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jueves, 30 de abril de 2020

CAPÍTULO 12: El atentado





CAPÍTULO 12: El atentado

Cuando ya me quedé sin preguntas que hacerle al sistema, me quedé tumbado en el suelo alfombrado del salón, más cómodo de lo que pensé que estaría. Quizá tenía que ver con el hecho de que llevaba días maldurmiendo, pero me entró sueño. Giré la cabeza y contemplé la cama del cuarto anexo. Era la cama de Koran, yo no tenía cuarto allí. Eso me hizo pensar dónde iba a dormir, pero el sofá podría valer por el momento.
Iba a arrastrarme hacia el mueble cuando las puertas exteriores se abrieron de repente, provocándome un microinfarto en el proceso. No era Koran, sino un guardia, que me contempló con verdadero temor por unos segundos y después se calmó, en cuanto nuestras miradas se encontraron.
-         Alteza, ¿estáis bien?

-         Sí – respondí, aún extrañado por el tratamiento.

-         ¿Qué hacéis en el suelo? – preguntó.

-         Descansar.

Tras unos segundos, se encogió de hombros, pensando seguramente que tumbarse en los suelos serían rarezas de terrícolas.
-         ¿Pasa algo?  - fue mi turno de preguntar.

-         N-no, Alteza. Disculpadme. No escuchaba nada desde hacía un rato y me preocupé. Realicé un escáner de la habitación y le vi tumbado y pensé que quizá estaba enfermo.

-         ¿Puedes hacer un escáner de la habitación? – me interesé. - ¿Cómo?

-         Con… con esto – me explicó, señalando un artilugio en su muñeca. Era un brazalete de plástico que cubría todo su antebrazo.

-         ¡Hala! ¿Para qué sirven estos botones? – dije y los empecé a apretar.

-         ¡No, joven príncipe, espere!

Dejé la mano quieta, temiendo haber activado alguna bomba o algo, tal era su tono de alarma, pero solo se proyectó un holograma. Un holograma de mi padre, en una sala con una mesa ovalada, hablando con varias personas.

El guardia se apresuró a quitarlo.

-         ¡No, espera! ¿Esto está pasando ahora?

-         S-í – respondió el hombre.

-         ¡Quiero escuchar!

-         No creo que eso sea buena idea, Alteza.

-         ¿Por qué no? – protesté. - ¿Es secreto o algo? ¡Pero tú lo puedes ver! ¿Por qué tú puedes y yo no?

-         Es… es parte de mi trabajo – me explicó.

-         ¿Espiar a mi padre es parte de tu trabajo? – inquirí. Intenté estirar una ceja de la misma forma en que le había visto hacer a Koran, pero las mías no tenían la misma movilidad, aparentemente.

-         ¡No le estaba espiando! – se horrorizó. – Es por su seguridad.

-         Que era broma, hombre. Qué poco sentido del humor tenéis los extraterrestres. Por cierto, teóricamente, ¿yo para vosotros sería un extraokraniano?

El hombre me miraba como si se estuviese planteando seriamente mi salud mental. Cuando me aburría me volvía más curioso y preguntón de lo que ya era por naturaleza.

-         Si no me lo puedes enseñar, ¿puedes decirme de qué están hablando? De mí, ¿verdad?

Tras dudar unos segundos, el guardia asintió.

-         Es… bastante irregular que el heredero a la corona sea un mestizo – me aclaró.

-         No soy heredero de nada.

-         Sois el primogénito del príncipe Koran.

-         Pero… pero… - me callé, sin saber qué decir. Todo ese asunto me superaba. Sacudí la cabeza. - ¿Así que le están diciendo que se deshaga de mí?

Lo pregunté medio en broma, pero la expresión del guardia me hizo pensar que había acertado. Genial. Justo lo que necesitaba, más presión.
-         No se preocupe, Alteza. El príncipe es persistente y difícil de manipular.

-         Quieres decir que es cabezota – repliqué. -  Sí, ya me he dado cuenta. Creo que es algo que tenemos en común. También me he dado cuenta de otra cosa: a veces utilizas “usted” al hablar conmigo y a veces un plural mayestático, pero ¿crees que puedas llamarme de tú? ¿Y dejar lo de “Alteza”?

-         Joven príncipe, en Okran tenemos diez formas de tratamiento diferentes. No sé cómo lo estará traduciendo la nave, pero jamás podría dirigirme a usted sin las fórmulas adecuadas. Está prohibido.

-         Vaya normas más estúpidas – bufé.

-         ¿Ya me puedo retirar?

-         Sí… sí, claro… Cuando quieras – respondí, incómodo porque me pidiera permiso.

Me quedé a solas de nuevo y me froté los ojos, algo irritados por el sueño. De pronto, una luz roja parpadeó en la habitación.
-         Alerta, alerta. Evacuación del módulo.

-         ¿Qué? ¿Qué ocurre, sistema?

-         Alerta, alerta. Evacuación del módulo.

¿Un simulacro? ¿Un incendio? ¿Un meteorito? ¿Una bomba? ¿Es que acaso me perseguía la desgracia? Perdí unos instantes en evaluar la situación y compadecerme de mí mismo y después decidí que cuando un sistema futurista te dice que desalojes lo mejor es hacerle caso. Me dirigí hacia la puerta, pero esta no se abrió automáticamente.
-         Sistema: abre las puertas, por favor.

-         Puertas bloqueadas.

-         ¿Qué? No, el guardia se ha ido hace nada. ¿Cómo quieres que salga sino?

-         Alerta, alerta. Evacuación del módulo.

-         ¿Tengo que quedarme aquí? – planteé. - ¿Sucede algo en el pasillo?

Un humo gris empezó a colarse por una rejilla de ventilación.
“Genial, voy a morir asfixiado en una nave espacial”.
Intenté forzar la puerta, pero no había forma de abrirla. Las ventanas estaban descartadas, porque solo había una y sabía lo suficiente de ciencia como para entender que, si por algún milagro conseguía romperla, me asfixiaría de otra manera mucho peor, ya que en el espacio no hay oxígeno.
-         ¡Ayuda! Guardia, ¿estás ahí? ¡No puedo salir!
No obtuve respuesta. Al principio estaba sorprendentemente tranquilo, pero cuando el humo fue ganando espacio entré en pánico. No quería morir. Esa idea me asaltó con fuerza y me recordé a mí mismo los motivos por los que tenía que seguir vivo, que recientemente habían cambiado. Hice una lista mental.
1.     Es lo que mamá hubiese querido.
2.     Acababa de conocer a mi padre y no parecía un mal tipo.
3.     Los extraterrestres existían y yo tenía la oportunidad de conocerlos.
4.     Tenía que pintar un cuadro que algún día se exhibiera en los museos.
Había más razones, pero esas cuatro me parecieron suficientes. Golpeé la puerta una y otra vez.
-         ¡Ayuda!
Me dio un ataque de tos. El humo tenía un olor extraño. No es que hubiera estado en muchos incendios en mi vida, pero aquello no era el olor de un incendio, sino que más bien parecía un gas químico.
Entonces, la puerta se abrió por fin y una sobra grande se abrió paso entre el humo. Enseguida reconocí a Koran y sentí un alivio inmenso e inexplicable.
-         ¡Rocco!
Caminó hasta mí y me abrazó posesivamente. Respondí a su gesto con una tos que le hizo soltarme e inmediatamente tiró de mí para sacarme de la habitación. Un grupo de soldados esperaba en la puerta y entraron cuando salimos. Koran me alejó de allí todo lo que pudo, y colocó sus manos a ambos lados de mi rostro.
-         ¿Estás bien? – me preguntó. - ¿Qué ha pasado?

-         Eso mismo iba a preguntar yo. La habitación se empezó a llenar de humo y las puertas no se abrían…

-         Estaban bloqueadas – me explicó, abriendo mis párpados como si me estuviera haciendo un reconocimiento médico. - ¿Y el guardia que dejé?

-         ¿No está?

-         No. Como se haya atrevido a abandonar su puesto… - gruñó. Sus ojos se volvieron rojos, pero de un rojo intenso y peligroso.

-         No creo… Estuvimos hablando un rato – le dije, sintiendo la repentina necesidad de defender a ese hombre de la furia de mi padre. – Parecía tomarse su trabajo muy en serio. Tenía un holograma y todo eso….

-         ¿Holograma? ¿Qué quieres decir?

-         Ya sabes, como una proyección de tu reunión. No me dejó verla…

Koran pasó del asombro a la fiereza.

-         ¡Código azul! – gritó. - ¡Hay un traidor a bordo! ¡Ha intentado matar a mi hijo!

-         ¿Qué? – exclamé.

-         Ningún guardia tiene acceso a las reuniones con el Cuerpo de Gobernadores, Rocco. Son secretas. Cuando le descubriste, debió temer que me lo dijeras y entonces te encerró y llenó la habitación de gas – explicó. - ¡Código azul! – repitió y enseguida varios soldados le rodearon. – ¡Registrad la nave! Buscamos un hombre de unos trescientos años, pelo negro, alto. Posiblemente se haya deshecho de su uniforme. Revisad los chips de toda la población. Traedme a todos los guardias que hoy tuviesen turno en mi módulo que encajen con la descripción – ordenó.

Los soldados se llevaron la mano al pecho y se dispersaron.
- No pienso perderte de vista – me dijo.
- ¿Por… por qué te estaba espiando? – pregunté, intentando seguir el orden de los acontecimientos. - ¿Es porque soy un mestizo? ¿Tan malo es?
- No es malo – me aseguró. – Tú no tienes la culpa de nada, Rocco. El problema lo tienen quienes no pueden tolerar lo diferente, ¿entiendes?
- Pero… ¿no está la ley de su lado? ¿No se supone que mi existencia está… prohibida?
- Una ley que llevo años luchando por cambiar y ahora con más motivo – replicó. – Pero esa ley no avala el terrorismo. Los “Protectores de Okran”, como se hacen llamar, son una organización criminal. Persiguen a los mestizos incluso en el satélite Rulan.
- ¿El satélite? – pregunté.
- Okran tiene dos satélites. Dos Lunas, para que lo entiendas. En uno de ellos, viven todos los mestizos, pues la sociedad okraniana los rechaza. Intentamos garantizar su seguridad, pero los Protectores a menudo les atacan.
- ¿Yo tendré que vivir allí?
- Jamás – me aseguró, firmemente.
Decidí creerle y eché un vistazo alrededor, como si esperase ver aparecer en cualquier momento al hombre que, por lo visto, había intentado matarme. Ya había sobrevivido a dos ataques en menos de 24 horas. Mi vida aburrida se había vuelto oficialmente interesante.
Los soldados de Koran empezaron a desalojar habitaciones y a leer los chips que los residentes de la nave llevaban en el brazo.
-         ¿Yo tendré que ponerme uno de esos? – pregunté, pero antes de que me pudiera responder, una niña pequeña empezó a lloriquear, visiblemente asustada. Los soldados no habían sido bordes con ella, pero la situación la había asustado.
Koran se acercó y me llevó con él, agarrándome suavemente de la nuca. Alguien le tendría que explicar que yo no era un cachorro de león para que me arrastrase a los sitios cogido del cuello.
-         Alteza – saludaron los padres de la pequeña.

-         Buenas tardes – respondió y se agachó hasta ponerse a la altura de la niña. – Hola.

La niña se escondió tras su madre, pero asomando la cabecita con interés.
-         Siento haberte sacado de tu casita, pequeña, pero estamos buscando a un hombre malo.

La niña parpadeó, algo más calmada, pero con un puchero adorable.

-         Te llamas Ari, ¿a que sí? – preguntó Koran. Me pregunté cómo lo sabía, pero al fin y al cabo vivían en un compartimento al lado del suyo. Eran vecinos.
-         Shi.

-         No tienes que tener miedo, Ari. No dejaré que te pase nada. Y a tus papás tampoco.

-         ¿Es él el hombre malo? – indagó, señalándome.

-         No, él es mi hijo – le aclaró. – Se llama Rocco.

-         Tiene un ojo de cada color – informó ella, como si no lo supiéramos.

-         Sí, lo sé. ¿A que es bonito?

Ari asintió y me observó fijamente.

-         Príncipe Rocco, es un honor – dijeron sus padres y me hicieron una pequeña reverencia. Jamás me acostumbraría a tales gestos.

-         E-encantado – respondí.

Un grupo de soldados se aproximó en ese momento, llevando a un hombre maniatado con uno de los inhibidores con forma de esposas que Koran me había enseñado.  Era el guardia.

-         Alteza, le hemos atrapado intentando escapar en una de las naves de viaje.
Koran se puso frente a él con la mandíbula tensa, sus pómulos marcados resaltando todavía más.
-         Mírame – ordenó, pero el prisionero no levantó la cabeza. - ¡Que me mires! Has intentado matar a mi hijo. ¿Tienes la menor idea de lo que te voy a hacer?
Tragué saliva, pese a saber que la amenaza no iba para mí. Hasta ahora, había visto a mi padre serio y algo enfadado cuando me regañó, pero aquello era otro nivel. Sentí un miedo profundo, la sensación que era casi una certeza de que estaba a punto de morir, y comprendí que aquellas emociones no eran mías, sino del hombre esposado. Experimenté también una ira creciente, una furia incontrolable que me invadía por completo.
La nave empezó a temblar, como si hubiera chocado contra algo. Los soldados apuntaron con sus armas al prisionero, pero él no podía ser, porque tenía puesto el inhibidor.
Koran fue el primero en mirarme a mí y entender lo que pasaba.
-         Rocco, concéntrate. No pienses en él. Esa ira no es tuya, estás empatizando con esa cucaracha.
Koran se acercó para poner una mano sobre mi hombro, pero entonces salió despedido hacia atrás, como si de mi cuerpo manase una onda expansiva. Todos los que estaban a mi alrededor fueron empujados varios metros, pero mi padre más que ninguno de ellos. Su cuerpo, elevado en el aire, se acercó peligrosamente al hueco que separaba los dos sectores de la nave.
-         ¡NO! – chillé.
La caída le mataría. No podía perderle a él también en tan poco tiempo y no podía ser el culpable de su muerte.
Entonces Koran quedó suspendido en el aire. Miré a mi alrededor, intentando buscar una explicación, y vi a la pequeña Ari con la mano estirada y un rostro de enorme concentración. Ella le estaba sujetando, sin tocarle, tan solo con su mente.
Varias personas agarraron a Koran para depositarle en el suelo y eso fue lo último que vi, porque dos soldados me derribaron violentamente y prácticamente me aplastaron con el peso de sus cuerpos.



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