CAPÍTULO
3: CASA
Es imposible describir lo que sintieron
Clitzia y Tizziano al salir del aeropuerto. Primero tuvieron que asimilar que
se encontraban en otra ciudad, en otro país, intentando encajar eso entre
alguno de los bruscos cambios que su vida había sufrido en los últimos meses. A
pesar de haber visto el aterrizaje, de haber vislumbrado la ciudad desde
arriba, una parte de ellos aún temía que fuera una broma. Que al bajar
volvieran a estar en Italia, y que Héctor se fuera por donde se había venido. A
ninguno de los dos les trasmitía mucha confianza aquél hombre bien vestido,
bien perfumado, y bien presumido, porque si no se colocó veinte veces el pelo
delante de la azafata no lo hizo ninguna. Los niños no eran tan niños, y
tampoco tontos, así que se dieron cuenta en seguida de que Héctor era un ligón.
Coqueteó con todo el género femenino de la tripulación, y también con algunas
pasajeras, mientras ellos se hacían los dormidos. Y porque el viaje duró sólo
hora y media, que si llega a durar más Tizziano estaba seguro de que se hubiera
olvidado de ellos para irse por ahí con alguna de esas. Tizziano estaba
dispuesto a que Héctor le cayera mal, y aún así no podía evitar considerarle
gracioso. Si era sincero tenía que admitir que le caía simpático… pero no para
cuidar de él. Le daba una semana de plazo para rendirse, y tenía la sospecha de
que Héctor se hartaría antes. No era más que un niño rico en cuerpo de hombre,
poco acostumbrado a tareas pesadas o desagradables. Quién sabe por qué había
aceptado cargar con ellos, pero en cuento empezara a suponerle un esfuerzo lo
dejaría. Tizziano estaba seguro.
El caso es que de una forma o de otra tenían
que acostumbrarse al hecho de que la vida que conocían se había terminado. Con
Héctor o sin él, ya no estaban en Italia. Tuvieron exactamente cinco minutos
para éste proceso de adaptación, porque al dejar la terminal les estaba
esperando una limusina. Se quedaron sin respiración al ver que Héctor caminaba
hacia el lujoso coche como si fuera algo natural. Les abrió la puerta y les
instó a subir, tras dar alguna indicaciones al chófer.
- ¿Es tuya? – preguntó Tizziano, y Héctor se
rió.
- No. Reconozco que la he alquilado para
fardar un poco. Para daros la bienvenida. Yo tengo un Q7.
Ni Clitzia ni Tizziano sabían lo que era un
Q7, pero sonaba a mucho dinero. Se subieron, y en seguida atravesaron una
autopista. Tizziano se fijó en el camino que estaban siguiendo.
- ¿Nos alejamos de la ciudad? – preguntó,
extrañado. Tenía entendido que Héctor era de Madrid.
- No vivo en el casco urbano. Vivo en La
Moraleja – explicó Héctor. – Está a trece kilómetros de Madrid.
Clitzia y Tizziano se miraron con la misma
angustia en sus ojos: cada vez se alejaban más y más del camino que les llevaba
de vuelta a casa, por si aquello…no, cuando aquello saliera mal. No tenían ni
idea de qué era o dónde estaba La Moraleja, pero les sería difícil regresar al
aeropuerto de Barajas desde allí.
La impresión que sintieron al ver la limusina
no fue nada comparado con su reacción al llegar a la casa de Héctor. Bajaron
del automóvil y se quedaron allí, de pie, sin decir o hacer nada.
- Pues ya estamos – dijo Héctor, sonriendo al
detectar la admiración en los dos niños. - ¿Qué, entramos?
Héctor empezó a recorrer un camino de piedra
que le llevaba hasta la puerta principal, pero se fijó en que los niños no le
seguían. Tampoco le miraban. No despegaban la vista de la enorme casa blanca
que tenían en frente.
The White House* era una mansión de 1700
metros cuadrados distribuidos en tres plantas, con amplios salones, siete
suites, zona de servicio, dos cocinas de diseño, salón con gran chimenea en la
planta principal y un espacio diáfano con grandes ventanales y salida al
jardín. La parcela en la que estaba edificada tenía 5200 metros cuadrados, una
fabulosa zona de spa, una piscina de contra corriente profesional, una piscina
normal y un baño turco. Había también un gran jardín rodeado de robles y pinos
que recordaban a un frondoso bosque.
Decorada con resinas y lacados blancos e
impecables piezas de diseño contemporáneo, era enteramente blanca por dentro y
por fuera. Clitzia y Tizziano sólo pudieron contemplar una parte ínfima de éste
esplendor al ver sólo el exterior, y ya se sintieron sobrecogidos.
- ¿Qué pasa? – preguntó Héctor, viendo que no
salían de esa especie de shock.
- Es imposible – dijo Tizziano.
- Esto tiene que ser el Cielo. – dijo
Clitzia, con un suspiro que terminó en una sonrisa. A Héctor le hizo cierta
gracia esta expresión.
- Pues si esto es el Cielo, tú tienes que ser
un ángel, porque ahora vives aquí.
- No puede ser – negó Tizziano. - ¿Por qué te
burlas de nosotros?
- Yo no me burlo de nadie. Esta es mi casa… -
explicó Héctor, un tanto sorprendido. Se dijo que tendría que haber previsto
esa reacción. Casi todo el mundo se quedaba pasmado al ver esa mansión: con más
razón ellos después de la vida que habían llevado. – Venid. Vamos a dentro, y
os la enseño. Tenéis que elegir habitación.
Clitzia le miró algo insegura, y de alguna
forma Héctor supo lo que tenía que hacer. La tomó de la mano y la sonrió,
indicando que no pasaba nada. La niña pareció relajarse con esto, y se dispuso
a seguirle. Pero Tizziano tiró de su mano libre.
- Non andare con lui. – dijo, medio enfado. -
Non vedi tu non lo conosci? Questo non può essere la sua casa, e se lo è…
…non può desidera che noi stare con lui. –
concluyó Clitzia, entendiendo lo que su hermano quería decir, y abatiéndose de
pronto. Se había dejado ilusionar por lo hermoso que era aquél lugar. Se sentía
como una princesa recién llegada a su nuevo palacio.
[Traducción: No vayas con él. ¿No ves que
apenas le conoces? Esto no puede ser su casa, y si lo es…no puede querer que
nos quedemos con él. ]
Héctor no entendió todo el diálogo, aunque sí
captó las respectivas emociones de ambos chicos. Frunció el ceño al ver que no
se decidían a acercarse más allá del punto en el que se encontraban.
- ¿Qué ocurre? No sé vosotros, pero yo quiero
darme un baño, cenar, y acostarme.
- ¿Por qué estamos contigo? – preguntó
Tizziano, con algo de agresividad. - ¿Por qué nos has traído aquí?
Héctor se vio en un dilema. Para todo el
mundo, él era el padre biológico de los niños. Esa era la versión oficial. Sin
embargo, era posible que los niños supieran la verdad. Después de todo tenían
que tener un padre en algún lado… uno desconocido, ya que Clara había guardado
el secreto con su vida, pero existente. Aunque la lógica decía que los niños no
conocían a ese individuo (porque si no los funcionarios hubieran sabido a quién
buscar, y que él no era el progenitor), a lo mejor sí sabían algo de él, porque
su madre se lo dijera en algún momento. Podía darse el caso de que ellos
supieran que él no era su padre, y aunque no lo supieran en algún momento
tendría que decírselo.
- Vuestra madre os dejó a mi cargo –
respondió entonces, ciñéndose a la pura verdad, pero reservándose el resto de
información, de momento. – Eso me convierte en…
- ¡En nadie! ¿Te enteras? – espetó Tizziano.
- ¡No eres nada nuestro y no tenemos por qué estar contigo!
Más sorprendido imposible. Héctor no entendía
nada.
- ¿Es que no os gusta? – preguntó, señalando
a la casa. Tal vez no querían vivir ahí.
- ¡Eres tú quien no nos gusta! - gritó
Tizziano, pero por alguna razón a Héctor le pareció que era mentira.
- En ese caso, lo siento, porque importa poco
si os gusto o no. Yo estoy a cargo ahora. Así que entrad en casa, y elegid una
habitación.
Tizziano estaba un poco asombrado, porque
estaba siendo bastante desagradable y aun así Héctor seguía animándole a
entrar. Le estaba dando la excusa perfecta para deshacerse de ellos. ¿Por qué
no lo hacía?
El niño no sabía bien si le estaba poniendo a
prueba a él, o a sí mismo. No sabía si estaba viendo a ver si Héctor les quería
allí de verdad, o si estaba intentando auto convencerse de que ese no era lugar
para ellos, antes de forjarse esperanzas.
Decidió sacar la artillería pesada y empujó a
Héctor con todas sus fuerzas, aunque éste no se movió ni un milímetro, como si
una ardilla tratara de desplazar un muro.
- ¡Tú no me das órdenes! – gritó.
Héctor le sujetó por los hombros, y se
inclinó un poco para mirarle cara a cara, a la misma altura. Le tocó la frente
con dos dedos, en un gesto heredado que su padre hacía con él, para conseguir
su atención.
- Sí, sí lo hago. Yo te digo lo que tienes
que hacer, a dónde tienes que entrar y cómo tienes que comportarte. Yo te digo
cuál es tu casa y con quién tienes que estar. Lo único que no puedo decirte es
quién te agrada o te deja de agradar, aunque espero que con el tiempo entiendas
que yo sólo quiero ayudarte.
Tizziano le miraba como hipnotizado. Tal vez
fuera por la firmeza con la que le estaba hablando, pero sintió algo extraño en
el estómago. Se dio cuenta que era la segunda vez que ese hombre le regañaba, y
hacía mucho tiempo que nadie hacía eso, porque su madre había estado enferma
durante muchos meses, y él había tenido que cuidar de su hermana… sin que nadie
cuidara de él. Se mordió el labio, embargado por un montón de sensaciones
contradictorias.
- ¿Viviremos aquí? – preguntó, inseguro.
- Como no quieras vivir en un árbol… -
replicó Héctor, sonriendo un poco. – Esta es mi casa. Esta es nuestra casa.
- Demasiado bonito para ser verdad… - suspiró
Clitzia, poniendo en palabras lo que Tizziano estaba pensando.
- Eso pensé yo cuando vi que dos personitas
iban a ocuparla – respondió Héctor, haciéndole una caricia en la mejilla a la
niña.
- ¿Personita? – protestó Tizziano, no muy
contento con el apelativo.
-
Hasta que llegues por lo menos a ésta altura sí –
rió Héctor, y le revolvió el pelo.
***
N.A.:
The White House existe de verdad, tiene ese nombre, y es tal cual la he
descrito. Sí, lo sé, yo también quiero vivir ahí xD
Está
el pequeño detalle de que cuesta 11.900.000 euros.
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