domingo, 5 de abril de 2020

CAPÍTULO 94: Por la boca muere el pez




CAPÍTULO 94: Por la boca muere el pez

Por fin llegó el viernes, y con él la cita médica del enano con la doctora recomendada por Andrew. Tenía la consulta al otro lado de la ciudad, y les dieron la última hora de la mañana, así que papá no iba a estar en casa para hacer la comida ni para recogernos del colegio.  Se iba a llevar a Michael (otra vez) porque yo tenia que estar en clases mientras que mi hermano mayor no. Lo entendía, papá necesitaba apoyo moral, pero me hubiera gustado poder ocupar ese lugar.
Aidan me dio dinero para que pidiéramos comida a domicilios. En los últimos años, eso había dejado de ser un lujo y se había convertido en algo que nos podíamos permitir, aunque él no quisiera recurrir siempre a ello.
Agustina iba a venir por la tarde a continuar con sus inútiles intentos de que me pusiera al día con los estudios y papá me sugirió que la invitara a comer.
-         No es exactamente romántico, papá. Sería como pedirle que me ayude a cuidar de los peques.

-         No todo lo que hagas con ella tiene que ser romántico, pero definitivamente tenéis que hacer algo más que estudiar – me dijo y eso no se lo pude rebatir.

Hasta donde yo sabía, a Agus le gustaban los niños y no se llevaba mal con mis hermanos. Quizá fuera el momento de integrarla un poquito más en mi familia.

-         Está bien – accedí.
Esa mañana, antes de ir al colegio, todos le deseamos suerte a Kurt. El enano estaba nervioso, pero no por lo que le fuese a decir la doctora, sino por si acaso se le ocurría pincharle. Michael y él tenían una especie de código secreto, hablaban de un superpoder contra las agujas que consiguió calmar al enano. Mi celómetro estaba disparado, pero sabía que no era algo lógico y traté de controlarlo.
Papá también estaba nervioso. A él le di un gran abrazo cuando nos despedimos y, al hacerlo, escuché algunas risas lejanas. George y otros chicos que habían sido amigos del idiota de Jack me señalaban y me hacían burla con gestos.
-         Les voy a partir la boca – susurró Alejandro.

-         No harás nada de eso – le regañó papá, pero yo le miré con agradecimiento, feliz por que quisiera defenderme.

-         Esos idiotas se están burlando de él, ¿es que no lo ves?

-         Perfectamente. Y aún así no les vas a partir la boca, porque me dejarías sin argumentos para que vaya a hablar con el director – explicó papá, con la misma fiereza protectora que Alejandro.

-         ¡No, papá, no hace falta! – me apresuré a decir. – Sería peor. No les van a hacer nada por esto y ellos se cabrearían y entonces sí irían a por mí.

-         ¿Entonces hay que esperar a que hagan algo grave para que alguien intervenga? ¿Que vuelvan a meter un cuchillo en tu taquilla, tal vez? – bufó Aidan.

-         Deja que lo maneje yo, ¿bueno? – le pedí. – Guarda a la mamá gallina. Aunque es tierno que me defendáis con uñas y dientes – dije, y le volví a abrazar.

-         Tú sí que eres tierno – me sonrió y me acarició el pelo. Volví a escuchar risas y papá se separó solo un poco para gritar: - Que envidia debéis de sentir para reíros de que le abrace. Quizá es que nadie lo hace con vosotros.

-         ¡Papá!
Los idiotas dejaron las burlas y se dispersaron. Seguramente habían creído que estaban siendo “discretos”. Es decir, querían asegurarse de que yo me daba cuenta, pero tal vez pensaron que papá no se había fijado o que lo dejaría pasar. Eso es porque no conocían a mi padre.
-         Si te molestan, vas directamente al director y pides que me llamen, ¿entendido?

-         Papá, sé que quieres ayudarme, pero ya no soy pequeño y…

-         Y tienes el mismo derecho a venir a clase sin que se metan contigo. El colegio tiene la obligación de proporcionarte un ambiente sano y positivo para que estudies. No es cuestión de edad, campeón. Es cuestión de que te sientes cariñoso y con ganas de un abrazo y nadie debería hacerte sentir mal por ello. Mi trabajo me ha costado, antes eras más reservado.

Me ruboricé, porque era verdad. ¿Qué me pasaba últimamente? Estaba haciendo honor a mi apodo y me estaba transformando en un osito amoroso.
Papá se fue por fin y entramos a clase. Pensé que escucharía algún comentario ofensivo, pero no hubo nada de eso. Tal vez, las palabras de Aidan habían dado en el clavo. Quizás se habían quedado sin ganas de meterse conmigo, porque les había impactado escuchar la verdad. De ser así, me daban lástima. Aidan era mejor padre del que nadie se merecía, pero todo el mundo debería por lo menos poder abrazar al suyo.

-         AIDAN’s POV –
La adolescencia es como un huracán que entra en la vida de todo padre para secuestrar a sus hijos y alejarlos de él. Lo arrasa todo y tienes que aprender a esquivar el viento para llegar hasta el tesoro que esconde. A veces, cuando el huracán amaina, recuperas a tus hijos tal como eran, o a una versión más adulta y serena de ellos, pero sigues reconociendo su esencia. A veces el huracán no amaina nunca y, a los treinta o cuarenta años, tu hijo sigue siendo un eterno e irresponsable adolescente. Otras veces los transforma tanto que tienes que aprender a conocerles de nuevo. Y, en algunos casos, la adolescencia es un huracán tan pequeñito que apenas lo notas. Ese había sido el caso de Ted, lo tenía claro. Mi niño no me había dado grandes problemas y los que me había dado no habían sido fruto de un deseo de rebeldía o de probar cosas de adultos, sino de buenas intenciones mal llevadas. Pero había un aspecto en el que sí había notado la famosa “edad del pavo”. Durante algún tiempo, Ted había sido más reservado con sus muestras de cariño, especialmente en público. Hacía ya varios meses que no era así, desde que conocimos a Michael, o quizá desde antes. Y cada vez se volvía más y más afectuoso, amenazando con derretirme en el proceso. Me iba a acostumbrar a sus abrazos de despedida antes de entrar en clase y me iba a hacer adicto a ellos.
Algunos chicos de su curso se burlaron de él por aquella escena cariñosa. Ellos no lo entendían. No entendían todo lo que mi niño había pasado, todo lo que le quedaba por pasar, con tantas novedades orbitando a nuestro alrededor. No entendían lo mucho que le quería y lo unidos que estábamos. Para mucha gente, el colegio o el trabajo son el centro de su mundo, con todo lo que implicaba (vida social, etc). Para Ted, el centro era su familia, y el colegio algo anecdótico en su día a día. Me sentía particularmente orgulloso de que lo viera así.
Además, ese abrazo me lo había dado porque sabía que yo lo necesitaba.
Aunque estaba dispuesto a destruir a cualquiera que le hiciera daño, accedí a dejarlo estar por el momento, porque era lo que él quería. Pero deseé que él también hiciera su parte y fuera capaz de decirlo si los ataques iban a más.
Fui a llevar a Dylan a su colegio y regresé a casa con Michael. Como ya era costumbre, le dejé estudiando en el salón mientras yo hacía algunas labores del hogar. Él prefería estudiar ahí cuando la casa estaba vacía y a mí me gustaba pensar que era porque así estábamos más cerca.
Cuando terminé de poner una lavadora, le escuché resoplar.
-         ¡Esta mierda no le interesa a nadie! – gruñó, tirando el libro de matemáticas sobre la mesita.
Bueno, quedaba claro que era de letras.
-         Las mates son importantes, Mike – respondí, desde el quicio de la puerta.

-         ¡No pasa nada por no saber resolver una ecuación! ¡No es algo que tenga que saber!

-         Depende del trabajo que vayas a tener – rebatí, colocándome a su lado. - ¿Necesitas ayuda?

-         No, necesito tirar el libro por la ventana.
Sonreí, pero lo oculté rápidamente, no quería que creyese que me estaba riendo de su frustración.

-         Eso no es una opción, campeón.

-         Sabes que esto es absurdo, ¿verdad? Da igual lo mucho que estudie. Nunca me pondré al día con esa gente.

-         Yo no voy a compararte con “esa gente” ni con nadie – le aclaré. – No estás compitiendo. Solo quiero que termines la secundaria.

Volvió a resoplar. Recogí el libro y se lo pasé, pero él lo volvió a arrojar con desgana. Esa vez, sin embargo, le dio a una foto que había sobre la mesa y la tiró, haciendo que se rompiera el cristal del marco.

-         ¡Fue sin querer! – dijo Michael, mordiéndose el labio.

Suspiré y recogí la foto. Era una de todos nosotros, con los peques en primera fila, del día que estuvimos en el Zoo. Ya empezábamos a tener una buena colección de fotos con Michael y yo me había propuesto empapelar la casa con ellas.

-         No pasa nada. Pondré otro marco. Pero ten más cuidado, hijo – regañé, suavemente. No había sido su intención romper nada, así que no tenía sentido echarle una bronca. – Voy a barrer esto. Tú señala lo que no entiendas y luego intentaré explicártelo, y si yo tampoco lo sé le pediremos ayuda a tus hermanos.

-         ¡Ahá! ¿Lo ves? ¡No sabes resolver ecuaciones! La prueba viviente de mi punto.

-         Sí sé – repliqué. - Pero hace mucho que no lo hago. Tú también tienes que aprender, para después olvidarlo. O no. Quién sabe, igual te me vuelves ingeniero.

-         Sigue soñando – me respondió, mientras yo iba a por la escoba y el recogedor.

Cuando regresé al salón, le encontré de pie y descalzo. ¡Descalzo! ¡Con cristales por el suelo!
-         ¡Michael! ¿Qué haces?

-         Iba a coger una manta – respondió, extrañado ante mi evidente alarma.

-         ¡Hay cristales, hijo! ¡Te dije que iba a recogerlo!

-         Ay, papá, no es para tanto.  Están ahí a la derecha, no soy tonto, no los he pisado.

Dejé la escoba apoyada en la pared.
-         ¿Y tú qué sabes si algún trozo cayó donde tú estás? Me paso la vida diciendo que no andéis descalzos, pero caramba, cuando hay cristales es que es evidente – le regañé. – Siéntate ahí y no te muevas – le ordené, y le di tres palmadas antes de obligarle a sentarse en el sofá.

PLAS PLAS PLAS

-         ¡Au! ¡No tenías por qué hacer eso, joder!

-         Esa boca. Y sí tenía. Te podías haber clavado algo. ¿Dónde están tus zapatillas? – pregunté, buscándolas por los alrededores.

-         En el coño de tu madre – me espetó.

La facilidad que tenía Michael de encontrar malsonancias nuevas para ampliar su repertorio llegaba a ser fascinante.
-         ¿Qué acabas de decir? – decidí darle una oportunidad.

-         ¿Además de idiota eres sordo?

Respiré hondo para no asesinarle.
-         ¿Te picaron esas palmadas? – le pregunté y no le di tiempo a buscar una forma original y soez de responderme. – Porque por esa forma de hablar te están viniendo más. Ya te he dicho muchas veces que no voy a permitirte ese lenguaje. Mira hasta dónde han llegado los cristales – le increpé, recogiendo uno que estaba bastante cerca de dónde él había puesto los pies segundos antes. – Uno de estos clavado te aseguro que duele más que tres azotes. Si me quieres hacer un berrinche por castigarte, allá tú, pero no voy a dejar que te cortes ni que me digas esas cosas.

Michael no me respondió y se quedó sentadito con las piernas encogidas y mirándome con enfado. Parecía mucho más pequeño con esa postura y esa expresión en el rostro.

Barrí los cristales y después localicé sus zapatillas. Me puse frente a él y fue incapaz de sostenerme la mirada.

-         Siento si fui brusco, ¿vale? Me molesta cuando descuidáis vuestra propia salud de esa manera. No quiero que te hagas daño, hijo. Apenas te castigué y un poquito merecido sí lo tenías – le dije. – Lo de ahora lo tienes merecido del todo… ¿Crees que estuvo bien hablarme así?

-         No puedes pegarme por hablarte mal – me gruñó.

-         ¿No? ¿Las faltas de respeto no conllevan un castigo? – le pregunté.

-         Pero no tiene por qué ser ese.

-         Una cosa es que tengas facilidad para soltar tacos y otra que me dirijas insultos directos, Michael. No voy a negociar esto porque te pasaste cinco pueblos. Ponte de pie.

Como toda respuesta me sacó el dedo corazón.

-         Estás cavando un hoyo grandísimo donde solo había un agujerito – le avisé. Estuve tentado de dejarle solo para que se serenara, pero tenía que ser capaz de controlarse. Tenía que ser capaz de dejar de agredir, aunque la situación no le gustara.

-         No tan grande como el hoyo de tu madre. No me costó nada entrar: se ve que ya habían pasado muchos otros.

-         ¡Michael!

No perdí el tiempo y tiré de su brazo para levantarle. Al contrario que en otras ocasiones, se resistió y era bastante fuerte, así que me costó mucho ocupar su lugar y ponerle encima de mis piernas. No dejó de revolverse y patalear y a los pocos segundos noté el cansancio de forcejear con él.

PLAS PLAS No puedes… PLAS PLAS… hablarme así PLAS

Su mano izquierda se clavó en mi costado, hincándome los dedos entre las costillas. Su mano derecha se apoyó en mi muslo y él hizo fuerza para levantarse. Durante unos instantes éramos dos voluntades, luchando la una contra la otra. Normalmente no era así, no solía tener que imponerme físicamente sobre ellos y una parte de mí registró que no debía seguir con aquello, que no debía convertirlo en una pelea. Pero estaba demasiado enfrascado en el momento, con la respiración algo agitada por el esfuerzo y mis pensamientos eran más lentos que mis movimientos. Traté de sujetarle y él se revolvió, dándome un cabezazo fuerte en la boca y la nariz. Por acto reflejó le solté y Michael se levantó.

La nariz comenzó a sangrarme y no podía hacer fuerza para taponarla porque me dolía bastante.

-         Pa… papá… Papá, lo siento.  No quería… ¡Lo siento!

Para mi sorpresa, Michael se echó a llorar, de una forma repentina y sentida. Conocía esas lágrimas, se las había visto antes: eran lágrimas de arrepentimiento.

-         Qué cabeza tan dura, madre mía – mi voz sonó nasal. Me escocían los ojos de puro dolor y decidí armarme de valor y comprobar si tenía la nariz rota. Me palpé la cara y llegué a la conclusión de que no.

-         Papá… snif… lo siento mucho… - repitió Michael. – Voy a traerte hielo.

Se marchó corriendo y yo intenté pensar en algo que decirle, pero las punzadas que estaba sintiendo en la cara en ese momento no me dejaban concentrarme. Fui al baño a lavarme y conseguí que la nariz me dejara de sangrar. No había sido un golpe grave, solo dolía mucho por la zona.

-         ¿Papá?

Michael me llamó débilmente. Sonaba asustado. Suspiré y me asomé, para verle en medio del salón con una bolsa de guisantes congelados.

-         No había… no había hielo – murmuró.

Estaba encogido, con las mejillas húmedas y los ojos desbordando, sin rastros de enfado o rebeldía. Su mirada era entre preocupada y culpable y mantenía cierta distancia de seguridad conmigo.

-         Está bien, no hace falta. Déjalo ahí – le pedí. – Ven aquí, bicho.

Michael se acercó a pasitos lentos, como un ratón que vislumbra un trozo de queso sobre el lomo de un gato dormido y se está pensando si ir a cogerlo. Abrí los brazos por si acaso dudaba de mis intenciones y él prácticamente se estampó contra mi pecho. Me apretó tan fuerte que apenas podía respirar.

-         Perdóname – le pedí.

-         ¿Yo a ti? - se extrañó. - Tú no has hecho nada malo.

-         Sabía que no estabas en condiciones de escucharme y seguí presionando. Tendría que haber esperado a que estuvieras más calmado – le expliqué.

-         No has hecho nada malo – repitió. – Papá… yo… No pretendía hacerte daño, solo me quería levantar, de verdad…

-         Lo sé. Y es lo que me indica que tendría que haber esperado. No sueles reaccionar así. Normalmente no te resistes.

-         Ahora no me resistiré… Sé que la he jodido…

-         Incluso para disculparte dices palabrotas - sonreí y le besé en la frente. – No has “jodido” nada. Pero me parece que tenemos que hablar.
Asintió, pero no hizo ni el amago de soltarme y yo no le forcé. Podíamos hablar así, por el momento.
-         Tienes un vocabulario muy… colorido… y te he llamado la atención muchas veces sobre eso – le dije, acariciando su espalda porque noté que seguía llorando un poco. – No siempre te castigo, porque a veces son tacos que no diriges a nadie o bromas subidas de tono que no me gustan, pero no van con la intención de lastimar. Como tampoco querías romper el marco ni golpearme. Esas cosas las hiciste sin querer. Pero los insultos fueron totalmente intencionados. Te dejo pasar muchas cosas, Michael, porque intento entender tus circunstancias. Te has acostumbrado a hablar mal y en ocasiones lo haces sin darte cuenta. Pero hoy eras perfectamente consciente. Y me da igual el ambiente en el que hayas crecido, en esta casa no nos hacemos daño, ni nos decimos cosas como esas.

-         Snif… lo sé… Estaba…

-         ¿Enfadado? – le interrumpí. – No puedes usar eso como excusa. El enfado hay que controlarlo, porque si no te llevará a hacer cosas que no quieres hacer.
Michael asintió y le noté llorar más fuerte.
-         Shh. Tranquilo – susurré y le separé lo suficiente para poder mirarle. Pasé los pulgares bajo sus ojos. – No tienes que ponerte así, sé que no querías golpearme. Ya te dije que eso fue culpa mía.

-         Snif… No entiendo... snif… por qué…

Me senté con él en el sofá y traté de que se calmara, me da mucha pena verle llorar así. Decidí que bien podía responder a su pregunta implícita si con eso le distraía un poco y conseguía que dejara de llorar.

-         Estoy seguro de que has escuchado varios argumentos en contra del castigo físico. Muchos de ellos los secundo, no te creas. No quiero provocar miedo en mis hijos, pero al mismo tiempo se supone que los castigos son un elemento disuasorio. ¿Tiene un niño miedo a que le castigues sin postre? No, pero no le gusta. Eso era lo mismo que yo quería conseguir. Y creo que, en gran medida, lo he hecho – le expliqué. – Me paso la vida cuestionándome y pensando en cómo podía ser un mejor padre y gracias a eso he aprendido algunas cosas. Como que el castigo, de cualquier tipo, siempre viene después de una conversación, por ejemplo. Una conversación que no solo me calma a mí, sino también a vosotros, y os tranquiliza, y os hace reflexionar y aceptar lo que hicisteis mal. Pero cuando el castigo va a poner a prueba vuestro instinto de autopreservación, cuando os voy a pedir nada más y nada menos que os estéis quietos mientras hago algo que os va a causar dolor o algún tipo de molestia, no siempre basta con una conversación. Especialmente en chicos mayores de diez años, que muchas veces van a añadir algo de orgullo a la ecuación. Tengo unos hijos muy buenos, Mike, y te incluyo a ti, claro que te incluyo: a pesar de todo tu genio, no eres verdaderamente rebelde. En realidad, no. Tienes un alto sentido de que las malas acciones tienen consecuencias. Por eso nunca me das problemas – le dije y el soltó un bufido sarcástico. – No sueles tolerar bien que te regañe, pero siempre afrontas las consecuencias – insistí. – Te pido que te acerques, y te acercas. Te pido que te saques el pantalón y te lo sacas. Es normal que a veces necesites un poco más de tiempo para aceptar un castigo. Si tengo que tirar de ti y obligarte y hacer fuerza para que no te levantes, entonces es que no estás en un punto en el que ningún castigo vaya a ser efectivo. Solo contribuirá a llenarte de más rabia.
La respiración de Michael seguía siendo un poco irregular, pero ya no estaba llorando tanto. Se recostó sobre mi hombro, confundiéndome con una cama como hacían todos mis niños en algún momento. Debía de ser muy cómodo.
-         Eres demasiado bueno – me dijo. – Si no me estoy quieto me metes una torta y me castigas igual, no se supone que yo tenga que dejarte hacerlo.
Hablaba con mucha rabia, dirigida contra sí mismo.
-         No es una pelea que tenga que ganar o perder y si se convierte en eso solo te estaré enseñando que el más fuerte gana, Mike. Y sería un error. Y, además, yo perdería: no sé si te has visto en el espejo, pero eres gigante, hijo – sonreí, exagerando, pero con cierta dosis de verdad.

-         Tú eres más fuerte que yo – replicó. – Como diría Ted, el hijo perdido de Thor y de Loki.

-         ¿Ted diría eso? – me extrañé.

-         O algo así, no sé si he dicho los nombres bien, aun no me he puesto al día con todo su frikismo. Pero un poco dios nórdico sí pareces.

-         Gracias. Creo – respondí, ante el halago más extraño que había escuchado nunca.

Michael emitió un sonido incongruente y terminó de calmar su respiración. Miré el reloj. En media hora tenía que ir a por Kurt, para ver a la doctora.
-         Se hace tarde, ¿no? – adivinó. - ¿A qué estás esperando para darme la paliza de mi vida?

Lo hizo sonar como si fuera una nimiedad, con la resignación extrema de quien da algo por hecho.

-         Estaba haciendo tiempo para que me dejara de doler la nariz – repliqué, y después hice que se incorporara un poco para mirarle. – No va a ser tan malo. Fuiste bastante maleducado y no voy a dejarlo pasar, pero no hiciste algo tan horrible y no sé qué hacer para que te lo saques de la cabeza. Tú no querías darme ese cabezazo. No estabas pensando en golpearme, solo en soltarte. No te voy a castigar por eso.

-         Deberías.

-         Por suerte para ti, esas cosas las decido yo. Ahora sube a mi cuarto, bicho.

-         Tu cuarto – repitió. – Estoy muerto.

-         Nada de eso. Pero si vamos al tuyo me daré con la litera en la cabeza y un golpe por día es suficiente, muchas gracias.
Michael torció la boca en algo que no sé si fue una mueca o una sonrisa, y subió a su habitación.

-         MICHAEL’S POV –

Todo en lo que podía pensar era en lo mal que me sentía. Papá estaba a punto de llevar a su bebé de seis años a una cita con una cardiocirujana y yo le hacía perder el tiempo conmigo, porque no me sabía controlar. Le esperé en su cuarto y reviví todo lo que había pasado.

Todavía se me hacía extraño que alguien se preocupara por si me clavaba un cristal o no. No sabía muy bien cómo reaccionar ante eso, pero odiaba que me dijeran lo que debía hacer, así que reaccioné como siempre: soltando veneno por la boca.

Por supuesto que Aidan no iba a dejar pasar algo así. Nunca lo hacía. Cuando era paciente, era el más paciente, pero cuando decidía que habías cruzado la línea, estabas frito.

Papá intentó ponerme sobre sus rodillas y yo intenté impedírselo y en algún punto de aquel forcejeo le di un cabezazo. Le escuché soltar una exclamación de dolor e inmediatamente después me soltó. Su rostro y sus manos estaban de pronto cubiertos de sangre y me asusté mucho al verlo, pero me asusté más al pensar que eso se lo había hecho yo.

Para colmo, después de eso se esforzó por consolarme y me pidió perdón. ¡Él a mí! ¿Era un ángel en el cuerpo de un hombre? Eso explicaría por qué se había hecho cargo de doce personas que no eran su responsabilidad, especialmente de un delincuente con el que no tenía ningún vínculo sanguíneo. Quizá es que Aidan Whitemore no era humano y por eso era tan bueno conmigo. Tal vez lo del dios nórdico no iba tan desencaminado.

Papá no venía y la espera me estaba poniendo nervioso. Justo cuando pensé que ya no podía más, tocó a la puerta, a pesar de que no la tenía cerrada y de que era su propia habitación. Me miró durante unos segundos y supe lo que estaba haciendo: tanteándome para ver si iba a volver a reaccionar como un animal enjaulado.

-         Ya hemos dicho casi todo abajo, ¿no? – me preguntó, dándome la oportunidad de añadir algo si quería.

Estaba deseando acabar con aquello cuanto antes, pero de pronto se me ocurrió una cosa:

-         Siento haber dicho eso de tu madre. Sé que… sé que es un tema sensible para ti… con todo lo que te contó Andrew y eso.

-         Si te soy sincero, ni me había parado a pensarlo, campeón – me dijo papá. – Me acostumbré a no pensar mucho en ella. Pero gracias por la disculpa. Sea o no un tema sensible, no está bien decir esas cosas de la madre de nadie.

-         Lo siento. Ya no voy a hacer el idiota, de verdad. Sé que me la gané.
Me puse de pie y Aidan no dijo nada, solo caminó hacia su cama y se sentó. Me acerqué a él muy lentamente, recordando lo que me había dicho minutos antes, sobre hacer algo que iba en contra de nuestro instinto de autopreservación. Era una descripción bastante acercada, la verdad, porque mi cerebro le estaba gritando a mis piernas que por qué no íbamos justo en dirección opuesta.
-         El pantalón va fuera, Mike.
Suspiré. Ya me lo imaginaba. Llevé mis dedos al botón del vaquero y lo desabroché. Me lo bajé un poco y me di prisa en tumbarme sobre sus rodillas, porque no me gustaba estar así, semidesnudo. Prefería quitármelos del todo que bajármelos y me arrepentí de no haberlo hecho.
Aidan me recolocó ligeramente. Muchas veces lo hacía, no sé si porque yo le pesaba demasiado o porque quería tener espacio para envolverme con uno de sus brazos, tal como hizo en ese momento.
-         No más faltas de respeto, ¿entendido?

-         Sí, papá – susurré.
Apoyé la cara sobre mis manos, pensando en que ya podría haber dejado todo eso atrás si me hubiera estado tranquilo la primera vez.
PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS
Los calzoncillos no eran de mucha protección. De hecho, lo único que protegían era mi intimidad, porque cada una de esas palmadas picó bastante.
PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS
Quería levantarme, quería moverme, hasta quería patalear un poco, pero me esforcé por estarme quieto.
PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS… au… PLAS PLAS PLAS
PLAS PLAS PLAS … mm… PLAS PLAS PLAS … ai… PLAS PLAS PLAS PLAS
Las diez últimas fueron exactamente sobre el mismo punto. El ardor fue intenso y noté las lágrimas en mis nudillos antes de darme cuenta de que estaba llorando. Me las limpié, pero entonces papá me acarició la espalda y empecé a llorar más fuerte, ni yo mismo tuve claro por qué.
-         Ya está, cachorrito.
Sonreí involuntariamente cuando usó el apodo que yo mismo me había puesto. Tenía que reconocer que sonaba absurdo y estúpido, pero seguía manteniendo que me gustaba tener un mote propio, no compartido con mis once hermanos.
Me levanté con algo de torpeza y me di prisa en subirme la ropa. Me froté un poco y me senté a su lado. La verdad, lo correcto sería decir que me acurruqué, de forma que él término echándose hacia atrás para dejar que le utilizara de almohada.
-         Shhh… Ya no llores, campeón, que me vas a romper en pedacitos.

Me sorprendí cuando sus dedos limpiaron mis mejillas, porque no me había dado cuenta de que seguía llorando.

-         Todo está bien, tesoro – susurró, y me hizo mimos en el pelo. - ¿Eso fue un ronroneo? ¿Voy a tener que llamarte gatito en vez de cachorrito?
Papá se rio y yo también me reí. Siempre conseguía sacar mi lado más infantil. Cerré los ojos mientras él me mimaba, pero cuando me vio me picó el costado.
-         No, nada de eso, que te me duermes.

-         Buh – protesté.

-         Buh – replicó, pero me hizo incorporarme.

Contra mi voluntad, me estiré. Sabía que no era momento de dormirse, teníamos que ir a por el enano. Papá se quedó conmigo un rato, hasta que llegó la hora de marcharse.
Nos fuimos al coche y yo me coloqué en el asiento del copiloto, concentrándome en lo que íbamos a hacer.
-         Mike… no tienes por qué venir, si no quieres – dijo papá, cuando se metió. – Entiendo si prefieres quedarte…

-         ¡No! – me horroricé. – Papá, me meto en líos todos los días, pero a mi hermanito solo van a operarle una vez.

Papá me miró de una forma que solo puedo describir como dulce y arrancó el coche.

-         Tampoco todos los días, oye. Uno de cada dos, diría yo – me chinchó y como toda respuesta le saqué la lengua.

Condujimos hasta el colegio de mis hermanos y papá entró para que llamaran al peque. Salió con él en brazos a los pocos minutos. Ese enano se iba a olvidar de cómo se caminaba.

-         ¡Michael! – me saludó, como si no me hubiera visto en años.

A la porra, le cogí de los brazos de papá, dispuesto a contribuir en el arte de volverle un malcriado desacostumbrado a usar sus propios pies.

-         Hola, renacuajo. ¿Cómo estuvo el cole?

-         Bien, pero estábamos haciendo un dibujo cuando papá me sacó – protestó.

-         Oh. Bueno, no pasa nada. Puedes hacer un dibujo luego en casa, ¿mm? – le dije y le senté en su sillita, abrochándole el cinturón. El peque asintió y empezó a buscar algo en el asiento.

-         Está en el maletero – dijo papá. – Michael, coge su peluche, por favor – me pidió. – Me acordé, enano.

Kurt sonrió ampliamente y esperó ansioso a que yo le diera su canguro de peluche. Le abrazó y supe que era su forma de combatir los nervios. Tenía que estar intranquilo por ir a ver a un médico nuevo, aunque ya llevaba varios y más que le quedaban.

Tardamos un rato en llegar a la consulta y papá puso un CD con canciones infantiles para amenizarle la espera al peque. Kurt canturreaba feliz, pero yo apenas podía soportarlo. Llegamos justo cuando estaba por tirar el CD por la ventana.

Una vez en el edificio, quedó claro que aquel era un consultorio privado de gente rica. Papá dio los datos de Kurt a un recepcionista y nos indicaron que teníamos que ir al tercer piso.

Nos llamaron enseguida. La doctora era una mujer de unos cincuenta años, con el pelo canoso, pero que en algún momento había sido castaño y aún se notaba. Nos saludó amablemente y nos invitó a sentarnos.

-         ¿Cómo está Andrew? Hace mucho que no hablo con él.

-         Wow, debe ser usted la única mujer que tiene buen recuerdo de él – comenté, sin poder contenerme.


-         ¡Michael!

-         No dije ninguna mentira y lo sabes.

La doctora carraspeó y fingió que no me había escuchado. Pidió el informe de Kurt y lo leyó con atención. Después le hizo algunas preguntas a papá y anotó algo en ordenador. Llamó a alguien por el interfono y una chica joven apareció para llevarse a Kurt a jugar con unos bloques.
-         El diagnóstico parece correcto – declaró al final. – Es una operación sencilla en su procedimiento. Toda intervención de corazón es delicada, pero quiero que comprenda que, de no hacerla, puede tener muchos problemas en el futuro. El más grave, paro cardíaco súbito.
La tipa esa no se andaba con rodeos. Papá empalideció visiblemente y su nuez se movió como si tuviera un nudo en la garganta que le impidiera tragar saliva.
La doctora continuó hablando, utilizando muchos detalles técnicos y finalmente nos preguntó si queríamos que Kurt se operase allí.
-         Quiero que sepa que Andrew ya ha pagado todos los gastos.

Mi mandíbula se desencajó y papá también parecía sorprendido. De hecho, se quedó sin habla por unos instantes. Finalmente, accedió. La doctora nos dio citas con diversos especialistas para preparar la operación y Aidan tomó los papeles en estado ausente.

Por último, la mujer nos dijo que Kurt nos estaba esperando en una salita anexa y fuimos hacia allá.

-         Cuando me moría de hambre no puso ni un céntimo y ahora que me sobra el dinero paga una millonada. ¿Me quiere comprar? – preguntó, como si lo tuviera la respuesta.

-         No creo que haya un día en el que ninguno de nosotros entienda a Andrew, papá. Pero ya lleva un tiempo intentando arreglar las cosas, o al menos, enmendar algo.

Aidan asintió, dándome la razón difusamente y se agachó para recibir al enano. Después, nos preparamos para volver a casa.

No es que hubiera creído que la operación se podía cancelar, pero ya eran dos doctores los que coincidían en su conveniencia. El leve resquicio de esperanza de que todo fuera un mal sueño se extinguía.

-         TED’S POV -
Agus accedió a comer en casa, así que esperó conmigo en la puerta del colegio a que salieran todos mis hermanos.
-         ¿Haces mucho esto? – me preguntó. – Ser el niñero.

-         Solo cuando papá está ocupado con algo, lo que no pasa a menudo.

-         Te gusta – adivinó. – Te gusta cuidar de los enanos.

-         Tiene sus momentos.
Alejandro fue el primero en reunirse con nosotros. Saludó a Agus con un gesto de la mano y no dijo nada. Parecía de mal humor. Le hubiera preguntado, pero sabía que seguramente no me diría nada delante de ella.
Poco a poco, fueron llegando todos los demás. Alice fue la última. Su maestra no la dejó venir corriendo hacia mí y eso era extraño, porque me conocía y sabía que yo tenía permiso para llevármela.
La enana no parecía tan alegre como de costumbre. Me separé un poco de los demás porque intuía que su profesora quería decirme algo.
-         Se ha hecho un pequeño raspón en la pierna – explicó. – No es nada grave, la hemos curado aquí. Se ha caído en el patio.

-         Uy. ¿Tienes pupa, princesita? – pregunté, agachándome junto a ella.

-         Chi – puchereó.

-         ¿Dónde? – se levantó el pantaloncito y pude ver una heridita larga pero no profunda en su rodilla.

-         Pobrecito bebé – dije, imitando el tono que ponía papá en esos casos y la di un beso. - ¿A que ya estás mejor? – pregunté. La enana asintió, y se enroscó con los brazos en mi cuello y las piernas en mi cintura. – Muchas gracias – le dije a la maestra.

Me llevé a mi hermanita con los demás y casi adiviné lo que me iba a decir.
-         Quiero a papá.

-         Papá vendrá en un ratito, enana. Nosotros vamos a casa y vamos comiendo y después él viene, ¿vale? ¿Qué quieres comer?

-         Patatas.

-         ¿Patatas? Uy, pero eso no es comida. Hay que comer algo más. ¿Qué tal una hamburguesa?

Alice asintió y aceptó ir a los brazos de Alejandro. Así, yo pude sacar el móvil e ir pidiendo la comida a través de una aplicación. Elegí por los más pequeños, pidiendo un menú infantil y fui anotando lo que quería el resto. Cuando acabé, Agus estaba hablando con Hannah y con los gemelos y no sé qué le contó Zach que de pronto ella me miró fijamente.

-         ¿Por qué no me lo habías dicho? – me increpó.

-         ¿Decirte qué? – pregunté, sorprendido. Ya me la había cargado y ni siquiera sabía por qué.

-         Que vas a tener más hermanos.

Oh. No la había hablado mucho de Holly, solo por encima.

-         Aún es pronto para eso, apenas nos estamos conociendo.

-         ¿Son once? Y vosotros doce. Wow.

-         Sí, “wow” es quedarse corto – replicó Alejandro.

Entre él y los gemelos procedieron a ponerla al día de todo lo que sabíamos de ellos. Al menos pareció animar a la enana, así que yo no me quejaba. No sabía por qué no se lo había contado a Agus. Quizá porque lo sentía como algo privado… o tal vez, porque no quería gafarlo. Holly me gustaba para papá.

Fuimos al colegio de Dylan para recogerle a él también y después a casa. Envié a los enanos a lavarse las manos y Agus y yo pusimos la mesa.

-         ¿No has notado a Mike algo triste hoy? – me preguntó, mientras me alcanzaba los platos. Por un segundo dudé a cuál de los dos Mike se refería, pero luego entendí que tenía que ser a mi amigo. Ella no había visto a mi hermano.

-         No noté nada – murmuré.  – Menudo amigo de mierda soy.

-         ¡Eh, no, nada de eso! Tú estabas preocupado por tu hermano. Pero va a estar bien, ya lo verás.

-         Me hubiera gustado ir con ellos al médico – la confesé.

En ese momento escuchamos ruidos fuertes en el piso de arriba.
-         Pero tus otros hermanos te necesitan aquí – me dijo Agus.

-         Voy a ver qué fue eso.

Subí las escaleras y Agus me siguió. Resultó que Dylan no encontraba uno de sus dinosaurios, y lo estaba buscando por todos los cuartos, abriendo y cerrando bruscamente todos los cajones.
-         ¡Estaba en mi caja! ¡ESTABA EN LA C-CAJA DE DYLAN! – grito.

-         Bueno, enano, calma. Lo dejarías en otro sitio.

-         ¡NO, LO DEJÉ AHÍ, ALGUIEN LO COGIÓ, ALGUIEN LO COGIÓ!
Abrió mi armario y lo registró todo, fuera de sí.
-         A ver. ¿Alguien cogió el dinosaurio de Dylan? – pregunté.

-         Nos faltaba un unicornio para jugar – respondió Hannah, sacando de su espalda un velociraptor de plástico que había sido bañado en purpurina.

-         ¡L-LO HAS ESTROPEADO, TONTA! – chilló Dylan, arrebatándole el juguete bruscamente. - ¡TONTA, TONTA, MALA!

-         Dylan, eso no se dice – regañé suavemente.

-         ¡Lo rompió!

-         No lo rompió, la purpurina sale, ya lo verás.

-         ¡TE VOY A ROMPER TUS MU-MUÑECAS! – amenazó.

Hannah abrió mucho los labios.

-         ¡Ni se te ocurra, “lilipollas”!

-         ¿Qué dijiste? – pregunté, en el mismo tono de advertencia que ponía papá.

-         Es gilipollas – corrigió Harry diligentemente.

-         ¡Harry!

-         ¡Gilipollas, gilipollas! – repitió Hannah, mirando a Dylan con enfado.

-         Esa es una palabra muy fea. Pídele perdón – la instruí.

-         ¡Ño!

Suspiré. Enanos cabezotas. Agus observaba la escena entre sorprendida y divertida. Supongo que, visto desde fuera, los enanos resultaban hasta monos discutiendo así, pero no podía dejar que lo hicieran.

-         Tenéis que pediros perdón los dos. Los hermanos no se insultan. Dylan, tu dinosaurio no está roto. Lo lavamos y quedará como nuevo.

-         ¿De verdad? – preguntó, inseguro.

-         Te lo prometo.

-         Mmm. Lo s-siento, Hannah. Pero si quieres mis j-juguetes me los tienes que p-pedir.

-         Muy bien, Dylan. Y tienes razón, las cosas se piden antes de cogerlas. Ahora tú, Hannah – la indiqué, pero mi hermanita no estaba por la labor.

-         ¡No! ¡Me gritó y yo no hice nada!

-         Cogiste su juguete y lo llenaste de purpurina, peque. Y has dicho una palabra muy fea.

Hannah se cruzó de brazos, obstinada.

-         Si no pides perdón tendré que ponerte en la esquina. O hacerte pampam.

Mi hermanita abrió la boca como un pececito y me puso un puchero. Estiró los brazos pidiendo un mimo y yo me agaché a su lado.

-         No estoy enfadado contigo, peque, pero lo que hiciste molestó a Dylan y por eso tienes que pedirle perdón. Y esa palabra no puedes decirla nunca, nunca más, o papá te dará en el culo.

-         Peyón – susurró la enana y se pegó a mí, entre mimosa y tímida. Le di un beso en la frente y les miré a los dos.

-         Ya hicimos las paces, ¿bueno? Ahora sin pelear.

Hannah y Dylan asintieron y yo me llevé el dinosaurio al baño para quitarle la purpurina. Iba a costar un poco que saliera toda.

-         ¿La… la ibas a pegar? – me preguntó Agus.

-         Mi padre me dio permiso, cuando él no estuviera. Solo a los enanos. No suelo hacerlo y no la hubiera hecho daño… Mi padre nos castiga así, Agus, ya lo viste, pero de verdad que no nos lastima… - expliqué. Enfocado en que entendiera que no tenía que preocuparse, no me di cuenta de mi pequeño desliz semántico.

-         ¿Nos? – repitió.

Sentí que me ardían las mejillas y rápidamente pensé en formas de desmentirlo, y decirle que era solo a mis hermanos pequeños. Pero después me planteé que no tenía sentido. Quería que Agus conociese más a mi familia y ella quería que yo compartiese más cosas… Podía empezar por ser sincero con algo embarazoso, pero totalmente cierto. Y si ella se burlaba, entonces podía coger la puerta y….
-         Nos – admití.

No me atreví a hacer contacto visual. No quería ver su reacción, no quería ver una sonrisa de burla, o una mirada de desprecio, ni cualquier signo de que le disgustara salir con un bebé al que aún castigaban con palmadas.

-         ¿Y duele? – preguntó al final, en un tono neutro pero con un ligero toque de curiosidad.

-         Bastante – resoplé. Me atreví a mirarla y no vi ninguna señal de que me estuviera juzgando. Eso me animó a continuar. – En realidad, pica más que otra cosa. Podría mentirte y decir que dejó de doler a medida que fui creciendo, pero no es cierto. Sigue sin ser agradable y por eso sigue siendo un castigo. Pero no es un gran dolor. Papa nunca me haría daño.

-         No me lo imagino… Aidan parece tan amable…

-         Y lo es. Es super cariñoso. Solo es un castigo.

-         No tenemos que hablar de esto si no quieres.

Suspiré, aliviado.

-         Gracias. Sí, mejor cambiemos de tema. Creo que escuché el timbre, igual ya traen la comida.

-         Pues yo no escuché nada. Creo que solo buscas una excusa para salir corriendo – me chinchó. Ahí estaban las burlas. La miré, mortificado, pero ella no se estaba riendo de mí, solo tomándome el pelo un poquito. – Gracias por contármelo.

Asentí, muerto de vergüenza. De alguna manera, cuando se me pasase el bochorno, estaba seguro de que yo también me sentiría bien por haber compartido un secreto con ella. 



1 comentario:

  1. Jajaja Pobre Ted, me imaginé su cara cuando inconscientemente se le salio el NOS.

    Menos más Agustina entiendo la situación eso quiere decir que lo quiere de verdad

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