CAPÍTULO 5: La huida
No creo que haya una forma sencilla de comunicarle a
alguien la muerte de un ser querido. Supongo que, si hay alguien que sabe
hacerlo, es un médico. Pero da igual las palabras que uses. Da igual el tacto
que tengas. Nada mitiga ese dolor, esa sensación de vacío que nos deja la
ausencia de alguien.
Ella no había sufrido, me aseguraron. Se fue mientras
dormía.
Apreté el teléfono contra mi pecho y lloré, tratando
de asimilar la nueva realidad. Tratando de entender que no iba a volver a ver a
mi madre, ni su sonrisa, ni a sentir sus abrazos, ni a hablar con ella. Ni
siquiera podía ver su cuerpo cuando la enterraran, debido a la situación con el
virus y al estricto protocolo de seguridad que se seguía con los fallecidos.
Solté un grito de rabia y con él descargué toda mi furia y mi frustración.
Una fuerza salió despedida desde mi interior,
provocando un temblor en mi casa. Las paredes se agrietaron, los cristales se
rompieron, las bombillas explotaron y no me importó. Me parecía bien que se
destruyera todo, aquel ya no era mi hogar, porque faltaba lo más importante.
Sí reaccioné ante un molesto dolor punzante en mi
brazo. Un fragmento de algún cristal me había rozado, provocándome un pequeño
corte. Me llevé la mano a la herida y comprobé que no era profunda, aunque me
llené los dedos de sangre.
El salón había quedado lleno de fragmentos, así que me
refugié en el cuarto de mi madre, dejando atrás el caos que yo mismo había
creado. Apenas dediqué unos segundos a pensar que había emitido una especie de
onda expansiva en mi sala de estar.
Me quedé hecho un ovillo sobre la cama de mamá durante
varios minutos, negándome a ratos a asumir su muerte, convenciéndome de que
todo era un mal sueño y ella volvería. Llevaba días maldurmiendo, así que creo
que di alguna cabezada. Pero cuando el timbre sonó, estaba despierto.
¿Quién podía ser? ¿Los servicios sociales? ¿Habían
averiguado ya que mamá tenía un hijo menor de edad que había quedado huérfano?
Tal vez se tratara de algún vecino, asustado por el temblor. Quizás había
trascendido más allá de mi piso y había afectado a todo el edificio.
Lo que tenía claro era que no iba a abrir. El mundo
podía irse a la mierda.
Las llamadas al timbre se volvieron más insistentes y
después dieron paso a golpes en la puerta. Por mí como si la tiraban abajo…
… que fue exactamente lo que sucedió. Un ruido fuerte
y sordo me hizo levantarme de la cama, asustado. Un hombre había tirado la
puerta de mi casa.
-
¿Quién es usted? ¡Márchese! – le grité.
-
El anillo – gruñó el hombre.
-
¡Largo! – chillé, sin prestar atención a sus palabras.
-
¡El anillo! – repitió, haciendo sonar esas cuatro sílabas
como un único sonido gutural. Parecía estar sufriendo alguna clase de dolor
físico. Le costaba mucho esfuerzo mantenerse erguido. Sus ojos relampaguearon
con un brillo rojo y eso terminó de confirmarme cuál podía ser su identidad.
-
¿CÓMO TIENES LOS COJONES DE APARECER AHORA? – bramé,
caminando hacia él con más energía de la que había tenido en días. - ¿¡CÓMO
PUEDES PRESENTARTE AQUÍ Y PREGUNTAR POR TU ESTÚPIDO ANILLO!?
Él no tenía la culpa de la muerte de mi madre. Incluso
aunque hubiera estado allí, aunque hubiéramos convivido como una familia feliz,
ella habría enfermado de todas formas. Pero se sentía tan bien echarle la culpa
a alguien. Se sentía tan bien gritarle y hacerle sentir aunque solo fuera un
poquito de la desesperación que estaba sintiendo.
-
¡¡MÁRCHATE!! – volví a gritar, provocando un segundo temblor,
este aún más fuerte. Las grietas de la pared llegaron al techo y me preocupó
que pudiera caerse sobre mi cabeza.
El hombre -mi padre- clavó una rodilla en el suelo,
incapaz de sostenerse. Luchó por decir algo, pero no fue capaz y se desplomó
sobre el suelo.
Durante unos segundos, me limité a observarle mientras
intentaba controlar mi respiración. Después, una necesidad apremiante se
instaló en mi cerebro.
“Sálvalo. Acabas de perder a tu
madre, no puedes perder a tu padre también”.
Ese hombre no era mi padre, no merecía ese título,
pero lo cierto es que era lo único que me quedaba y el único que podía darme algunas
respuestas acerca de por qué era capaz de cambiar mis ojos de color y provocar
temblores.
Me agaché a su lado y empujé suavemente para moverle.
No reaccionaba. Empujé más y le di la vuelta. Tenía el pelo castaño y una barba
corta perfectamente perfilada. A primera vista, no había nada en él que fuera
sobrenatural.
Empecé a oír voces en la escalera del edificio. La
gente habría notado aquel segundo temblor, sin duda. Como si la posible
presencia de otras personas le hubiera despertado, el hombre abrió los ojos
repentinamente.
-
Tenemos que irnos. Ve a por el anillo – me urgió, en un
susurro.
-
¿Qué?
-
¡Que vayas a por el anillo, maldita sea!
-
¡Ve tú a por tu puñetero anillo si es lo único que te
importa! – le grité.
Hizo un movimiento rápido y por un segundo pensé que
me iba a golpear, pero solo me tapó la boca con la mano, mientras se llevaba un
dedo a los labios para indicar silencio.
El sonido de unos pasos subiendo las escaleras me
resultó extraño. Eran pasos demasiado metódicos, demasiado acompasados, como
los de un ejército entrenado.
-
El anillo – repitió una vez más. Me miró con una advertencia
en los ojos y, lentamente, retiró la mano de mi boca.
-
En la habitación de mi madre – susurré. – Esa de ahí.
El tipo corrió hacia donde le había indicado.
Recordé que había tirado la joya al suelo cuando me quemó la otra noche, pero
él no tuvo problemas para encontrarla. No pude ver si la traía de vuelta, pero
el caso es que regresó en menos de dos segundos y me agarró del brazo.
Por el hueco que había donde antes
había habido una puerta, vi media docena de hombres vestidos de negro y con el
rostro cubierto que se aproximaban hacia nosotros. Su atuendo llamó mi
atención, pero me resultaron más preocupantes las armas que llevaban en las
manos.
El agarre sobre mi brazo se afianzó y
de pronto aquellos enmascarados desaparecieron.
El mundo se desvaneció a mi alrededor
y sentí una contracción en el estómago, como si estuviese montando en una
montaña rusa. La sensación duró solo un segundo y después me encontré en medio
de una habitación oscura, en frente de aquel hombre. Ya no estaba en mi casa.
Nos habíamos transportado.
El hombre se dejó caer en un sofá y
yo me senté en el suelo, intentando que todo dejara de dar vueltas a mi
alrededor.
-
Baja la cabeza. Se pasará antes – me recomendó.
Quise mandarle a la mierda, pero me
tragué mi orgullo e hice lo que me decía. Sí que me sentí mejor.
-
Bien. Y ahora, ¿dónde está tu madre? – preguntó.
Bastó esa pregunta para que el llanto que había
cortado por puro agotamiento volviera a brotar desde lo más profundo de mi ser.
Todos mis músculos vibraron por la fuerza de los sollozos y fui vagamente
consciente de que el hombre se levantaba sin saber qué hacer.
-
Hey… No… Tranquilo – balbuceó y se arrodilló a mi lado.
Le ignoré y seguí llorando, porque era lo más lógico
para hacer en ese momento, hasta que noté una presión alrededor de mis brazos y
de mi espalda. No le había visto moverse, entre la oscuridad del ambiente y mis
ojos empañados, pero de pronto ahí estaba, dándome un abrazo.
Mi cuerpo reaccionó solo y mis manos se agarraron a su
ropa, buscando algo que me sostuviera.
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