Páginas Amigas

miércoles, 15 de abril de 2020

CAPÍTULO 3: La confesión




CAPÍTULO 3: La confesión

Mi madre se había quedado en silencio, como yo cuando el profesor de Historia decidía hacerme un examen oral sobre la dinastía de los Austrias. Mi pregunta no había sido tan difícil, en mi opinión. ¿Qué rayos había querido decir con “ecografías normales” y qué tenía que ver mi padre en todo eso? Y ya que estábamos, ¿cómo era posible que los ojos me hubieran cambiado de color? ¿Era permanente?
La única respuesta que obtuve fue a esto último, ya que, afortunadamente, el intenso e inquietante rojo se fue desvaneciendo, dejando paso a mi heterocromía habitual.  
Mamá se sentó en el sofá, no sé si por la impresión o porque estaba cansada. Tenía mala cara, estaba pálida y con muchas ojeras. Aún me sentía culpable por haberla gritado. Desvié la mirada y volví a encontrarme con mi reflejo.
-         ¡Ahora están morados! – exclamé.



En ese punto, tenía que replantearme mis últimas comidas. ¿Había setas alucinógenas en alguna de ellas? ¿Existía la posibilidad de que hubiera consumido drogas? Me había pasado media adolescencia rechazando los porros, no podía ser tan imbécil como para probar otras sustancias. ¿O sí? ¿Lo recordaría de ser así?
-         Dime que es la fiebre – le pedí a mi madre. – Dime que estoy desvariando.

-         Lo cierto es que empiezo a pensar que no has tenido fiebre – dijo ella. – Sino que mis peores temores se están confirmando.

-         ¿Qué temores? – susurré, sin poder dejar de observar esa extraña tonalidad alrededor de mis pupilas.

-         Siéntate a mi lado, Rocco…
Obedecí como un autómata.
-         Tú sabes que no me gusta mucho hablar de tu padre.

-         Apenas sé nada de él.

-         Y yo tampoco – me respondió. – Pero hay algo que nunca te he contado.
Parpadeé.
-         Tienes que entender que yo tenía tu edad y era bastante menos madura que tú – empezó y sonó como un pobre intento de justificación. – Ocurrió tal como te conté: le conocí en un concierto y me gustó enseguida. Era muy guapo y tenía cierto aire de marginado. Yo había bebido y me insinué descaradamente, pero él, lejos de aprovecharse, comenzó a regañarme como si fuera una niña por “hacer daño a mi cuerpo de esa manera”.

-         La parte del alcohol te la saltaste las otras veces – reproché.

-         No quería ser un mal ejemplo. Pero bebí. Bebí y mucho, hasta el punto de que la amiga con la que había ido casi tuvo que arrastrarme a casa. Por eso no le di importancia a lo que vi, porque lo achaqué a la borrachera.

-         ¿Qué es lo que viste? – tuve que preguntar, con cierto temor, porque se quedó callada.

-         Lo mismo que he visto ahora. Sus ojos, que eran marrones, cambiaron de color.

-         ¿Se lo dijiste?

Mamá negó con la cabeza.
-         Tenía miedo de que me tomase por loca. Me había encaprichado de él. De hecho, le di mi teléfono con la esperanza de que me llamara y casi me muero cuando lo hizo. Nuestras escasas citas se resumen en mi intento de llevarle a la cama por cualquier medio posible – me confesó. – Ya eres mayor, así que te lo puedo decir sin evasivas.

-         Tampoco necesito los detalles – repliqué, asqueado al imaginar a mi madre en una situación así.

-         Él siempre se negaba porque… esta es la otra cosa que nunca me atreví a decirte… era bastante mayor que yo.

-         ¿Cómo de bastante? – inquirí.

-         Treinta y pocos.

-         ¿Pero qué…? – me escandalicé. - ¡Era un pederasta!

-         Eso me dijeron mis amigas, Ro. Y puede que tuvieran razón. Pero en su defensa diré que él nunca hizo ningún movimiento inapropiado. Lo mantenía en lo estrictamente platónico.

-         Claro, y yo nací por obra y gracia del Espíritu Santo – bufé.

-         Pues casi sí.

Me quedé en silencio por unos instantes.

-         ¿Casi sí? ¿Qué quiere decir “casi sí”?

-         Una noche, cuando estábamos en un parque, yo me lancé. Le besé apasionadamente y, aunque al principio él intento apartarme delicadamente como hacía siempre, hubo un punto en el que dejó de resistirse y me correspondió. Nos dejamos llevar y…

-         Sin detalles – gruñí.

-         Bueno, pasó lo que pasó. Y durante… ya sabes… lo volví a ver: sus ojos habían cambiado de color y eran amarillos. Estaba oscuro, y yo estaba concentrada en otra cosa en ese momento, así que pudo ser una impresión mía o eso es lo que me dije.

-         Después de eso te dejó tirada en el parque, se largó y no volvió, ni siquiera cuando le dejaste un mensaje diciendo que te quedaste embarazada – concluí, porque esa parte de la historia la conocía.

Mamá asintió, perdida en sus recuerdos.

-         Para mí fue una noche mágica, pero para él supongo que todo fue un gran error. Me apoyé en su pecho y cerré los ojos. No llegué a dormirme, pero estaba relajada y feliz, disfrutando de la brisa nocturna del verano en compañía de un hombre al que creía amar. Hasta que él se separó de golpe. Me empezó a preguntar airadamente y sin dejarme contestar pasó a las disculpas. Dijo que no recordaba lo que había pasado, que no era dueño de sí mismo y que le perdonara por lo que me había hecho. Se fue corriendo y, aunque lo intenté, no pude alcanzarle – suspiró, pero luego levantó la cabeza y sostuvo mi mirada con determinación. - Lo cierto es, Rocco, que no solo se fue. Desapareció. Se desvaneció delante de mí.

-         ¿Cómo que se desvaneció?

-         Mis amigas me convencieron de que el dolor y las emociones vividas me habían jugado una mala pasada. Pero yo sé lo que vi, hijo. Muy dentro de mí, siempre lo he sabido – afirmó, con seguridad.

-         Dijiste que estaba oscuro… - planteé.

-         En el parque, sí. Pero cuando desapareció había una farola.

Intenté asimilar lo que me decía. Mi madre no estaba loca y tampoco tenía sentido que se inventara algo así. Por otro lado, mis ojos habían cambiado de color y alguna explicación tenía que haber.
-         ¿Alguna vez hice cosas raras? – logré preguntar. – Ya sabes, de pequeño.

-         No, nunca. Por eso no te dije nada. Tras los primeros meses y después de pasar una fase de angustia pensando que podías tener ADN mutante o algo así, quedó claro que era un embarazo normal, y de él nació un niño normal.

-         Hasta hoy – musité.

-         Me dejé convencer de que no había pasado nada aquella noche. No había una explicación lógica para lo que vi, así que acepté que debía de haber visto mal. Debía ser mi cerebro añadiendo misterio al hombre enigmático que se había convertido en mi primer amor. Pero, fuera una fantasía o no, nunca lo olvidé. Esa fue la última vez que le vi, pero no la última vez que supe de él - concluyó mamá.

-         El anillo – adiviné y ella asintió.
El tipo la envió un sobre firmado, pero con un mensaje críptico: “este anillo nos conecta”. Mamá siempre pensó que era una broma macabra de su parte dejarla tirada de esa manera y luego darle aquella sortija, con el significado particular que tiene esa clase de joya. Pero no se deshizo del anillo. Cuando supo que estaba embarazada, lo guardó, pensando que era lo único que podría entregarme que hubiera pertenecido a mi padre.
-         ¿Así que crees que lo que me pasa en los ojos lo heredé de él?

-         Hay algo más. Mientras estuve con él, cuando toqué directamente la piel de su pecho…

-         ¡Mamá! – gemí. Que no quería saber esas cosas.

-         …noté que estaba muy caliente. Esto no me pareció tan extraño, mis manos podían estar frías o quizá sea normal que la temperatura corporal de algunas personas aumente durante el sexo. Pero, por alguna razón, tu fiebre de estos días me lo ha recordado. He tenido mucho tiempo para pensar y está claro que no tienes más síntomas. No estás enfermo.

-         Ahora mismo me siento enfermo – respondí. – Pero, aunque todo esto fuera cierto…

-         Es cierto – me interrumpió.

-          Aunque lo que me está pasando tenga que ver con él, no hay manera de saberlo. Hace diecisiete años que no da señales de vida – dije y ella puso una mueca. - ¿Mamá?

-         No sé cómo localizarle – admitió. Pero me escribió una última vez.

-         ¿Qué? – exclamé.

-         Cuando tú tenías doce años, alguien dejó un sobre por debajo de la puerta. Ponía que me había visto con un niño y que necesitaba saber si ese niño era suyo. Que lo consideraba muy poco probable pero que, de ser así, había algunas cosas que yo tenía que saber. Me pedía que, si era el padre, me reuniera con él en una hora y en un lugar y que llevara el anillo conmigo.

Mi corazón se olvidó de latir, mis pulmones de respirar y mi cuerpo entero del hecho de que estaba vivo. Siempre había pensado que mi padre era un sinvergüenza que había ignorado los mensajes de mi madre cuando le contó que estaba embarazada. Ni siquiera me permitía pensar en que tales mensajes no le hubieran llegado por alguna catástrofe inevitable (como por ejemplo, que hubiese muerto poco después de darle aquel anillo a mi madre) porque eso era idealizar a un hombre que no se lo merecía.
Sin embargo, de pronto descubría que realmente él no sabía que tenía un hijo y que había vuelto para averiguarlo.
Las pocas cosas que creía saber sobre mi padre eran mentira. No había sido un adolescente inconsciente, dejando embarazada a su novia de instituto. No había sido un imbécil abandonador de niños. Y, aparentemente y según la palabra de mi madre, hacía cosas sobrenaturales.  
- ¿Qué quería? - me impacienté, al ver que mamá no continuaba. - ¿Qué te dijo?
- No lo sé… No fui a verle.
- ¡¿Qué!? – exploté, levantándome del sofá bruscamente.
- Rocco, cálmate.
- ¡Y una mierda voy a calmarme! ¿Mi padre vino a comprobar si yo era su hijo y tú no le dejaste?
- ¡Doce años, Rocco! – me recordó. - ¡Tardó doce años en hacerlo! ¡Desapareció sin dejar rastro, ignoró mis llamadas y mis mensajes, y vuelve doce años después preguntando si tiene un hijo!
- ¡ERA MI ÚNICA OPORTUNIDAD DE CONOCERLE! – chillé.
Estaba tan enfadado. Quería romper algo y si era algo de mi madre, mejor. Como su corazón, igual que ella había roto el mío.
-         Él no me pidió conocerte – susurró. – De hecho, en la carta dejaba claro que si eras su hijo no podría verte, ni hablar contigo.
La sondeé, intentando averiguar si me estaba diciendo la verdad. Por primera vez en mi vida, no estaba seguro de poder confiar en ella.
-         No tenías derecho a ocultármelo – declaré, apretando los dientes.

-         Cariño… Lo sé… Pero solo quería ahorrarte un dolor innecesario.

Le di la espalda. Me hubiera gustado salir de casa a dar una vuelta y despejarme, pero mi vida había tenido que venir a tambalearse justo durante una cuarentena. Caminé hasta mi cuarto y cerré la puerta. Por si acaso se le ocurría entrar pasado un rato, la bloqueé con mi escritorio.

1 comentario:

  1. Madre mía pero que historia tan interesante te has mandado amiga mía, solo dire que la continúes pronto jejeje qué muero por saber más.

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