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lunes, 24 de agosto de 2020

CAPÍTULO 25: El espacio





CAPÍTULO 25: El espacio

Esa mañana desperté antes que Koran. La habitación estaba prácticamente a oscuras, pero había un ligero resplandor que permitía que se distinguieran algunas formas. Quizá venía de fuera, y entraba por alguna rendija de la puerta.
Nunca había tenido miedo a la oscuridad, al menos no desde los diez años, pero no pude evitar que me embargara una sensación de inquietud. Me preocupaba que todo lo que no pudiera ver con mis propios ojos desapareciera en cualquier momento. El cuarto, la nave, Koran…
-         Sistema – susurré.

-         Buenos días, Rocco – respondió la voz omnipresente, en un volumen bajo, como si supiera que Koran seguía durmiendo.

-         Buenos días. ¿Puedes encender las luces, por favor? Pero no todas… Solo que no esté tan oscuro.
No quería que Koran se despertara por culpa de mis estupideces. La habitación se iluminó con una luz tenue, como la de una mesita de noche. Perfecto. Suspiré, relajado, y me estiré sobre la cama.
Koran dormía a mi derecha, de lado y envuelto en las sábanas, a pesar de que no hacía frío. Me permití observar su rostro, estudiando aquellas facciones que se me empezaban a hacer familiares. No nos parecíamos mucho. Es decir, había alguna similitud, como el hecho de que los dos teníamos rasgos suaves y delicados para ser hombres. Quizá por eso él se empeñaba en dejarse algo de barba. Además, se nos desordenaba el pelo de la misma forma, haciendo que peinarse fuera inútil. Pero no éramos un calco. Cuando de pequeño intentaba imaginar cómo sería mi padre, siempre le hacía más parecido a mí.
Después de un rato, me levanté para ir al baño. No tardé más de dos minutos, pero cuando regresé Koran ya estaba despierto y espabilado.
-         No vuelvas a hacer eso –dijo, visiblemente alterado.

-         ¿Mear? – me extrañé.

-         No. Desaparecer así.

-         Vale, la próxima vez colgaré un anuncio – repliqué, con sarcasmo.

-         Perdona. Me levanté y no te vi y pensé que podía haberte pasado algo – me explicó, más tranquilo. – Estaba a punto de preguntarle al sistema.
Mis labios se estiraron involuntariamente ante su exceso de sobreprotección. Estaba seguro de que en algún momento me hartaría, pero decidí disfrutar del hecho de que se preocupara tanto por mí. Además, no era del todo una reacción infundada. Al fin y al cabo, hacía solo un par de días que habían intentado matarme.
-         Tendrías que ponerle un nombre – sugerí. – Es raro llamarle “sistema” o “la voz”. Iron Man estaría decepcionado.

-         ¿Quién es Iron Man? – me preguntó.


-         ¿No has visto Los vengadores? Deshonra sobre ti, deshonra sobre tu familia, deshonra sobre tu vaca – respondí, citando al lagarto con ínfulas de dragón de la película de Mulán.

Koran me miró sin comprender durante varios segundos. Después, alcanzó su brazalete, que estaba en la mesilla y tecleó algo. Se proyectó una imagen de Iron Man.

-         Ya veo, es una especie de personaje de ficción. ¿Y yo te recuerdo a él?

-         A decir verdad, serías más como el Capitán América – reflexioné, tomándome mi tiempo para pensarlo como si fuera un asunto importante. – Eh, espera un momento. Pensé que habías dicho que no podía conectarme con la Tierra con el brazalete.

-         Y no se puede. Pero tenemos directorios de información terrícola.

-         ¿Y pelis? ¿Podéis ver películas de la Tierra? – me interesé.

-         Algunas.

“Vale, este planeta acaba de ganar todos los puntos que perdió con lo de comer solo verdura como si fuera un conejo”.

-         Tengo una lista kilométrica de todas las que tienes que ver - le avisé.

Koran se rio.

-         ¿Qué te parece si desayunamos primero? – propuso. – Esta noche podemos mirar la película que tú quieras.

-         Está bien.

-         ¿Sigue en pie lo de salir afuera? ¿O no quieres?

-         ¿Al espacio? – pregunté, inseguro. Sí que quería, pero también me asustaba un poco.

-         Es totalmente seguro, si no ni lo habría mencionado – me prometió. Y supe que eso era cierto. Si algo tenía claro era que Koran tenía mi seguridad como prioridad.

-         ¿Usaremos un traje espacial? – pregunté, dejándome entusiasmar por la idea.

-         Sí. Te enseñaré a ponértelo.

Ansioso, fui a cambiarme de ropa y cuando regresé ya estaba el desayuno en la misma bandeja autónoma de siempre. Empezaba a acostumbrarme a aquel lugar, aunque también me preguntaba si Koran tenía una rutina diferente antes de llegar yo. Imaginé que un príncipe tendría… cosas de príncipe… que hacer.

Había más comida en mi plato que los otros días e inmediatamente miré mal tanto a mi plato como al causante de que estuviera tan lleno.
-         La doctora dijo que estabas delgado – fue su única explicación.

-         Es mi constitución – protesté.

-         Tienes que comer – insistió, en ese tono que no admitía réplica.
Gruñí y me bebí el zumo, porque tenía sed y eso entraba solo. Después miré el bol con fruta y el plato lleno de tostadas con lo que parecían diversos tipos de mermelada.
“Mira el lado positivo, al menos es azúcar”
-         ¿Soy bollivegetarianos también? – tuve que preguntar. - ¿No conocéis las galletas, ni los croissants?

-         Tenemos dulces, Rocco, pero los reservamos para ocasiones especiales.

-          ¿Así cómo quieres que engorde?  Una palmera de chocolate. Unas patatas fritas. ¿Acaso tiene sentido vivir así? – me quejé.

Koran soltó una carcajada.

-         Que melodramático eres. Si te lo comes todo, esta noche con la película habrá una sorpresa.

-         ¿Me chantajeas como a un niño de cinco años?

-         Si te vieras desde fuera, no notarías mucha diferencia, hijo – me señaló. – No es una crítica. Me encanta que seas así.
Resoplé indignado, y comí muy despacio, hasta acabarme todo. Tenía curiosidad por ver cuál era esa sorpresa, pero no quería hacer notar que estaba interesado.
Después del desayuno, Koran me guio hacia un área en el extremo opuesto de la nave. Por el camino, me fue dando algunas instrucciones.
-         Nunca puedes salir al espacio tú solo – me advirtió. – No podrás abrir la compuerta, pero aún así, ni lo intentes. Llevarás una cuerda que te atará a la nave y no te permitirá alejarte más de cincuenta metros.

-         ¿Qué pasa si se rompe?

-         No se romperá – me garantizó.
Cuando llegamos allí, pude ver por que sonaba tan seguro: la “cuerda” era un cable grueso de cinco centímetros de grosor que iba unida al traje.
No éramos los únicos que estábamos allí. Había una pareja joven, otro padre con su hijo y una mujer que iba sola. Todos ellos se estaban colocando los trajes espaciales y Koran me ayudó a ponerme uno. Pesaba mucho y daba mucho calor.
-         Ahí fuera hace más bien frío – me señaló. – Y cuando salgamos de la nave notarás la falta de gravedad.
Mientras Koran abrochaba los muchos cierres de seguridad que parecía tener esa cosa, no dejaba de darle vueltas a lo que estaba haciendo. Iba a cumplir el sueño de todos los niños que alguna vez hubieran soñado con ser astronautas, solo que ahorrándome los largos años de universidad y entrenamientos en la NASA.
 Koran se puso su propio traje y entonces vino un instructor a darnos una serie de pautas al pequeño grupo de personas que nos habíamos congregado allí.
-         A… Alteza – balbuceó, al reconocer a Koran. – No sabíamos que ibais a venir.

-         Solo he venido a pasar un rato con mi hijo – respondió, pasando un brazo a mi alrededor posesivamente. Pude sentir su orgullo al decir eso, como si hubiera algo de mágico en la expresión “mi hijo”.

-         ¿Sa… saldréis en el paseo de hoy?

-         He reservado dos tickets.
El pobre instructor estaba muy nervioso. Debía ser muy estresante descubrir que el príncipe te visitaba en tu puesto de trabajo sin previo aviso. Me di cuenta de que Koran llamaba la atención allá a donde fuera, y que nadie podía olvidarse de quién era. No estaba allí como príncipe, sino como padre, pero no podía quitarse la etiqueta.
La pareja joven cuchicheó algo mientras nos miraba.
-         Por favor, continúe – le animó Koran. – Pretenda que no estoy aquí.
“Sí, ya, como si eso fuera posible” pensé, pero el instructor asintió y se sumergió en su discurso de normas de seguridad:
-         En ningún momento pueden quitarse ningún elemento del traje. Todos los equipos se revisan a diario, pero si les saliera algún mensaje en la pantalla del casco, deben informarme de inmediato. Intenten que sus cables no se enreden. No está permitido escalar por el exterior de la nave. No se pueden arrojar objetos al espacio.
La charla duró un buen rato y vi que el otro chico que iba con su padre rodaba los ojos, aburrido. Quizá había estado varias veces y se lo sabía de memoria. Por fin, el instructor caminó hacia una puerta enrome y sólida y tecleó un código sobre un panel.
-         Al otro lado de esta puerta hay una habitación de despresurización. Allí anclaré el extremo de cada uno de los cables. En seguida se abrirá la compuerta exterior – nos explicó.
Pulsó una última tecla y las puertas se abrieron. El hombre comenzó a enganchar todos los cables en unas enormes argollas de metal y Koran colocó su mano en mi hombro mientras me sonreía a través del casco. Sentí mariposas en el estómago. No había sido buena idea desayunar tanto, corríamos un serio riesgo de que el zumo, la fruta y las tostadas acabasen desparramados por el espacio. Una pota eterna que flotaría por el universo por los siglos de los siglos.
Entonces, la última puerta se abrió y todo el miedo me abandonó de golpe. Ante mis ojos, a lo lejos pero no tan lejos, estaba el planeta Okran. Inmensamente grande, inmensamente azul y verde. No había luces, o quizá no estábamos lo bastante cerca para apreciarlas.



- Es bonito, ¿verdad? – me preguntó Koran.
Asentí, incapaz de emitir ninguna palabra. Sentí una ligera presión en la espalda, como si me estuvieran animando a acercarme al borde. Me sentía ligero, como si la fuerza de la gravedad se estuviera diluyendo a través de aquel espacio abierto.
-         No tengas miedo – dijo Koran, y me tomó de la mano. - Yo estaré contigo. Es como saltar a una piscina.
Sin soltarle, di un paso hacia la nada y noté que flotaba. Era una sensación extraña, como no tener peso. Daba la impresión de que en cualquier instante me perdería en aquella vasta negrura y tuve la necesidad de aferrarme al cable con la mano libre, como si fuera el cordón umbilical que me unía a la vida.
Me invadió una gran calma, la paz más completa y absoluta.
“Koran está usando su poder” adiviné. Cerré los ojos y dejé que mi mente absorbiera aquella sensación, pero no fue lo único que capté. Había entusiasmo, adrenalina, inquietud. De pronto estaba percibiendo las emociones de todas las personas que nos rodeaban. La mujer, la pareja, el padre y su hijo. Solté un grito de júbilo, solo que no era mi júbilo.
Fue estimulante. Abrí los ojos, y vi el inmenso planeta desde otra perspectiva.
“Hogar” me vino a la cabeza. Era lo que todos ellos sentían, incluso Koran. Aquella enorme esfera les resultaba familiar y acogedora y no únicamente hermosa, como a mí.
-         ¿Te gusta? – me preguntó Koran. Su voz me llegaba a través de un altavoz, en el interior del casco.
Asentí y solté mi mano del cable para apretar el botón que el instructor me había indicado que servía para comunicarnos.
– Gracias por traerme aquí.

La verdad, no estaba seguro de si me refería únicamente a aquel paseo espacial. Todavía no le había dado las gracias por haberme llevado a vivir con él, y aquel pareció un buen momento.

Koran me sonrió y entonces tiró de mí para acercarme, como cuando tiras del hilo de un globo. Incluso en el espacio exterior sus abrazos se sentían cálidos y protectores.

-         Ve a explorar un rato – me aconsejó. – Abre los brazos y las piernas, déjate llevar. Es una sensación única.
Hice lo que me pedía, y observé por primera vez la nave desde fuera. Era un armatoste grotesco, una ciudad entera suspendida en medio del vacío. Intenté ver si era capaz de identificar la venta de nuestra habitación, pero entendí que no tenía sentido, dado que desde allí no podíamos ver el planeta, estaba al otro lado.
Miles y miles de familias vivían allí. Me pregunté si habría alguien mirando desde algún cristal, y saludé con la mano.
Poco a poco, aprendí como impulsarme, hasta que noté un tirón en la cintura y supe que ya no me podía alejar más. Mientras estaba allí, flotando en el espacio como una medusa en el agua salada, entendí que no era un único cable el que me conectaba a la nave. Ahora había otra cuerda, invisible pero mucho más resistente que aquel hilo de acero, que me conectaba con Koran.
-         Espero que te guste estar aquí fuera, porque es donde vas a terminar antes o después, pero sin traje ni oxígeno – me advirtió una voz filosa. Asombrado, miré a mi alrededor para ver quién me había hablado. El sonido me había llegado a través del altavoz del traje, pero había una figura mirándome directamente, una que no era Koran.

Forzando un poco la vista, reconocí al otro chico que había venido con su padre. Forzando otra parte de mí sobre la que no tenía ningún control, percibí lo mucho que me detestaba. Su rechazo fue una ola casi física que me golpeó en el pecho. Empatizar los sentimientos negativos era mucho más intenso que los positivos, o al menos así me pareció entonces, cuando sentí que su odio era contagioso.

Quise responderle, pero no sabía cómo podía hacer para comunicarme con su traje. El mío estaba sincronizado con el de Koran y con el instructor. No sabía cómo configurarlo para poder hablar con aquel idiota.

Me impulsé para acercarme a él, lleno de rabia, de una rabia que no era mía.

“¿Qué he podido hacerle para que me desprecie tanto?”

-         ¡No te acerques a mí, mestizo! ¡Impuro!

“¿Impuro? Vaya, esa es nueva”.

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