Por supuesto que no: pedimos también la carta de postres!

Tizziano y Héctor se rieron muy fuerte, pero Clitzia no se les unió. Ya se había comido el plátano y se estaba peleando con el vaso de colacao.
-         Ya no me entra más – dijo, al ver que Héctor la miraba.

-         Claro, te comiste todo menos lo que no te gusta – replicó su hermano.

-         ¡Que no me entra!

-         Clitzia, tienes que tomarla – insistió Héctor, con paciencia.

-         ¡No, no tengo! – protestó, y se levantó de la silla.

-         Vuelve a sentarse – ordenó Héctor firmemente. Clitzia se clavó en el suelo y volvió sobre sus pasos. Por lo visto era incapaz de desobedecer una orden directa. Héctor decidió seguir por ahí. – Bébete toda la leche, vamos.

Clitzia se mordió el labio. Agarró el vaso, le tembló la mano…

-         ¡NO! – exclamó, y arrojó el contenido del vaso a la jarrita que había en el centro de la mesa, con la leche que había sobrado.

Héctor se levantó y caminó hacia ella, algo molesto por tanta cabezonería, y Clitzia se hizo pequeña sobre su silla, algo alarmada. Había vuelto al estado de conejito asustado en el cual Héctor la había conocido. Empezaron a llenársele los ojos de lágrimas y a Héctor le dio lástima. Se acuclilló a su lado, cogió la jarra y volvió a llenarle el vaso.

-         Anda, bebe. Es por tu bien.  – dijo, con calma, y acercó el vaso a sus labios. La niña cerró fuertemente la boca y negó con la cabeza, mientras empezaba a llorar más.

-         ¡Que no, que no! ¡Que no me gusta, de verdad!

-         Aunque no te guste, pequeña. – insistió Héctor, tanto con sus palabras como con sus gestos, apremiándola a beber. Ella le apartó las manos sin violencia pero con obstinación.

-         ¡No me harás beberlo! – lloriqueó, y estalló en llanto. - ¡No me gusta!

Tal vez la penita que daba verla llorar o el hecho de no haberse visto nunca en una situación semejante hicieron que Héctor perdiera la paciencia. Dejó el vaso en la mesa y se puso de pie.

-         Mira, me da igual. Te lo vas a beber así tenga que meterte un tuvo por la garganta, ¿entendido? – gruñó, dejando traslucir su desesperación. Clitzia le miró con los ojos muy abiertos y luego comenzó a llorar más. – No, no, pequeña…. Vale, perdona… No quería hablarte así… - intentó acariciarla pero ella se apartó y se encogió - Bueno, no te pongas así, no te asustes…

Tizziano mantenía la vista fija en la mesa, intentando desaparecer de ahí. Odiaba verla llorar. Lo odiaba, lo odiaba. Al final, no pudo más, cogió el vaso de su hermana y lo tiró al suelo.

-         ¡Ala! ¡Ya no hay leche! ¿Eso es lo que querías? – la espetó. De la sorpresa a Clitzia se le cortó el llanto. Héctor miró al niño sin dar crédito a lo que había pasado. – Tienes que ser la niña más idiota del puto mundo. Te traen a una casa de reyes, te dan la comida de un marqués y tú te pones caprichosa.

-         ¡No es capricho! ¡Es que no me gusta!

-         “Es que no me gusta” – se burló Tizziano. - ¿No sabes decir otra cosa? ¡Acabarás por hacer que se canse de nosotros! – gritó, señalando a Héctor. En ese punto María se había asomado y observaba desde la puerta.

-         ¿Yo? ¿Yo haré que se canse?

-         ¡Sí, tú! ¡Y no todos tenemos un lugar al que ir como último recurso!

-         ¡Yo tampoco tengo a dónde ir!

-         Tú sí. Sólo tienes que abrirte de piernas. – gruñó Tizziano. Al segundo siguiente Clitzia le soltó una bofetada, que sonó bastante fuerte.

-         ¡Suficiente! – exclamó Héctor, y se dio prisa en separarles. Sin soltar a ninguno de los dos, miró a ambos niños sabiendo que se estaba perdiendo de algo. Tizziano no lo había dicho por decir, por el mero hecho de insultar. Detrás de aquél “sólo tienes que abrirte de piernas” se escondía algo. De la misma manera en que supo eso, supo también que casi con toda seguridad ellos no se lo iban a contar.

-         ¡A empezado ella!

-         ¡A empezado él!

-         Me da igual quién haya empezado. Vosotros dos sois hermanos, y no podéis haceros daño ni con golpes ni con palabras. Tampoco podéis poneros caprichosos ni tirar las cosas al suelo.  – regañó, mirándolos fijamente.

¿Por qué tenían que ser dulces como niños e impulsivos como los adolescentes? ¿Y él? ¿Cómo debía castigarlos? ¿Como niños o como adolescentes?

Aún no lo había decidido cuando Clitzia se soltó de su mano, cogió el vaso de Tizziano ya que el suyo había sufrido daños colaterales, se sirvió un poco de leche, y empezó  a beberlo con arcadas y muestras de asco. Héctor la observó sin decir nada. Se fijó en cómo ella no dejaba de mirarle mientras bebía como diciendo “¿Lo ves? Mira, te estoy haciendo caso. No tienes que enfadarte”


“Esta niña me tiene miedo” pensó Héctor, con la seguridad de que no se equivocaba.

2 comentarios:

  1. Genial capitulo Dream
    Aunque me dejas con una duda quien carajos fue capaz de hacer daño a Clitzia como para tener ese miedo?
    Actualiza pronto (carita de gato con botas)
    Me encanta la relación de Hector con los niños
    Saludos

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  2. Dios todo lo que se desató por un vaso de leche ( aclaró que yo odio la leche y apoyo a Cli en no querer tomarla) pero por que tiene ese miedo? Y porque su hermano le dijo eso? Son demasiadas dudas jaja espero que se vallan aclarando me gusta como Héctor se metió desde un principio en el rol de papá de estos dos

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