Los intensos rayos del sol se cernían sobre ellos sin
tregua. John sabía que no podrían aguantar mucho más tiempo allí tumbados,
porque además se arriesgaban a sufrir quemaduras. No quedaba ya rastro del
fuego, ni siquiera ascuas, y sin embargo hacía mucho más calor que en cualquier
momento de la noche.
Él llevaba despierto desde el alba, pero James seguía
durmiendo, a su lado, con una expresión de paz que se había convertido en una
de sus visiones favoritas. Se estaba convenciendo de que debía despertarle
cuando el chico comenzó a removerse por iniciativa propia.
-
Buenos días – susurró John, con voz suave para no asustarle.
El niño parpadeó, abriendo los ojos con torpeza, y
situándose en el tiempo y en el espacio. Cuando logró enfocar a John, esbozó
una sonrisa.
-
Buenos días, padre. ¿Qué haces aquí? – preguntó, confundido.
-
Tenía frío – respondió, evasivamente.
Los recuerdos de aquella madrugada
fueron regresando al cerebro de James. Lentamente, fue perdiendo su sonrisa.
-
Oh.
El chico se encogió entre sus mantas, avergonzado.
John le había castigado por alejarse del campamento y después se había tumbado
a su lado para consolarle. Se había dormido con el reconfortante contacto de
una mano acariciando su cabello. Era algo a lo que no estaba acostumbrado. Nadie
había hecho eso desde que tenía tres o cuatro años.
-
¿Has dormido bien? – le preguntó John. - ¿Has tenido frío?
Sintiendo que tenía las mejillas ardiendo, James negó
con la cabeza. “Frío” había pasado a significar algo nuevo, no tenía muy claro
el qué, pero sabía que no tenía nada que ver con la temperatura. Era una
especie de código, una palabra en clave que solo ellos entendían y que
implicaba un montón de cosas que le abrumaban y le hacían feliz.
-
He dormido muy bien.
-
Y yo - respondió John. – Pero ahora tengo hambre. Y, a juzgar
por el rugido de tu estómago, tú también.
James asintió. Comer sonaba genial.
Salieron de su improvisada cama sobre el suelo y
recogieron las mantas. A su derecha, William y su padre estaban haciendo lo
mismo, aunque su humor era diferente.
-
Te he dicho que no se dobla así, ¿quieres prestarme atención?
– bufó el señor Jefferson.
-
¡Es una manta! ¡No creo que haya ninguna diferencia en
doblarla hacia un lado o hacia el otro!
-
No me repliques, William. Cógela como te digo.
Discutían por tonterías y, por alguna extraña razón, a
James le recordaron a sus difuntos padres, en los días en los que uno de los
dos o los dos a la vez se levantaban con el pie izquierdo.
-
¡Le estás dando demasiada importancia y estamos tardando
mucho en una tontería! – se quejó Will.
-
Haz caso a tu padre, chico – intervino John, en ademan
conciliador, poniendo una mano sobre el hombro del muchacho. – No vale la pena
pelear por algo así.
William se enfurruñó, pero sabía que no le convenía
seguir contradiciendo a su padre, así que guardó silencio y se dedicó a doblar
como le indicaban. En opinión de James, su amigo tenía razón: doblar una manta
no requería de tanta ceremonia, especialmente cuando se iban a limitar a
guardarla en el carromato. Ni los dueños de las tiendas ponían tanto cuidado en
sus telas. John y él habían sido mucho menos delicados.
-
Padre solía decir que los ancianos adquieren manías con la
edad. Pero el señor Jefferson no es anciano todavía – murmuró James. – Al
menos, no me lo parece.
John tuvo que hacer grandes esfuerzos por ocultar el
hecho de que ese comentario le había hecho mucha gracia. En su lugar, intentó
aparentar la debida seriedad.
-
No seas maleducado – le regañó.
-
Pero si no me oye.
-
Te he oído yo, y es suficiente. No puedes hablar así de una
persona mayor.
-
¡Ajá! Así que sí que es anciano, después de todo – replicó
James.
John literalmente se mordió una esquina del labio, que
quiso estirarse contra su voluntad. Aprovechó que Will y su padre se habían
metido en el carromato para darle a James una palmada suave, como forma de
llamarle la atención. No fue una reprimenda en serio, aunque el niño llevó una
mano hacia atrás, por si acaso.
-
¡Au! ¡Pero si fuiste tú el que dijo que era una “persona
mayor”! – se defendió.
-
Eres un mocoso descarado y si estuviéramos a solas te daría
una buena lección – respondió John, pero no pudo decir nada más, porque Will y
su padre regresaron con las tazas y demás útiles necesarios para el desayuno. –
Ve a lavarte – le instruyó.
James no hizo ningún amago de moverse.
-
Vamos, ve. Ayer no te lavaste en todo el día y lo cierto es
que apestas – le recordó, exagerando un poco para hacerle ver la necesidad de
asearse aunque solo fuera mínimamente. – Desayunaremos cuando vuelvas.
James dio un paso vacilante, pero aún estaba
reticente.
-
¿Estás enfadado, padre? – susurró, inseguro acerca de si sus
palabras graciosas habían sido demasiado inapropiadas.
John se preguntó si alguna vez dejaría de sentir que
se derretía cuando James le decía cosas como esa.
-
No, hijo. Pero el que juega con fuego se puede quemar, así
que si te vas de la lengua tal vez a mí se me vaya la mano – respondió y le
revolvió el pelo. – Vamos, ve al río. Spark se fue allí hace un rato. Es un
perro listo, hace mucho calor.
James sonrió y se fue en busca del
agua. William le siguió. La idea no era darse un baño completo -porque además
James no se sentía capaz de meterse en el río- sino tan solo lavarse un poco,
para quitarse el polvo de la tierra. Pero, claro, al juntarse dos chiquillos
con un perro, el aseo terminó convirtiéndose en un juego. Will salpicó a James,
aunque acusó a Spark de hacerlo, y a partir de entonces los dos niños empezaron
a mojarse, entre risas y ladridos.
John fue a buscarles al cabo de los
minutos y sacudió la cabeza al ver que los dos estaban empapados. Dio gracias a
los años compartidos junto a su mujer, que le habían enseñado que siempre que
salían de casa, aunque fuera por una sola noche, era necesario llevar una muda
de ropa, por si había algún imprevisto.
-
El desayuno os espera – anunció. – Pero antes tendréis que
cambiaros. ¿Qué os ha pasado?
-
¡Empezó él! – dijeron los dos niños a la vez.
-
No tenéis remedio – replicó John, divertido.
Les llevó de vuelta junto al fuego y
fue a buscar ropa para James. William no había traído ningún recambio, así que
su padre le envolvió en la manta y dejó la ropa junto al fuego para que se
secara.
-
¿Lo ves? ¡Tan meticuloso para doblarla y no duró ni media
hora! – exclamó el chico.
El señor Jefferson le dio un golpe en
la mejilla. No fue fuerte y fue con la mano abierta, pero al chiquillo se le
llenaron los ojos de lágrimas. Enroscado en la manta con la que pretendía tapar
tanto su desnudez como su orgullo herido, se escabulló hasta el interior del
carromato, demasiado avergonzado como para estar rodeado de gente en ese
momento.
Para John, la reacción del hombre
había sido desproporcionada. Tal vez el muchacho estaba un poco respondón
aquella mañana, pero no había sido su intención ser maleducado, sino solo tener
razón. Algo muy habitual cuando tienes doce años y anhelas la ocasión en la que
tú aciertes y tu padre se equivoque.
-
Sentimos habernos mojado, señor Jefferson – musitó James,
avergonzado por la escena que acababa de presenciar.
-
No estoy enfadado por eso, chico.
El hombre se alejó y por un segundo pareció que iba a
entrar en el carromato, pero luego se desvió.
-
¿Will también jugó con fuego? – le preguntó James a su padre.
-
Eso parece.
-
El señor Jefferson es malo – declaró, no sin cierto
infantilismo. - Tú no te enfadas así. Por eso… mmm…
-
¿Por eso me tomas el pelo como nunca habrías hecho con tu
padre? – le ayudó John. Ya te lo he
dicho muchas veces, eso es porque te tengo demasiado consentido – le chinchó.
Después decidió hablarle con mayor sinceridad. – No me molesta que seas un poco
atrevido. Ser descarado no es lo mismo que ser insolente y me alegra que te sientas
cómodo como para hacer bromas. Hasta donde sé, al señor Jefferson le pasa lo
mismo. Normalmente no reacciona así, a pesar de que Will a veces le replica
demasiado. Voy a hablar con él. Tú espera aquí y ocúpate de la ropa de Will.
John tomó el mismo camino que el señor Jefferson y no
tardó mucho en alcanzarle, porque no se había alejado. Le encontró sentado
sobre un tronco, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las
manos.
-
¿Hay sitio para uno más? – preguntó. No obtuvo respuesta, así
que se dio por invitado y se sentó al lado del hombre.
-
Puedes ahorrarte el sermón.
-
No iba a decir nada.
-
Sé que no debería haberle pegado.
-
Entonces, deberías decírselo a él, no a mí – respondió John,
con calma.
-
Si me disculpo, dejará de respetarme.
-
Si te disculpas, te respetará todavía más – replicó. – Y le
estarás enseñando lo que de verdad significa ser un hombre.
El señor Jefferson suspiró, derrotado ante un
argumento que el mismo ya se había formulado en su cabeza.
-
… La manta era de mi madre – murmuró. – Murió cuando yo tenía
la edad de William, más o menos. El capataz quiso acostarse con ella, se
resistió y le pegó una paliza. Las heridas se infectaron y murió a las pocas
semanas. La manta es todo lo que pude llevarme cuando el amo me vendió a otra
familia.
John cerró los ojos ante un
sufrimiento que solo podía imaginar. Guardó silencio, pues no sabía qué decir y
notó que la mente de George estaba muy lejos de allí, en otra época.
-
¿Will sabe lo importante que es esa manta para ti?
-
No, nunca se lo he contado.
-
Creo que deberías decírselo. Le ayudaría a entender lo que ha
pasado.
El señor Jefferson asintió y, tras unos segundos, se
puso de pie:
-
Eres un buen hombre, John. Por gente como tú no puedo odiar a
los blancos, por más que algunos se lo merezcan.
Nuevamente, se quedó sin palabras. Le observó mientras
volvía al campamento y le vio meterse en el carromato para hablar con su hijo.
Les dio la privacidad que necesitaban y volvió con el suyo.
-
Creo que desayunaremos nosotros primero – le informó. – Will
y su padre tienen mucho de lo que hablar.
James asintió y se sirvió un poco de bacon. Se había
enfriado, pero aún estaba templado.
-
Las personas son muy complicadas – dijo, con la boca llena.
John le observó con curiosidad y
sonrió.
-
Demasiado. Por eso complicamos las cosas sencillas.
James le dio un trozo de bacon a Spark, que lo comió
rápidamente. Antes de que pudiera darle otro, el perro empezó a ladrar. Instantes
después, alguien se acercó al campamento.
-
Edward – saludó John. – Llegas justo a tiempo para desayunar.
Qué linda historia. Qué triste lo del señor Jefferson. Continua porfa
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