CAPÍTULO 2: CONMIGO
Héctor viajaba en avión al menos unas dos
veces al mes, y había épocas en las que lo hacía todos los días. Por eso para
él no tenía nada de fascinante aquella terminal llena de gente con prisa para
no perder su vuelo. Sin embargo, para Clitzia y Tizziano era la primera vez, y
cada pequeño puesto de suvenires, cada cartel, cada aviso por megafonía, y cada
guiri exaltado con la tabla de horarios en la mano, les distraía como las luces
a las moscas. Observaban todo con sus grandes ojos verdes muy abiertos, como si
en vez de en un aeropuerto estuvieran en el portal secreto hacia Narnia.
Normalmente Héctor hubiera sonreído con
benignidad ante esa inocente fascinación, pero lo cierto es que en aquél
momento no estaba de humor para enternecerse. Había pasado el fin de semana en
Italia haciendo varios trámites cansados y aburridos, quería volver a su casa,
y desde que se habían quedado a solas con él los niños parecían haberle
condenado a la ley del silencio. Las únicas palabras que había oído de sus
labios habían sido "estoy cansado", "voglio andare al
bagno" y "devo fare pipì".
- No os rezaguéis – les dijo, cuando ya
llevaban cinco minutos mirando un escaparate. – Vamos bien de tiempo, pero aún
podemos perder el vuelo y me niego a dormir aquí para esperar el siguiente.
- Sonno qui non sarebbe poi così male –
respondió Clitzia.
También se había dado cuenta de eso: a pesar
de que los dos sabían español y de que su hermano la había avisado varias veces
de que Héctor no hablaba su idioma, Clitzia siempre le hablaba en italiano. Las
cosas como "tengo que ir al baño" las entendía en todas sus
variantes, pero de aquella última frase no entendió lo que es nada. Se quedó
mirando a la niña como si le hubiera hablado en chino, hasta que Tizziano le
tradujo:
- Que dormir aquí no sería tan malo.
- Creedme: lo sería. Los bancos no son tan
cómodos como una cama.
- El suelo es más incómodo que un banco –
replicó Tizziano, con algo de burla en la voz y tristeza en la mirada. Héctor
cayó en la cuenta de que probablemente ambos niños habían dormido en el frío
suelo más de una vez. Se estremeció al pensar en lo diferente que era su vida
respecto a la de aquellos chicos.
Les miró, entonces sí, con mucha ternura y
algo de lástima mal disimulada. No supo qué responder ante eso, así que les
dejó mirar el escaparate mientras reflexionaba qué clase de mundo era ese que
abandonaba a dos niños a su suerte, haciéndoles dormir en la calle.
Clitzia miraba una figurita a escala del
Coliseo, de esas diseñadas para atraer a los turistas. De haber estado en
Francia, sería la torre Eiffel, y en España un toro o una sevillana. Cada país
tiene sus tópicos. Héctor se preguntaba por qué la niña miraba eso con tanta
devoción, si ya tenía que estar más que acostumbrada y harta de verlo en todos
los sitios. Entonces reparó en que se les estaba llevando de su tierra, de su
país, y que no tenían ni un mísero recuerdo, porque sus posesiones eran tan
escasas que Héctor las llevaba todas en una bolsita. Al mirar aquella figura la
niña no pensaba en un monumento, sino que lo asociaba con "hogar".
- ¿Lo quieres? – preguntó.
Clitzia se apartó entonces del cristal, como
si quemara, y se apresuró a negar con la cabeza, y a esconder las manos tras la
espalda, haciéndose aún más pequeña de lo que era, como quien busca hacerse
invisible. Héctor no supo si era miedo o timidez, pero intuía que la chiquilla
estaba pensando algo así como "no he debido mirarlo".
- Si te gusta te lo compro - insistió Héctor,
y sacó la cartera. Sacó un billete naranja de cincuenta euros, y entonces los
dos niños le miraron con los ojos muy abiertos.
- ¿Es que los euros de España valen menos que
los de aquí? - preguntó Tizziano. Héctor no podía dejar de verle como un niño
pequeño, a pesar de que era más bien un joven adolescente. La culpa la tenían
su tamaño y su aspecto frágil y vulnerable.
- ¿Qué? No. Un euro es un euro, en toda
Europa…Aunque aquí las cosas son más caras que en España. – dijo Héctor, sin
acabar de entender el motivo de aquella pregunta. Tizziano, que era sin duda el
más atrevido de los dos, le arrebató entonces la cartera de las manos y empezó
a contar.
- Uno, due, tre, quattro, cinque, sei, sette,
otto… Ocho. ¡Ocho billetes de cincuenta euros! – dijo el niño, asombrado.
- Più di 500 €! – exclamó Clitzia. [¡Más de
500 euros!]
- No, Cli, son cuatrocientos – corrigió
Tizziano. – Ocho por cincuenta son cuatrocientos.
Héctor no supo si extrañarse primero por la
reacción de ambos, o por el hecho de que con doce años Clitzia no fuera capaz
de multiplicar bien.
Tizziano le miró como si Héctor estuviera
sufriendo algún tipo de mutación en ese momento. Casi quiso mirarse para ver si
se estaba volviendo verde.
- Es mucho dinero – dijo el chico.
Héctor sonrió un poco. En realidad, no era
mucho más de lo que cualquiera llevaría en un país extranjero, pero sí es
cierto que aquél solía ser el contenido habitual de su cartera y que no es algo
que todo el mundo lleve en el bolsillo.
- ¿Me la devuelves? – preguntó Héctor,
señalando la cartera.
En ese momento Tizziano puso una mueca de
horror espantosa, como si alguien acabara de darle una mala noticia.
Prácticamente tiró la cartera, como tomando conciencia por primera vez de que
la había cogido. Estaba horrorizado. ¿Cómo se había tomado esas confianzas?
- No pretendía… yo… Perdona. – balbuceó, y se
ruborizó.
Héctor resopló. No le gustaban para nada las
tendencias miedosas que estaba viendo en los dos niños con todo lo que
implicaba dinero. Jesús, pues…¿cómo reaccionarían cuando vieran su casa?
- ¿Quieres esa figura o no? – preguntó,
mirando a Clitzia. Tal vez su impaciencia le hizo hablar con algo de
agresividad, y la niña se encogió un poco en vez de responder. Parecía muy, muy
tímida.
Viendo que jamás conseguiría una respuesta
afirmativa, Héctor cortó por lo sano y se adentró en la tienda. Cogió el
suvenir, y ya de paso unos bombones, y los compró. Cuando salió puso la
figurita en las manos de la niña, que no parecía dispuesta a cogerla, y abrió
los bombones.
- ¿Os gusta el chocolate? – preguntó, pero la
mirada hambrienta de Tizziano fue respuesta suficiente. – Para qué pregunto: a
todo el mundo le gusta el chocolate.
Resultó que ese fue el método más eficaz para
conseguir que dejaran de pararse en cada escaparate. Se distrajeron con el
chocolate como si llevaran mucho tiempo sin probarlo. Quizá realmente hubiera
pasado mucho tiempo desde la última vez que comieron alguna golosina.
Héctor pecaba de pad… digo de cuidador
primerizo, así que había algunas cosas que no había tenido en cuenta. No había
pensado, por ejemplo, en que el entusiasmo por viajar que sentían los chicos
podía acabarse en el momento de embarcar. Ninguno de los dos pareció muy
contento ante la idea de subirse en un avión. Tizziano había palidecido un
poco, y Clitzia le sorprendió al agarrarse a su brazo con mucha fuerza. Hasta
el momento el contacto físico entre ellos había sido nulo. Héctor la acarició
con torpeza y ella se limitó a pegarse a él, como si quisiera fusionarse con su
cuerpo.
- Non voglio montare. No quiero. – gimoteó,
sonando como si tuviera muchos menos años de los que tenía.
- Tenemos que subir para ir a casa. –
respondió Héctor, bastante sorprendido.
- Ma non voglio! Non lo farò! [¡Pero no lo
haré, no quiero!]
- ¿Te da miedo? – preguntó Héctor, sin saber
bien cómo tratar esa situación. - ¿Por si se cae?
Tal vez tuviera miedo a las alturas o pánico
a los aviones. A mucha gente le pasaba. Pero Clitzia negó con la cabeza.
- Me da miedo no poder volver. Si cojo ese
avión, no hay manera de que pueda volver aquí yo sola. – respondió, aquella vez
en perfecto español. Sonó tan desvalida que, sin que el cerebro de Héctor diera
la orden, sus brazos la rodearon protectora y cariñosamente.
- No tendrás que volver tú sola. Vendremos
aquí, te lo prometo. Es un viaje muy corto. Volveremos algún fin de semana, y
en vacaciones, si tú quieres.
- Pero yo no conozco España… -dijo ella. – No
sé qué hacer…a dónde ir…
- No tienes que ir a ningún otro lugar más
que a casa – susurró Héctor. – Conmigo.
Sin despegarse de él, Clitzia se avino a
subir entonces, y Tizziano les siguió. Héctor entregó los billetes y cruzaron
la pasarela. Una vez en el avión buscaron sus asientos y tuvieron una pelea por
bien quién iba en la ventanilla.
- Ho chiesto prima! - dijo Clitzia [¡Yo me lo
pedí primero!]
- Io sono il più vecchio. – respondió
Tizziano [Yo soy el mayor]
Clitzia intentó meterse entonces por el
pequeño hueco que quedaba entre Tizziano y el asiento, empujando y haciendo
fuerza por ver quién llegaba primero. Clitzia fue más rápida y se sentó antes,
y miró a su hermano con una sonrisa triunfal, y Tizziano, rabioso, la pellizcó
en el brazo. Ella soltó un gritito y se frotó, con los ojos brillantes a causa
del dolor que sin duda la había causado.
- ¡Eh! ¿Qué ha sido eso? Tizziano, no puedes
pellizcarla. – dijo Héctor, asombrado por ese impulso violento.
- Sí que puedo – respondió Tizziano, y como
para demostrarlo la pellizcó otra vez. Clitzia le dio un manotazo y subió los
pies al asiento, enfurruñada. Héctor agarró las manos de Tizziano y le apartó,
decidiendo sentarse entre ambos hermanos.
- No, no puedes. No quiero ver que haces daño
a tu hermana.
- Pues no mires – masculló él, cruzándose de
brazos y hundiéndose en el asiento, en una pose que más que digna parecía
infantil.
- Hablo en serio, Tizziano. No quiero que os
peléis, ¿entendido?
El chico no respondió, molesto y obstinado.
- ¿Entendido? – insistió Héctor. Como no
obtuvo respuesta, probó a ver si tenía más suerte hablándole en italiano. –
Tizziano, capire?
Acompañó la respuesta con un toquecito en el
hombro como un "eh, que estoy aquí, mírame". Tizziano levantó los
ojos y le miró con el ceño fruncido.
- Capisco – respondió al final. – Pero
tendrías que haber dicho capisci. Significa "¿entendiste?" y es más
correcto que usar el participio.
Héctor sonrió un poco.
- Me parece que mi italiano mejorará en poco
tiempo, con mis dos nuevos profesores.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario