CAPÍTULO 94: Por la boca muere el pez
Por fin llegó el viernes, y con él la cita médica del
enano con la doctora recomendada por Andrew. Tenía la consulta al otro lado de
la ciudad, y les dieron la última hora de la mañana, así que papá no iba a
estar en casa para hacer la comida ni para recogernos del colegio. Se iba a llevar a Michael (otra vez) porque
yo tenia que estar en clases mientras que mi hermano mayor no. Lo entendía,
papá necesitaba apoyo moral, pero me hubiera gustado poder ocupar ese lugar.
Aidan me dio dinero para que pidiéramos comida a
domicilios. En los últimos años, eso había dejado de ser un lujo y se había
convertido en algo que nos podíamos permitir, aunque él no quisiera recurrir
siempre a ello.
Agustina iba a venir por la tarde a continuar con sus
inútiles intentos de que me pusiera al día con los estudios y papá me sugirió
que la invitara a comer.
-
No es exactamente romántico, papá. Sería como pedirle que me
ayude a cuidar de los peques.
-
No todo lo que hagas con ella tiene que ser romántico, pero
definitivamente tenéis que hacer algo más que estudiar – me dijo y eso no se lo
pude rebatir.
Hasta donde yo sabía, a Agus le gustaban los niños y
no se llevaba mal con mis hermanos. Quizá fuera el momento de integrarla un
poquito más en mi familia.
-
Está bien – accedí.
Esa mañana, antes de ir al colegio, todos le deseamos
suerte a Kurt. El enano estaba nervioso, pero no por lo que le fuese a decir la
doctora, sino por si acaso se le ocurría pincharle. Michael y él tenían una
especie de código secreto, hablaban de un superpoder contra las agujas que
consiguió calmar al enano. Mi celómetro estaba disparado, pero sabía que no era
algo lógico y traté de controlarlo.
Papá también estaba nervioso. A él le di un gran
abrazo cuando nos despedimos y, al hacerlo, escuché algunas risas lejanas. George
y otros chicos que habían sido amigos del idiota de Jack me señalaban y me
hacían burla con gestos.
-
Les voy a partir la boca – susurró Alejandro.
-
No harás nada de eso – le regañó papá, pero yo le miré con
agradecimiento, feliz por que quisiera defenderme.
-
Esos idiotas se están burlando de él, ¿es que no lo ves?
-
Perfectamente. Y aún así no les vas a partir la boca, porque
me dejarías sin argumentos para que vaya a hablar con el director – explicó
papá, con la misma fiereza protectora que Alejandro.
-
¡No, papá, no hace falta! – me apresuré a decir. – Sería
peor. No les van a hacer nada por esto y ellos se cabrearían y entonces sí
irían a por mí.
-
¿Entonces hay que esperar a que hagan algo grave para que
alguien intervenga? ¿Que vuelvan a meter un cuchillo en tu taquilla, tal vez? –
bufó Aidan.
-
Deja que lo maneje yo, ¿bueno? – le pedí. – Guarda a la mamá
gallina. Aunque es tierno que me defendáis con uñas y dientes – dije, y le
volví a abrazar.
-
Tú sí que eres tierno – me sonrió y me acarició el pelo.
Volví a escuchar risas y papá se separó solo un poco para gritar: - Que envidia
debéis de sentir para reíros de que le abrace. Quizá es que nadie lo hace con
vosotros.
-
¡Papá!
Los idiotas dejaron las burlas y se dispersaron.
Seguramente habían creído que estaban siendo “discretos”. Es decir, querían
asegurarse de que yo me daba cuenta, pero tal vez pensaron que papá no se había
fijado o que lo dejaría pasar. Eso es porque no conocían a mi padre.
-
Si te molestan, vas directamente al director y pides que me
llamen, ¿entendido?
-
Papá, sé que quieres ayudarme, pero ya no soy pequeño y…
-
Y tienes el mismo derecho a venir a clase sin que se metan
contigo. El colegio tiene la obligación de proporcionarte un ambiente sano y
positivo para que estudies. No es cuestión de edad, campeón. Es cuestión de que
te sientes cariñoso y con ganas de un abrazo y nadie debería hacerte sentir mal
por ello. Mi trabajo me ha costado, antes eras más reservado.
Me ruboricé, porque era verdad. ¿Qué
me pasaba últimamente? Estaba haciendo honor a mi apodo y me estaba
transformando en un osito amoroso.
Papá se fue por fin y entramos a clase. Pensé que
escucharía algún comentario ofensivo, pero no hubo nada de eso. Tal vez, las
palabras de Aidan habían dado en el clavo. Quizás se habían quedado sin ganas
de meterse conmigo, porque les había impactado escuchar la verdad. De ser así,
me daban lástima. Aidan era mejor padre del que nadie se merecía, pero todo el
mundo debería por lo menos poder abrazar al suyo.
-
AIDAN’s POV –
La adolescencia es como un huracán que entra en la
vida de todo padre para secuestrar a sus hijos y alejarlos de él. Lo arrasa
todo y tienes que aprender a esquivar el viento para llegar hasta el tesoro que
esconde. A veces, cuando el huracán amaina, recuperas a tus hijos tal como
eran, o a una versión más adulta y serena de ellos, pero sigues reconociendo su
esencia. A veces el huracán no amaina nunca y, a los treinta o cuarenta años,
tu hijo sigue siendo un eterno e irresponsable adolescente. Otras veces los
transforma tanto que tienes que aprender a conocerles de nuevo. Y, en algunos
casos, la adolescencia es un huracán tan pequeñito que apenas lo notas. Ese
había sido el caso de Ted, lo tenía claro. Mi niño no me había dado grandes
problemas y los que me había dado no habían sido fruto de un deseo de rebeldía
o de probar cosas de adultos, sino de buenas intenciones mal llevadas. Pero
había un aspecto en el que sí había notado la famosa “edad del pavo”. Durante
algún tiempo, Ted había sido más reservado con sus muestras de cariño,
especialmente en público. Hacía ya varios meses que no era así, desde que
conocimos a Michael, o quizá desde antes. Y cada vez se volvía más y más
afectuoso, amenazando con derretirme en el proceso. Me iba a acostumbrar a sus
abrazos de despedida antes de entrar en clase y me iba a hacer adicto a ellos.
Algunos chicos de su curso se burlaron de él por
aquella escena cariñosa. Ellos no lo entendían. No entendían todo lo que mi
niño había pasado, todo lo que le quedaba por pasar, con tantas novedades
orbitando a nuestro alrededor. No entendían lo mucho que le quería y lo unidos
que estábamos. Para mucha gente, el colegio o el trabajo son el centro de su
mundo, con todo lo que implicaba (vida social, etc). Para Ted, el centro era su
familia, y el colegio algo anecdótico en su día a día. Me sentía
particularmente orgulloso de que lo viera así.
Además, ese abrazo me lo había dado porque sabía que
yo lo necesitaba.
Aunque estaba dispuesto a destruir a cualquiera que le
hiciera daño, accedí a dejarlo estar por el momento, porque era lo que él
quería. Pero deseé que él también hiciera su parte y fuera capaz de decirlo si
los ataques iban a más.
Fui a llevar a Dylan a su colegio y regresé a casa con
Michael. Como ya era costumbre, le dejé estudiando en el salón mientras yo
hacía algunas labores del hogar. Él prefería estudiar ahí cuando la casa estaba
vacía y a mí me gustaba pensar que era porque así estábamos más cerca.
Cuando terminé de poner una lavadora, le escuché
resoplar.
-
¡Esta mierda no le interesa a nadie! – gruñó, tirando el
libro de matemáticas sobre la mesita.
Bueno, quedaba claro que era de letras.
-
Las mates son importantes, Mike – respondí, desde el quicio
de la puerta.
-
¡No pasa nada por no saber resolver una ecuación! ¡No es algo
que tenga que saber!
-
Depende del trabajo que vayas a tener – rebatí, colocándome a
su lado. - ¿Necesitas ayuda?
-
No, necesito tirar el libro por la ventana.
Sonreí, pero lo oculté rápidamente,
no quería que creyese que me estaba riendo de su frustración.
-
Eso no es una opción, campeón.
-
Sabes que esto es absurdo, ¿verdad? Da igual lo mucho que
estudie. Nunca me pondré al día con esa gente.
-
Yo no voy a compararte con “esa gente” ni con nadie – le
aclaré. – No estás compitiendo. Solo quiero que termines la secundaria.
Volvió a resoplar. Recogí el libro y
se lo pasé, pero él lo volvió a arrojar con desgana. Esa vez, sin embargo, le
dio a una foto que había sobre la mesa y la tiró, haciendo que se rompiera el
cristal del marco.
-
¡Fue sin querer! – dijo Michael, mordiéndose el labio.
Suspiré y recogí la foto. Era una de
todos nosotros, con los peques en primera fila, del día que estuvimos en el
Zoo. Ya empezábamos a tener una buena colección de fotos con Michael y yo me
había propuesto empapelar la casa con ellas.
-
No pasa nada. Pondré otro marco. Pero ten más cuidado, hijo –
regañé, suavemente. No había sido su intención romper nada, así que no tenía
sentido echarle una bronca. – Voy a barrer esto. Tú señala lo que no entiendas
y luego intentaré explicártelo, y si yo tampoco lo sé le pediremos ayuda a tus
hermanos.
-
¡Ahá! ¿Lo ves? ¡No sabes resolver ecuaciones! La prueba
viviente de mi punto.
-
Sí sé – repliqué. - Pero hace mucho que no lo hago. Tú
también tienes que aprender, para después olvidarlo. O no. Quién sabe, igual te
me vuelves ingeniero.
-
Sigue soñando – me respondió, mientras yo iba a por la escoba
y el recogedor.
Cuando regresé al salón, le encontré de pie y
descalzo. ¡Descalzo! ¡Con cristales por el suelo!
-
¡Michael! ¿Qué haces?
-
Iba a coger una manta – respondió, extrañado ante mi evidente
alarma.
-
¡Hay cristales, hijo! ¡Te dije que iba a recogerlo!
-
Ay, papá, no es para tanto. Están ahí a la derecha, no soy tonto, no los
he pisado.
Dejé la escoba apoyada en la pared.
-
¿Y tú qué sabes si algún trozo cayó donde tú estás? Me paso
la vida diciendo que no andéis descalzos, pero caramba, cuando hay cristales es
que es evidente – le regañé. – Siéntate ahí y no te muevas – le ordené, y le di
tres palmadas antes de obligarle a sentarse en el sofá.
PLAS PLAS PLAS
-
¡Au! ¡No tenías por qué hacer eso, joder!
-
Esa boca. Y sí tenía. Te podías haber clavado algo. ¿Dónde
están tus zapatillas? – pregunté, buscándolas por los alrededores.
-
En el coño de tu madre – me espetó.
La facilidad que tenía Michael de encontrar
malsonancias nuevas para ampliar su repertorio llegaba a ser fascinante.
-
¿Qué acabas de decir? – decidí darle una oportunidad.
-
¿Además de idiota eres sordo?
Respiré hondo para no asesinarle.
-
¿Te picaron esas palmadas? – le pregunté y no le di tiempo a
buscar una forma original y soez de responderme. – Porque por esa forma de
hablar te están viniendo más. Ya te he dicho muchas veces que no voy a
permitirte ese lenguaje. Mira hasta dónde han llegado los cristales – le
increpé, recogiendo uno que estaba bastante cerca de dónde él había puesto los
pies segundos antes. – Uno de estos clavado te aseguro que duele más que tres
azotes. Si me quieres hacer un berrinche por castigarte, allá tú, pero no voy a
dejar que te cortes ni que me digas esas cosas.
Michael no me respondió y se quedó
sentadito con las piernas encogidas y mirándome con enfado. Parecía mucho más
pequeño con esa postura y esa expresión en el rostro.
Barrí los cristales y después localicé
sus zapatillas. Me puse frente a él y fue incapaz de sostenerme la mirada.
-
Siento si fui brusco, ¿vale? Me molesta cuando descuidáis
vuestra propia salud de esa manera. No quiero que te hagas daño, hijo. Apenas
te castigué y un poquito merecido sí lo tenías – le dije. – Lo de ahora lo
tienes merecido del todo… ¿Crees que estuvo bien hablarme así?
-
No puedes pegarme por hablarte mal – me gruñó.
-
¿No? ¿Las faltas de respeto no conllevan un castigo? – le
pregunté.
-
Pero no tiene por qué ser ese.
-
Una cosa es que tengas facilidad para soltar tacos y otra que
me dirijas insultos directos, Michael. No voy a negociar esto porque te pasaste
cinco pueblos. Ponte de pie.
Como toda respuesta me sacó el dedo
corazón.
-
Estás cavando un hoyo grandísimo donde solo había un
agujerito – le avisé. Estuve tentado de dejarle solo para que se serenara, pero
tenía que ser capaz de controlarse. Tenía que ser capaz de dejar de agredir,
aunque la situación no le gustara.
-
No tan grande como el hoyo de tu madre. No me costó nada
entrar: se ve que ya habían pasado muchos otros.
-
¡Michael!
No perdí el tiempo y tiré de su brazo
para levantarle. Al contrario que en otras ocasiones, se resistió y era
bastante fuerte, así que me costó mucho ocupar su lugar y ponerle encima de mis
piernas. No dejó de revolverse y patalear y a los pocos segundos noté el
cansancio de forcejear con él.
PLAS PLAS No puedes… PLAS PLAS…
hablarme así PLAS
Su mano izquierda se clavó en mi
costado, hincándome los dedos entre las costillas. Su mano derecha se apoyó en
mi muslo y él hizo fuerza para levantarse. Durante unos instantes éramos dos
voluntades, luchando la una contra la otra. Normalmente no era así, no solía
tener que imponerme físicamente sobre ellos y una parte de mí registró que no
debía seguir con aquello, que no debía convertirlo en una pelea. Pero estaba demasiado
enfrascado en el momento, con la respiración algo agitada por el esfuerzo y mis
pensamientos eran más lentos que mis movimientos. Traté de sujetarle y él se
revolvió, dándome un cabezazo fuerte en la boca y la nariz. Por acto reflejó le
solté y Michael se levantó.
La nariz comenzó a sangrarme y no
podía hacer fuerza para taponarla porque me dolía bastante.
-
Pa… papá… Papá, lo siento.
No quería… ¡Lo siento!
Para mi sorpresa, Michael se echó a
llorar, de una forma repentina y sentida. Conocía esas lágrimas, se las había
visto antes: eran lágrimas de arrepentimiento.
-
Qué cabeza tan dura, madre mía – mi voz sonó nasal. Me
escocían los ojos de puro dolor y decidí armarme de valor y comprobar si tenía
la nariz rota. Me palpé la cara y llegué a la conclusión de que no.
-
Papá… snif… lo siento mucho… - repitió Michael. – Voy a
traerte hielo.
Se marchó corriendo y yo intenté
pensar en algo que decirle, pero las punzadas que estaba sintiendo en la cara
en ese momento no me dejaban concentrarme. Fui al baño a lavarme y conseguí que
la nariz me dejara de sangrar. No había sido un golpe grave, solo dolía mucho
por la zona.
-
¿Papá?
Michael me llamó débilmente. Sonaba
asustado. Suspiré y me asomé, para verle en medio del salón con una bolsa de
guisantes congelados.
-
No había… no había hielo – murmuró.
Estaba encogido, con las mejillas
húmedas y los ojos desbordando, sin rastros de enfado o rebeldía. Su mirada era
entre preocupada y culpable y mantenía cierta distancia de seguridad conmigo.
-
Está bien, no hace falta. Déjalo ahí – le pedí. – Ven aquí,
bicho.
Michael se acercó a pasitos lentos,
como un ratón que vislumbra un trozo de queso sobre el lomo de un gato dormido
y se está pensando si ir a cogerlo. Abrí los brazos por si acaso dudaba de mis
intenciones y él prácticamente se estampó contra mi pecho. Me apretó tan fuerte
que apenas podía respirar.
-
Perdóname – le pedí.
-
¿Yo a ti? - se extrañó. - Tú no has hecho nada malo.
-
Sabía que no estabas en condiciones de escucharme y seguí
presionando. Tendría que haber esperado a que estuvieras más calmado – le
expliqué.
-
No has hecho nada malo – repitió. – Papá… yo… No pretendía
hacerte daño, solo me quería levantar, de verdad…
-
Lo sé. Y es lo que me indica que tendría que haber esperado. No
sueles reaccionar así. Normalmente no te resistes.
-
Ahora no me resistiré… Sé que la he jodido…
-
Incluso para disculparte dices palabrotas - sonreí y le besé
en la frente. – No has “jodido” nada. Pero me parece que tenemos que hablar.
Asintió, pero no hizo ni el amago de soltarme y yo no
le forcé. Podíamos hablar así, por el momento.
-
Tienes un vocabulario muy… colorido… y te he llamado la
atención muchas veces sobre eso – le dije, acariciando su espalda porque noté
que seguía llorando un poco. – No siempre te castigo, porque a veces son tacos
que no diriges a nadie o bromas subidas de tono que no me gustan, pero no van
con la intención de lastimar. Como tampoco querías romper el marco ni
golpearme. Esas cosas las hiciste sin querer. Pero los insultos fueron
totalmente intencionados. Te dejo pasar muchas cosas, Michael, porque intento
entender tus circunstancias. Te has acostumbrado a hablar mal y en ocasiones lo
haces sin darte cuenta. Pero hoy eras perfectamente consciente. Y me da igual
el ambiente en el que hayas crecido, en esta casa no nos hacemos daño, ni nos
decimos cosas como esas.
-
Snif… lo sé… Estaba…
-
¿Enfadado? – le interrumpí. – No puedes usar eso como excusa.
El enfado hay que controlarlo, porque si no te llevará a hacer cosas que no
quieres hacer.
Michael asintió y le noté llorar más fuerte.
-
Shh. Tranquilo – susurré y le separé lo suficiente para poder
mirarle. Pasé los pulgares bajo sus ojos. – No tienes que ponerte así, sé que
no querías golpearme. Ya te dije que eso fue culpa mía.
-
Snif… No entiendo... snif… por qué…
Me senté con él en el sofá y traté de que se calmara,
me da mucha pena verle llorar así. Decidí que bien podía responder a su
pregunta implícita si con eso le distraía un poco y conseguía que dejara de
llorar.
-
Estoy seguro de que has escuchado varios argumentos en contra
del castigo físico. Muchos de ellos los secundo, no te creas. No quiero
provocar miedo en mis hijos, pero al mismo tiempo se supone que los castigos
son un elemento disuasorio. ¿Tiene un niño miedo a que le castigues sin postre?
No, pero no le gusta. Eso era lo mismo que yo quería conseguir. Y creo que, en
gran medida, lo he hecho – le expliqué. – Me paso la vida cuestionándome y
pensando en cómo podía ser un mejor padre y gracias a eso he aprendido algunas
cosas. Como que el castigo, de cualquier tipo, siempre viene después de una
conversación, por ejemplo. Una conversación que no solo me calma a mí, sino
también a vosotros, y os tranquiliza, y os hace reflexionar y aceptar lo que
hicisteis mal. Pero cuando el castigo va a poner a prueba vuestro instinto de
autopreservación, cuando os voy a pedir nada más y nada menos que os estéis
quietos mientras hago algo que os va a causar dolor o algún tipo de molestia,
no siempre basta con una conversación. Especialmente en chicos mayores de diez
años, que muchas veces van a añadir algo de orgullo a la ecuación. Tengo unos
hijos muy buenos, Mike, y te incluyo a ti, claro que te incluyo: a pesar de
todo tu genio, no eres verdaderamente rebelde. En realidad, no. Tienes un alto
sentido de que las malas acciones tienen consecuencias. Por eso nunca me das
problemas – le dije y el soltó un bufido sarcástico. – No sueles tolerar bien
que te regañe, pero siempre afrontas las consecuencias – insistí. – Te pido que
te acerques, y te acercas. Te pido que te saques el pantalón y te lo sacas. Es
normal que a veces necesites un poco más de tiempo para aceptar un castigo. Si
tengo que tirar de ti y obligarte y hacer fuerza para que no te levantes,
entonces es que no estás en un punto en el que ningún castigo vaya a ser
efectivo. Solo contribuirá a llenarte de más rabia.
La respiración de Michael seguía siendo un poco
irregular, pero ya no estaba llorando tanto. Se recostó sobre mi hombro,
confundiéndome con una cama como hacían todos mis niños en algún momento. Debía
de ser muy cómodo.
-
Eres demasiado bueno – me dijo. – Si no me estoy quieto me
metes una torta y me castigas igual, no se supone que yo tenga que dejarte
hacerlo.
Hablaba con mucha rabia, dirigida
contra sí mismo.
-
No es una pelea que tenga que ganar o perder y si se convierte
en eso solo te estaré enseñando que el más fuerte gana, Mike. Y sería un error.
Y, además, yo perdería: no sé si te has visto en el espejo, pero eres gigante,
hijo – sonreí, exagerando, pero con cierta dosis de verdad.
-
Tú eres más fuerte que yo – replicó. – Como diría Ted, el
hijo perdido de Thor y de Loki.
-
¿Ted diría eso? – me extrañé.
-
O algo así, no sé si he dicho los nombres bien, aun no me he
puesto al día con todo su frikismo. Pero un poco dios nórdico sí pareces.
-
Gracias. Creo – respondí, ante el halago más extraño que
había escuchado nunca.
Michael emitió un sonido incongruente y terminó de
calmar su respiración. Miré el reloj. En media hora tenía que ir a por Kurt,
para ver a la doctora.
-
Se hace tarde, ¿no? – adivinó. - ¿A qué estás esperando para
darme la paliza de mi vida?
Lo hizo sonar como si fuera una
nimiedad, con la resignación extrema de quien da algo por hecho.
-
Estaba haciendo tiempo para que me dejara de doler la nariz –
repliqué, y después hice que se incorporara un poco para mirarle. – No va a ser
tan malo. Fuiste bastante maleducado y no voy a dejarlo pasar, pero no hiciste
algo tan horrible y no sé qué hacer para que te lo saques de la cabeza. Tú no
querías darme ese cabezazo. No estabas pensando en golpearme, solo en soltarte.
No te voy a castigar por eso.
-
Deberías.
-
Por suerte para ti, esas cosas las decido yo. Ahora sube a mi
cuarto, bicho.
-
Tu cuarto – repitió. – Estoy muerto.
-
Nada de eso. Pero si vamos al tuyo me daré con la litera en
la cabeza y un golpe por día es suficiente, muchas gracias.
Michael torció la boca en algo que no
sé si fue una mueca o una sonrisa, y subió a su habitación.
-
MICHAEL’S POV –
Todo
en lo que podía pensar era en lo mal que me sentía. Papá estaba a punto de
llevar a su bebé de seis años a una cita con una cardiocirujana y yo le hacía
perder el tiempo conmigo, porque no me sabía controlar. Le esperé en su cuarto
y reviví todo lo que había pasado.
Todavía
se me hacía extraño que alguien se preocupara por si me clavaba un cristal o
no. No sabía muy bien cómo reaccionar ante eso, pero odiaba que me dijeran lo
que debía hacer, así que reaccioné como siempre: soltando veneno por la boca.
Por
supuesto que Aidan no iba a dejar pasar algo así. Nunca lo hacía. Cuando era
paciente, era el más paciente, pero cuando decidía que habías cruzado la línea,
estabas frito.
Papá
intentó ponerme sobre sus rodillas y yo intenté impedírselo y en algún punto de
aquel forcejeo le di un cabezazo. Le escuché soltar una exclamación de dolor e
inmediatamente después me soltó. Su rostro y sus manos estaban de pronto
cubiertos de sangre y me asusté mucho al verlo, pero me asusté más al pensar
que eso se lo había hecho yo.
Para
colmo, después de eso se esforzó por consolarme y me pidió perdón. ¡Él a mí!
¿Era un ángel en el cuerpo de un hombre? Eso explicaría por qué se había hecho
cargo de doce personas que no eran su responsabilidad, especialmente de un delincuente
con el que no tenía ningún vínculo sanguíneo. Quizá es que Aidan Whitemore no
era humano y por eso era tan bueno conmigo. Tal vez lo del dios nórdico no iba
tan desencaminado.
Papá
no venía y la espera me estaba poniendo nervioso. Justo cuando pensé que ya no
podía más, tocó a la puerta, a pesar de que no la tenía cerrada y de que era su
propia habitación. Me miró durante unos segundos y supe lo que estaba haciendo:
tanteándome para ver si iba a volver a reaccionar como un animal enjaulado.
-
Ya hemos dicho casi todo abajo, ¿no? – me preguntó, dándome
la oportunidad de añadir algo si quería.
Estaba deseando acabar con aquello
cuanto antes, pero de pronto se me ocurrió una cosa:
-
Siento haber dicho eso de tu madre. Sé que… sé que es un tema
sensible para ti… con todo lo que te contó Andrew y eso.
-
Si te soy sincero, ni me había parado a pensarlo, campeón –
me dijo papá. – Me acostumbré a no pensar mucho en ella. Pero gracias por la
disculpa. Sea o no un tema sensible, no está bien decir esas cosas de la madre
de nadie.
-
Lo siento. Ya no voy a hacer el idiota, de verdad. Sé que me
la gané.
Me puse de pie y Aidan no dijo nada, solo caminó hacia
su cama y se sentó. Me acerqué a él muy lentamente, recordando lo que me había
dicho minutos antes, sobre hacer algo que iba en contra de nuestro instinto de autopreservación.
Era una descripción bastante acercada, la verdad, porque mi cerebro le estaba
gritando a mis piernas que por qué no íbamos justo en dirección opuesta.
-
El pantalón va fuera, Mike.
Suspiré. Ya me lo imaginaba. Llevé mis dedos al botón
del vaquero y lo desabroché. Me lo bajé un poco y me di prisa en tumbarme sobre
sus rodillas, porque no me gustaba estar así, semidesnudo. Prefería quitármelos
del todo que bajármelos y me arrepentí de no haberlo hecho.
Aidan me recolocó ligeramente. Muchas veces lo hacía,
no sé si porque yo le pesaba demasiado o porque quería tener espacio para
envolverme con uno de sus brazos, tal como hizo en ese momento.
-
No más faltas de respeto, ¿entendido?
-
Sí, papá – susurré.
Apoyé
la cara sobre mis manos, pensando en que ya podría haber dejado todo eso atrás
si me hubiera estado tranquilo la primera vez.
PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS
Los calzoncillos no eran de mucha protección. De
hecho, lo único que protegían era mi intimidad, porque cada una de esas
palmadas picó bastante.
PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS
Quería levantarme, quería moverme, hasta quería
patalear un poco, pero me esforcé por estarme quieto.
PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS… au… PLAS PLAS PLAS
PLAS PLAS PLAS … mm… PLAS PLAS PLAS … ai… PLAS PLAS
PLAS PLAS
Las diez últimas fueron exactamente sobre el mismo
punto. El ardor fue intenso y noté las lágrimas en mis nudillos antes de darme
cuenta de que estaba llorando. Me las limpié, pero entonces papá me acarició la
espalda y empecé a llorar más fuerte, ni yo mismo tuve claro por qué.
-
Ya está, cachorrito.
Sonreí involuntariamente cuando usó el apodo que yo
mismo me había puesto. Tenía que reconocer que sonaba absurdo y estúpido, pero
seguía manteniendo que me gustaba tener un mote propio, no compartido con mis
once hermanos.
Me levanté con algo de torpeza y me di prisa en
subirme la ropa. Me froté un poco y me senté a su lado. La verdad, lo correcto
sería decir que me acurruqué, de forma que él término echándose hacia atrás
para dejar que le utilizara de almohada.
-
Shhh… Ya no llores, campeón, que me vas a romper en
pedacitos.
Me
sorprendí cuando sus dedos limpiaron mis mejillas, porque no me había dado
cuenta de que seguía llorando.
-
Todo está bien, tesoro – susurró, y me hizo mimos en el pelo.
- ¿Eso fue un ronroneo? ¿Voy a tener que llamarte gatito en vez de cachorrito?
Papá se rio y yo también me reí. Siempre conseguía
sacar mi lado más infantil. Cerré los ojos mientras él me mimaba, pero cuando
me vio me picó el costado.
-
No, nada de eso, que te me duermes.
-
Buh – protesté.
-
Buh – replicó, pero me hizo incorporarme.
Contra mi voluntad, me estiré. Sabía que no era
momento de dormirse, teníamos que ir a por el enano. Papá se quedó conmigo un
rato, hasta que llegó la hora de marcharse.
Nos fuimos al coche y yo me coloqué en el asiento del
copiloto, concentrándome en lo que íbamos a hacer.
-
Mike… no tienes por qué venir, si no quieres – dijo papá,
cuando se metió. – Entiendo si prefieres quedarte…
-
¡No! – me horroricé. – Papá, me meto en líos todos los días,
pero a mi hermanito solo van a operarle una vez.
Papá me miró de una forma que solo
puedo describir como dulce y arrancó el coche.
-
Tampoco todos los días, oye. Uno de cada dos, diría yo – me
chinchó y como toda respuesta le saqué la lengua.
Condujimos hasta el colegio de mis
hermanos y papá entró para que llamaran al peque. Salió con él en brazos a los
pocos minutos. Ese enano se iba a olvidar de cómo se caminaba.
-
¡Michael! – me saludó, como si no me hubiera visto en años.
A la porra, le cogí de los brazos de
papá, dispuesto a contribuir en el arte de volverle un malcriado
desacostumbrado a usar sus propios pies.
-
Hola, renacuajo. ¿Cómo estuvo el cole?
-
Bien, pero estábamos haciendo un dibujo cuando papá me sacó –
protestó.
-
Oh. Bueno, no pasa nada. Puedes hacer un dibujo luego en
casa, ¿mm? – le dije y le senté en su sillita, abrochándole el cinturón. El
peque asintió y empezó a buscar algo en el asiento.
-
Está en el maletero – dijo papá. – Michael, coge su peluche,
por favor – me pidió. – Me acordé, enano.
Kurt sonrió ampliamente y esperó
ansioso a que yo le diera su canguro de peluche. Le abrazó y supe que era su
forma de combatir los nervios. Tenía que estar intranquilo por ir a ver a un
médico nuevo, aunque ya llevaba varios y más que le quedaban.
Tardamos un rato en llegar a la
consulta y papá puso un CD con canciones infantiles para amenizarle la espera
al peque. Kurt canturreaba feliz, pero yo apenas podía soportarlo. Llegamos
justo cuando estaba por tirar el CD por la ventana.
Una vez en el edificio, quedó claro
que aquel era un consultorio privado de gente rica. Papá dio los datos de Kurt
a un recepcionista y nos indicaron que teníamos que ir al tercer piso.
Nos llamaron enseguida. La doctora
era una mujer de unos cincuenta años, con el pelo canoso, pero que en algún
momento había sido castaño y aún se notaba. Nos saludó amablemente y nos invitó
a sentarnos.
-
¿Cómo está Andrew? Hace mucho que no hablo con él.
-
Wow, debe ser usted la única mujer que tiene buen recuerdo de
él – comenté, sin poder contenerme.
-
¡Michael!
-
No dije ninguna mentira y lo sabes.
La doctora carraspeó y fingió que no me había
escuchado. Pidió el informe de Kurt y lo leyó con atención. Después le hizo
algunas preguntas a papá y anotó algo en ordenador. Llamó a alguien por el
interfono y una chica joven apareció para llevarse a Kurt a jugar con unos
bloques.
-
El diagnóstico parece correcto – declaró al final. – Es una
operación sencilla en su procedimiento. Toda intervención de corazón es
delicada, pero quiero que comprenda que, de no hacerla, puede tener muchos
problemas en el futuro. El más grave, paro cardíaco súbito.
La tipa esa no se andaba con rodeos.
Papá empalideció visiblemente y su nuez se movió como si tuviera un nudo en la
garganta que le impidiera tragar saliva.
La doctora continuó hablando, utilizando muchos
detalles técnicos y finalmente nos preguntó si queríamos que Kurt se operase
allí.
-
Quiero que sepa que Andrew ya ha pagado todos los gastos.
Mi mandíbula se desencajó y papá
también parecía sorprendido. De hecho, se quedó sin habla por unos instantes.
Finalmente, accedió. La doctora nos dio citas con diversos especialistas para
preparar la operación y Aidan tomó los papeles en estado ausente.
Por último, la mujer nos dijo que
Kurt nos estaba esperando en una salita anexa y fuimos hacia allá.
-
Cuando me moría de hambre no puso ni un céntimo y ahora que
me sobra el dinero paga una millonada. ¿Me quiere comprar? – preguntó, como si
lo tuviera la respuesta.
-
No creo que haya un día en el que ninguno de nosotros
entienda a Andrew, papá. Pero ya lleva un tiempo intentando arreglar las cosas,
o al menos, enmendar algo.
Aidan asintió, dándome la razón
difusamente y se agachó para recibir al enano. Después, nos preparamos para
volver a casa.
No es que hubiera creído que la
operación se podía cancelar, pero ya eran dos doctores los que coincidían en su
conveniencia. El leve resquicio de esperanza de que todo fuera un mal sueño se
extinguía.
-
TED’S POV -
Agus accedió a comer en casa, así que esperó conmigo
en la puerta del colegio a que salieran todos mis hermanos.
-
¿Haces mucho esto? – me preguntó. – Ser el niñero.
-
Solo cuando papá está ocupado con algo, lo que no pasa a
menudo.
-
Te gusta – adivinó. – Te gusta cuidar de los enanos.
-
Tiene sus momentos.
Alejandro fue el primero en reunirse con nosotros.
Saludó a Agus con un gesto de la mano y no dijo nada. Parecía de mal humor. Le
hubiera preguntado, pero sabía que seguramente no me diría nada delante de
ella.
Poco a poco, fueron llegando todos los demás. Alice
fue la última. Su maestra no la dejó venir corriendo hacia mí y eso era
extraño, porque me conocía y sabía que yo tenía permiso para llevármela.
La enana no parecía tan alegre como de costumbre. Me
separé un poco de los demás porque intuía que su profesora quería decirme algo.
-
Se ha hecho un pequeño raspón en la pierna – explicó. – No es
nada grave, la hemos curado aquí. Se ha caído en el patio.
-
Uy. ¿Tienes pupa, princesita? – pregunté, agachándome junto a
ella.
-
Chi – puchereó.
-
¿Dónde? – se levantó el pantaloncito y pude ver una heridita
larga pero no profunda en su rodilla.
-
Pobrecito bebé – dije, imitando el tono que ponía papá en
esos casos y la di un beso. - ¿A que ya estás mejor? – pregunté. La enana
asintió, y se enroscó con los brazos en mi cuello y las piernas en mi cintura.
– Muchas gracias – le dije a la maestra.
Me llevé a mi hermanita con los demás y casi adiviné
lo que me iba a decir.
-
Quiero a papá.
-
Papá vendrá en un ratito, enana. Nosotros vamos a casa y
vamos comiendo y después él viene, ¿vale? ¿Qué quieres comer?
-
Patatas.
-
¿Patatas? Uy, pero eso no es comida. Hay que comer algo más.
¿Qué tal una hamburguesa?
Alice asintió y aceptó ir a los
brazos de Alejandro. Así, yo pude sacar el móvil e ir pidiendo la comida a
través de una aplicación. Elegí por los más pequeños, pidiendo un menú infantil
y fui anotando lo que quería el resto. Cuando acabé, Agus estaba hablando con
Hannah y con los gemelos y no sé qué le contó Zach que de pronto ella me miró
fijamente.
-
¿Por qué no me lo habías dicho? – me increpó.
-
¿Decirte qué? – pregunté, sorprendido. Ya me la había cargado
y ni siquiera sabía por qué.
-
Que vas a tener más hermanos.
Oh. No la había hablado mucho de
Holly, solo por encima.
-
Aún es pronto para eso, apenas nos estamos conociendo.
-
¿Son once? Y vosotros doce. Wow.
-
Sí, “wow” es quedarse corto – replicó Alejandro.
Entre él y los gemelos procedieron a
ponerla al día de todo lo que sabíamos de ellos. Al menos pareció animar a la
enana, así que yo no me quejaba. No sabía por qué no se lo había contado a
Agus. Quizá porque lo sentía como algo privado… o tal vez, porque no quería
gafarlo. Holly me gustaba para papá.
Fuimos al colegio de Dylan para
recogerle a él también y después a casa. Envié a los enanos a lavarse las manos
y Agus y yo pusimos la mesa.
-
¿No has notado a Mike algo triste hoy? – me preguntó,
mientras me alcanzaba los platos. Por un segundo dudé a cuál de los dos Mike se
refería, pero luego entendí que tenía que ser a mi amigo. Ella no había visto a
mi hermano.
-
No noté nada – murmuré. – Menudo amigo de mierda soy.
-
¡Eh, no, nada de eso! Tú estabas preocupado por tu hermano.
Pero va a estar bien, ya lo verás.
-
Me hubiera gustado ir con ellos al médico – la confesé.
En ese momento escuchamos ruidos fuertes en el piso de
arriba.
-
Pero tus otros hermanos te necesitan aquí – me dijo Agus.
-
Voy a ver qué fue eso.
Subí las escaleras y Agus me siguió. Resultó que Dylan
no encontraba uno de sus dinosaurios, y lo estaba buscando por todos los
cuartos, abriendo y cerrando bruscamente todos los cajones.
-
¡Estaba en mi caja! ¡ESTABA EN LA C-CAJA DE DYLAN! – grito.
-
Bueno, enano, calma. Lo dejarías en otro sitio.
-
¡NO, LO DEJÉ AHÍ, ALGUIEN LO COGIÓ, ALGUIEN LO COGIÓ!
Abrió mi armario y lo registró todo, fuera de sí.
-
A ver. ¿Alguien cogió el dinosaurio de Dylan? – pregunté.
-
Nos faltaba un unicornio para jugar – respondió Hannah,
sacando de su espalda un velociraptor de plástico que había sido bañado en
purpurina.
-
¡L-LO HAS ESTROPEADO, TONTA! – chilló Dylan, arrebatándole el
juguete bruscamente. - ¡TONTA, TONTA, MALA!
-
Dylan, eso no se dice – regañé suavemente.
-
¡Lo rompió!
-
No lo rompió, la purpurina sale, ya lo verás.
-
¡TE VOY A ROMPER TUS MU-MUÑECAS! – amenazó.
Hannah abrió mucho los labios.
-
¡Ni se te ocurra, “lilipollas”!
-
¿Qué dijiste? – pregunté, en el mismo tono de advertencia que
ponía papá.
-
Es gilipollas – corrigió Harry diligentemente.
-
¡Harry!
-
¡Gilipollas, gilipollas! – repitió Hannah, mirando a Dylan
con enfado.
-
Esa es una palabra muy fea. Pídele perdón – la instruí.
-
¡Ño!
Suspiré. Enanos cabezotas. Agus
observaba la escena entre sorprendida y divertida. Supongo que, visto desde
fuera, los enanos resultaban hasta monos discutiendo así, pero no podía dejar
que lo hicieran.
-
Tenéis que pediros perdón los dos. Los hermanos no se
insultan. Dylan, tu dinosaurio no está roto. Lo lavamos y quedará como nuevo.
-
¿De verdad? – preguntó, inseguro.
-
Te lo prometo.
-
Mmm. Lo s-siento, Hannah. Pero si quieres mis j-juguetes me
los tienes que p-pedir.
-
Muy bien, Dylan. Y tienes razón, las cosas se piden antes de
cogerlas. Ahora tú, Hannah – la indiqué, pero mi hermanita no estaba por la
labor.
-
¡No! ¡Me gritó y yo no hice nada!
-
Cogiste su juguete y lo llenaste de purpurina, peque. Y has
dicho una palabra muy fea.
Hannah se cruzó de brazos, obstinada.
-
Si no pides perdón tendré que ponerte en la esquina. O
hacerte pampam.
Mi hermanita abrió la boca como un
pececito y me puso un puchero. Estiró los brazos pidiendo un mimo y yo me
agaché a su lado.
-
No estoy enfadado contigo, peque, pero lo que hiciste molestó
a Dylan y por eso tienes que pedirle perdón. Y esa palabra no puedes decirla
nunca, nunca más, o papá te dará en el culo.
-
Peyón – susurró la enana y se pegó a mí, entre mimosa y
tímida. Le di un beso en la frente y les miré a los dos.
-
Ya hicimos las paces, ¿bueno? Ahora sin pelear.
Hannah y Dylan asintieron y yo me
llevé el dinosaurio al baño para quitarle la purpurina. Iba a costar un poco
que saliera toda.
-
¿La… la ibas a pegar? – me preguntó Agus.
-
Mi padre me dio permiso, cuando él no estuviera. Solo a los
enanos. No suelo hacerlo y no la hubiera hecho daño… Mi padre nos castiga así,
Agus, ya lo viste, pero de verdad que no nos lastima… - expliqué. Enfocado en
que entendiera que no tenía que preocuparse, no me di cuenta de mi pequeño
desliz semántico.
-
¿Nos? – repitió.
Sentí que me ardían las mejillas y rápidamente pensé
en formas de desmentirlo, y decirle que era solo a mis hermanos pequeños. Pero
después me planteé que no tenía sentido. Quería que Agus conociese más a mi
familia y ella quería que yo compartiese más cosas… Podía empezar por ser
sincero con algo embarazoso, pero totalmente cierto. Y si ella se burlaba,
entonces podía coger la puerta y….
-
Nos – admití.
No me atreví a hacer contacto visual.
No quería ver su reacción, no quería ver una sonrisa de burla, o una mirada de
desprecio, ni cualquier signo de que le disgustara salir con un bebé al que aún
castigaban con palmadas.
-
¿Y duele? – preguntó al final, en un tono neutro pero con un
ligero toque de curiosidad.
-
Bastante – resoplé. Me atreví a mirarla y no vi ninguna señal
de que me estuviera juzgando. Eso me animó a continuar. – En realidad, pica más
que otra cosa. Podría mentirte y decir que dejó de doler a medida que fui
creciendo, pero no es cierto. Sigue sin ser agradable y por eso sigue siendo un
castigo. Pero no es un gran dolor. Papa nunca me haría daño.
-
No me lo imagino… Aidan parece tan amable…
-
Y lo es. Es super cariñoso. Solo es un castigo.
-
No tenemos que hablar de esto si no quieres.
Suspiré, aliviado.
-
Gracias. Sí, mejor cambiemos de tema. Creo que escuché el
timbre, igual ya traen la comida.
-
Pues yo no escuché nada. Creo que solo buscas una excusa para
salir corriendo – me chinchó. Ahí estaban las burlas. La miré, mortificado,
pero ella no se estaba riendo de mí, solo tomándome el pelo un poquito. – Gracias por contármelo.
Asentí, muerto de vergüenza. De
alguna manera, cuando se me pasase el bochorno, estaba seguro de que yo también
me sentiría bien por haber compartido un secreto con ella.
Jajaja Pobre Ted, me imaginé su cara cuando inconscientemente se le salio el NOS.
ResponderBorrarMenos más Agustina entiendo la situación eso quiere decir que lo quiere de verdad