Páginas Amigas

miércoles, 15 de abril de 2020

CAPÍTULO 30





Los domingos en el internado se respiraba relax en cada esquina. Había una misa breve por la mañana en una capillita para los que quisieran asistir. A pesar de que yo fui uno de los pocos en participar de la celebración, no pude evitar pensar en que era injusto que mi religión se viera beneficiada sobre la de los demás. Ese internado tenía estudiantes de todos los rincones del mundo y hacían publicidad de su multiculturalidad, pero, a la hora de la verdad, la capilla era el único lugar de culto. No era un internado religioso, así que había alumnos de todas las confesiones.
Cuando volví a mi dormitorio después de la ceremonia, algunos de mis chicos seguían durmiendo. La habitación se veía muy vacía con solo nueve de ellos y muy silenciosa.
-         ¡Buenos días, Víctor!  - me saludó Damián.
Le sonreí
-         Buenos días. ¿Dormiste bien?
Damián asintió y se estiró como un gatito.
-         ¿Te vas a ir a tu casa?
Se suponía que el domingo era mi día libre y yo podía escoger si permanecer en el centro o irme y regresar el lunes por la mañana, pero no tenía a dónde ir. También se suponía que no tenía ninguna obligación que cumplir, y que un vigilante se encargaría de los niños, pero no podía desentenderme de ellos. Aquello era un trabajo para mí, pero no quería que sintieran que era solo un trabajo. Cuando eres profesor, no enseñas únicamente porque te pagan por hacerlo, sino porque asumes la responsabilidad de formar al grupo de alumnos que te es asignado. En muy poco tiempo esa responsabilidad se convierte en cariño. Si además de su profesor eres su guardián y pasas casi todo el día con ellos, adquieres también cierto compromiso. No puedes apagar un botón y olvidarte de ellos hasta el día siguiente. En cierta manera, te convertías en su familia.
-         No. De hecho, había pensado que, si todo el mundo hace bien su cama y recoge su parte del cuarto, podíamos ver una película.  
El internado no tenía televisiones, como parte de su política de controlar y limitar el acceso de los chicos a los aparatos electrónicos. Ni siquiera podían tener un teléfono móvil. Pero había una pequeña sala de cine en el piso de abajo.
Damián dio un saltito sobre la cama.
-         ¿De verdad?

-         ¿Peli? – se sumó Benjamín, que nos había escuchado.

-         ¿Cuál? – preguntó Bosco enseguida.

-         Lo dejaré a vuestra elección – sonreí. – Pero primero: ducharse, recoger la cama e ir a desayunar.

Fui a despertar a los que seguían dormidos y poco a poco se fueron a hacer lo que les había pedido.

El desayuno fue un poco caótico, porque no existía el orden de los demás días. Cada grupo bajaba cuando quería, según se despertaban los chicos, y en las mesas había jarras y bandejas a modo de autoservicio.

El fin de semana se notaba también en la mesa de los profesores, pues muchos habían salido, entre ellos el infame señor López. Tampoco estaban los profesores que no tenían dormitorios asignados, es decir, los que no eran guardianes.

-         Buenos días – me saludó Enrique. - ¿Qué harás con tu día libre?

-         Veré una película con los chicos. Y esta tarde, no lo sé. Tal vez lea un libro.

-         Creo que no entendiste el concepto “día libre”.

Me senté y me serví una taza de café.

-         ¿Qué harás tú?

-         Tengo que terminar los planes de entrenamiento para los chicos de alta cualificación.

-         Tú no entendiste el concepto tampoco – se la devolví y él soltó una pequeña risa.

-         ¿Te molestaría mucho llevarte a mis chicos también a ver la película?

-         Para nada – acepté.

-         Si te dan algún problema me lo dices.

Así que, cuando acabó el desayuno, llevé a mis nueve chicos y a los siete de Enrique a la sala de cine. Había un estante con varias películas y les pedí que se pusieran de acuerdo para elegir una. Aún no se habían decidido cuando alguien llamó a la puerta. Eran Lucas y Jacobo.

-         Ho… hola – dijo Lucas, tímidamente. Al principio pensé que podía estar buscando a su hermano, pero la mirada que intercambiaron él y Jacobo me dejó claro a qué habían venido.

-         Pasad, chicos. ¿Queréis ver una peli?

Ellos sonrieron, asintieron y corrieron a coger sitio. En ese momento me golpeó con fuerza lo muy necesitados de atención que estaban aquellos niños. Aparcados en un colegio como si fueran muebles, muchos de ellos sin tener buena relación con sus padres, la soledad era su mayor enemigo.
-         Bien, ¿habéis escogido ya?
Empezaron a gritar títulos y a enseñarme DVDs, pero uno de ellos resonaba con más fuerza. No conocía esa película, así que cogí la carátula para ver de qué iba.

-         Ni soñarlo, es demasiado violenta para los enanos – dijo Lucas.
-         ¡No somos enanos! – le gritó Wilson.
-         Tienes once años y esa peli es para mayores de dieciséis – replicó Lucas.
-         Descartada – intervine rápidamente.
Al final escogieron una que parecía adecuada y yo encendí el proyector y apagué las luces.
Diez minutos después de que comenzara, noté que algo blando rozaba mis pies. Damián se había sentado en el suelo, delante de mí. Bosco le siguió al poco tiempo y Votja también. Benjamín se sentó con su hermano. Se me pasó por la cabeza decirles que se sentaran en sus sillas, pero lo descarté enseguida. Me sentí entre incómodo y honrado porque hubieran hecho piña a mi alrededor.
Más allá de lo bonito de la imagen, lo malo de tener a varios niños amontonados es que enseguida empezaban las peleas por el espacio.
-         ¡No te apoyes! – protestó Bosco, en un susurro.
-         ¡Ni tú tampoco, me das calor! – se quejó Damián, dándole un pequeño empujón.
-         Chicos, basta.
Se estuvieron quietos por un rato, pero al poco volvieron a molestarse, así que les separé, sentando a cada uno en una silla.
El resto de la película transcurrió sin incidentes. Cuando acabó, todavía quedaban cuarenta minutos para la hora de la comida así que les propuse jugar un rato a la pelota en el jardín. Accedieron inmediatamente. Parecían una camada de pollitos esperando a que su madre les dijera por dónde ir. En esa analogía, yo era la madre. Se me estaba rompiendo el corazón.
Se dividieron en dos equipos para jugar al fútbol. Les pedí a Jacobo y a Lucas que se pusieran cada uno en un equipo, para que ninguno tuviera ventaja al ser los dos considerablemente más mayores. Los chicos de Enrique, que eran de tercero, se mezclaron con los míos de primero. Quedaron dos grupos bastante equilibrados, pero aún así el grupo de Jacobo, en el que estaba Damián, iba perdiendo estrepitosamente.
-         ¡No vale, ellos tienen a Lucas que es deportista! – protestó.
-         ¡Y vosotros a Votja, a Oliver y a cuatro deportistas más! – replicó Benjamín, en el equipo de su hermano.
Damián no parecía llevar demasiado bien la derrota, así que jugó con todas sus ganas, llegando a hacer una entrada algo duro a Benjamín.
-         Falta – grité, pues hacía de árbitro.
Los ojos de Benja se llenaron de lágrimas y se llevó las manos a la espinilla.
-         ¡Le hiciste daño! – le increpó Lucas, agachándose junto a su hermano.
Me acerqué a ver. No era nada serio, pero lógicamente el golpe le dolía. Puse una mano en el hombro de Benja, que no tenía muy claro si llorar o no y estaba en ese paso intermedio.
-         Pídele perdón, Damián.

-         ¡Pero si fue sin querer!
-         Por eso mismo, pídele disculpas, anda – le dije.
No pensé que la cosa fuera a escalar, solo había sido un accidente jugando, pero no conté con el orgullo de Damián.
-         ¡No! ¡Si es tan delicado que no juegue!
-         Hiciste una entrada descalificatoria – reprochó Lucas. – Mi hermano no es delicado, lo que pasa es que no sabes jugar, porque no sabes perder.
Damián entreabrió los labios, molesto, y sin previo avisto le dio un empujón a Lucas, que no se movió ni un milímetro porque era más grande que él.
-         ¡Tú eres el que no sabe jugar, imbécil!
-         Suficiente. Se acabó el juego para ti, Damián – le dije. Sube a la habitación.
Me lanzó una mirada de enfado que no tardó ni dos segundos en transformarse en una de miedo y tristeza. Echó a correr al interior del internado.
-         Lo siento. Yo soy el mayor, no tendría que haber discutido con él – murmuró Lucas.
-         Tal vez podrías haberlo manejado de otra manera, pero no es culpa tuya – le aseguré. – Benja, ¿te duele mucho?
Él negó con la cabeza y se soltó la pierna.
-         ¿Y si haces de árbitro tú por un rato? – le sugerí.
Benjamín aceptó y yo subí a hablar con Damián.
No me sorprendió encontrarle llorando sobre su cama. Era un enano sensible y muy infantil. De ahí la escena del jardín.
-         No hay por qué llorar, ¿mm? – susurré, sentándome a su lado. – Es Benja el que va a tener un cardenal en la pierna, si alguien tendría que llorar aquí es él.
-         ¡Por su culpa te has enfadado conmigo!
-         Eso es doblemente falso. En primer lugar, no diría que estoy enfadado, solo algo molesto. Y, en segundo lugar, no es culpa de Benjamín, porque él no te hizo nada. Fuiste tú el que hizo una entrada demasiado agresiva, porque no te gustaba ir perdiendo.
-         Snif…
-         Todo se hubiera arreglado si le hubieras pedido perdón, pero escogiste enfadarte y además insultaste a Lucas.
-         Snif… snif…
Puse una mano en su espalda, porque me daba pena oírle llorar así y porque quería asegurarme de que me estaba escuchando.
-         Sabes que estuviste mal, ¿verdad? – le pregunté.
Damián asomó sus tiernos ojos verdes y durante unos segundos no dijo nada. Después, arrancó a llorar con más fuerza y escondió la cabeza de nuevo.
-         Sí – gimoteó.
-         Bueno, pero no llores…
-         Snif… Sí lloro, porque me vas a castigar… snif
-         Tú te portaste mal, Dami, así que debo hacerlo. Pero no tienes que tener miedo. Ya me vas conociendo y sabes que no soy muy duro.
Volvió a asomarse y me miró con algo que se parecía demasiado a un puchero como para pertenecer al rostro de un chico de once años.
-         ¿No usarás la paleta?
-         Claro que no, y menos por algo así.
-         ¿La regla? – siguió preguntando.
-         Tampoco.
-         ¿El cinturón?
-         ¿Te han pegado con un cinturón? – me extrañé. No era lo más usual en un colegio, aunque tampoco estaba prohibido.
-         Mi padre.
Decidí ser sincero con él, porque la sinceridad es la mejor estrategia para tranquilizar a un niño, incluso aunque lo que le digas no le guste: prefieren saber a qué atenerse.
-         No castigo con el cinturón ni con la paleta a niños de tu edad, Dami. A partir de catorce años, por cosas realmente graves, podría planteármelo. Con vosotros usaré solo mi mano. En ocasiones excepcionales, tal vez la regla o un cepillo, pero esta no es una de esas.
Damián me sorprendió entonces al levantarse y darme un abrazo inesperado. Poco a poco, su calidez caló dentro de mí y correspondí al gesto. Iván, su temido “señor López”, había sido muy duro con él en el pasado reciente, así que era normal que estuviera asustado, sabiendo que se había metido en líos. Yo no necesitaba que el niño temblara de miedo, más bien necesitaba justo lo contrario.
-         ¿Le vas a pedir perdón a Benja y a Lucas? – le pregunté y le noté asentir, todavía sin separarse. – Buen chico. Ahora ponte de pie, Dami.
Me obedeció, y se frotó los ojos. Agarré sus manos suavemente.
-         Túmbate en mis rodillas – le pedí, pero mientras lo decía, ya lo estaba haciendo yo por él.
Le sujeté bien por la cintura y decidí no hacerle esperar más.
PLAS PLAS PLAS… ai… PLAS PLAS… au… PLAS PLAS PLAS… snif… PLAS PLAS… BWAAAA
Su llanto sonó como el de un niño pequeño más que como el de un muchacho de su edad. Me dio mucha ternura. Estaba acostumbrado a que muchos chicos se volvieran más jóvenes en el momento de un castigo, sacaba su parte vulnerable, pero Damián ya era vulnerable de por sí, así que en ese momento directamente parecía una bolita indefensa.
-         Shhhh, ya está. Tranquilo. Lo has hecho muy bien. Ya terminó.
Le levanté con movimientos lentos y él volvió a frotarse los ojos. Sorbió por la nariz y se giró hasta quedar mirando a la estantería. Tardé unos instantes en comprender lo que estaba haciendo.
-         No, Dami, no tienes que quedarte de cara a la pared.
-         Snif… ¿y entonces qué hago?
-         Vienes aquí y me das un abrazo – le dije. No esperé a que me respondiera y tiré de él.
-         No ha sido tan malo – susurró.
-         ¿Ah, no? ¿Repetimos? – bromeé.
Negó fervientemente con la cabeza y apretó el agarre.
-         Ya me parecía. Nunca te haré daño, Dami, pero no quiero más escenas como la del jardín, ¿bueno?
-         Sí, señor, nunca más.
-         Víctor, pequeño – corregí, y le revolví el pelo.
Yo solía encariñarme rápido con la gente, en especial con mis alumnos, pero en aquel lugar era diferente. Todo tenía un aire más… permanente.

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