Los niños del
país de la eterna primavera.
Donde la primavera es eterna, en un
fraccionamiento aledaño al hotel Cocoyoc, descansaba sobre una alfombra de
pasto una agradable y amplia casa.
Si el expectador se detenía en la vereda que rodeaba
el campo de golf y miraba hacia los amplios ventanales que constituían casi en
su totalidad ese lado de la casa, vería una “clásica” casa dónde son palpables por
un lado el poder adquisitivo y por el otro las huellas de niños traviesos que
amenazan con derribar su propio “pequeño” palacete. Si alguien hubiera
preguntado a los vecinos acerca de la familia Fernández Strauss, se habría
sorprendido acerca de los diversos y extraños rumores que rodeaban a los dueños
de aquella casa. Es cierto que se llevaban bastante bien con sus vecinos, y
siempre saludaban cordialmente a todos, e incluso sus hijos jugaban junto con
los otros niños en el campo de golf. Pero nunca nadie los había visto ir a la
escuela, y era un secreto a voces el hecho de que a veces se oía el llanto o
gritos de los niños junto con otros ruidos raros en aquella casa.
En el segundo piso se alcanza a
percibir, cuando las persianas no están cerradas, lo que parece un amplio
estudio con varios escritorios y libreros.
Y es aquí donde comienza nuestra
historia:
Helma estaba sentada en el escritorio
que le daba una clara vista a los de sus tres retoños, se alternaba el tiempo entre
revisar qué estaban haciendo sus hijos, ver algo en la computadora respecto al
valor nutricional de diversas dietas, y completar su diario.
‹‹¡Suficiente!››, resonó de pronto su
voz en el estudio. ‹‹Ya te la ganaste, Caleb. Te dije varias veces que si te
veía jugando ese videojuego en horas de clase te iba a tocar castigo. La
computadora la tienes prendida para estudiar, no para jugar, estamos en hora de
clase.››
Los tres muchachos se sobresaltaron, especialmente
el aludido.
Jonathan, el niño de catorce años sentado
en el escritorio junto a la ventana, siguió escribiendo en su cuaderno el
reporte que estaba sacando de la computadora. Después de que se le pasó un poco
el susto, bostezó y provocó que su largo cabello castaño brillara como olas
doradas moviéndose curiosamente bajo el sol de Morelos.
Por su parte Peter, el niño de 11 años,
comenzó a escribir rápidamente números al azar en el resultado de su multiplicación,
para después tener que borrarla, y frotarse el cabello cobrizo en un tic de frustración.
Uno o dos de esos especiales cabellos que tantos murmullos generan entre las
niñas de la vecindad, cayeron sobre las hojas blancas del libro como si
pretendieran incendiarlo. Debido a la preocupación del efecto sobre el cuero
cabelludo a largo plazo, sus papás habían hecho todo lo posible porque dejara
de hacerlo, sin recurrir al castigo físico, pero hasta el momento no había
habido mejora. El psicólogo les dijo que era normal en los chicos, y más en
hijos adoptados como él, desarrollar ocasionalmente comportamientos compulsivos
para liberar tensión. Aunque ellos estaban en desacuerdo, pues este niño adoptado
al año de edad en la Península de Crimea siempre había sido tratado con el
mismo cariño, atención y rigidez que sus dos hijos biológicos, concordaron en
no abordar su problema con amenazas de castigo físico.
Por su parte Caleb, el niño de 9
años, cerró el jueguito que había estado jugando y trató de ponerse a estudiar.
Pero la expectativa negativa del castigo no le ayudaba y terminó quedándose con
la cabeza inclinada sobre la cartulina del trabajo y con su cabello largo cubriendo
los ojos y una lágrima que luchaba por escaparse.
‹‹Bueno, como veo que ya nadie puede
estudiar por ahora, vamos a tomar receso.›› Volvió a hablar la mamá después de
que habían transcurrido algunos minutos. ‹‹Hace rato le pedí a María que
tuviera el lunch listo, así que bajan y se lo piden. Nos vemos en una hora en el
salón otra vez.››
«Tú no Caleb, tráeme por favor el
cepillo.»
‹‹No, mami, por favor perdóname.››
‹‹Te di varias oportunidades, Caleb,
ahora hazme caso.››
El niño se dirigió al tocador que
estaba al lado del cuarto de estudios y trajó “el cepillo” que era un cepillo
ovalado de madera maciza y revés plano. Era un cepillo pesado, y muy doloroso.
Caleb se lo entrego a su mamá con la cabeza agachada como perrito regañado.
‹‹No me pegues tan duro, mami.››
Por su parte la mamá desabrochó la
hebilla del cinturón y le bajó y quitó el short caqui , e inmediatamente
después su calzoncillo de algodón blanco corrió la misma suerte.
En una de las esquinas del estudio
había un sillón sin antebrazos y Helma le indicó a Caleb que se acostara boca
arriba en él. Después puso una almohada que le sostuviera la cabeza y le puso
sus brazos atrás de la espalda de forma que quedaran sujetados por el propio
peso de su tórax. Una lágrima se escurrió hacia el sillón por la mejilla del
asustado niño. Su mamá tomó sus pies de los tobillos y le subió las piernas
juntas dejando las partes más sensibles de las pompis y las piernas expuestas.
`PLAS’ PLAS `Ya... ‘ PLAS PLAS PLAS ‘Ay’PLAS
PLAS PLAS PLAS ‘Buaaah’
El sonido de los azotes se mezclaban primero
con el de los quejidos del niño y después con su llanto.
Después de unos 15 cepillazos la mamá
dejó el cepillo y bajó delicadamente los coloreados y enrojecidos muslos de su hijo,
quien seguía llorando y sollozando.
Una vez que el niño se había calmado
un poco, la mamá le dio su calzoncillo y su short para que se los pusiera y le
dio un abrazo, aunque el niño lo rechazó al principio finalmente se dejó
abrazar.
‹‹Hijo, no vuelvas a desobedecerme
cuando te digo que dejes de jugar esos jueguito porque estamos estudiando.
Algún día vas a entender porque te castigo. Jugar está bien, pero todo tiene su
tiempo, y también hay que estudiar. ¿OK? Y ahora sí, ve a comer tu lunch y nos
vemos aquí a la misma hora que tus hermanos.››
‹‹Pero yo no voy a tener el mismo
tiempo para jugar.›› Le pidió tiernamente.
‹‹Bueno, 15 minutos más que ellos, si
me das un beso.››
El niño sonrió y le dio un beso a la
mamá y después sorbio con sus pulmones su congestionada nariz.
‹‹Suénate la nariz, y tiras el papel
en el bote de basura.›› Le dijo al niño alcanzándole un kleenex y dándole una
nalgada cariñosa.
‹‹Ouch›› se quejó este, aunque con
una media sonrisa, y corrió hacia la cocina por su lunch de waffles y helado.
mm no le entendí mucho a la hora del castigo...
ResponderBorrarPero suena bastante interesante tu nueva propuesta!!
mm ya quiero leer lo que sigueee!!