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domingo, 19 de abril de 2020

CAPÍTULO 5: La huida


CAPÍTULO 5: La huida
No creo que haya una forma sencilla de comunicarle a alguien la muerte de un ser querido. Supongo que, si hay alguien que sabe hacerlo, es un médico. Pero da igual las palabras que uses. Da igual el tacto que tengas. Nada mitiga ese dolor, esa sensación de vacío que nos deja la ausencia de alguien.
Ella no había sufrido, me aseguraron. Se fue mientras dormía.
Apreté el teléfono contra mi pecho y lloré, tratando de asimilar la nueva realidad. Tratando de entender que no iba a volver a ver a mi madre, ni su sonrisa, ni a sentir sus abrazos, ni a hablar con ella. Ni siquiera podía ver su cuerpo cuando la enterraran, debido a la situación con el virus y al estricto protocolo de seguridad que se seguía con los fallecidos. Solté un grito de rabia y con él descargué toda mi furia y mi frustración.
Una fuerza salió despedida desde mi interior, provocando un temblor en mi casa. Las paredes se agrietaron, los cristales se rompieron, las bombillas explotaron y no me importó. Me parecía bien que se destruyera todo, aquel ya no era mi hogar, porque faltaba lo más importante.
Sí reaccioné ante un molesto dolor punzante en mi brazo. Un fragmento de algún cristal me había rozado, provocándome un pequeño corte. Me llevé la mano a la herida y comprobé que no era profunda, aunque me llené los dedos de sangre.
El salón había quedado lleno de fragmentos, así que me refugié en el cuarto de mi madre, dejando atrás el caos que yo mismo había creado. Apenas dediqué unos segundos a pensar que había emitido una especie de onda expansiva en mi sala de estar.
Me quedé hecho un ovillo sobre la cama de mamá durante varios minutos, negándome a ratos a asumir su muerte, convenciéndome de que todo era un mal sueño y ella volvería. Llevaba días maldurmiendo, así que creo que di alguna cabezada. Pero cuando el timbre sonó, estaba despierto.
¿Quién podía ser? ¿Los servicios sociales? ¿Habían averiguado ya que mamá tenía un hijo menor de edad que había quedado huérfano? Tal vez se tratara de algún vecino, asustado por el temblor. Quizás había trascendido más allá de mi piso y había afectado a todo el edificio.
Lo que tenía claro era que no iba a abrir. El mundo podía irse a la mierda.
Las llamadas al timbre se volvieron más insistentes y después dieron paso a golpes en la puerta. Por mí como si la tiraban abajo…
… que fue exactamente lo que sucedió. Un ruido fuerte y sordo me hizo levantarme de la cama, asustado. Un hombre había tirado la puerta de mi casa.
-         ¿Quién es usted? ¡Márchese! – le grité.

-         El anillo – gruñó el hombre.

-         ¡Largo! – chillé, sin prestar atención a sus palabras.

-         ¡El anillo! – repitió, haciendo sonar esas cuatro sílabas como un único sonido gutural. Parecía estar sufriendo alguna clase de dolor físico. Le costaba mucho esfuerzo mantenerse erguido. Sus ojos relampaguearon con un brillo rojo y eso terminó de confirmarme cuál podía ser su identidad.

-         ¿CÓMO TIENES LOS COJONES DE APARECER AHORA? – bramé, caminando hacia él con más energía de la que había tenido en días. - ¿¡CÓMO PUEDES PRESENTARTE AQUÍ Y PREGUNTAR POR TU ESTÚPIDO ANILLO!?

Él no tenía la culpa de la muerte de mi madre. Incluso aunque hubiera estado allí, aunque hubiéramos convivido como una familia feliz, ella habría enfermado de todas formas. Pero se sentía tan bien echarle la culpa a alguien. Se sentía tan bien gritarle y hacerle sentir aunque solo fuera un poquito de la desesperación que estaba sintiendo.
-         ¡¡MÁRCHATE!! – volví a gritar, provocando un segundo temblor, este aún más fuerte. Las grietas de la pared llegaron al techo y me preocupó que pudiera caerse sobre mi cabeza.
El hombre -mi padre- clavó una rodilla en el suelo, incapaz de sostenerse. Luchó por decir algo, pero no fue capaz y se desplomó sobre el suelo.
Durante unos segundos, me limité a observarle mientras intentaba controlar mi respiración. Después, una necesidad apremiante se instaló en mi cerebro.
“Sálvalo. Acabas de perder a tu madre, no puedes perder a tu padre también”.
Ese hombre no era mi padre, no merecía ese título, pero lo cierto es que era lo único que me quedaba y el único que podía darme algunas respuestas acerca de por qué era capaz de cambiar mis ojos de color y provocar temblores.
Me agaché a su lado y empujé suavemente para moverle. No reaccionaba. Empujé más y le di la vuelta. Tenía el pelo castaño y una barba corta perfectamente perfilada. A primera vista, no había nada en él que fuera sobrenatural.
Empecé a oír voces en la escalera del edificio. La gente habría notado aquel segundo temblor, sin duda. Como si la posible presencia de otras personas le hubiera despertado, el hombre abrió los ojos repentinamente.
-         Tenemos que irnos. Ve a por el anillo – me urgió, en un susurro.

-         ¿Qué?

-         ¡Que vayas a por el anillo, maldita sea!

-         ¡Ve tú a por tu puñetero anillo si es lo único que te importa! – le grité.
Hizo un movimiento rápido y por un segundo pensé que me iba a golpear, pero solo me tapó la boca con la mano, mientras se llevaba un dedo a los labios para indicar silencio.
El sonido de unos pasos subiendo las escaleras me resultó extraño. Eran pasos demasiado metódicos, demasiado acompasados, como los de un ejército entrenado.
-         El anillo – repitió una vez más. Me miró con una advertencia en los ojos y, lentamente, retiró la mano de mi boca.

-         En la habitación de mi madre – susurré. – Esa de ahí.

El tipo corrió hacia donde le había indicado. Recordé que había tirado la joya al suelo cuando me quemó la otra noche, pero él no tuvo problemas para encontrarla. No pude ver si la traía de vuelta, pero el caso es que regresó en menos de dos segundos y me agarró del brazo.

Por el hueco que había donde antes había habido una puerta, vi media docena de hombres vestidos de negro y con el rostro cubierto que se aproximaban hacia nosotros. Su atuendo llamó mi atención, pero me resultaron más preocupantes las armas que llevaban en las manos.

El agarre sobre mi brazo se afianzó y de pronto aquellos enmascarados desaparecieron.

El mundo se desvaneció a mi alrededor y sentí una contracción en el estómago, como si estuviese montando en una montaña rusa. La sensación duró solo un segundo y después me encontré en medio de una habitación oscura, en frente de aquel hombre. Ya no estaba en mi casa. Nos habíamos transportado.

El hombre se dejó caer en un sofá y yo me senté en el suelo, intentando que todo dejara de dar vueltas a mi alrededor.

-         Baja la cabeza. Se pasará antes – me recomendó.

Quise mandarle a la mierda, pero me tragué mi orgullo e hice lo que me decía. Sí que me sentí mejor.

-         Bien. Y ahora, ¿dónde está tu madre? – preguntó.

Bastó esa pregunta para que el llanto que había cortado por puro agotamiento volviera a brotar desde lo más profundo de mi ser. Todos mis músculos vibraron por la fuerza de los sollozos y fui vagamente consciente de que el hombre se levantaba sin saber qué hacer.

-         Hey… No… Tranquilo – balbuceó y se arrodilló a mi lado.
Le ignoré y seguí llorando, porque era lo más lógico para hacer en ese momento, hasta que noté una presión alrededor de mis brazos y de mi espalda. No le había visto moverse, entre la oscuridad del ambiente y mis ojos empañados, pero de pronto ahí estaba, dándome un abrazo.
Mi cuerpo reaccionó solo y mis manos se agarraron a su ropa, buscando algo que me sostuviera.

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