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sábado, 30 de julio de 2016

CAPÍTULO 19: LOS PELIGROS DE LA MAGIA



CAPÍTULO 19:  LOS PELIGROS DE LA MAGIA

Costó un par de días que Aronit pudiera salir de la cama. Sus heridas se habían visto agravadas por el sobresfuerzo de proteger el castillo cuando Merlín provocó aquél derrumbe. Arturo llegó a temer por su vida, pues el joven era delgado y no parecía muy fuerte. Sin embargo, poco a poco, el druida se fue recuperando.

Merlín y Mordred le habían visitado muchas veces durante su convalecencia. Parecían haberse encariñado con él, y se sentían algo culpables.  Arturo intentaba que le dejaran descansar, pero acabó por entender que el druida también disfrutaba de su compañía. A pesar de ser un hombre seco y algo exigente, Aronit tenía un lado amable y el rey pensó que después de todo el druida no era muy diferente a él.

Una tarde, cuando Aronit ya parecía sentirse mejor, Arturo fue a visitarle con varias preguntas que intuía que sólo él podría responder.

-         Majestad – saludó el druida, con la mirada puesta en un libro en el que estaba muy concentrado. Ni siquiera levantó la vista para mirarle, y Arturo sintió su orgullo herido, pues estaba acostumbrado a causar otra reacción con su presencia.

-         No habéis probado la comida – señaló Arturo, al ver la bandeja que había mando llevar totalmente llena.

Aronit pareció realmente sorprendido al ver la bandeja, como si no se hubiese dado cuenta de que se la habían llevado.

-         Se me olvidó. Encontré algo muy interesante acerca de la raíz de mandrágora que…

-         Suena interesante, desde luego. – cortó Arturo, pensando justo lo contrario. Nunca había sido muy sutil para cambiar de tema. - ¿Hay algo en esos libros acerca de objetos mágicos? De brazaletes, para ser más preciso. Como los que teníais aquí el otro día. ¿Eran mágicos, también?

-         ¿Estas baratijas? – preguntó Aronit, abriendo un armario. – La mayoría de ellos sirven para repeler encantamientos.

-         Ya veo…

Arturo los examinó de cerca. Ninguno era como el que Merlín había cogido de la cripta, pero eso ya lo suponía.

-         ¿Qué os inquieta, Majestad?

-         Merlín dijo algo acerca de que el brazalete de la cripta le había llamado.

Aronit le miró fijamente, y cerró el libro, para prestarle toda su atención.

-         No debéis preocuparos por eso. Emrys escucha muchas cosas que escapa a los oídos de los simples mortales.

Emrys. Arturo aún no se acostumbraba a ese nombre, pero el druida no se refería a él de otra manera. Le costaba creer que el que había sido su sirviente fuera un ser tan poderoso. Le costaba creer que ese ser fuera ahora su hijo. Y sobretodo se sentía confundido, porque no sabía cómo lidiar con ello.

-         Dijisteis que Mordred tenía un don para destruir, que era un druida oscuro. Pero el que casi destruye la fortaleza fue Merlín.

El druida entrecerró los ojos ligeramente y ladeo la cabeza. Sus rasgos afilados le daban un aspecto delicado y regio, y también le hacían parecer una persona muy inteligente.

-         No tengáis miedo de vuestros propios hijos, Majestad. Sabéis que el niño no tenía ninguna mala intención.

-         Lo sé, pero eso es incluso peor. La magia es… es algo que no podemos controlar… y yo…Yo no quiero ser como mi padre. No quiero otra guerra, no quiero otra Purga, pero tampoco deseo que ellos crezcan rodeados de algo tan peligroso. Quisiera… ojalá hubiera una manera de quitarles la magia. – confesó Arturo, expresando su verdadero anhelo. Quería que sus hijos crecieran como personas normales, o todo lo normales que pudieran ser dos príncipes de Camelot.

-         Eso es imposible, Majestad, y más en el caso de vuestros hijos. Nacieron con ella, no es algo aprendido. Es un don, y es imposible arrebatárselo. Además no…

Algo interrumpió la explicación del druida. Aronit miró en dirección a la puerta de sus aposentos, que permanecía cerrada, y Arturo se preguntó qué era lo que había llamado su atención. El druida se puso de pie y se movió lentamente, pues aún no estaba curado del todo, y abrió las grandes puertas de madera. Dos cuerpecitos casi caen al suelo en ese momento. Mordred y Merlín habían estado escuchando. Merlín se ruborizó al verse descubierto, pero Mordred alzó la mirada y explotó con rabia:

-         ¡No podéis quitarnos nuestra magia!

-         Mordred, retírate ahora mismo. No debes escuchar conversaciones privadas – dijo Arturo, algo cohibido por la furia en los ojos del niño.

-         ¿Por qué quieres que no tengamos magia, padre? – preguntó Merlín, mucho más tranquilo que su hermano, aunque más triste.

-         Yo no… no es que no quiera…

-         ¡Sí es eso! ¡Y me da igual que seas el rey, no puedes hacer algo así! – gritó el niño.

Lo que pasó a continuación Arturo no lo habría creído de no haberlo sentido en su propia carne. Mordred se acercó a él y le dio un pisotón, en lo que parecía una especie de rabieta infantil.

Arturo dejó escapar un gemido y luego trató de asimilar lo que había pasado. Se sintió observado por Aronit, que parecía muy atento a su reacción y eso fue lo que impidió que se abalanzara sobre el niño. Mordred también se quedó quieto, como pensando en lo que había pasado, y al final volvió a acercarse a Arturo, rabioso, golpeándole en las piernas con sus pequeños puñitos inofensivos. Aronit murmuró unas palabras en voz baja, y Mordred se quedó quieto de pronto.

-         ¿Qué…qué has hecho? – preguntó Arturo.

-         ¡No puedo ver! – gimoteó Mordred - ¡No veo!

Arturo se horrorizó. ¿De verdad el druida había sido capaz de dejarle ciego? Aronit había salvado su castillo, y se había ganado su confianza. Arturo siempre se sentiría receloso en compañía de un mago, pero había creído que no tenía nada que temer de aquél hombre.

Su mano se movió instintivamente hacia su espada, con el claro impulso de proteger a su hijo. Se dio cuenta, sin embargo, de que no había nada de qué protegerle. Aronit le devolvió la vista al niño con un gesto de su mano.

-         ¿Estás más calmado? – le preguntó. Mordred asintió, con sus ojos azules muy abiertos y algo asustados. – Bien. Ahora obedece a tu padre, y retírate.

Se podría decir que el niño salió volando, seguido muy de cerca por su hermano. Arturo se quedó clavado, con la mano aún en la empuñadura de su espada, parpadeando con confusión.

-         Un simple hechizo de ilusionismo – explicó el druida. – Lo he utilizado muchas veces.

-         ¡Casi se muere de miedo! – increpó Arturo – No son métodos para un niño tan pequeño.

-         Sirvió para que dejara de golpearos.

-         Tal vez… pero no quiero que uséis la magia para reprenderlos.

-         Si yo hubiera pisado a mi padre, hubiera recibido algo mucho peor que eso. – le aseguró el druida. Arturo no quiso pensar en lo que le habrían hecho a él, pero de hecho ya lo sabía. Habría pasado una o dos noches en las mazmorras. – Si además de mi padre hubiera sido el rey, tal vez mi cabeza estaría colgada en algún lugar…

-         No colgamos las cabezas – replicó Arturo – Aunque sí te habrían decapitado. Yo también lo haré si haces algo como eso de nuevo. – amenazó, pero no iba en serio. Lo dijo en el mismo tono en el que le decía a Merlín, cuando era su sirviente, que le pondría en el cepo si ensuciaba sus botas. Era su forma peculiar de manifestar afecto hacia su amigo. Él mismo se extrañó de haber hecho lo mismo con aquél druida.

-         Teníais aspecto de estar a punto de matarle, y quise evitar una tragedia mayor – respondió Aronit, encogiéndose de hombros.




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