Páginas Amigas

martes, 19 de julio de 2016

CAPÍTULO 8




El pasillo estaba ya prácticamente despejado. Había hecho que Damián se sentara en un banco, y yo estaba agachado frente a él. Le había hablado con voz pausada y le había hecho concentrarse en su respiración.

  • ¿Te encuentras mejor? – pregunté y el chico asintió. Se pasó la mano por los ojos, para terminar de secárselos. - ¿Esto te pasa a menudo?

Damián volvió a asentir, bastante avergonzado.

  • ¿Cuándo te pasa?

  • Cuando…snif… hay mucha gente… snif... y cuando…cuando…

Se interrumpió. Aún no respiraba con normalidad y yo cada vez estaba más convencido de que había sido un ataque de pánico. Estaba sudando mucho y tenía las manos muy frías. Le sequé el sudor con un pañuelo.

  • ¿Cuando te gritan? – pregunté, con voz suave - ¿Por eso Enrique piensa que tienes rabietas? Te asustas cuando te regañan fuerte ¿verdad? ¿Sabes que tienes ataques de pánico?

Damián abrió mucho la boca, lo cual me confirmó que nunca le había puesto nombre a sus crisis. Cuando le daban esos ataques se asustaba y se ponía a llorar un poco, y por lo visto en el internado lo habían confundido con un llanto caprichoso.

  • Yo… no sé qué me pasa… a veces me… me cuesta respirar…y me late muy fuerte el corazón…y me asusto.

  • ¿Desde cuándo te pasa?

  • Desde que estoy aquí…

  • ¿Antes nunca te había pasado?

  • Creo que un par de veces – respondió, sin estar seguro. – En esta semana me pasó más de diez veces.

Suspiré. Ese chico necesitaba ver un profesional. No podía tener esos ataques continuamente, y si le asustaban las multitudes lo iba a pasar muy mal allí, porque había mucha gente. Yo solo había tenido un ataque de pánico en toda mi vida, pero recordaba la sensación perfectamente, porque fue horrible. Me quise morir, o peor, creí que me moría. En verdad no me pasaba nada, pero mi mente se salió fuera de control. Pensé que era terrible que a Damián le hubieran gritado mientras tenía esos ataques, pensando que solo estaba haciendo un berrinche. Todo el mundo pensaba de él que era un llorica o un caprichoso y el pobre simplemente no podía controlar lo que le pasaba.

Le froté el hombro con cariño y con apretones suaves, para ayudarle a relajarse. Repetí el ejercicio respiratorio que había estado haciendo con él una vez más.

  • Coge aire por la nariz… Uno, dos, tres, cuatro, cinco…. Expulsa por la boca….seis, siete, ocho, nueve, diez. Eso es. ¿Te duele el pecho?

  • Un poco…

Estaba tiritando. No hacía frío, pero el haber respirado mal había hecho que sus extremidades se enfriaran y entumecieran. Me quité la chaqueta y le envolví con ella.

  • Cuando te sientas con ganas vamos a por el chocolate ¿vale? Eso lo cura todo.

Damián sonrió y me miró con agradecimiento. Me dijo muchas cosas con esa mirada. Tal vez por primera vez desde que llegó allí, se sentía comprendido.

  • ¿Por qué no decías nada cuando se enfadaban contigo por esto? ¿Por qué no les decías que no te sentías bien?

  • Es que no sabía qué era… Solo tenía mucho miedo… Se lo dije al señor López una vez y me dijo que eso lo tenía que pensar antes de incumplir el reglamento.

Puñetero reglamento. Ya me iba a encargar yo de hablar con Iván y decirle por qué orificio se lo podía meter.

  • Nadie más te dirá nada a partir de ahora, te lo prometo. Conmigo no te pasó ¿no?

Damián negó con la cabeza. Por algún motivo, eso me hizo sentir orgulloso de mí mismo, como si fuera mérito mío el cómo reaccione… Aunque en parte sí tenía que ver, porque yo no debía de haberle provocado tanta ansiedad como otros profesores. Me pregunté si además de los gritos y las multitudes, se agobiaba por otras cosas pero supuse que ya lo averiguaría.

  • Así que hijo del presidente ¿eh? – le pregunté, en parte para distraerle – Calladito te lo tenías. – bromeé.

Él no siguió la broma, sin embargo, y pude ver cómo se ponía un poco serio.

  • Todo el mundo cree que eso es una clase de ventaja, pero a mí no me ha traído más que problemas. Parece que todos esperan de mí que me lo tenga creído, como si fuera hijo de la realeza, o algo. Mi padre ganó unas elecciones. Antes de eso, era un chico normal. Y ahora lo sigo siendo. – protestó.

  • Eso es cierto, y es muy maduro de tu parte el que puedas entenderlo. A veces el único problema es la envidia de los demás – le dije.

  • Pues no tienen nada que envidiar. Papá prácticamente se olvidó de mí cuando le hicieron presidente – suspiró Damián. – Y en cuanto pudo me trajo aquí y ni los fines de semana me ve.

Me compadecí mucho de él. Sabía lo que era sentirse abandonado por tus seres queridos, pero al menos yo había experimentado eso con cuarenta años, no con once. Mis padres también me habían dejado en un internado, pero siempre estuvieron pendientes de mí.

  • Seguro que te quiere mucho, Damián. Tal vez esté muy ocupado… - dije, haciendo de abogado del diablo. Pero enseguida comprendí que mis palabras fueron un error.

  • Sí,  ocupado en todo menos en su hijo. Ya ha dejado muy claras sus prioridades – masculló.

Chasqueé la lengua. No sabía qué decir al respecto, al menos hasta que conociera a su padre y tuviera más información.

  • ¿Vamos a por el chocolate?

  • ¡Sí!

Se puso de pie y fuimos hacia el comedor. A medida que me iba a cercando, me di cuenta de que algo iba mal: se escuchaban muchos gritos y bullicio general. Al entrar, vi a dos de mis chicos, Gabriel y Óliver, peleando con dos muchachos de segundo o tercer año. Como era Iván el que intentaba separarlos con más ahínco, deduje que de segundo. Esa pelea en nada se parecía a la de Borja y Damián: esos cuatro chicos se estaban destrozando. Y sorprendentemente los míos, pese a ser más pequeños, iban ganando.

Enrique me miró con algo de culpabilidad. No supe si era por no haber podido parar la pelea o por haber sido rudo antes con Damián. En cualquier caso, no me paré a analizarlo y me sumé a los profesores que intentaban detener aquello.

  • ¡Basta! ¡Parad ahora mismo! ¡Quietos he dicho! – les grité, pero ni siquiera parecían oírme.

Iván, que dicho sea de paso parecía más fuerte que yo, intentaba sujetar a uno de sus chicos. Enrique me ayudo a sujetar a Óliver, porque yo solo no podía. Ese chico era bastante grande para tener once años, y sobre todo, sabía lo que hacía. Por su forma de dar puñetazos deduje que había hecho boxeo. En cuanto vi que Enrique podía más o menos con Óliver, agarré a Gabriel. Y en medio del forcejeo, terminé por llevarme una patada.

  • ¡Ah! Uf, pero ¿qué tenéis en los zapatos? ¿Plomo?

En ese momento los cuatro se detuvieron y se quedaron quietos como estatuas.

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