CAPÍTULO 1: EL VIRUS
La primera vez que escuché hablar de la pandemia fue
en casa de mi amigo Huan Yue. Habíamos quedado para hacer los deberes, pero
cuando llegué me saludó medio ausente y se puso enseguida a mirar el móvil.
Huan Yue había nacido en España, pero su familia era
de china. Sus abuelos todavía vivían allí. Le escuché grabar un par de audios
en el idioma de sus ancestros. Su voz sonó entonces más musical y más dulce,
pero también preocupada.
-
Perdona – me dijo, después de un par de minutos en los que
esperé incómodo a que terminara. - ¿Quieres algo de beber? ¿Coca-cola? ¿Zumo?
-
Coca-cola– respondí.
-
¿Y comer?
-
No tengo hambre.
Siempre era muy atento cuando me invitaba a su casa.
Su objetivo principal parecía ser el de cebarme como a un pavo antes de
Navidad. Sus padres casi nunca estaban, porque volvían muy tarde del
restaurante en el que trabajaban y él se tomaba muy en serio su puesto de
anfitrión.
Sirvió
dos vasos y se sentó a mi lado en una mesita alta con taburetes, que era donde
íbamos a estudiar. Volvió a mirar nerviosamente el móvil.
-
¿Pasa algo? – me atreví a preguntar.
-
El virus… Mis abuelos iban a venir a visitarnos, pero no les
van a dejar, están cancelando los vuelos.
-
¿Qué virus? – pregunté, confundido.
-
En China. El coronavirus – me dijo, como si eso tuviera que
aclararme algo.
Al ver mi confusión, me enseñó una noticia en la que hablaban
del asunto.
La
semana siguiente era el único tema de conversación. Se había extendido como la
pólvora y ya había un infectado en España. Mis compañeros de clase hacían
bromas al respecto. Si alguien tosía, el gracioso de turno decía “Uhh, cuidado,
coronavirus”. Pero nadie se lo tomaba en serio. Nadie sabía qué tan grave era,
porque en la tele no hacían más que repetir que “era como una gripe”.
Diez
días después quedó claro que era bastante más que una gripe. Era una pandemia
de alcance global que ya se había descontrolado en muchos países. Entre ellos
el mío.
El
9 de marzo por la tarde el presidente anunció que a partir del día 11 los
colegios quedarían cerrados. Todo fue una locura en el instituto. Algunos
creían que eran vacaciones adelantadas, pero los profesores empezaron a darnos
claves para diversas plataformas online. Los adultos estaban confundidos y nos
lo contagiaban. El profesor de Matemáticas pensaba que todo era una
exageración. La profesora de Biología tenía una mirada de pavor que no podía
ocultar. Su abuela, según nos dijo, era muy mayor, y el virus afectaba
principalmente a las personas mayores.
Nos
despedimos aquel último día de clases sin saber cuándo íbamos a volver. En
teoría era por dos semanas, pero muchos empezábamos a pensar que iba a ser más
largo: en China llevaban un mes.
Regresé
a mi casa con una sensación extraña en el cuerpo. No era solo la inquietud
general, mi cuerpo se sentía raro. Me notaba caliente, pero no se lo quise
decir a mi madre, porque iba a pensar que era fiebre y seguro que empezaba a
exagerar y a sacarlo de contexto e incluso a lo mejor llamaba al hospital
pensando que tenía el virus.
-
Lávate bien las manos – me dijo mamá, después de saludarme.
Asentí y fui al cuarto de baño. Me
lavé a conciencia y después me salpiqué la cara, intentando despejarme. Miré mi
reflejo y me centré en el contraste entre mis dos ojos. Ya estaba bastante
acostumbrado a aquella visión, pero entendía el efecto hipnótico que producía
en algunas personas. Me negaba a utilizar lentillas de colores: me gustaba
aquel rasgo distintivo. Me hacía diferente y en todo lo demás mi vida era
bastante ordinaria.
Aunque eso estaba a punto de
cambiar.
Esa misma semana declararon el estado
de alarma. El presidente dio un largo discurso en el que dictó una serie de
medidas de seguridad para lo que llamaron “frenar la curva”. Los hospitales
corrían riesgo de colapsar y había que lograr parar la ola de contagios.
Quienes pudieran debían optar por el teletrabajo, pero
mi madre no estaba entre los afortunados, porque ella trabajaba en un
supermercado. Me gustaba pensar en que estaba ayudando a mucha gente, haciendo
que no les faltara comida en su nevera. Cuando salía al balcón a aplaudir, no
lo hacía solo por los sanitarios, sino por mi madre también.
Desde que suspendieron las clases, me pasaba las
mañanas realizando deberes para el colegio. Me sentía algo solo en casa. Mamá
estaba en el supermercado y nadie más vivía con nosotros. Era en ocasiones como
esa cuando echaba de menos tener hermanos. Huan Yue por lo menos tenía a su
hermanita pequeña para que le molestara.
La Semana Santa estaba a la vuelta de la esquina, y
con ella las vacaciones, pero parecía que no iba a llegar nunca. Conforme se
acercaba, mis energías se iban desinflando y las tareas pendientes se iban
acumulando en la bandeja de entrada de mi correo electrónico. Estar todo el día
en el ordenador era muy tentador y Netflix me llamaba con su voz seductora,
hasta que sucumbí.
-
Rocco – me dijo mamá una tarde, apenas unos minutos después
de llegar del trabajo. – Me ha llegado un mensaje de tu profesor de Historia.
Dice que no has entregado tu tarea.
Me paralicé. Historia era una de mis asignaturas
flojas. No así como para suspender, nunca había sacado menos de un cinco en
nada, pero los deberes de aquellos días se suponía que iban ayudarme a subir
las notas.
-
Ehm… Yo…
Estuve a punto de decir que había
habido fallos con el e-mail, lo cual hubiera sido perfectamente creíble, porque
esos días había muchos errores con el servidor del correo institucional al ser
tantos usuarios a la vez. Pero nunca mentía a mamá. Ella y yo nos llevábamos
muy bien, me había tenido con diecisiete años así que dentro de lo que cabe
había poca diferencia de edad. Pero esa no era la única razón por la que era
abiertamente sincero, sino que la mentira era una de las poquísimas cosas que
realmente la enfadaban.
-
Lo siento. Me cansé de hacer deberes… y me puse a ver series.
Se me olvidó por completo.
Mamá rodó los ojos y se deshizo la coleta, dejando
caer su pelo sobre sus hombros.
-
Mañana mismo se los envías y le pides perdón por el retraso,
¿estamos?
-
Sí.
-
Está bien. ¿Cogiste la ropa?
-
Sip.
-
Ese es mi chico – sonrió y se estiró para darme un beso, para
lo cual tuve que agacharme. Mamá era muy bajita, o yo muy alto, no lo sé. –
Cariño, estás muy caliente. ¿Te encuentras bien?
Asentí. La sensación de calor no se
me había ido desde el último día de clases, y hacía doce días de aquello. Ya no
le daba importancia.
-
Te pondré el termómetro…
-
No hace falta, de verdad.
-
Te pondré el termómetro – repitió. Que descuidara mi salud
era la otra cosa por la que podía enfadarse y era algo en lo que yo tenía
cierto historial. Hacía un par de años dejé de comer por una temporada. Mamá
llegó a amenazarme con alimentarme a base de potitos, si hacia falta.
Dejé que me tomara la temperatura y marcó treinta y
nueve grados. Noté su mirada de preocupación, pero yo realmente me encontraba
bien.
-
Voy a buscar el teléfono que han habilitado, eso es mucha
fiebre.
-
No, mamá. No tengo más síntomas, estoy perfectamente.
-
¡Treinta y nueve no es estar perfectamente!
-
Pero no toso, ni me cuesta respirar, ni me pasa nada. En
serio – insistí.
Mamá me ignoró y cogió el teléfono. Suspiré. Mientras
ella llamaba, mi mirada se desplazó hacia la televisión. Estaban dando un parte
actualizado y, aunque la tenía en silencio, en los letreros se podía leer el
número de muertos. Se me encogió el corazón al pensar en toda esa gente, en sus
familiares.
Entonces ocurrió por primera vez: escuché toser a
mamá.
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