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martes, 21 de julio de 2020

CAPÍTULO 111: ¿Qué es eso?




CAPÍTULO 111: ¿Qué es eso?

Habían pasado dos días desde la expulsión de George y las cosas en el colegio estaban mejor y peor. Mejor porque no había nadie que se metiera conmigo. Y peor porque el director parecía harto de los problemas que le daba mi familia y el entrenador tenía que buscar cuatro nuevos nadadores, para que sustituyeran a los expulsados.
-         No es tu culpa, Ted – me aseguró. -  Pero ahora estamos en un aprieto.
Y sí que lo estábamos. Los campeonatos habían empezado y teníamos que encontrar cuatro personas que supieran nadar lo suficientemente bien como para que tuviéramos una oportunidad de ganar. De lo contrario, adiós título.
-         El entrenador está en plan tranquilo y no deja de repetir que “ellos se los buscaron”, pero el resto del equipo me quiere sacar los ojos. La mayoría no tiene notas excelentes y necesitan los méritos deportivos para entrar en alguna universidad. Creo que estoy condenado a que la gente me odie, papá – le dije, cuando nos vino a recoger después de clases.

-         Ted, a ti es imposible odiarte. Además, puede que perder a tantas personas a estas alturas sea una complicación, pero tú no hiciste nada – me respondió. No debió verme muy convencido, porque suspiró antes de añadir: - ¿Si ahora cae un meteorito, sería culpa tuya?

-         Eso depende. ¿Los meteoritos se sienten atraídos por los idiotas? – intervino Alejandro, chinchándome.

-         No lo sé, lo comprobaremos si te cae alguno encima – repliqué.

-         Chicos… - regañó papá, en tono exasperado. – Mira, Ted. ¿Ese no es uno de tus compañeros de natación?

-         Sí, es Troy – le aclaré.

-         Pues te está saludando. Tan molesto no estará.

-         Pero porque Troy y yo siempre nos hemos llevado bien – dije, mientras devolvía el saludo. Troy se metió al coche de sus padres junto con su hermana pequeña.

-         Deja de repetir ese nombre – replicó Alejandro.

-         ¿Troy? – me extrañé.

-         ¡Sí! Así se llama el personaje del musical y me lo recuerdas.

-         ¿Estás nervioso? – se burló Harry. Papá le lanzó una mirada de advertencia, porque ya nos había advertido sobre meternos con Alejandro y el asunto del baile.

-         Espera, ¿harás de Troy? – inquirió Barie. – Es el protagonista. Y es… rubio.

-         Es un remake, Bar. No creo que el aspecto de los actores de la película influya. O quizá sí y es otra cosa en mi contra, muchas gracias.

-         ¿”Otra cosa”? – repetí, porque había sonado como si tuviera varios obstáculos que superar.

-         Papá, diles que dejen el tema – protestó, en tono quejoso.

-         Venga, meteros en los coches. De todas formas, tenemos algo de prisa hoy.

Bufé. Sí, teníamos prisa porque me había pedido hora con el psicólogo. En realidad, según él, quería que todos mis hermanos fueran, pero empezábamos conmigo porque era yo el que estaba mal de la cabeza. Claro que papá no lo había dicho así.

No es que no quisiera ir, entendía que no podía temblar de miedo cada que alguien era un poco rudo conmigo, pero no me apetecía hablar de mi vida con una extraña.

Fuimos a por Dylan y después a casa. Comimos y papá le dio a Jandro una breve clase de conducir antes de marcharnos al loque… esto, al psicólogo. Dejó a Michael a cargo de todo y, aunque solo íbamos a tardar una hora y media en volver, mi hermano parecía muy nervioso.

- Tú solo mira que los enanos tengan algo que hacer, porque es cuando se aburren cuando se les ocurren las travesuras – le dije.
- Sí, papá me ha dicho lo mismo. ¿A qué médico vais? ¿Te van a revisar la cabeza? – me preguntó. Me sorprendió que Aidan no se lo hubiera contado, pero lo agradecí. Me dejaba la opción a mí, para que eligiera hasta dónde quería compartir.
- Se podría decir así, pero por dentro.
- ¿Por dentro?
- Voy al psicólogo – le expliqué, decidiendo que no tenía sentido ocultarlo.
- Oh. Papá solo me comentó que tenías que ir a una consulta. Entonces, pensé…
- Ya sé.
- ¿Es para hablar sobre los tipos que te atacaron? Me refiero a la noche en la que estabas con Agus, no a los estúpidos del otro día.
- Supongo – respondí, encogiéndome de hombros.
- Sabes que no volverán a hacerte daño, ¿verdad? Sé que no son tus personas favoritas, pero ahora que saben que eres mi hermano, no van a tocarte.
No le contesté. En realidad, apenas había vuelto a pensar en los chicos que me dejaron en silla de ruedas. Tampoco me gustaba recordar que Michael les conocía, aunque le creía al decir que no volverían a lastimarme, porque además no tenían motivos. Solo eran unos idiotas que me crucé, con ganas de armar follón. Pero no se trataba de que les tuviera miedo a ellos en concreto. Ojalá supiera de qué tenía miedo, así sería mucho más fácil dejar de armar numeritos ante el menor signo de conflicto.
Papá y yo nos marchamos después de que él repartiera mil y una recomendaciones, como si fuésemos a ausentarnos por varios días.
-         Puedo ir yo solo – le sugerí, al notar lo mucho que le estaba costando irse.

-         Por supuesto que no.

-         Pero a la consulta no vas a poder entrar…

-         Esperaré fuera – me aseguró.

-         ¿Qué le has dicho sobre mí?

-         No mucho. Me limité a pedir hora para mi hijo de diecisiete años. Tiene muy buenas recomendaciones, pero si no te gusta podemos probar en otros sitios, ¿bueno? Tú tranquilo.

Asentí. No era la primera vez que iba al psicólogo, pero me iba a atender una especialista nueva (papá me había dicho que era una mujer). El hombre al que estuve visitando cuando tenía trece años se había jubilado. Casi que lo prefería, porque en aquella ocasión papá me había llevado por rascarme la mano hasta hacerme heridas y me daba vergüenza que me lo recordaran.

Llegamos al consultorio justo a tiempo: cuando terminamos de dar mis datos en la recepción, salió una chica de una de las dos habitaciones anexas y a mí me hicieron pasar enseguida.

-         Te espero aquí, campeón – me recordó Aidan, como una forma de darme ánimos.

La mujer que me recibió era de mediana edad, sonrisa reconfortante y ojos muy grandes y muy negros, de los cuales era difícil apartar la mirada. Me indicó que me sentara en un sofá y ella se sentó en un sillón que había en frente. Aquello parecía más una sala de estar que otra cosa.

Se presentó. Se llamaba Johanna, y yo le dije mi nombre, aunque ella ya lo sabía. Después me quedé callado. Pensé que ella haría alguna pregunta o que querría saber por qué habíamos pedido cita, pero respetó mi silencio, hasta que este se volvió incómodo y supe que tenía que decir algo.

-         Tengo once hermanos – comenté. Creo que quería ver su reacción, pero si la sorprendió no dio muestras de ello.

-         Eso volvería loco a cualquiera. ¿Por eso has venido? – me preguntó.

-         ¡Yo no estoy loco! – protesté, ofendido.
Johanna sonrió, satisfecha por haberme sabido guiar para decir lo que ella quería escuchar.
-         Me alegra que lo tengas claro. Que estés aquí no significa que te pase nada malo.

-         Mmm – acepté.

-         ¿Por qué no me cuentas un poco más sobre ti? ¿Once hermanos? Suena interesante. ¿Cómo es tu día a día con ellos?

-         En verdad son trece – rectifiqué, acordándome de Dean y Sebastian. – Y creo… creo que tengo un sobrino.

De nuevo, no dejó que su cara delatara lo que estaba pensando, pero en sus ojos pude ver un brillo de interés. Contento de que hubiéramos empezado por un tema con el que me sentía cómodo, le puse al día de mi historia familiar, omitiendo por prudencia algunos detalles, como la naturaleza del trabajo de Andrew.


-         AIDANS’ POV –
Esperar es siempre una agonía, especialmente cuando no estás acostumbrado al silencio y a la tranquilidad. Había acompañado a Ted a la psicóloga y se estaba eternizando. En realidad, iba a estar dentro por una hora y solo llevaba veinte minutos, pero cada uno de aquellos minutos se sintieron como varios más. Estaba preocupado por mi hijo. No sabía cómo se estaba sintiendo ni si aquello iba a servir para ayudarle en algo.
Recordé su reacción cuando le dije que le había pedido cita. Se lo conté el lunes, cuando Agus se marchó después de que entre los dos consintieran a Cole como si realmente le hubiera dado el castigo de su vida.
-         Campeón, sé que es algo precipitado, pero llevo tiempo pensando que te vendría bien hablar con alguien. Alguien que te ayude a procesar todo lo que viene pasando desde hace algún tiempo…

-         ¿Un psicólogo? – preguntó. – Sí, me lo dijiste.

-         ¿Y tú qué piensas?

Se encogió de hombros. Ted solía ser más comunicativo y su falta de respuesta me ponía nervioso, así que lo solté todo de golpe.

-         Yo también voy a ir – le informé. – Todos vamos a ir, incluso los peques, pero es difícil que nos hagan hueco a tantos y además ando buscando un psicólogo infantil para los enanos. Michael, tú, yo y posiblemente Alejandro iremos a la misma. Te he pedido hora para el miércoles.

-         ¿Qué? ¿Este miércoles? ¿Pasado mañana?

-         Ya te dije que era algo precipitado…

Ted me miró con los ojos muy abiertos durante unos instantes, pero luego suspiró y asintió.

Y eso fue todo. Conocía a mi chico lo bastante como para saber que la idea no le había hecho gracia, pero no me dijo nada. Eso era parte del problema: su necesidad de tragarse todo. Me angustiaba pensar que no confiaba en mí para contarme sus preocupaciones, pero me ponía todavía peor saber que no era eso. Ted sí confiaba en mí. Si no me lo contaba era por otras causas, como el deseo de poder solo contra cualquier adversidad.
Ninguna de las revistas de aquella sala de espera me resultaba tentadora, especialmente desde que vi mi cara en la portada de una de ellas. Le di la vuelta para esconder la imagen, no sin antes leer el titular: “¿El soltero de oro ya no está soltero?”. Me resistí varios minutos, pero al final tuve que abrirla, para saber si hablaban de Holly. Esperaba que esas sanguijuelas no le hubieran hecho fotos a nuestros hijos menores de edad o mi abogado iba a tener trabajo. Nunca había concedido entrevistas para la prensa del corazón, no sé por qué se empeñaban en meterse en mi vida.
El artículo era pura rumorología sin fuentes ni nombres concretos, pero se acercaba bastante a la verdad. Hablaban de una supuesta periodista que “había robado el corazón de Aidan Whitemore” y lo acompañaban de una foto borrosa en la que no se distinguía ni mi cara ni la de Holly, sino tan solo una maraña de rizos negros que me delataba. Lo demás era relleno tras relleno, dos páginas enteras de fotos de archivo y un resumen de mi biografía. Aun no tenían nada, pero eso no me relajaba: estaban tras la pista. Lo último que necesitaba era añadir a la prensa a lo que ya era una relación muy complicada.
Suspiré. La foto robada y afortunadamente de mala calidad la habían sacado en el gimnasio, durante la competición de Blaine. Reconocía las gradas. Alguno de los asistentes la había tomado y la había vendido y esa persona sabría quién era Holly, pues seguramente se trataba de uno de los padres o alumnos del colegio. Era cuestión de días que saliera un reportaje completo con datos, nombres y apellidos y cualquier encuentro que tuviéramos a partir de entonces corría riesgo de terminar lleno de paparazis. De todas formas, no podíamos vernos siempre en restaurantes o en lugares así, porque Holly no disponía de medios económicos para pagar tantas comidas y no me dejaba invitarla.
Qué difícil era todo. Y cuánto estaba tardando Ted.
Me entretuve con el móvil sin prestar verdadera atención al juego que tenía en la pantalla. Pero entonces recibí un mensaje de Whatsapp. Era Sebastian. Habíamos hablado muy poco, creo que él prefería tener una conversación en persona, pero me había preguntado por su madre. Me había dolido tener que decirle que no sabía quién era. Le había dicho que le podía preguntar a Andrew al respecto, pero por el momento Sebastian no quería que él supiera que estábamos en contacto. Quería conocer a sus hermanos, pero no estaba tan seguro de querer conocer a su padre, especialmente después de saber que se dedicaba a tener hijos para después deshacerse de ellos.
SEBASTIAN: Buenos días. Aunque creo que para ti ya serán tardes.
Calculé por la diferencia horaria que él debía de estar despertándose en ese momento.
AIDAN: Buenos días. Sí, ya es por la tarde aquí.
Nuestras conversaciones siempre eran breves, escuetas y absurdas. Ninguno sabía bien qué decir, pero no queríamos perder el contacto. Creo que él en especial tenía miedo de que desapareciéramos ahora que nos había encontrado. Yo era su único vínculo con su pasado, con su historia.
SEBASTIAN: Estoy saliendo ahora del turno de noche.
Oh. Vaya.
AIDAN: ¿Y Oliver?
SEBASTIAN: Durmiendo, con una niñera. Debes de pensar que soy un padre horrible.
“Si tú supieras la de veces que tuve que llevarme a Ted en una furgoneta mientras trabajaba toda la noche” pensé para mí. Al menos el trabajo de distribuidor había sido cómodo: Ted podía dormir mecido por el suave movimiento del vehículo mientras yo conducía entre naves industriales para recoger la mercancía de pequeños comercios y restaurantes.  
AIDAN: Ser padre soltero es complicado, pero con un trabajo como el tuyo todavía más.
Sebastian no me había contado qué había sido de su mujer. No sabía si era viudo o divorciado, pero criar a los hijos sin madre debía de ser una tradición en mi familia.
SEBASTIAN: Al menos yo solo tengo uno.
Sonreí. Había costado un poco que entendiera los vínculos exactos que tenía con cada uno de nosotros. Finalmente, le quedó claro que yo había ejercido de padre y que todos excepto Michael eran sus hermanos. Cuando le dije que a efectos legales también yo era hijo de Andrew, se sorprendió de que me hubiese criado, siendo el único de todos que no era su descendiente directo. Pensé que me haría muchas preguntas sobre él, pero no fue el caso. Lo prefería, aún no sabía bien qué debía contarle sobre nuestro peculiar padre.
SEBASTIAN: ¿Todos están de acuerdo con que nos conozcamos?
Quizá era ese el motivo por el que me había escrito aquella tarde. Se acercaba su viaje a los Estados Unidos y con él el momento de que nos viéramos por primera vez.
AIDAN: Sí, se mueren de ganas.
SEBASTIAN: ¿Y has contactado con Dean?
Suspiré.
AIDAN: Todavía no. Pero lo haré antes de que vengas. Te lo prometo.
“Bueno, acabas de hacer una promesa. Ahora lo tienes que cumplir” me dije.
“Aún puedo darme prisa y borrar el mensaje” replicó la voz del miedo dentro de mi cerebro.
“No, no, ya lo ha leído. Ahora te aguantas”.
Volví a suspirar. No me iba a quedar más remedio que echarle agallas al asunto.
Sebastian me escribió un par de mensajes más y luego se despidió. Tenía que irse a casa a despertar a Oliver, llevarle al colegio y aprovechar para dormir algo. Pobre.
Ted asomó la cabeza poco después, pero no salió, sino que me indicó que pasara.
-         Señor Whitemore – me saludó la psicóloga. – Siéntese, por favor.
Me senté en el sofá al lado de mi hijo y le observé. Ted parecía relajado, así que me relajé yo también y sonreí.
-         Debo aclararle que lo que hable con Ted en estas sesiones será confidencial y solo compartiré lo que él quiera que comparta. Como es menor de edad, le iré contando sobre sus avances, pero siempre respetando su intimidad.

-         Por supuesto - acepté. Aquello ya era más de lo que esperaba. No podía negar que moría de curiosidad por saber qué se habían dicho, pero me conformaría con lo que me dieran.

-         Su hijo tiene un vínculo muy fuerte con su familia, más de lo que uno esperaría en un chico de su edad.
Miré a Ted, que me sonrió, con vergüenza, y acaricié su nuca, lleno de orgullo y cariño.
-         Me ha relatado la reciente experiencia traumática que lo dejó temporalmente en silla de ruedas. Pero no creo que esa sea toda la causa de los pequeños episodios de terror que está experimentando.

-         ¿Ah, no? – me extrañé.

-         No. Ted tiene mucha inseguridad respecto a sí mismo y me gustaría seguir explorando en torno a eso.
Asentí. Sí, Ted era muy inseguro. Terriblemente inseguro y con muy poca autoestima.
La psicóloga le dio cita para una semana después y cuadró su agenda para poder vernos a Michael, a Alejandro y a mí ese mismo día. También me recomendó a alguien en ese mismo edificio para mis hijos más pequeños y me sentí en la obligación de darle alguna explicación para que quisiera que todos vieran a un especialista.
-         Nos han pasado, nos están pasando y me parece que nos van a pasar muchas cosas que no sé si van a poder procesar ellos solos o si con mi ayuda será suficiente.

-         Sí, Ted me ha puesto al tanto – respondió la mujer, con prudencia. – Me parece una buena idea que alguien les acompañe en este proceso.
Nos despedimos y salimos del consultorio.
-         Me gusta esa mujer – me dijo Ted.

-         Me alegro, campeón.
Regresamos a casa y deseé que el resto de lo tomara igual de bien cuando fuera su turno.
- Papá… ¿cuánto te va a costar que los trece veamos a un psicólogo? Tiene que ser un pastón…
- Un pastón que ahora me puedo permitir. Esa es una de las razones de que no hayamos ido antes. Pero en serio te digo que el dinero ya no es un problema, hijo.
- Eso seguro que te ha quitado un peso de encima – comentó.

- Es un alivio, sí – reconocí. – Pero también soy rico de otras formas mucho más especiales - le sonreí.
- Ay, papá, qué cursi eres.
Entramos en casa y el ambiente que reinaba dentro en seguida estalló mi burbuja. Michael estaba sentado en la mesa del comedor, junto a los libros y las cosas de los peques, pero mis tres hijos menores estaban cada uno en una esquina del cuarto, sentados en una sillita mirando a la pared.
-         Hola – saludé, observando a Michael en busca de alguna explicación.

-         Hola. ¿Cómo fue?

-         Genial – respondió Ted. - ¿Y por aquí?

-         Más o menos – dijo Michael. Miró su reloj y suspiró. – Ya podéis salir, enanos. ¿Vais a hacer los deberes?
Kurt se levantó, se giró y asintió con un puchero. Después caminó hacia Michael pidiéndole un abrazo y él se lo dio, mucho más tierno de lo que hubiera sido meses atrás. Hannah y Alice, por su parte, vinieron hacia mí, lloriqueando.
-         ¿Qué pasó, bebés? ¿Habéis sido traviesos? – pregunté, abrazándolas a las dos a la vez. Alice empezó a llorar más fuerte y se colgó de mi cuello.

-         ¡No! ¡Michael es malo! – acusó Hannah.

-         No había forma de que se sentaran a hacer los deberes – explicó el aludido. – Lo intenté varias veces y al final les puse en la esquina.

-         Peques… sabéis que los deberes tenéis que hacerlos todos los días – regañé, con suavidad.

-         Perdón, papi – susurró Kurt, desde el hombro de Michael, que le hacía mimitos en la espalda.

-         ¡Los iba a hacer luego! – chilló Hannah, pateando el suelo.

-         La tarea se hace lo primero, Hannah, ya lo sabes.

-         ¡No!

-         Uy… Alguien tiene un berrinche, me parece – intervino Ted.

-         Tú calla, estúpido.

-         Eh. Nada de insultar a los hermanos ni de hablarles así – advertí.

En un alarde de madurez, Hannah me sacó la lengua. Alice la imitó y añadió una pedorreta de su propia cosecha.
-         ¿Necesitáis un rato más en la esquina? – planteé.

Las dos negaron moviendo la cabeza al mismo tiempo.

-         Entonces basta de pataletas y a hacer los deberes – indiqué. Las llevé a la mesa y recogí las sillas para que se sentaran, pero Hannah tiró su libro de matemáticas al suelo. Alice, copiando a su hermana, tiró sus pinturas.
Fruncí el ceño y agarré a Hannah del bracito porque la tenía más cerca.
-         Las cosas no se tiran.

PLAS

-         ¡Au! ¡Tonto!

Ya casi la iba a soltar cuando la escuché. Me congelé por un segundo. Alejandro y Madie también solían reaccionar así cuando eran pequeños, fue como tener un dejavú.

-         No se insulta al papá, Hannah.

-         ¡Tonto, tonto, tonto!

Ted se alejó con Alice en brazos, como intuyendo lo que venía a continuación, pero yo respiré hondo. No iba a perder la paciencia con mi bebé de seis años. Daba igual cómo se pusiera, yo debía permanecer calmado. Aunque intuía cómo iba a terminar aquello, intentaría darle una oportunidad más. Agarré sus manitas y la obligué a mirarme.

-         Eso no se dice. Papá te ha castigado por hacer berrinche y tirar tu libro.

-         ¡Tonto, idiota, lili… gilipollas!

Puse un dedito sobre su boca. Cuando Ted era pequeño solía poner toda la mano, pero me di cuenta de que no siempre podía controlar la rapidez del movimiento y que él se asustaba. Un solo dedo era menos intimidante y además les recordaba al gesto universal de hacer silencio.

-         Qué palabras más feas. Aunque estés enfadada conmigo, no me puedes decir esas cosas y lo sabes, Hannah – regañé. Apoyé una rodilla en el suelo y a ella sobre la que quedó doblada. Levanté su faldita y dejé caer cuatro palmadas sobre sus leotardos.
PLAS PLAS PLAS PLAS
-         ¡BWAAAAAAAA!

La incorporé y la sostuve contra mi pecho. Froté su espalda e intenté convencerme de que lloraba porque era mi bebé, que no había sido malo con ella, y que se había ganado aquel castigo, pero era difícil mientras se deshacía en llanto entre mis brazos. Levanté su rostro y besé su frente.
-         Ya, princesita. Ya pasó. ¿Por qué estaba tan enfadada mi bebé?

-         Snif… snif…

-         Es porque Michael te regañó, ¿verdad? – adiviné. -  Michael es tu hermanito mayor y te quiere mucho, por eso te regaña cuando te portas mal, porque quiere que crezcas siendo buena. Sabes que los deberes hay que hacerlos, enana. No te dijo nada que no te hubiera dicho yo.

-         Snif.

Le di varios besos en la mejilla y luego le hablé al oído.

-         ¿Por qué no le pides a Michael que te de un abrazo? – sugerí y ella asintió, caminando hacia él.
Michael soltó a Kurt y el enano vino conmigo en vista de que su sillón improvisado había sido bruscamente ocupado. Le cogí en brazos, ya que no había tenido ocasión de saludarle, realmente, y le coloqué el pelito un poco.
-         Ya voy a hacer los deberes, papi.

-         Muy bien, campeón. Tete te ayuda y ahora voy yo, ¿vale?

Kurt asintió y se dejó llevar. Ted, en cambio, se mostró algo reacio a dejar a Alice. Levanté una ceja y él suspiró, cambiando a un bebé por otro.

Alice permitió que la cogiera, pero me miró con su ceñito arrugado.

-         Pitufita, las pinturas no se tiran al suelo – regañé. Le di una palmadita suave, como la que le había dado a Hannah en un principio.

PLAS

La cara de enfado de mi bebé se fue transformando en un puchero.

-         Snif… Lo shento.

-         No llores, princesita. Papá ya te ha perdonado. Pero hay que recoger las pinturas, ¿bueno?
Alice asintió, sin hacer ni el menor intento de separarse de mí. La dejé en mis brazos durante un rato y después la bajé para que recogiera.
Ted y Michael me miraban con idénticos ojos acusadores y fui más consciente que nunca de quién era el malvado monstruo de ese cuento. Me acerqué a Michael y le acaricié la cabeza.
-         ¿Te dieron mucha guerra? – pregunté.

-         No…
Le iba a decir algo más, pero entonces reparé en lo que había sobre la mesa, justo delante de él. ¿Qué era eso?
"Un condón" me respondí.
¿Qué hacía un condón en mi casa? ¿Qué hacía un condón en la mesa del comedor? ¿Qué hacía Michael con un condón? ¿Qué hacía Michael con un condón delante de mis hijos pequeños?



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