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lunes, 27 de abril de 2020

CAPÍTULO 11: El acercamiento




CAPÍTULO 11:  El acercamiento

¿Qué hace uno en las primeras horas con su padre? Si no se pasa esas horas durmiendo, llorando, mamando o cagándose en un pañal, quiero decir. Normalmente, cuando conoces a tu familia eres un bebé sin conciencia del mundo y eso facilita mucho las cosas. Cuando aprendes a hablar, esos rostros ya son conocidos. Ya has jugado al cucu-trás con papá y descansado en los brazos de mamá. Nunca tienes una “primera conversación”, solo una en la que, por fin, tú hablas, y dices algo más que “gaga”.
Pero yo no había tenido esas facilidades con Koran. Lo primero que escuché de sus labios fue una orden seca, un reclamo:
“El anillo” me había dicho.
Claro que yo, segundos antes, tampoco había sido muy cordial.
“¿Quién es usted? Márchese”.
A partir de ahí, habíamos hablado de varios asuntos pendientes: de mis orígenes, de su mundo… Yo diría que habíamos avanzado bastante, hasta el punto en el que ya me las había apañado para saltarme una de sus normas. Pero teníamos toda una tarde por delante y no sabía cómo gastarla. Ninguno de los dos había planeado aquel encuentro.
-         Cuéntame algo de tu vida en la Tierra – me pidió. Por lo visto, él había seguido un rumbo de pensamientos similar a los míos.  

-         Fácil: los padres allí no pegan a sus hijos – repliqué. En verdad estaba contento por su interés, pero también algo resentido e iba a soltarle cuantas pullas fuera capaz.

-         Eso no es cierto – respondió, sin inmutarse por mi acritud. – Pero me refería a que me contases algo sobre ti.

Gruñí, disconforme porque hubiera desdeñado tan fácilmente mi protesta. Tendría que estar más enfadado con él, pero había sentido su cariño, no solo metafóricamente en forma de abrazo, sino literalmente cuando mis emociones, por un segundo, empatizaron con las suyas. Estaba sorprendido porque esa fuera la manera en la que se sentía hacia mí y eso había hecho que fuera un poquito más fácil aceptar su prehistórico método de castigo. Pero solo un poquito.
Intenté pensar en lo que me pedía y busqué algo que fuera interesante.
-         Pues… mmm… me gusta dibujar, voy a clases de pintura… iba… iba a clases de pintura – me corregí, dándome cuenta de todo lo que había dejado atrás.
Koran puso una mano en mi cabeza y me revolvió el pelo, haciéndome sentir mucho más pequeño.
-         Aquí podrás pintar también. Me gustaría verte, seguro que tienes mucho talento.

-         Qué va – contesté, algo ruborizado.

-         Anda, pero si eres tímido y todo. Me pregunto cómo puede alguien ser tímido y descarado a la vez – me chinchó. Contuve mis impulsos de sacarle la lengua, porque eso era más propio de niños. - ¿Y qué más? – me animó.

-         Ehm… pues iba a clases, claro.

-         ¿Y eras buen estudiante?

Por alguna razón, esa pregunta me dio algo de vergüenza.

-         Del montón… apruebo todo.

Koran puso cara de no comprender.

-         ¿Aprobar?

-         Sí, ya sabes. Pasar la asignatura – expliqué.

-         Perdona, a veces se me olvidan algunos datos sobre la Tierra. Es un planeta que he estudiado bastante, pero siempre hay cosas por aprender. Tenéis un sistema de calificación, ¿no? ¿Cómo funciona?

Qué pregunta tan extraña.

-         Pues… creo que depende del país… pero la esencia es más o menos la misma. En España hay tres evaluaciones. Los profesores ponen una nota en cada una de ellas y tus padres las tienen que firmar. Las notas pueden estar aprobadas o suspensas. Aprobado es a partir de cinco y el máximo es diez. Si apruebas todo, pasas de curso – sinteticé. - ¿Es que aquí no hay notas?

-         No.

-         ¿De verdad? ¿Y cómo conseguís que alguien haga algo? ¿No pasa la gente de estudiar, sabiendo que no les van a calificar?

-         No hay notas numéricas, pero los maestros hablan con los padres si los hijos no se aplican o no prestan atención – matizó.

-         Ah. Ya decía yo que era demasiado bueno para ser cierto. Casi empezaba a compensar lo de que no comáis carne - suspiré.

-         Pero si has dicho que eras buen estudiante, ¿no? No tienes de qué preocuparte. Arkun es un buen maestro, ya lo verás. Los niños le quieren mucho – me aseguró.

-         Que no soy… grrr… No soy un niño – protesté. – De hecho, me faltaba poco para dejar el instituto. ¿Cuántos cursos tenéis aquí?

Koran me miró como si estuviera buscando la mejor manera de responder.

-         No son cursos que pases o suspendas – me explicó. – Los niños aquí estudian dos horas al día… hasta que alcanzan la edad adulta.

-         ¿Solo dos horas? Guay…. Espera un segundo. ¿No dijiste que no alcanzan la madurez hasta los cincuenta? ¿¡Se pasan cincuenta años estudiando!? – me horroricé, cuando lo comprendí.
Koran se mordió el labio, como si mi reacción le pareciese muy graciosa, y asintió.
-         Algo menos, pues no empiezan hasta los diez, pero sí. Cuarenta años son pocos en una vida de dos mil quinientos – me hizo notar. – Esos son solo los estudios básicos.

-         Pero yo ya me libro de eso, ¿no?

-         Pues… el tuyo es un caso peculiar, Rocco. Hay muchas cosas que desconoces de este mundo y necesitarás saberlas. No tengo ni idea de cuánto tiempo te lleve eso.

Opté por no centrarme en lo que eso podía implicar, porque no había sonado muy alentador, y pensé bien mi siguiente pregunta antes de hacerla.

-         ¿Es que nunca voy a volver a la Tierra?
Koran se quedó en silencio unos instantes.
-         Solo si tú quieres. Pero de momento no, porque allí no te puedo proteger. Tengo que ocuparme de unos asuntos primero, asegurarme de que nadie irá a por ti. Y después, tienes siglos enteros para decidir en qué planeta quieres vivir – me dijo. – Pero tienes que entender una cosa: no vas a envejecer a un ritmo normal. La gente que conoces ahora tendrá el pelo canoso dentro de veinte años. Y tú seguirás prácticamente igual. Todos los mestizos que ha habido a lo largo de la historia, aunque pasasen un tiempo en la Tierra, terminaban eligiendo vivir aquí.

-         Yo… ¿voy a vivir tanto como tú? – pregunté, inseguro.

-         Por supuesto.

-         ¿Aunque sea un mestizo?

-         Ese es solo un nombre que hace referencia a tu concepción. A efectos prácticos, tu ADN ha cambiado, ahora es como el de los okranianos.

-         Un motivo más por el que vivir en la Tierra será complicado – musité. Intenté no entristecerme. Podía volver de visita. Además, ¿qué quedaba allí para mí? Mis amigos, sí, pero ¿debía contactar con ellos si no podía decirles la verdad de lo que me había pasado? – Si me hicieran un análisis de sangre ahora, sería malo, ¿no?

-         Sería… extraño y difícil de explicar. Ya te he dicho que, por el momento, los terrícolas no conocen nuestra existencia y es mejor que siga así.
Asentí. Había visto suficientes películas de ciencia ficción como para saber que tenía razón.
-         Ahora es tu turno – le dije.

-         ¿Mi turno?

-         De contarme algo sobre ti.

-         Pero si apenas me has dicho nada – se quejó. – Yo ya te he contado muchas cosas.

-         De Okran, pero no sobre ti – rebatí.

Koran no dijo nada durante un buen rato, hasta que aquello se volvió incómodo. Si no quería hablarme de él, no le podía obligar.
-         Olvídalo – murmuré, fastidiado.

-         No. Estoy pensando. He vivido muchos años e intento ver qué te podría interesar más.

-         Todo – señalé, como si fuera obvio. – Tu comida preferida, tu color favorito, qué música te gusta… tenéis música aquí, ¿verdad? Porque sino me suicido. Y… y… los lugares que has visitado…
Una sonrisa empezó a formarse en sus labios e intuía que en cualquier momento iba a interrumpirme, pero no hubo ocasión, porque la voz del sistema nos interrumpió a los dos:
-         Alteza: el Cuerpo de Gobernadores desea hablar con usted.
Koran suspiró.
-         Cómo no. E interrogarme, ya de paso. Rocco, te tengo que dejar. ¿Crees que puedas quedarte aquí hasta que vuelva? Aún no conoces esto y la nave es muy grande. No quiero que salgas solo.
Asentí, no es como si supiera ir a ningún sitio allí dentro. 
-         Aunque igual es mejor si te llevo conmigo…

-         Puedo quedarme solo – objeté. – Sé que te va a costar hacerte a la idea, pero no soy un bebé.
Koran me miró como si no estuviera muy seguro de su afirmación. Apretó uno de los infinitos botones de la pared y, finalmente, caminó hacia la puerta y salió, pero le escuché dar una orden clara y concisa.
-         Mi hijo está dentro. Cualquier cosa que le pase, te hago directamente responsable.
¿Con quién estaba hablando? Tal vez había llamado a algún guardia. Extraterrestre pesado y sobreprotector.
Me quedé en el sofá durante un minuto más o menos, hasta que me di cuenta de que no sabía cuánto iba a tardar y que tenía que buscar algo más interesante que hacer que mirar al infinito.
-         Sistema. ¿Qué hace la gente de Okran para entretenerse?

-         Juegan al kurkesou.

-         ¿Al qué? Vale, espera… ¿qué hacen para entretenerse que le pueda gustar también a un terrícola?

-         Puedes leer un libro – sugirió la voz robótica.

Bufé. No es que me desagradara leer, pero tenía que ser un libro que me gustase mucho. Rebusqué en la pequeña estantería de Koran, esperando que no le importase que mirara entre sus libros. Sin embargo, enseguida me di cuenta de que no entendía el idioma de ninguno de ellos.

-         Muy útil, sistema, gracias – dije con sarcasmo.

-         De nada – respondió la voz, sin entender el sentido irónico de mis palabras.

Rodé los ojos y me senté en el suelo, mirando al techo. No me gustaba estar sin nada que hacer, porque me venían malos recuerdos y pensamientos a la cabeza.

-         Sistema…. ¿a dónde va uno cuando se muere? – susurré.

-         No lo sé, Rocco. Solo poseo los conocimientos que tu padre introdujo en mi código. Puedo elaborar ideas a partir de ellos.

-         ¿Qué piensas los okranianos respecto a la muerte? – me interesé.

-         Hay diversidad de opiniones. La mayoría de ellos, cuando llegan al final de su vida, están preparados para recibirla. Cuando cumplen mil años, los okranianos sienten que ya llevan demasiado tiempo en el mundo.
A Koran no le quedaba demasiado para eso. Es decir, faltaban más de cien años, pero eso para él no era mucho, ¿no? ¿Y después? ¿Se cansaría de estar vivo? Intenté imaginarme lo que era vivir tanto, pero por lo visto no lo tenía que imaginar, porque me iba a pasar.
-         Pero… ¿creen en una vida más allá de la muerte?

-         Es una creencia popular, aunque no puedo hablar por todos los individuos.
Asentí, aunque no estaba seguro de que la inteligencia artificial pudiera entender un asentimiento. Me quedé callado durante un par de minutos. Noté cómo poco a poco me iba entristeciendo, la adrenalina de aquel día diluyéndose en mi interior, o quizá era que Koran había estado proyectando sin que yo lo supiera alguna clase de emoción positiva para animarme. Le creía capaz de hacerlo, la verdad.
-         Sistema, ¿todos los padres de Okran pegan a sus hijos o me tocó el de la mano larga?

-         Es una práctica corriente en los hogares okranianos donde residen menores de edad – respondió la voz, con formalidad. – Pero cualquiera que lastime, lesione o maltrate física o verbalmente a un niño se enfrentará a la justicia del rey.

Eso no sonaba demasiado bien, aunque no sabía lo que significaba. Me di cuenta de que Koran tenía razón. Había tantas cosas que no sabía de aquel mundo. No tenía ni idea de cómo funcionaban sus leyes.
Contemplé el techo en silencio durante varios minutos más. Procuré dejar la mente en blanco, pero no funcionó.
-         Sistema… ¿mi madre está en el Cielo? – murmuré.

-         Lo siento. No dispongo de información para responder a esa pregunta.
Suspiré. Tenía que intentarlo.

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