CAPÍTULO
7: AVISOS
Macarrones, ensalada, empanadillas caseras,
tortilla de patatas, pollo con patatas, magadalenas, tarta, fresas con nata…
Eso es lo que Héctor, Clitzia y Tizziano encontraron al entrar en la cocina.
- María, mira que yo soy el primero que
quiere que coman, pero si toman todo esto reventarán. – dijo Héctor, cuando se
recuperó de la impresión de ver tanta comida junta.
- Tonterías. – respondió la aludida,
restándole importancia.
- Qué bien huele – susurró Tizziano, cerrando
los ojos.
- Demasiados carbohidratos – protestó Héctor.
María le miró como si él fuera un niño más. La vida de Héctor tenía demasiado
gimnasio, demasiados batidos de proteínas y otras cosas estúpidas por
preocuparse de su aspecto, que no tanto por su salud. La mujer tenía la
esperanza de que habiendo niños en la casa Héctor empezara a comer hamburguesas
de vez en cuando.
Tizziano prácticamente se abalanzó sobre una
silla y en cuanto María le sirvió un plato se tiró a por la comida como si no
hubiera un mañana. Héctor se fijó en la mesa.
- María, sólo has puesto tres platos.
- Claro, el de usted y los niños.
- Tú siempre has comido conmigo…
María no dijo nada, pero tampoco puso otro
plato. Consideraba que debían comer juntos, como familia.
- Vamos Clitzia, siéntate tú también, pequeña
– instó María. La niña lo hizo, con algo de cautela.
- No quiero ensalada…
- ¡Es la única verdura que hay! Te la vas a
comer – dijo Tizziano, y Cltzia no discutió más. Sorprendía un poco que,
habiendo tan poca diferencia de edad entre ellos, ella le obedeciese con tanta
facilidad.
En seguida Héctor comprobó que el estómago de
ambos debía de ser muy pequeño, a fuerza de la costumbre, porque apenas
pudieron comerse la tercera parte de lo que comió Héctor. Y parecía que eso
había supuesto un gran esfuerzo para ellos.
- Ufff, no puedo más – dijo Tizziano,
echándose para atrás en su silla. Aún así, trató de empujar un trozo de pastel
a través de su garganta. Héctor había notado que llevaba un rato comiendo sin
ganas.
- ¿Entonces por qué sigues comiendo? –
preguntó Clitzia, verbalizando lo que Héctor estaba pensando.
- Quién sabe cuándo podré comer de nuevo…
- Mañana a la hora del desayuno. Y a media
mañana. Y a la hora de comer. Y para merendar. Y para cenar. – replicó Héctor,
entre enternecido, firme, y algo furioso porque el chico aún no entendiera que
nunca más iba a pasar hambre.
- ¿Y podemos comer esto todos los días? –
preguntó Clitzia, refiriéndose a las magdalenas. Héctor sonrió. María cocinaba
muy bien, pero los dulces eran su especialidad.
- Haremos un trato: si tu te comes siempre
todo lo que haya en el plato yo le diré a María que te haga una magdalena.
¿Hecho?
- ¡Hecho! – dijo la niña, y sonrió. De
pronto, sin que Héctor se lo esperara, la pequeña se levantó y le dio un abrazo.
Al principio Héctor se quedó rígido, sin
saber cómo reaccionar y con los ojos muy abiertos. Luego se relajó y envolvió a
Clitzia con sus brazos. La niña despedía un ligero aroma a champú y se sentía
como algo cálido y pequeño. Depositó un suave beso sobre su frente.
- No me quiero despertar – susurró la niña,
con un suspiro.
- Esto no es un sueño, calabacita. Es más que
real. Ahora estás conmigo, y no dejaré que te pase nada malo.
Como toda respuesta Clitzia frotó su mejilla
contra su brazo. Mimoseó un poco más y luego Héctor la separó con delicadeza.
- Me parece que es hora de que veáis dónde
vais a dormir. – comentó Héctor.
Clitzia pareció muy ilusionada con esto.
Tizziano no tanto. María, que se había ido mientras cenaban, acudió a recoger
los platos y recibió otro de los abrazos espontáneos de Clitzia.
- Estaba muy bueno.
María sonrió y la acarició la mejilla.
- Me alegro, cariño, muchas gracias.
¡Caramba! ¡Pero si apenas habéis comido!
- ¿Que no? María, cuando mi entrenador
personal me eche en cara los cuatro kilos que habré engordado esta noche te
llamaré para que estés presente – replicó Héctor.
María sonrió, como si eso fuera un halago y
se sacó dos sugus del bolsillo, dando uno a cada niño. Héctor pensó que ya eran
mayores para ilusionarse por eso, sin embargo los dos lo cogieron como si les
hubieran ofrecido una moneda de oro.
Héctor y los niños subieron a hacer el
reparto de habitaciones. Héctor había pensado que Clitzia durmiera en la gran
suite que estaba junto a su habitación, y Tizziano en la de al lado, sin
embargo el chico no pareció muy conforme. Héctor abrió las puertas de ambas
habitaciones, y los dos se asombraron por el tamaño de los dormitorios pero,
mientras que Clitzia corrió y saltó sobre la cama, deseando probar si era
blanda además de enorme, Tizziano se quedó quieto en el quicio de la puerta.
- ¿Qué pasa? ¿No te gusta?
- Quiero dormir con mi hermana – dijo el
chico. Héctor se sorprendió un poco.
- Pero… ¿no prefieres un cuarto para ti sólo?
- No. Quiero dormir con ella.
Héctor se mordió el labio. Ya eran mayores, y
de sexos opuestos, pero si los dos querían no pasaba nada ¿no?
- ¿Clitzia? ¿Tú quieres dormir con tu
hermano? – preguntó, asomando la cabeza en la habitación en la que Cli estaba
dando botecitos sobre la cama. Sonrió al verlo, porque le daba mucha ternura.
- ¡No!
- ¿No? ¿Por qué?
- ¡Porque siempre hemos dormido juntos y por
fin tengo un cuarto para mí!
Mmm. A Héctor le parecía una razón
convincente.
- ¡Precisamente porque siempre hemos dormido
juntos! – protestó Tizziano.
Vale, también entendía el punto de Tizziano.
¿Qué decisión debía tomar? Héctor no estaba acostumbrado a mediar en esa clase
de cosas.
- Bueno, a ver, vamos a hablarlo. También
puede ser que cada uno tenga su cuarto y durmáis juntos algunas noches.
- ¡No! – rechazó Clitzia. Tizziano la miró
con enfado y Héctor tuvo el presentimiento de que eso no iba a acabar bien.
- ¿¡Por qué no!? – protestó Tizziano.
- ¡Yo no quiero!
- ¡Tú lo que no quieres es que esté contigo
para vigilar si te vas! ¡Pues entérate: de aquí no te vas sin mí! – dijo
Tizziano.
- De aquí no se va ninguno – cortó Héctor. –
Tizziano, explícame eso, por favor. ¿Qué has querido decir?
- Durante estos últimos meses cada vez que
cerraba los ojos Clitzia intentaba salir corriendo. ¡No la voy a perder de
vista!
- ¡Odio que seas mi perro guardián! – se
quejó la niña.
- ¡Si tuvieras algo de cerebro no
necesitarías uno! – replicó Tizziano. Para ese entonces se había acercado
mucho. - ¿Crees que a mamá le gustaría ver que te alejas de mí?
- ¡No nombres a mamá! – chilló Clitzia, a
punto de llorar.
- Bueno, ya basta – intervino Héctor. – Ahora
vamos a hablar TRANQUILAMENTE, como personas razonables, y vais a explicarme
todo esto de forma que lo entienda.
- ¡Tú no te metas, no es asunto tuyo! – bufó
Tizziano.
- Sí, Tizziano, ya lo creo que es asunto mío,
porque vosotros sois asunto mío. Y ten más cuidado con lo que dices…. Hay
ciertos temas que hay que tratar con delicadeza – recomendó, refiriéndose a lo
de su madre. Su pérdida era relativamente reciente.
- ¡Estoy harto de que me digas qué hacer a
cada puto segundo!
Héctor se planteó si debía castigarle por
aquello. Era el primer día del niño en la casa y ya le había regañado varias
veces. No quería empezar de aquella manera.
- Tizziano, no puedes hablarme así. – le
advirtió.
- ¡Y lo has vuelto a hacer! ¡Eres un maldito
pesado!
- Y tú un muchachito maleducado, que puede
acabar muy mal ¿eh? Haz caso del aviso y compórtate. No quiero tener que
enfadarme.
- Enfádate. Por aquí me entra y por aquí me
sale – replicó Tizziano, señalándose ambos oídos. Héctor tuvo suficiente.
Caminó hacia él, le agarró del brazo, y le dio dos palmadas. Y ya iban cinco en
la última hora.
PLAS PLAS
La reacción del chico no se hizo esperar… Tizziano
se apartó y le soltó a Héctor una tremenda patada en la espinilla.
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