Páginas Amigas

viernes, 29 de mayo de 2020

La escayola





-         Aidan’s POV –

Recogí los platos con un suspiro. A Ted le había encantado su fiesta de cumpleaños y yo estaba feliz por él, pero cuando todo acabó me asaltó cierta nostalgia. Mi bebé se hacía grande. Acababa de cumplir catorce.
-         Ya recogerás mañana – me sugirió el señor Morrinson.
Le conocíamos desde hacía siete años, cuando nos habíamos mudado. Esa casa era lo bastante grande para todos y nueva, y bien equipada y realmente quería que fuese nuestro destino definitivo. Además, me gustaba el barrio, lejos de cualquier zona peligrosa, y con mucha vegetación en los alrededores. Por fin me podía permitir un lugar como ese.
Una de las ventajas inesperadas fue conocer al señor Morrinson. En algunos sentidos era un abuelo postizo para mis hijos. Debido a la cantidad de hermanos que tenía y a mi escasez de buenos amigos, había terminado siendo el padrino de varios de mis niños.

-         Es mejor ahora, cuando los peques están cansados – respondí y me subí a una silla para quitar el cartelito de “Felicidades” que había colado en lo alto de la pared.
Salidos de quién sabe dónde, Cole y Zach corrieron por todo el salón, jugando a perseguirse.
-         ¿Cansados, dices? – preguntó el anciano y yo me reí. Eso era todo lo cansados que iban a estar.
De pronto, Cole se tropezó, trastabilló y chocó con la silla sobre la que estaba subido. Me caí cuan largo era y, para evitar irme de morros, apoyé la mano en una posición extraña, haciéndome bastante daño. Me levanté enseguida y busqué a Cole, preocupado por si le había caído encima, pero el peque estaba bien.
-         Papi… lo siento mucho… me tropecé – dijo, con un puchero.

-         No pasa nada, campeón. Ha sido un accidente.

-         ¿Estás bien? – me preguntó Zach.

Asentí, pero no pude contener un gesto de dolor cuando intenté mover la mano.
-         Será mejor que vayas a que te miren eso – sugirió el señor Morrinson.

-         No hace falta, no ha sido nada.

-         Lo siento, papi… snif – lloriqueó Cole. Me agaché a su lado y le abracé.

-         Tranquilo, peque. ¿Tú estás bien?

-         Perdón, papá… Fue culpa mía – murmuró Zach.
Hacía tiempo que me había rendido con lo de “no correr por casa” y me conformaba con “no correr por las escaleras ni con ningún objeto punzante”.
-         Tampoco, Zach. Fue un accidente. No fue culpa de nadie. Papá está bien, ¿mm? Fuera esas caras tristes.

-         Deberías ir al médico – insistió el señor Morrinson. – Apenas te aguantas el dolor.

Por desgracia, tenía razón. Me dolía mucho y aumentaba conforme los segundos pasaban.

-         Pero… mis hijos…

-         Yo me quedaré con ellos. Anda, ve.

No estaba muy convencido, pero intenté hacerle una caricia a Cole con la mano lastimada y vi las estrellas. ¿Sería posible que me hubiera roto algo? O un esguince…
Zach fue a la cocina y me trajo hielo en una bolsita. Le sonreí.
-         Ah, menos mal que tengo un enfermero en casa. Con esto ya estoy mucho mejor.

-         Muchacho, ¿tengo que pedirte un taxi yo mismo? – gruñó el señor Morrinson.

“¿Muchacho?” me indigné, pero no dije nada.
No podía permitirme estar lesionado. Tenía que cuidar de mis peques.
Pero el caso es que la sesión ya estaba y si no me la trataba iba a ser peor. Suspiré y llamé a un taxi por teléfono. Con la mano así no podía conducir.
Mientras el taxi venía, reuní a mis hijos para explicarles que se iban a quedar con el vecino por un rato. Le quité hierro al asunto y les aseguré que estaba bien, pero lo cierto es que la mano comenzaba a inflamárseme y el dolor se estaba haciendo insoportable.
Fui al hospital y me hicieron un pequeño examen y una radiografía. Resultó que tenía un esguince importante y una pequeña fisura en un huesecito. Me pusieron una escayola y me dijeron que tenía para un mes. ¡Un mes! Era la mano derecha y yo era diestro. ¿Cómo iba a hacer la comida? ¿Lavar la ropa? ¿Conducir? Y un larguísimo etcétera.
También me mandaron analgésicos y de hecho allí mismo me dieron uno que me alivió bastante. Preocupado, y con la mano escayolada pegada al pecho, regresé a casa. Mis hijos más pequeños estaban dormiditos en los sofás y los más mayores me esperaban ansiosos.
-         ¿Te escayolaron? – preguntó Ted, aunque era evidente.

-         Sí…. Tengo para un mes – suspiré y me dejé caer en el sofá, en un huequecito entre Cole y Dylan. Cole, aunque estaba dormido, debió de reparar en mi presencia porque reptó hasta apoyarse sobre mí. Sonreí. Cosita hermosa.

-         ¿Ves, papá? Por eso no hay que subirse a los muebles – me regañó Zach, en tono burlón.

-         Pues sí, hijo, es totalmente cierto…

En ese momento salió el señor Morrinson de la cocina. Les había preparado leche caliente, ya que ninguno tenía hambre para cenar por todas las guarrerías que habían comido durante la fiesta.
-         Muchísimas gracias, de verdad. No sé cómo agradecérselo.

-         Tonterías. Llámame para lo que necesites. Como veo que te va a faltar una mano, te echo las dos.

Le sonreí y le acompañé a la puerta. Cuando cerré una personita me abrazó bien fuerte por la espalda.
- No te preocupes, papá, yo te ayudo – me aseguró Ted.
Le rodeé con el brazo bueno.
-         Entonces ya puedo estar tranquilo. ¿Te queda alguna chuche?

-         ¡Sí! ¿Por qué? ¿Quieres?

-         No, campeón. Era por ver si habías podido rescatar alguna de las fauces de tus hermanos.

-         Las escondí bajo mi cama – me confesó. Chico listo.

Ese día les acosté pronto, porque yo también estaba deseando ir a la cama, aunque me fue difícil encontrar una postura cómoda con el brazo inmovilizado.

Durante los días siguientes, me sentí un inútil. Cualquier tarea sencilla me costaba mucho. Pero descubrí en Ted un gran apoyo. Mi chico cambiaba a sus hermanos pequeños, ponía el lavavajillas y la lavadora e incluso aprendió a cocinar, siguiendo mis instrucciones en perfecta coordinación. Me sentía tan orgulloso de él…

No quería sobrecargarle, pero es que había cosas que sencillamente me resultaban imposibles de hacer. Las pesadas ollas de tamaño semindustrial con las que hacía la comida para todos no podía moverlas con una sola mano. Terminaba llamándole todo el rato, para que me cogiera tal o cual cosa y no era justo.

Además, los peques andaban muy revoltosos. Hannah y Kurt con tan solo dos añitos y medio eran unos terremotos a los que uno no podía perder de vista. Tenían prohibidísimo bajar las escaleras ellos solos y daba la casualidad de que era su nueva afición. Al final acabé poniéndoles en una sillita en el rincón y eso me costó cinco minutos de lloros y pucheros.

Y con Alejandro todo había empezado a ser una discusión. Cada cosa que le pedía tenía como respuesta un resoplido, o una mala cara, y la verdad era que estaba acabando con mi paciencia.

-         Papá, voy a sacar la basura – me gritó Ted.

-         No, campeón. Que lo haga Alejandro. Tú ya has hecho mucho por hoy.

-         ¿Qué? ¿Yo, por qué? – protestó el aludido. – Ni loco. Además, no me puedes obligar.

-         ¿Cómo dices?

-         Pues eso. Tienes la mano escayolada, lo que significa que no me puedes castigar.

Alcé una ceja.
-         ¿Hacemos la prueba?

-         No me puedes pegar con la escayola… - replicó, algo menos seguro que antes.

-         Siempre puedo dejarte sin tele por no cumplir con tus tareas. ¿No echan hoy esa peli que te gusta?

Alejandro puso una expresión de horror total y cogió la basura. Papá uno, mocoso astuto cero.
La verdad es que mis hijos se portaron bastante bien durante un par de semanas, así que no tuve que poner a prueba la teoría de Alejandro. Sin embargo, una tarde, cuando fui a buscarlos al colegio, Ted trajo una nota por no haber hecho un trabajo importante, que contaba el veinte por ciento de una asignatura. Eso era rarísimo, él siempre entregaba las cosas, y entendí que había dejado de hacer algunas de sus tareas para ayudarme a mí con las mías. Mi pequeño tesorito…. Eso no lo podía permitir.
Durante todo el camino de vuelta a casa, Ted hizo lo imposible por rehuirme, pero cuando llegamos no le quedó más remedio que quedarse a solas conmigo, porque envié a sus hermanos al jardín.
Ted se sentó en su cama y se miró los pies, mudo, como lo había estado desde que salió de clases y me dio la nota. Me senté a su lado y le acaricié el pelo.
-         ¿Cuándo te mandaron ese trabajo? – le pregunté.

-         Hace algo más de una semana – susurró.

-         ¿Por qué no me lo dijiste, campeón? Tus deberes van primero. Has sido un ayudante perfecto, Ted. Pero no quiero que te perjudiques por mi culpa.

-         No es tu culpa, papá. Es que tú no puedes con todo – me dijo.

-         Ese es mi problema, hijo, no el tuyo. No puedo permitir que tus notas bajen por ayudarme a mí, ni que pases tus tardes haciendo cosas que no te corresponden. Me he estado informando, hay una empresa donde puedes pedir trabajadores por horas, no necesitas contratarlos por meses ni nada de eso. Pediré alguien para estos días, para que me ayude con la casa.

No lo había hecho antes porque desde que habían venido Hannah y Kurt el dinero me llegaba raspadito raspadito. Pero tenía algunos ahorros y además estaba por publicar un libro nuevo con el que iba a poder negociar un mejor trato con la editorial.

-         Pero papá, a ti no te gusta que vengan “extraños” a limpiar… Y seguro que cuesta mucho dinero – repuso Ted. ¿Cómo podía estar tan pendiente de todo?

-         Deja que yo me preocupé por eso – le pedí, dándole un beso en la frente. –  Gracias por ser tan bueno, mi príncipe. Estoy muy orgulloso de ti.

Ted se avergonzó y se encogió ante el cumplido.

-         ¿Incluso aunque haya traído esa nota? – preguntó.

-         Por supuesto, mi vida. Esto no cambia nada.

-         ¿Me vas a castigar?

-         Sería muy injusto contigo si lo hiciera y al mismo tiempo ganas no me faltan – respondí. – No estoy molesto porque no entregaras el trabajo, sino porque me lo escondiste a conciencia, porque sabías que yo no te hubiera dejado ignorarlo. No es que dejaras de hacer tus deberes por vago, pero no sé si eso es peor. En algún lado de esa cabecita tuya decidiste que arriesgar una asignatura estaba bien.

-         Lo siento… Estudiaré mucho para el examen, te lo prometo.

Le di un abrazo y una palmadita con la mano izquierda.
PLAS
-         Ay.

-         Le dices a tu hermano que aún puedo encargarme de su trasero, aunque sea con un solo brazo, así que más vale que todo lo que no podamos hacer entre la ayuda doméstica y yo se reparta equitativamente. A partir de ahora, la basura será cosa suya.

-         Uy, no le va a gustar nada.

-         Que venga a hablar conmigo si le supone algún problema – declaré.

Ted se marchó, pero le escuché gritar:
“Alejandroooo. Se acabaron tus vacaciones. Papá puede zurrarte con una sola mano”.

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