Páginas Amigas

lunes, 29 de agosto de 2016

SAMUEL



SAMUEL

N.A: Este es un cortito sobre el pasado de Sam, el hijo mayor de Holly.


Los médicos no querían dejarme entrar hasta que no hubiera un adulto conmigo. Debían de pensar que la imagen de mi madre muerta iba a impactarme demasiado. Supongo que normalmente hubiera sido así, de no llevar meses viéndola morir poco a poco, sobre su cama o en el baño. Finalmente, se rindieron ante mi insistencia y me dejaron pasar. Verla tumbada sobre aquella cama de hospital fue casi tranquilizador: parecía que estuviera durmiendo, como si por primera vez en mucho tiempo estuviera descansando de verdad. Me acerqué a ella lentamente y tomé su mano entre las mías. Aún estaba caliente. Alguien había tenido la decencia de cerrarle los ojos antes de que yo entrara y la habían desconectado de alguno de los aparatos.

Empecé a notar cómo mis mejillas se humedecían, pero no fui consciente de estar llorando hasta que necesité un pañuelo. Como tantas otras veces había hecho, me hice un hueco en la cama y me tumbé a su lado. La abracé, como si con la fuerza de mis abrazos pudiera devolverle la vida. Tal vez lo hubiera conseguido, pero entonces me sacaron de allí. No recuerdo quién, pero sí sé que se necesitaron varias personas.


-         Samuel – me dijo una mujer joven. Llevaba rondando el hospital los últimos días, como si estuviera esperando ese momento. – Siento mucho tu pérdida.

Me ofreció un pañuelo y lo acepté, intentando recomponerme un poco. No sabía que debía responder en esos casos. Sencillamente no me salía decir “muchas gracias”. No me salía ninguna palabra. No quería hablar con nadie.

Tras unos segundos, ella pareció darse cuenta de que no la iba a responder. Hizo un gesto a los médicos para que nos dejaran solos. Vino a querer decir “ahora me encargo yo”.

-         ¿Practicabais algún tipo de fe? – me preguntó. No tuve claro si lo hizo para saber si podía reconfortarme diciendo algo así como “está en un lugar mejor” o porque necesitaba cierta información de mi parte para ocuparse del entierro. Casi deseé que fuera lo segundo, porque yo no tenía ni idea de lo que se tenía que hacer cuando una persona se moría.

Medité su pregunta cuidadosamente. ¿Practicábamos algún tipo de fe? No. ¿Creíamos en algo? Sí. ¿Ella quería alguna ceremonia especial? No lo sabía. A pesar de todo el tiempo que habíamos tenido, jamás habíamos hablado de su funeral. Ella me había dicho otra serie de cosas necesarias, pero había evitado cuidadosamente ese tema, como si supiera que, una vez enterrada, el adiós sería definitivo. O quizás es que le daba igual la forma de marcharse. Eso era típico de las personas como ella, que no se tomaban en serio la vida. Recordé una frase de un poema español que ella me había leído muchas veces: “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde. Como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante”.

Las lágrimas volvieron a traicionarme, pero fui capaz de controlar mi voz.

-         Supongo que somos cristianos – respondí, al final. – Intuyo que ella hubiera querido que la incineren. Tal vez lo haya dejado escrito en algún lado.

La mujer asintió, como tomando nota.

-         ¿Quieres hacer algo especial con las cenizas?

-         Solo quiero estar solo para poder llorar tranquilo – dije, con sinceridad. – Pero a ella le gustaba mucho el agua, tal vez podría echarlas en un lago o en algún sitio bonito de esos. No lo sé, no quiero hablar de esto ahora – protesté, con cierto deje infantil en la voz. - ¿La gente no escribe estas cosas en un testamento o algo así?

-         A veces sí, pero… Verás, Samuel, tu madre no dejó ningún tipo de testamento. – me confesó la mujer.

Seguramente esperaba que la noticia me desagradara, pero lo cierto es que en otro momento hubiera sonreído. Eso era tan típico de mi madre. Claro que no tenía testamento: si no tenía nada que dejarme. De eso yo era más que consciente y dadas las circunstancias no me importaba lo más mínimo. Solo la quería a ella de vuelta.

-         Ya veo. ¿Así que decido yo? – pregunté. Eso también era típico de ella. Hacerme tomar decisiones que no estaba preparado para tomar.

-         Bueno, tú eres menor… Pero tu opinión se tendrá muy en cuenta. – me aseguró.

-         Osea, que harán lo que yo quisiera, siempre y cuando el Estado no lo considere demasiado caro – traduje yo.  – Tengo dinero ¿sabe? No mucho, pero el suficiente para pagar por el funeral y esas cosas. Ustedes no tienen que poner ni un céntimo.

En realidad ese dinero eran todos los ahorros que teníamos mamá y yo. Ella lo guardaba bajo la cama y lo llevaba allá donde fuéramos. No era mucho y jamás estuvo en un banco, por eso el Estado no tenía constancia de ello ni entraba a formar parte del testamento. Mi madre quería que lo guardara para una emergencia o que lo fuera ahorrando para la universidad, pero su funeral era más importante.

-         No tienes que preocuparte por eso, tu padre se ha ofrecido a pagar los gastos. – me explicó la mujer.

¿Mi padre? ¿Ese tipo? Pero si jamás había querido saber de nosotros… Bueno, por fin hacía algo decente, bravo por él.

-         ¿De verdad? Vaya.

La mujer me miró como si quisiera decirme algo más, pero no se atreviera. Menudo marronazo la había tocado: cuidar de un chico de quince años que acababa de perder a su madre. Adiviné qué era lo que me quería decir, y decidí decirlo por ella:

-         Ya sé que no puedo contar con él. Escuche, señorita… - dudé entre “señorita” y “señora”, pero mi madre siempre se enfadaba cuando la llamaban señora, porque no le gustaba que la tomaran por una mujer mayor. – Mi madre y yo ya hemos hablado de esto. Sé que no tengo a nadie, sé que soy menor de edad y sé que mi única relación biológica es con un hombre que siempre ha actuado como si yo  no existiera. Me sorprende que vaya a pagar el funeral, pero sé que ahí se acaba su amabilidad. Imagino que tendré que ir a un centro de acogida. Me he mentalizado para ello. Incluso he buscado información, y sé que mis opciones no son muy buenas, porque con mi edad el Estado no hará más que esperar a que cumpla dieciocho y deje de ser su problema. No pasa nada, puedo apañármelas. Solo tendría que coger un par de cosas primero, en casa. Luego iré a donde usted quiera.

La funcionaria se me quedó mirando fijamente, haciéndome sentir incómodo. Estaba acostumbrado a que los adultos me miraran así. Creo que se sorprendían de que tuviera en la cabeza algo más que chicas, coches, deportes y alcohol. No había llevado la misma vida que la mayoría de los adolescentes, así que no era como la mayoría de ellos.

-         Te llevaré a tu casa – me dijo, suavemente. – Coge lo que necesites y puedas llevar contigo. La casa es de alquiler, así que no podrás volver después. – me advirtió.

Asentí, y eché una última mirada a la habitación donde mi madre había pasado sus últimos días, pero no pude ver nada porque la puerta estaba cerrada.

***



Al final cambié de idea y pedí que la enterraran. Quería tener un lugar al que ir, para visitarla. Quería que hubiera una tumba con su nombre, sobre la que sentarme a hablar con ella cuando pudiera ir a verla. Me sentí mal por no respetar el que yo creía que era su deseo, pero comencé a pensar que ella ya no estaba mientras que yo seguía. Tenía que seguir sin ella y cuidar de mí mismo, y ella no había llegado a especificar lo que quería. No podía pasarme media vida pensando en lo que ella hubiera deseado. No quería convertirme en la clase de persona que no vive su vida, sino la de un ser querido, pretendiendo honrar su memoria, como si convertirse en el esclavo de la voluntad de un muerto fuera sinónimo de honrar a alguien. Yo prefería un entierro tradicional a una cremación. Lo que ella prefiriera ya no importaba. Los funerales, en gran medida, no son para los muertos, sino para los vivos. Si de verdad hubiera querido que la incineraran, entonces tendría que haber sido responsable por una vez en su vida y haberlo dejado por escrito o haberlo hablado conmigo. La verdad es que en realidad dudaba que a ella la importara lo que hicieran con su cuerpo. Nunca se preocupaba de esas cosas, todo lo material siempre le había dado igual.

Pensé que el día del funeral ya no iba a llorar nada. Creí que en el tanatorio ya había llorado todo lo que alguien puede llorar. Pero me equivoqué.  Dos días después de su muerte me encontraba en aquella iglesia medio vacía, intentando escuchar lo que decía el cura pero sin enterarme de nada realmente. Había pedido decir unas palabras, pero no sabía si iba a ser capaz de hablar. Finalmente, logré calmarme lo suficiente como para ignorar el discurso que había preparado y hablar desde el corazón:

- Este es el momento donde se supone que uno debe decir lo maravillosa que era la persona que nos acaba de dejar. Es el momento en el que guardamos en un frasco las cosas buenas de un ser querido, para recordar únicamente eso. Pero así, la estaría olvidando. Así estaría recordando a otra persona, pero no a ella. Mi madre no era la mejor madre, ni la mejor amiga, ni la mejor vecina. Quizá por eso haya tan poca gente hoy aquí. Ella no siempre entendía que el mundo funcionaba según unas reglas diferentes a las suyas, y que hay determinadas cosas que no podían hacerse a su manera. En muchos sentidos, no fue una madre para mí. A veces era solo como una compañera de piso, o de coche, ya que hemos dormido en él muchos días. Cuando era más pequeño, no preparaba mi ropa, ni mi mochila. No buscó un buen colegio para mí, y me metió en el primero que encontró. Luego me tuvo que sacar, porque resulta que aún no tenía edad para ir a la escuela. Como veis, mi madre no era exactamente una mujer de planes. Vivía en el presente y nunca se preocupaba del futuro. Se ocupaba de que hubiera comida en la mesa hoy, y ya nos buscaríamos la vida para mañana. A veces era yo quien tenía que cuidar de ella, en lugar de ser ella quien cuidara de mí. – dije y guardé unos momentos de silencio. Miré a los escasos asistentes. La mayoría me miraba con curiosidad, otros con compasión. Cerré los ojos, y cuando los volví a abrir había conseguido eliminar las lágrimas que querían escaparse. – Mi madre tenía Síndrome de Down. Cuando me caía y me hacía daño no conocía otra forma de consuelo que los abrazos. Cuando otro niño se metía conmigo, ella me defendía metiéndose con él. Cuando me enfadaba con ella y la gritaba, ella solo repetía “malo” una y otra vez, de forma que durante mucho tiempo creí que lo era, que era un niño malo, y por eso mi madre no era como la de los demás. Hasta que entendí que mi madre era especial, en el mejor sentido de la palabra. Mi madre se quedó conmigo, cuando nadie más quiso hacerlo. Sus padres la hicieron elegir entre ellos o yo, y ella me eligió a mí. El hombre que la dejó embarazada salió corriendo: supongo que fue divertido acostarse con una retrasada, pero no lo era tanto quedarse y hacerse cargo. Ella se quedó, y lo hizo lo mejor que pudo. Dio lo mejor de sí, y aunque me faltaron muchas cosas, siempre me sobró cariño. Ahora que no está, no sé cómo voy a seguir sin ella. No sé cómo voy a volver de clase para no ver su sonrisa. No sé cómo haré los deberes sin que ella me mire y me diga lo listo que soy, como si yo fuera su super héroe. Ojalá hubiera podido decirle que ella era la mía. 

***

Aunque mi madre no hubiera dejado testamento, yo era su heredero directo, así que me tocó el cien por cien de cero. Recuerdo que un hombre con pinta de abogado me preguntó cómo nos las apañábamos para vivir, si el salario de mi madre era el mínimo permitido por la ley. Le contesté que cuando vives con lo mínimo, aprendes a no necesitar nada. Pero aquello no era del todo cierto. Yo sí que necesitaba algo: necesitaba a mi madre.

Llevaba ya cerca de un mes en el orfanato. Los otros chicos no se me acercaban mucho, porque era el recién llegado y corrían toda clase de rumores sobre mí. Cada dos días tenía una reunión con una psicóloga, que intentaba ayudarme a superar el fallecimiento de mi madre, como si fuera algo que se pudiera curar con una receta o una terapia. De todas formas no me importaba ir, porque estaba acostumbrado a los psicólogos. Tenía que ir con mi madre cada dos meses, para que vieran si ella era capaz de cuidar de mí. La tenían bastante controlada, pero un juez había decretado que pese a su discapacidad, tenía derecho a ser mi madre.

La psicóloga que venía al orfanato se llamaba Grace, y en honor a su nombre, era bastante graciosa. Las horas que pasaba con ella eran las mejores de la semana, porque conseguía hacerme reír, algo que creí imposible tras aquél horrible día. En cierto sentido, me recordaba a mi madre. Ella también sabía sacarme una sonrisa.

Un día, sin embargo, como a los dos meses de llegar allí, Grace vino fuera del horario. Los chicos que dormían conmigo me dijeron que a lo mejor me llevaban a una casa de acogida, o me adoptaban, y por eso venía mi psicóloga, pero yo lo dudaba mucho. Las casas de acogida eran temporales, para cuando tienes más familia y están esperando llevarte con ella, y yo no tenía. Y la adopción era altamente improbable cuando tenías más de diez años.

-         ¿Qué pasa, Grace? – pregunté, cuando la tuve delante. Ella sonreía plenamente, así que no eran malas noticias.

-         Te vas a casa, Sam. Con tu padre, y su mujer. Se llama Holly, y tienen varios hijos. Tú siempre me dices que te hubiera gustado tener hermanos. En tu nuevo hogar no te van a faltar.

Parpadeé, intentando asimilar la noticia. Que mi padre hubiera cambiado de opinión era aún más difícil que ganar la lotería sin haber jugado ningún número. No entendía lo que estaba pasando, y un enorme nudo se me formó en la boca del estómago.

-         ¿A…a casa? – pregunté, confundido. Pero si yo no tenía casa. Yo no tenía familia.

***

La mujer llamada Holly me abrazó como si yo fuera su hijo en lugar del de mi padre. Connor, en cambio, apenas me miraba. Comencé a pensar que la idea de sacarme del orfanato no había sido de mi padre, sino de su esposa. Pero eso era imposible ¿no? Ella me tendría que odiar. Yo era la prueba viviente de que era una cornuda. Aunque creo que se habían casado después de que yo naciera…

Holly estaba visiblemente embarazada. Además de ese pequeño alien en camino, tenían cinco hijos, aunque cuando pregunté de broma si estaban todos o todavía eran más, sus rostros se ensombrecieron.

-         La primera en la frente, macho.– dijo un enano de diez años. Según me habían dicho, se llamaba Blaine. Parecía el mayor, aunque también había un hombre joven, que respondía al nombre de Aaron, que no sabía muy bien qué papel ocupaba. No parecía ser hijo de Holly, era demasiado mayor. ¿Tal vez era otro regalito ilegítimo de mi padre?

-         ¿Qué dije? – pregunté, confundido.

-         Falta uno – respondió el hombre joven, mirándome con seriedad. – Una niña, pero es un tema delicado.

Por esas palabras entendí que no iba a volver pronto y me pregunté si es que tal vez se había muerto. Desde luego, menuda bocaza la mía. 

-         Lo… lo siento…

-         No importa, no has dicho nada malo – me tranquilizó Holly. – Ven, te enseñaré tu cuarto. Me temo que tendrás que compartirlo con Aaron, estamos un poco apretados… Había una habitación libre, pero la estamos preparando para el bebé.

Me parecía irónico que para ella aquello fuera “vivir apretados”. Su casa era cuatro veces más grande de la última vivienda de alquiler que yo había compartido con mi madre. Claro que nosotros solo éramos dos.

-         Le dije a Connor que a lo mejor preferías dormir con Blaine y Sean…. Tú dímelo, que todo tiene remedio. – siguió diciendo Holly.

-         Me…me da igual – respondí. Aunque luego pensé en el rostro serio de Aaron y cambié de idea – Con Blaine. Mejor con ellos, les saco pocos años… Aaron parece bastante mayor que yo – dije, sintiendo la necesidad de justificarme.

-         No tanto, tiene veintidós años, pero puedes dormir con quien quieras, cariño.

“Cariño”. Nunca me habían llamado así. Mi madre solía llamarme “Sammy” o “bebé” para chincharme. Incluso cuando comencé a ser más alto que ella, seguía llamándome “bebé”, porque decía que me había tenido en sus brazos y que por tanto era su bebé. Sonreí al recordarlo.

***

Holly estaba dando a luz y yo no podía hacer absolutamente nada por ayudarla. Allí todos parecían estar relativamente acostumbrados a momentos como aquél, pero yo me sentía un inútil. Me senté en las escaleras e incluso allí parecía estorbar, porque todos subían y bajaban con rapidez.

-        

Sam, tú te quedas aquí. – me dijo Aaron, hablando con celeridad.


 Connor estaba de servicio militar, y aunque le habían avisado, no podría llegar hasta dentro de dos días. Aaron iba a llevar a Holly al hospital.


-         Déjame ir con vosotros… - le pedí.

-         No, tienes que quedarte con los niños.

-         Es demasiado para él, Aaron. – dijo Holly, tocándose la tripa con cierta molestia, seguramente porque tenía contracciones. – Aún se está adaptando, y son cinco niños…

-         Me quedaría yo, pero él aún no sabe conducir, así que no puede llevarte. – dijo Aaron. Por alguna razón, me sonó como un reproche.

-         Estoy yendo a clases… - protesté. Acababa de cumplir los dieciséis, literalmente, y tenía el examen el mes que viene.

-         Ya lo sé, enano – respondió Aaron, y me revolvió el pelo. Estaba nervioso y tenso, pero se esforzó por mostrarse amable conmigo. – Quédate aquí ¿vale? Te llamaremos cuando sepamos algo.

Asentí, sin muchas opciones.

-         Llama a Julia – insistió Holly. – Hablamos de que ella se quedaría con los niños cuando llegara el momento de dar a luz.

-         Ya, eso hubiera sido genial si a tus hijos no les diera por nacer de madrugada – bromeó Aaron, y se agachó, como para hablar al pequeño bicho en la tripa de Holly. – Ya te podrías haber esperado ¿no? Pero tú como los hermanos: después de las doce, y antes de las seis.

-         Seguro que si la llamas viene igual… - dijo Holly.

-         Que no, Holly, que no son horas. La llamaremos por la mañana. Hasta entonces puede encargarse Sam, solo será por un rato.

Volví a asentir, para que se fueran tranquilos. Estaba preparado para ejercer de hermano mayor. Llevaba toda la vida deseando serlo. Sin embargo, cuando les vi marcharse me entró algo de inseguridad y les frené.

-         Holly… - llamé. Ellos se volvieron para mirarme. - ¿Có…cómo le vas a llamar? – pregunté, por decir algo, pero también con curiosidad. Me habían dicho que el bebé era niño, pero no que tuvieran algún nombre pensado.

Ella me miró con una sonrisa cálida.

-         West – me respondió.


Me llevé una mano al pecho, donde me había hecho mi primer tatuaje, aunque Connor casi me despelleja por ello. Allí, escrito en letras negras, llevaba el nombre de mi madre: Westley Larsen. Un nombre masculino, en realidad, pero algunos padres lo usaban también para sus hijas, en este siglo donde parece que el nombre más original y raro es el que gana. Jamás hubiera pensado que Holly fuera a llamar a su hijo en honor a ella. West me gustaba más que Westley para el bebé, me sonaba más actual. Invadido por la emoción, me levanté para abrazarla. Como muchas otras veces desde que estaba con ellos, deseé que el vínculo biológico fuera con Holly y no con mi padre.  

6 comentarios:

  1. Estoy con las lágrimas, buaaaa pobrecito de Sam

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  2. Estoy con las lágrimas, buaaaa pobrecito de Sam

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  3. Cada vez que se algo mas de la familia de holly odio mas a su esposo. Exelente capi, hacia falta

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  4. Me encanto :) De por si ya me agradaba Sam, pues con esto más, tiene una historia un poco triste y difícil, pero me gusta el personaje que creaste, su personalidad es hasta cálida :D Me fascino este cortito, como siempre me haces pasar un buen rato y disfrutar un rato con tu historia :D

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  5. Que lindo, Tuvo una vida algo pesada el chico pero le toco una buena mamá.

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  6. Que hermoso el cariño y sinceridad con la que se expresó de su mamá biológica!!..
    Y que bien que la vida le esta dando la oportunidad de no estar solo!!...

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