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martes, 15 de septiembre de 2020

CAPÍTULO 26: EL ACÓLITO




CAPÍTULO 26: EL ACÓLITO

Todo había sucedido muy rápido. Me había acercado a ese chico contagiado de sus propias emociones, empatizando con su desprecio, pero cualquier intento de hablar con él había sido en vano, porque no sabía manejar los mandos del traje que llevaba y no logré conectar el micrófono en la frecuencia correcta. Debí de resultar una visión muy cómica, moviendo la boca y los brazos con total indignación, pero sin emitir ningún sonido. En el vacío, las ondas no pueden propagarse, porque no hay medio material. No hay aire.
Koran, sin embargo, sí podía escucharme a través de su propio traje y por eso se acercó a nosotros, al entender que estábamos discutiendo. Llegó justo a tiempo para liberarme de aquel psicópata, que había llevado las manos a mi cuello como si pretendiera estrangularme. El grosor y la robustez del traje no le permitieron hacerme daño, pero me dio mucha impresión, especialmente porque mi “séptimo sentido”, mi superpoder para percibir sentimientos ajenos, me hizo ver hasta qué punto ese tipo me odiaba.
-         ¡Basta! ¡Suéltale ahora mismo! – ordenó Koran.

-         ¡Impuro! ¡No puedes estar aquí! – gritó el chico, enajenado, forcejeando para alcanzarme.  

-         ¡Aléjate de él!
Los segundos siguientes fueron bastante confusos, pero noté un tirón en el cable y nos vimos arrastrados de vuelta a la nave. Creo que Koran le había dado algún tipo de aviso al instructor.
-         ¿Estás bien? – me preguntó.

-         Sí… No sé qué le pasa. Si no me conoce de nada.
Koran no me respondió en ese momento, pero intuí que él sí sabía a qué había venido aquel ataque. También noté que enviaba olas de calma en mi dirección, pero no me opuse. Era más agradable que captar el odio de aquel chico.
Cuando todo el mundo regresó a la nave, las puertas exteriores se cerraron. Había muchos ruidos extraños a mi alrededor: chasquidos de los mecanismos, pitidos con indicaciones que no sabía interpretar… Intenté quitarme el casco, pero Koran me sujetó las manos.
-         Todavía no – me indicó. – Deja que tu cuerpo se acostumbre a la gravedad de nuevo.

-         En la nave no debería haber gravedad, ¿no? – se me ocurrió de pronto.

-         Te sorprendería lo que una buena tecnología puede conseguir. Los astronautas de la Tierra están en ello. Todo les será mucho más fácil cuando no tengan que preocuparse de que sus… esto… fluidos corporales… empiecen a flotar.

-         Puaj. Gracias por la imagen mental.
Koran sonrió y me ayudó a quitarme el traje antes de sacarse el suyo. Sus movimientos eran suaves y calmados, pero empezaba a conocer su lenguaje gestual y estaba tenso. Sin embargo, esa tensión no se percibía en sus emociones, ya que solo me llegaban emisiones de tranquilidad. Me pregunté cómo haría eso, cómo podía sentir una cosa y transmitir otra con sus poderes. Me sería muy útil aprender a hacerlo.
-         Le debes una disculpa a mi hijo – enunció, de pronto, sin mirar a nadie en concreto.
El chico que me había atacado se estaba quitando el traje y cuchicheando con su padre, pero lo escuchó perfectamente.
-         Ese no es vuestro hijo, Alteza. Es un mestizo – respondió, con arrogancia.
Los ojos de Koran se volvieron rojos, dio un paso hacia delante y yo le agarré del brazo, por instinto, porque temí que montara una escena. Un príncipe no debía estarse peleando, ¿no? Y menos con adolescentes. Todavía no sabía mucho de protocolos, pero eso me parecía básico.
Al parecer, mi agarre tuvo el mismo efecto que el que tendría el de un chimpancé sobre un elefante. No logré retener a Koran ni un milímetro. Se colocó muy cerca del chico y le miró amenazadoramente.
-         ¿Cómo te llamas, muchacho? – le preguntó.

-         Kyo.

-         Kyo, si tu padre no te ha enseñado a respetar a los demás, yo estaré encantado de hacerlo – susurró Koran. Me pareció un susurro peligroso. Del tipo “tu vida corre peligro” peligroso. Quizá su vida no. Pero su integridad física, o la integridad de su trasero, seguro. Sabía que no le iba a importar el hecho de que no fueran familia.

La verdad era que estaba disfrutando de la escena. Lo único que la hubiera mejorado hubiera sido un cubo de palomitas. La sensación de que me defendieran tan intensamente era maravillosa y que el tal “Kyo” estuviera pasando un mal rato era un plus.

“El karma, bitch”.

-         ¡No puede hablarme así, soy un futuro sacerdote del templo de Sio!

“¿Eh?”
-         En “futuro” está la clave – gruñó Koran, entre dientes. – De momento no eres más que un mocoso malcriado.

-         ¿Qué sucede? – intervino el padre de Kyo.

-         Sabe perfectamente lo que sucede. Su hijo atacó al mío sin ninguna provocación. Independientemente de sus creencias, no puede tratar así a los demás.

-         Mi hijo sostiene que el mestizo le insultó primero y amenazó con entrar el templo a profanarlo.

Koran se giró para mirarme y, a pesar de ser completamente inocente, me encogí sobre mí mismo, intuyendo que me acababan de acusar de algo grave. Me sentía como una cría de cebra abandonada en medio de la sabana: no tenía ni idea de cómo era el mundo, pero sospechaba que en cualquier momento iban a comerme.

-         Rocco – dijo Koran. Sus ojos habían vuelto a su marrón habitual e incluso se dulcificaron. - ¿Es eso verdad? – me preguntó, en un tono que me indicó que ya sabía la respuesta y que solo estaba cumpliendo con una formalidad.

-         No, yo no le dije nada. Si ni siquiera sé cómo se habla con eso puesto.

-         Está mintiendo – replicó Kyo.

-         No, mi hijo no miente. Si mintiera, me daría cuenta, porque, como sabrás, soy empático y él aún no ha aprendido a ocultar sus emociones – le explicó.
Tomé nota de aquella información, porque me podía venir bien en el futuro. Uno nunca sabe cuándo va a necesitar camuflar ciertas cosas para salvar el pellejo. Mentir no estaba en mi modus operandi, pero no llevaba ni una semana allí y ya me habían castigado varias veces, quizá iba a tener que improvisar si quería sobrevivir. 
– Es por eso que sé que eres tú quien falta a la verdad – continuó Koran. – Si usted no va a reprender la conducta de su hijo, lo haré yo – añadió, mirando al padre.
El hombre dudó unos segundos, y después agarró a su hijo de la nuca delicada pero firmemente.
-         Ven aquí, Kyo.

-         ¿Qué? Pero… ¡padre!

-         Un sacerdote no puede dejarse llevar por su rabia ni caer en la mentira – le regañó y tiró de él para… para…

“Por Dios, ¿es que aquí nadie entiende el concepto de intimidad?”

El hombre le inclinó y le propinó tres palmadas que me hicieron sentir muy incómodo. ¿¡Por qué me hacían presenciar esas cosas!?

PLAS PLAS PLAS

-         ¡Au! ¡Padre, no puedes hacer esto, soy un acólito!

-         ¿Sí? Pues yo soy el padre del acólito y acabas de dejarme en evidencia.

-         ¡Te condenarás como ellos, padre! ¡No puedes aliarte con los mestizos!

-         Oh, por favor. Vámonos de aquí, me voy a poner enfermo – me dijo Koran y no esperó mi respuesta, porque echó a andar con paso acelerado. Le seguí de buen grado, sin entender un pimiento, pero sin ganas de presenciar más fuegos artificiales, e intuía que ese chico estaba por recibir unos cuantos, a juzgar por la cara que había puesto su padre ante su última declaración.

-         ¿Qué es todo eso de que es un sacerdote? – pregunté.

-         Es un siobita. Consideran impuros a los mestizos, porque comen carne – me instruyó. Vaya. Y yo que había dado tanto la murga con eso.  – Los animales y la naturaleza en general son sagrados para ellos. Algunos son muy radicales, aunque en general son inofensivos. Su primer mandamiento es no hacer daño a otra criatura viviente, pero ya ves con qué facilidad se lo saltan. Apenas hay siobitas en la nave, no pensé que fueras a toparte con alguien así. Lo siento mucho.

-         No ha sido tu culpa – murmuré. Reflexioné sobre lo que me había dicho durante un rato. – Se lo tiene un poco creído, ¿no?

-         Le han debido seleccionar en la última ceremonia para estudiar en el templo. Eso ni siquiera garantiza que se vaya a convertir en sacerdote, tendrá que demostrar que es apto primero y ya te digo yo que no va por buen camino.

-         ¿La suya es la religión más importante aquí? – pregunté, con algo de temor por lo que pudiera depararme el futuro.

-         No. Son bastante pocos, en realidad. Y no suelen abandonar el planeta, no se sienten cómodos lejos de la naturaleza.

Koran detuvo sus pasos y se dio la vuelta para quedar frente a mí.

-         Intenta mantenerte alejado de ese chico, ¿de acuerdo? La fe mal guiada, lejos de iluminar a la gente, la ciega por completo.
Asentí. No es como si me apeteciera rodearme de esa clase de idiotas.

N.A.: Perdón por la tardanza.
Gracias por vuestra paciencia.

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