Páginas Amigas

jueves, 23 de abril de 2020

CAPÍTULO 9:





Capítulo 9:
Todavía podía sentir cómo se estremecía la piel de mi frente ante el recuerdo del extraño contacto. Koran me había dado un beso para después hacerme una serie de advertencias que no sabía cómo tomarme. Lo que sí tenía claro es que había hablado total y completamente en serio. Acababa de conocerle, pero ya intuía que era un hombre al que nadie le apetecería poner a prueba.
-         ¿Mis ojos pueden cambiar de color mientras lleve el inhibidor? – pregunté, para desviar el tema, aunque a decir verdad llevábamos un buen rato en silencio.

-         Sí.
Él también pareció agradecido de dejar aquella conversación. Había vuelto a retraerme en el sofá después de su pequeño sermón, mientras que Koran se había quedado contemplando la absoluta nada a través de la ventana. Como dudo mucho que el intenso negro del espacio exterior fuera una visión entretenida para nadie, deduje que era su forma de darme tiempo para enfadarme y desenfadarme por su declaración de intenciones.
-         ¿Todos los… okranianos… pueden hacer eso?

-         ¿Cambiar sus ojos? No, solo los empáticos. No es el don más común, pero tampoco somos los únicos que lo tenemos.
Un timbre algo estridente resonó de fondo. No parecía una señal alarmante y Koran apenas reaccionó.
-         Debemos ir al comedor – anunció.

-         ¿Cuántos dijiste que había aquí? ¿Quinientas mil personas? ¿Y comen todas juntas? – cuestioné.

-         No, hay un comedor en cada sección.
Me levanté lentamente y me apreté el brazo, inseguro. Aún así habría muchas personas. Corrección, muchos extraterrestres. Y yo era el recién llegado. Ni siquiera quería pensar en que era el hijo de un príncipe o algo así. ¿Tendría que hacer algo especial? Se me daban fatal los protocolos. Ni siquiera sabía ponerme bien una corbata, todavía.
Eso me hizo reparar en algo: mi aspecto era más que lamentable. El temblor de mi casa había provocado mucho polvo y no sé bien cómo mi camiseta había terminado con algunos agujeros. Por los cristales, seguramente. El milagro era que no me hubiera cortado yo solito en pedazos.
-         Mi ropa está sucia y rota por algunos sitios y hace tres días que no me ducho – murmuré, sintiéndome de pronto muy abochornado.

-         Uf, menos mal, pensé que ese era tu olor natural – se burló. Le miré con indignación, pero esbozó una sonrisa amigable y fue contagiosa. – Ha sido todo tan rápido, que no le presté atención a eso, tienes razón. En realidad, no he tenido ocasión de planear esto bien. Ayer por la noche no sabía que tenía un hijo – admitió y me dije que nada de aquello era sencillo para él tampoco.

No podía olvidar las circunstancias en las que se había enterado de mi existencia. Y aún así había ido a por mí. ¿Qué significaba eso para él? ¿Habría un conflicto con sus padres?
El conflicto empezó en el momento en el que decidieron acabar conmigo.
-          Creo que tienes tiempo para una ducha rápida – continuó. Apretó unos botones en la pared y esta se deslizó, dando lugar a un cubículo estrecho y pequeño. – Tendré ropa limpia para cuando salgas.

-         No pienso meterme ahí – me negué. Era un espacio minúsculo y estaba oscuro.

Koran asomó la cabeza, intentando ver qué estaba mal.

-         Es parecido a las duchas de la Tierra – me dijo. – Te enseñaré cómo funciona…
Se metió dentro y entonces las luces se encendieron solas, haciendo que el hueco pareciera más acogedor de pronto. Era básicamente un plato de ducha con el espacio justo para que una persona pudiera moverse dentro.
-         Si aprietas esto de aquí, se cierra. Y si aprietas esto otro…

-         No pienso meterme ahí – insistí.
No me gustaban los espacios angostos y cerrados. No era especialmente claustrofóbico, pero nunca había tolerado el típico juego de “enterrarse en la arena” y no me gustaba entrar en un sitio de donde no estaba seguro de poder salir. Ese agujero que se abría solo, sin que hubiera puerta que empujar, no me daba confianza. ¿Y si el mecanismo fallaba y luego no podría abrir?
Koran ladeó ligeramente la cabeza.
-         ¿Un baño? – ofreció. Asentí, eso sonaba mejor. – Bien, como quieras – salió de la ducha y la cerró. Entonces apretó otro botón y se abrió el suelo, a mi derecha. Se veían unas escaleras descendentes, pero no lo que había después de ellas.

-         ¿Cada uno de los botones de la pared contiene un cuarto secreto? – tuve que preguntar.

-         No, algunos son solo cajones o armarios. Pero ya no hay más cuartos – me aseguró y me animó a bajar las escaleras con un gesto de la mano.

Lo hice, con cierta cautela, y él vino detrás de mí. Se trataba de una habitación amplia, aproximadamente del tamaño del salón que había encima. En ella había un lavabo, un retrete y una bañera muy grande, donde cabía tumbado e incluso sobraba. Sonreí: eso estaba mucho mejor.

-         Había olvidado que los terrícolas suelen necesitar mucho espacio – comentó.

-         ¿Vosotros no?

-         Los primeros cien años, tal vez. Después, encuentras cierto confort en las cosas pequeñas. Tu espacio, donde estás seguro.

Meneé la cabeza. Era algo que no podía entender, pero no había vivido todo lo que él había vivido. Aunque, pensándolo bien, sí podía identificarme hasta cierto punto con lo que estaba describiendo, como cuando me metía en la cama y me sentía absurdamente a salvo de todo peligro mientras estuviera bien envuelto con una manta. A veces incluso me arropada no porque tuviera frío, sino porque me gustaba sentir peso encima de mi cuerpo a la hora de dormir.
-         Ya, o quizá vivir en una nave en medio de la nada hace que uno quiera estar en un sarcófago de metal y llamarlo “ducha”, por si acaso se cruza un meteorito – repliqué, provocando que él se riera.

-         Eres bastante ocurrente, ¿lo sabías? Tienes una mente ágil – me dijo, y creo que fue un halago. Me satisfizo demasiado, como si necesitara causarle buena impresión. Tal vez lo necesitaba: todo lo que conocía de mí hasta el momento es que era un llorón desaliñado. – Los meteoritos solo “caen” sobre cuerpos que los atraen con la fuerza de la gravedad. Esta nave, aunque grande, no lo es tanto como para tener su propio campo gravitacional. Y estamos a una distancia segura de Okran – me explicó, como si quisiera tranquilizarme sobre posibles futuros impactos. – Y, si viéramos algún asteroide, nuestros pilotos y sistemas de protección lo detectarían mucho antes de que fuera un peligro.

-         Estupendo entonces: no necesitaré hacer uso de sarcófago.

Se volvió a reír y ese sonido me relajó. Haría más chistes malos si con eso conseguía que estuviera de buen humor. Era mucho más agradable que la expresión seria que parecía tener su rostro de forma natural.

-         Sistema: llena la bañera – pidió y un chorro de agua empezó a salir de un grifo sin pomo.

-         Grifo activado.

-         ¿Yo puedo hacer eso también? – pregunté, fascinado por la misteriosa voz omnipotente.

-         Claro, espera. Sistema: añadir usuario. Rocco Koraneith – anunció.

¿Koraneith? ¿Significaría algo así como “hijo de Koran”? ¿Se me acabarían las preguntas algún día?
-         Di algo – me susurró.

-         Ehm… esto… hola.

-         Usuario registrado – respondió la voz. Sonaba como Siri, pero ligeramente menos robótica.

-         Venga, prueba – me animó Koran.

No sabía qué pedir. ¿Qué cosas podía hacer el “sistema”?
-         Si… sistema: que haya mucha espuma.

Un chorro de un líquido azul cayó en el agua y a los pocos segundos se fue llenando de burbujas. Genial.

-         Sistema: ¿puede haber más luz? – continué.

La estancia se iluminó algo más de lo que ya lo estaba.

-         Te dejo aquí jugando, ahora mismo vuelvo – dijo Koran.

-         ¡No estoy jugando! – protesté.

Me ignoró y subió las escaleras. Regresó enseguida con una toalla, extraída de algún armario oculto, lo más seguro.

-         Intenta no tardar mucho, ¿vale? – me pidió.

Asentí y me saqué la camiseta, preguntándome si él se iba a quedar ahí mirando o me iba a dejar intimidad, porque no pensaba seguir con el striptease con él delante. Ya se estaba girando para marcharse cuando un detalle le llamó la atención.

-         ¿Qué tienes ahí? – indagó, señalando mi brazo.

Por acto reflejo me miré y entendí que se refería al pequeño corte que me había hecho en mi casa con uno de los cristales. Ya no me dolía, y había una costra formada.

-         No es nada.

-         Es una herida – replicó, casi como si fuera una acusación.

-         Sí, pero no es nada.

-         ¿Sistema? – inquirió. Había una orden implícita en aquella palabra.

Una luz roja iluminó mi cuerpo, como si me estuvieran escaneando.

-         No hay infección.

Koran suspiró, mucho más tranquilo.

-         Puedes dejar tu ropa sucia ahí mismo – me señaló y, por fin, me dejó a solas.
Me desvestí y me sumergí en el agua, agradeciendo la sensación. Todo empezó a pesar menos de pronto y no solo mi cuerpo.
Me tumbé sobre el agua, flotando a medias, y traté de ordenar los últimos sucesos en mi cabeza. Por desgracia, lo único que me venía a la memoria era la llamada del médico anunciándome la muerte de mi madre. Intenté bloquear ese recuerdo y me obligué a pensar en lo que Koran me había contado. La nave, Okran, las habilidades que según él no se llamaban poderes. Sin embargo, lo que finalmente se instaló en mi mente fue la certeza de que ahora convivía con un hombre sobreprotector y exigente y lo más extraño de todo era que la sensación que eso me provocaba, lejos de ser un fastidio, era sobre todo de seguridad. Sentía que allí estaba protegido.
Consciente de que Koran me había perdido que no tardara mucho, me senté en la bañera y luché por despejarme.
-         Sistema: ¿hay alguna esponja? – pregunté.
Desde el suelo se levantó una pequeña plataforma con un set de varias esponjas limpias. Asombroso. Cogí una de ellas y procedí a limpiarme.
Cuando sentí que ya no tenía toda la mugre del mundo pegada encima, me levanté y me envolví en la toalla. No me agradaba la idea de salir así, pero no tenía otra cosa que ponerme. Antes de subir, decidí que era un buen momento para vaciar la vejiga, porque no sabía cuándo iba a tener la oportunidad de volver. Me saqué la toalla y me acerqué al váter, o a lo que creía que era el váter. Era redondo y profundo, pero no tenía tapa, ni cadena visible.
-         Sistema: ¿esto es el váter? – susurré.

-         Sí, Rocco. ¿Necesitas instrucciones de cómo utilizarlo?

-         Eh… no, gracias. Creo que sé hacer pis. Solo tira de la cadena después.

Oriné y me cubrí de nuevo para regresar al piso de arriba. Koran se había puesto una chaqueta azul que le daba un aspecto elegante. Se estaba colocando lo que parecía un alzacuellos como el de los curas y me señaló la habitación anexa al salón en la que había una cama.
-         Tienes ahí la ropa. Espero haber acertado con la talla.

Caminé nervioso e incómodo hasta la cama y examiné las prendas. No podía decir que fueran extrañas, era un pantalón y una camisa, pero la tela no se sentía como la de mis ropas habituales. ¿Sería seda? O algo igual de suave. Además, era liso, sin ningún dibujo, y del mismo color que lo que llevaba.

-         Os gusta el azul, ¿no?

-         Es el color de la realeza.

-         Puedes… ehm… ¿puedes mirar hacia otro lado? – pedí, con vergüenza.

-         La puerta puede cerrarse – me explicó. – Sistema.

Un ruido metálico precedió a una puerta corredera que aisló aquella habitación del resto del módulo. Me saqué la toalla y busqué entre las prendas algo de ropa interior. No había tantas diferencias entre aquella gente y los humanos. O quizá Koran había buscado ropas del estilo “terrícola”, como él nos llamaba.

“¿Nos o les?” me planteé. ¿Era un terrícola o un okraniano? Técnicamente, había nacido en la Tierra.

Había también un par de botas. Había salido descalzo del baño, pero mis pies no estaban negros: aquel lugar debía de estar impecable.

Me vestí con rapidez y salí de nuevo a su encuentro.

-         Estás hermoso – me dijo, con una sonrisa enorme.
Desvié la mirada. ¿¡Qué clase de cumplido era ese!?
-         No digas eso – me quejé.

-         ¿Por qué no? Es la verdad.

-         Porque no. Porque soy un chico. Los chicos no son “hermosos”. Son apuestos, en todo caso. Pero no digas eso tampoco.

-         Apuesto, hermoso. Como lo quieras decir: el caso es que pareces un príncipe.

Me ruboricé. Qué tipo tan raro, de verdad.
-         Será mejor que vayamos ya – sugirió. Asentí y me coloqué el pelo con las manos. - ¿Estás nervioso?

-         ¿Nadie… nadie sabe que tienes un hijo?

-         Nadie.

-         Harán muchas preguntas…

-         Tal vez – admitió. – Pero también te harán un montón de regalos, en los próximos días. Ventajas de ser de la realeza.

Pese a su comentario, le noté preocupado. Aún no conocía su lenguaje corporal, pero sus ojos marrones se habían tornado casi negros. Recopilé todo lo que me había ido contando.
-         Habrá gente que no me querrá aquí, ¿verdad? – pregunté. – Por ser mestizo.

-         Al que ose decirte algo le enviaré a prisión yo mismo – declaró, con fiereza.
Sentí que podía confiar en aquel hombre. Aún tenía mis reservas y cientos de preguntas, pero nadie había tenido nunca tantas ganas de defenderme, excepto mi madre.
Salimos de aquel habitáculo y fuimos a parar a un pasillo ancho, que en ese momento estaba vacío. Junto a la puerta había una máquina de agua, y entendí que de ahí debía de haber sacado el té que me había dado antes.
Más que un pasillo era una pasarela, pues el otro lado daba a un hueco muy grande, de muchos metros, al final del cual se intuía otra pared.
Koran puso una mano en mi hombro mientras caminábamos por aquel pasillo y así me di cuenta de que era bastante más alto que yo. A nuestra derecha íbamos pasando varias puertas. Me imaginé que eran pequeñas celdas de un panel, donde en lugar de abejas vivían personas. No nos cruzamos a nadie y así pude dedicarme a observarlo todo a mi alrededor.
-         ¿No es triste vivir aquí? – susurré. - ¿Sin luz del sol?

-         Te olvidas de que podemos salir, no estamos presos. Y dos pisos más abajo hay un parque.  Cinco después, una piscina.

-         ¿Tenéis piscina? – exclamé y, sin pensarlo, corrí hacia el hueco y me asomé por la barandilla, intentando ver qué había.

-         ¡Cuidado! – me reprendió Koran, agarrándome como si me fuera a caer. Debía de haberme confundido con un niño de dos años.

Rodé los ojos y me separé. De todas formas, no logré ver nada, más que el agujero. Seguimos caminando y llegamos a una zona que era diferente a la anterior. Allí no había puertas, solo una bastante grande.
-         Es aquí – me indicó.
Aquella vez, Koran no tuvo que dar ningún anuncio o ninguna orden a ningún sistema. Las puertas se abrieron solas ante su presencia y entonces nos empezó a llegar un ruido como de muchas voces hablando a la vez. Distinguí varias mesas, con gente en cada una de ellas. Parecían estar divididos por núcleos familiares.
A medida que nos adentramos en la habitación, las voces se fueron callando. Entonces todos, al unísono, se llevaron la mano al pecho. Me costó unos segundos entender que estaban saludando a Koran. Era una especie de formalidad. Él no devolvió el gesto en ningún momento, así que quizás era algo que solo había que hacer frente a la realeza.
Me guio hasta una mesa principal y alargada, algo elevada sobre el nivel del suelo, donde había varias personas sentadas. Eran los únicos que no habían empezado a comer, como si nos estuvieran esperando.
Koran se subió a la tarima, pero no se sentó:
-         ¡Amigos! – proclamó, con su potente voz. - ¡Tengo un anuncio que haceros! ¡Os presento a mi hijo, Rocco!
Vaya. Breve y directo al grano. No sé cuántos siglos como príncipe y nadie le había enseñado a ser delicado, pero es que empezaba a pensar que ese hombre tenía la delicadeza en el culo. Excepto cuando me dio el beso y los abrazos. Sus acciones podían ser cuidadosas, pero tenía cierta tendencia a soltar las noticias sin anestesia, como cuando me había dicho que era un extraterrestre octocentugenario. ¿Se diría así?
Cientos de susurros se levantaron al mismo tiempo. El inhibidor podría protegerme de canalizar sus emociones, pero no de escuchar sus palabras.
-         ¡Mestizo! – gritó alguien, perdido entre la multitud.
¿Qué? ¿Cómo lo sabían? Nada en el exterior nos diferenciaba, su aspecto era como el mío… salvo los pircings y las dilataciones. ¿Era eso lo que me había delatado?
Los ojos de Koran se volvieron rojos.
-         ¡Es mi hijo y por tanto un príncipe de Okran! – sentenció.





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