Páginas Amigas

lunes, 31 de marzo de 2014

CAPÍTULO 7: AVISOS



CAPÍTULO 7: AVISOS

Macarrones, ensalada, empanadillas caseras, tortilla de patatas, pollo con patatas, magadalenas, tarta, fresas con nata… Eso es lo que Héctor, Clitzia y Tizziano encontraron al entrar en la cocina.

- María, mira que yo soy el primero que quiere que coman, pero si toman todo esto reventarán. – dijo Héctor, cuando se recuperó de la impresión de ver tanta comida junta.

- Tonterías. – respondió la aludida, restándole importancia.

- Qué bien huele – susurró Tizziano, cerrando los ojos.

- Demasiados carbohidratos – protestó Héctor. María le miró como si él fuera un niño más. La vida de Héctor tenía demasiado gimnasio, demasiados batidos de proteínas y otras cosas estúpidas por preocuparse de su aspecto, que no tanto por su salud. La mujer tenía la esperanza de que habiendo niños en la casa Héctor empezara a comer hamburguesas de vez en cuando.

Tizziano prácticamente se abalanzó sobre una silla y en cuanto María le sirvió un plato se tiró a por la comida como si no hubiera un mañana. Héctor se fijó en la mesa.

- María, sólo has puesto tres platos.

- Claro, el de usted y los niños.

- Tú siempre has comido conmigo…

María no dijo nada, pero tampoco puso otro plato. Consideraba que debían comer juntos, como familia.

- Vamos Clitzia, siéntate tú también, pequeña – instó María. La niña lo hizo, con algo de cautela.

- No quiero ensalada…

- ¡Es la única verdura que hay! Te la vas a comer – dijo Tizziano, y Cltzia no discutió más. Sorprendía un poco que, habiendo tan poca diferencia de edad entre ellos, ella le obedeciese con tanta facilidad.

En seguida Héctor comprobó que el estómago de ambos debía de ser muy pequeño, a fuerza de la costumbre, porque apenas pudieron comerse la tercera parte de lo que comió Héctor. Y parecía que eso había supuesto un gran esfuerzo para ellos.

- Ufff, no puedo más – dijo Tizziano, echándose para atrás en su silla. Aún así, trató de empujar un trozo de pastel a través de su garganta. Héctor había notado que llevaba un rato comiendo sin ganas.

- ¿Entonces por qué sigues comiendo? – preguntó Clitzia, verbalizando lo que Héctor estaba pensando.

- Quién sabe cuándo podré comer de nuevo…

- Mañana a la hora del desayuno. Y a media mañana. Y a la hora de comer. Y para merendar. Y para cenar. – replicó Héctor, entre enternecido, firme, y algo furioso porque el chico aún no entendiera que nunca más iba a pasar hambre.

- ¿Y podemos comer esto todos los días? – preguntó Clitzia, refiriéndose a las magdalenas. Héctor sonrió. María cocinaba muy bien, pero los dulces eran su especialidad.

- Haremos un trato: si tu te comes siempre todo lo que haya en el plato yo le diré a María que te haga una magdalena. ¿Hecho?

- ¡Hecho! – dijo la niña, y sonrió. De pronto, sin que Héctor se lo esperara, la pequeña se levantó y le dio un abrazo.

Al principio Héctor se quedó rígido, sin saber cómo reaccionar y con los ojos muy abiertos. Luego se relajó y envolvió a Clitzia con sus brazos. La niña despedía un ligero aroma a champú y se sentía como algo cálido y pequeño. Depositó un suave beso sobre su frente.

- No me quiero despertar – susurró la niña, con un suspiro.

- Esto no es un sueño, calabacita. Es más que real. Ahora estás conmigo, y no dejaré que te pase nada malo.

Como toda respuesta Clitzia frotó su mejilla contra su brazo. Mimoseó un poco más y luego Héctor la separó con delicadeza.

- Me parece que es hora de que veáis dónde vais a dormir. – comentó Héctor.

Clitzia pareció muy ilusionada con esto. Tizziano no tanto. María, que se había ido mientras cenaban, acudió a recoger los platos y recibió otro de los abrazos espontáneos de Clitzia.

- Estaba muy bueno.

María sonrió y la acarició la mejilla.

- Me alegro, cariño, muchas gracias. ¡Caramba! ¡Pero si apenas habéis comido!

- ¿Que no? María, cuando mi entrenador personal me eche en cara los cuatro kilos que habré engordado esta noche te llamaré para que estés presente – replicó Héctor.

María sonrió, como si eso fuera un halago y se sacó dos sugus del bolsillo, dando uno a cada niño. Héctor pensó que ya eran mayores para ilusionarse por eso, sin embargo los dos lo cogieron como si les hubieran ofrecido una moneda de oro.

Héctor y los niños subieron a hacer el reparto de habitaciones. Héctor había pensado que Clitzia durmiera en la gran suite que estaba junto a su habitación, y Tizziano en la de al lado, sin embargo el chico no pareció muy conforme. Héctor abrió las puertas de ambas habitaciones, y los dos se asombraron por el tamaño de los dormitorios pero, mientras que Clitzia corrió y saltó sobre la cama, deseando probar si era blanda además de enorme, Tizziano se quedó quieto en el quicio de la puerta.

- ¿Qué pasa? ¿No te gusta?

- Quiero dormir con mi hermana – dijo el chico. Héctor se sorprendió un poco.

- Pero… ¿no prefieres un cuarto para ti sólo?

- No. Quiero dormir con ella.

Héctor se mordió el labio. Ya eran mayores, y de sexos opuestos, pero si los dos querían no pasaba nada ¿no?

- ¿Clitzia? ¿Tú quieres dormir con tu hermano? – preguntó, asomando la cabeza en la habitación en la que Cli estaba dando botecitos sobre la cama. Sonrió al verlo, porque le daba mucha ternura.

- ¡No!

- ¿No? ¿Por qué?

- ¡Porque siempre hemos dormido juntos y por fin tengo un cuarto para mí!

Mmm. A Héctor le parecía una razón convincente.

- ¡Precisamente porque siempre hemos dormido juntos! – protestó Tizziano.

Vale, también entendía el punto de Tizziano. ¿Qué decisión debía tomar? Héctor no estaba acostumbrado a mediar en esa clase de cosas.

- Bueno, a ver, vamos a hablarlo. También puede ser que cada uno tenga su cuarto y durmáis juntos algunas noches.

- ¡No! – rechazó Clitzia. Tizziano la miró con enfado y Héctor tuvo el presentimiento de que eso no iba a acabar bien.

- ¿¡Por qué no!? – protestó Tizziano.

- ¡Yo no quiero!

- ¡Tú lo que no quieres es que esté contigo para vigilar si te vas! ¡Pues entérate: de aquí no te vas sin mí! – dijo Tizziano.

- De aquí no se va ninguno – cortó Héctor. – Tizziano, explícame eso, por favor. ¿Qué has querido decir?

- Durante estos últimos meses cada vez que cerraba los ojos Clitzia intentaba salir corriendo. ¡No la voy a perder de vista!

- ¡Odio que seas mi perro guardián! – se quejó la niña.

- ¡Si tuvieras algo de cerebro no necesitarías uno! – replicó Tizziano. Para ese entonces se había acercado mucho. - ¿Crees que a mamá le gustaría ver que te alejas de mí?

- ¡No nombres a mamá! – chilló Clitzia, a punto de llorar.

- Bueno, ya basta – intervino Héctor. – Ahora vamos a hablar TRANQUILAMENTE, como personas razonables, y vais a explicarme todo esto de forma que lo entienda.

- ¡Tú no te metas, no es asunto tuyo! – bufó Tizziano.

- Sí, Tizziano, ya lo creo que es asunto mío, porque vosotros sois asunto mío. Y ten más cuidado con lo que dices…. Hay ciertos temas que hay que tratar con delicadeza – recomendó, refiriéndose a lo de su madre. Su pérdida era relativamente reciente.

- ¡Estoy harto de que me digas qué hacer a cada puto segundo!

Héctor se planteó si debía castigarle por aquello. Era el primer día del niño en la casa y ya le había regañado varias veces. No quería empezar de aquella manera.

- Tizziano, no puedes hablarme así. – le advirtió.

- ¡Y lo has vuelto a hacer! ¡Eres un maldito pesado!

- Y tú un muchachito maleducado, que puede acabar muy mal ¿eh? Haz caso del aviso y compórtate. No quiero tener que enfadarme.

- Enfádate. Por aquí me entra y por aquí me sale – replicó Tizziano, señalándose ambos oídos. Héctor tuvo suficiente. Caminó hacia él, le agarró del brazo, y le dio dos palmadas. Y ya iban cinco en la última hora.

PLAS PLAS


La reacción del chico no se hizo esperar… Tizziano se apartó y le soltó a Héctor una tremenda patada en la espinilla.

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