lunes, 31 de marzo de 2014

CAPÍTULO 8: PICCOLO



CAPÍTULO 8: PICCOLO

Cuando Héctor decidió que iba a hacerse cargo de los niños e inició los trámites para poder llevarlos consigo a España, sabía que se estaba metiendo de cabeza en la cosa más difícil que había hecho nunca, así que ojeó un par de libros de autoayuda con consejos para padres desesperados. En ningún manual te ponía qué hacer cuando el adolescente a tu cargo decide darte patadas. Se supone que los adolescentes no pegan. Que esos son los niños de tres años, a los que les repites con paciencia "eso no se hace".

Una repentina iluminación divina introdujo una idea en la mente de Héctor. Tal vez, y sólo tal vez, fuera una tontería hacer un manual sobre paternidad. Tal vez con eso lo que se estaba haciendo era estudiar a los niños como si fueran animales de laboratorio, que responden a los estímulos provocados por el investigador. Quizá ser padre era mucho más jodido que eso. Quizá no valiera con un librito, porque los niños no suelen seguir los manuales. Se salen de ellos, improvisan, y pobre de ti si no puedes seguirles el ritmo.

Mandó el manual al carajo, porque de todas formas el dolor en su espinilla no le hacía una persona muy diplomática en ese momento. A decir verdad, lo que le apetecía hacer era devolver el golpe, pero sabía que en aquella relación nueva que estaban creando, él tenía que ser el que actuara correctamente. Acudió entonces a sus experiencias personales, a los pensamientos más arraigados dentro de él, a la cultura popular, a sus instintos primarios…. Y todo ello le llevó a pensar que lo que tenía que hacer era darle al chico una buena paliza. Nada excesivo, pero que sirviera para enseñarle modales.

Y después de pensar todo eso, miró al niño a los ojos, y le vio lleno de rabia y sobre todo dolor, mucho dolor. Y pensó que si se limitaba a pegarle no iba a conseguir nada. Tal vez consiguiera una disculpa, y un buen comportamiento, pero perdería algo que le estaba costando mucho trabajo ganar: la confianza de aquél crío.

Así que en su lugar hizo algo totalmente absurdo, irracional, y sin sentido. Agarró a Tizziano por los costados, y le abrazó con fuerza suficiente como para levantarle del suelo, si bien es cierto que tampoco es que el niño pesara demasiado. No le soltó cuando Tizziano trató de empujarle. No le soltó cuando Tizziano empezó a darle puñetazos. Y desde luego no le soltó cuando empezó a llorar.

- No…me gusta… que me pegues – gimoteó el niño, aparentando no tener más energías para seguir "defendiéndose" del abrazo.

- A mí tampoco ¿eh? Y me diste una patada.

- Tú….snif…. tú me pegaste primero.

- Porque tú no me hablaste como es debido. Me faltaste al respeto, cuando ya te había avisado de que no podías hacer eso.

- ¿Me vas a pegar siempre que no te haga caso?

- Te voy a dar unos azotes – aclaró Héctor, temeroso de que hubiera un malentendido con las expresiones. "Pegar" podía implicar algo diferente.

- ¡Pues entonces te pasarás así todo el día! – exclamó Tizziano, en tono de protesta, como dando a entender que le desobedecería a menudo. Héctor se tuvo que reír ante esa forma de decirlo.

- Todo el día no. Estoy seguro de que irás aprendiendo, porque tienes pinta de ser un chico muy inteligente.

Tizziano prefirió no responder a eso y se restregó los ojos para limpiárselos. Ese gesto le hizo parecer adorablemente pequeño. Luego sorbió por la nariz y se frotó donde Héctor le había pegado antes. Héctor frunció un poco el ceño.

- ¿Te duele?

Tal vez tenía que recalcular la intensidad. Para Héctor habían sido simples avisos, pero si le seguía doliendo después de dos pequeñas palmaditas, quizá se había equivocado. Después de todo el cuerpecito del chico delataba que no era muy fuerte.

- No, pero me va a doler. – respondió Tizziano, y puso un puchero. Héctor parpadeó un poco. No conocía esa faceta infantil y tierna en el chico, y desde luego no esperaba verla en un momento como aquél. Todo el mundo habla aposta como un niño pequeño cuando se pone mimoso, pero para Héctor fue todo un golpe bajo. Ese tonito le desarmó por completo.

- ¿Y por qué te va a doler? – preguntó, haciéndose el inocente, y usando un tono similar.

- Poiché tu vuoi darmi una sculacciata – respondió, y lloriqueó un poco, y a decir verdad no era del todo sobreactuado. Héctor no entendió lo que había dicho, pero su hermana sí, y en ese momento abandonó su neutralidad para acercarse a él y agarrarle de la camiseta.

- Non ti azzardare! ¡Ni se te ocurra!

- ¿Qué no se me ocurra el qué, Clitzia?

- ¡Pegarle!

- Oh.

- Quieres darme una paliza – repitió Tizziano, esta vez en español.

Héctor no respondió de inmediato, sino que se quedó pensando, con Tizziano en brazos, casi sin darse cuenta de que le tenía ahí. Finalmente pareció encontrar las palabras.

- No, no quiero hacerlo. Tampoco va a ser una paliza, además, pero sí que voy a castigarte. Dijiste que los novios de tu madre lo habían hecho alguna vez. No sé lo que ellos hacían, o como lo llamaban, pero lo que yo voy a hacer es sentarme en la cama, ponerte encima, y darte unos azotes.

Tizziano se ruborizó mucho y empezó a llorar con más ganas, ya no sólo con lágrimas, sino sollozando todo él. ¿Catorce años? Y una mierda. ¿Esa cosita? Esa cosita era un niño pequeño, sólo, asalvajado, y asustado.

Héctor le frotó la espalda con algo de pena. Ese no era el primer día que había imaginado.

- Clitzia, por favor, déjanos solos un momento. En el salón dejé la bolsa con vuestras cosas: puedes ir a por ellas.

- No, que… snif…que no se vaya – gimoteó Tizziano.

- Pequeño, voy a castigarte.

- Lo… lo sé, pero que no se vaya.

- No puede quedarse, Tizziano.

- ¿Por qué no?

Héctor estaba realmente confundido. ¿Acaso al niño le daba igual que su hermana viera su castigo?

- Porque quiero hablar contigo a solas.

- Pero…

- No insistas, piccolo.

Tizziano renovó su llanto, desconcertando a Héctor por completo.

- Está bien, está bien. No se va, ¿de acuerdo? No se va.

- Snif…snif…

Héctor caminó hacia la cama con el niño aún en brazos y se sentó, con él agarrado como un koala.

- No puedes darme patadas, Tizziano, ni hablarme como lo has hecho. ¿Entiendes eso? – le preguntó, pero no obtuvo respuesta, sólo más llanto. - ¿Lo entiendes?

Nada. Héctor suspiró. Por si las cosas no fueran lo bastante complicadas, Tizziano le salía con esa especie de pataleta. Intentó deshacer el abrazo y colocar al niño sobre sus rodillas, pero no fue fácil.

- ¡No, no, no! ¡No quiero, déjame, no!

- Basta, Tizziano.

Héctor consiguió tumbar al niño y después sujetarle fue más sencillo. Lo difícil fue, de hecho, recordar no hacer demasiada fuerza, porque sintió los huesos del chico al poner la mano en su espalda. Parecía que se iba a romper en cualquier momento, como si estuviera hecho de cristal.

- ¿Aún quieres que tu hermana se quede? – preguntó. Clitzia les observaba con los ojos muy abiertos y la indignación de su rostro hizo que Héctor se sintiera como la mierda.

- Sof…sof….síii….

- Está bien – suspiró Héctor, y levantó la mano. La bajó un poco y la volvió a subir, como incapaz de terminar lo que se había propuesto. Tal vez porque Clitzia no dejaba de mirarle como si fuera un monstruo. Trató de ignorar esa mirada, pero entonces prestó atención a los sollozos cada vez más intensos de Tizziano, y a sus pataleos desganados, como si quisiera bajarse de ahí pero al mismo tiempo no se sintiera con ánimos de intentarlo.

Pasaron los segundos, y Héctor seguía con la mano en el aire. ¿El niño pensaría que aquello era una venganza? ¿"Tu me das patadas, así que yo te doy unos azotes"?

- No hacemos daño a las personas que cuidan de nosotros. No hacemos daño a las personas que intentan ayudarnos. Ya tienes edad para saber que no puedes ir dando patadas al primero que te enfade.

Esperó a ver si escuchaba algún tipo de respuesta, y nada. Héctor se mordió el labio. Los sollozos también habían parado. Dejar de oír aquél llanto desgarrador le dio fuerzas.

PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS

Por tercera vez en un corto rato, Tizziano estalló en llanto. Cogió una almohada y comenzó a llorar cada vez más alto mientras se abrazaba a la suavidad de la tela.

- Vamos, vamos, no te di tan fuerte – se defendió Héctor, con el estómago cerrado ante esa forma de llorar. Su idea inicial había sido darle unos cuantos más.

No quería dañar el autoestima del chico, así que guardó silencio, pero le parecía que el comportamiento de Tizziano era demasiado infantil para su edad. Lo cierto es que no terminaba de entenderlo. Tenía catorce años y él sólo le había dado unas palmaditas. Tendría que estar más enfadado que otra cosa, con el orgullo propio de la adolescencia, y sin embargo lloraba como si Héctor acabara de darle la paliza de su vida.

- E…snif….snif… ella me llamaba piccolo.

Héctor dejó escapar el aire de golpe. Ese apodo cariñoso le había parecido apropiado para el chico, porque… en fin, porque era pequeño y era italiano, no había sido un gran despliegue de ingenio. Héctor se reprochó el no haber pensado que su madre podría haberle llamado así. Eso sí explicaba aquél llanto tan fuerte.

- Lo siento. No volveré a decírtelo. Lo siento mucho, pero ya no llores. Sé que la echas de menos…

- No… snif snif. Me…snif… me gusta que me lo digas.

Héctor sonrió.

- Píccolo – repitió, y Tizziano se levantó un poco y le miró a la cara. Tenía los ojos muy abiertos y no parpadeaba. El labio inferior le temblaba en un ligero puchero y gruesos lagrimones recorrían sus mejillas. Héctor prácticamente sintió que su cuerpo le obligaba a darle un beso. Lo hizo, y el niño ni se apartó, ni pareció reaccionar, aunque se mordió el labio, como quien quiere hacer una pregunta y no se atreve.

- Nadie más que ella me decía cómo comportarme.

Aquello no fue exactamente un reclamo. Casi parecía como si le estuviera pidiendo explicaciones. "¿Por qué tengo que hacerte caso a ti?" venía a decir. "No lo entiendo."

- ¿Y por qué crees que ella te decía cómo comportarte? – preguntó Héctor a su vez.

- Porque… porque era mi madre. Y me quería.


- Pues yo también te quiero – afirmó Héctor, con seguridad, y se sintió bien al decirlo, pero se sintió mejor al ver la enorme paz que se apoderó de Tizziano. Parte de ese dolor y esa rabia que había en sus ojos desapareció, como si sólo hubiera necesitado saber que alguien le quería, después de todo. Que no estaba sólo aunque ya no tuviera madre.

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