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sábado, 2 de septiembre de 2017

Los niños del país de la eterna primavera. Capítulo 1: Escuela en casa



Los niños del país de la eterna primavera.
Capítulo 1: Escuela en casa
Donde la primavera es eterna, en un fraccionamiento aledaño al hotel Cocoyoc, descansaba sobre una alfombra de pasto una agradable y amplia casa.
 Si el expectador se detenía en la vereda que rodeaba el campo de golf y miraba hacia los amplios ventanales que constituían casi en su totalidad ese lado de la casa, vería una “clásica” casa dónde son palpables por un lado el poder adquisitivo y por el otro las huellas de niños traviesos que amenazan con derribar su propio “pequeño” palacete. Si alguien hubiera preguntado a los vecinos acerca de la familia Fernández Strauss, se habría sorprendido acerca de los diversos y extraños rumores que rodeaban a los dueños de aquella casa. Es cierto que se llevaban bastante bien con sus vecinos, y siempre saludaban cordialmente a todos, e incluso sus hijos jugaban junto con los otros niños en el campo de golf. Pero nunca nadie los había visto ir a la escuela, y era un secreto a voces el hecho de que a veces se oía el llanto o gritos de los niños junto con otros ruidos raros en aquella casa.
En el segundo piso se alcanza a percibir, cuando las persianas no están cerradas, lo que parece un amplio estudio con varios escritorios y libreros.
Y es aquí donde comienza nuestra historia:
Helma estaba sentada en el escritorio que le daba una clara vista a los de sus tres retoños, se alternaba el tiempo entre revisar qué estaban haciendo sus hijos, ver algo en la computadora respecto al valor nutricional de diversas dietas, y completar su diario.
‹‹¡Suficiente!››, resonó de pronto su voz en el estudio. ‹‹Ya te la ganaste, Caleb. Te dije varias veces que si te veía jugando ese videojuego en horas de clase te iba a tocar castigo. La computadora la tienes prendida para estudiar, no para jugar, estamos en hora de clase.››
Los tres muchachos se sobresaltaron, especialmente el aludido.
Jonathan, el niño de catorce años sentado en el escritorio junto a la ventana, siguió escribiendo en su cuaderno el reporte que estaba sacando de la computadora. Después de que se le pasó un poco el susto, bostezó y provocó que su largo cabello castaño brillara como olas doradas moviéndose curiosamente bajo el sol de Morelos.
Por su parte Peter, el niño de 11 años, comenzó a escribir rápidamente números al azar en el resultado de su multiplicación, para después tener que borrarla, y frotarse el cabello cobrizo en un tic de frustración. Uno o dos de esos especiales cabellos que tantos murmullos generan entre las niñas de la vecindad, cayeron sobre las hojas blancas del libro como si pretendieran incendiarlo. Debido a la preocupación del efecto sobre el cuero cabelludo a largo plazo, sus papás habían hecho todo lo posible porque dejara de hacerlo, sin recurrir al castigo físico, pero hasta el momento no había habido mejora. El psicólogo les dijo que era normal en los chicos, y más en hijos adoptados como él, desarrollar ocasionalmente comportamientos compulsivos para liberar tensión. Aunque ellos estaban en desacuerdo, pues este niño adoptado al año de edad en la Península de Crimea siempre había sido tratado con el mismo cariño, atención y rigidez que sus dos hijos biológicos, concordaron en no abordar su problema con amenazas de castigo físico.
Por su parte Caleb, el niño de 9 años, cerró el jueguito que había estado jugando y trató de ponerse a estudiar. Pero la expectativa negativa del castigo no le ayudaba y terminó quedándose con la cabeza inclinada sobre la cartulina del trabajo y con su cabello largo cubriendo los ojos y una lágrima que luchaba por escaparse.
‹‹Bueno, como veo que ya nadie puede estudiar por ahora, vamos a tomar receso.›› Volvió a hablar la mamá después de que habían transcurrido algunos minutos. ‹‹Hace rato le pedí a María que tuviera el lunch listo, así que bajan y se lo piden. Nos vemos en una hora en el salón otra vez.››
«Tú no Caleb, tráeme por favor el cepillo.»
‹‹No, mami, por favor perdóname.››
‹‹Te di varias oportunidades, Caleb, ahora hazme caso.››
El niño se dirigió al tocador que estaba al lado del cuarto de estudios y trajó “el cepillo” que era un cepillo ovalado de madera maciza y revés plano. Era un cepillo pesado, y muy doloroso. Caleb se lo entrego a su mamá con la cabeza agachada como perrito regañado.
‹‹No me pegues tan duro, mami.››
Por su parte la mamá desabrochó la hebilla del cinturón y le bajó y quitó el short caqui , e inmediatamente después su calzoncillo de algodón blanco corrió la misma suerte.
En una de las esquinas del estudio había un sillón sin antebrazos y Helma le indicó a Caleb que se acostara boca arriba en él. Después puso una almohada que le sostuviera la cabeza y le puso sus brazos atrás de la espalda de forma que quedaran sujetados por el propio peso de su tórax. Una lágrima se escurrió hacia el sillón por la mejilla del asustado niño. Su mamá tomó sus pies de los tobillos y le subió las piernas juntas dejando las partes más sensibles de las pompis y las piernas expuestas.
`PLAS’ PLAS `Ya... ‘ PLAS PLAS PLAS ‘Ay’PLAS PLAS PLAS PLAS ‘Buaaah’
El sonido de los azotes se mezclaban primero con el de los quejidos del niño y después con su llanto.
Después de unos 15 cepillazos la mamá dejó el cepillo y bajó delicadamente los coloreados y enrojecidos muslos de su hijo, quien seguía llorando y sollozando.
Una vez que el niño se había calmado un poco, la mamá le dio su calzoncillo y su short para que se los pusiera y le dio un abrazo, aunque el niño lo rechazó al principio finalmente se dejó abrazar.
‹‹Hijo, no vuelvas a desobedecerme cuando te digo que dejes de jugar esos jueguito porque estamos estudiando. Algún día vas a entender porque te castigo. Jugar está bien, pero todo tiene su tiempo, y también hay que estudiar. ¿OK? Y ahora sí, ve a comer tu lunch y nos vemos aquí a la misma hora que tus hermanos.››
‹‹Pero yo no voy a tener el mismo tiempo para jugar.›› Le pidió tiernamente.
‹‹Bueno, 15 minutos más que ellos, si me das un beso.››
El niño sonrió y le dio un beso a la mamá y después sorbio con sus pulmones su congestionada nariz.
‹‹Suénate la nariz, y tiras el papel en el bote de basura.›› Le dijo al niño alcanzándole un kleenex y dándole una nalgada cariñosa.

‹‹Ouch›› se quejó este, aunque con una media sonrisa, y corrió hacia la cocina por su lunch de waffles y helado. 

1 comentario:

  1. mm no le entendí mucho a la hora del castigo...
    Pero suena bastante interesante tu nueva propuesta!!
    mm ya quiero leer lo que sigueee!!

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