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sábado, 26 de febrero de 2022

CAPÍTULO 145: DIECISÉIS (PARTE 2): ME ARRUINASTE EL CUMPLEAÑOS


CAPÍTULO 145: DIECISÉIS (PARTE 2): ME ARRUINASTE EL CUMPLEAÑOS

Mientras los más mayores ayudaban en la cocina, a mí me tocó cuidar de los pequeños, así que me fui con Cole, con Dylan y con Kurt a hinchar globos y a decorar el jardín para la fiesta de Jandro. Alice se nos unió enseguida. Ella y Hannah se habían metido en un pequeño lío y me extrañó que no vinieran juntas, pero sabía que papá la mandaría conmigo tarde o temprano porque así lo habíamos acordado. 

Hannah vino al rato con las manos llenas de chispitas de chocolate que quiso repartir entre nosotros. No tenía muchas, así que no cogí ninguna y en su lugar la cogí a ella en brazos.

  • Gracias, princesa. ¿De dónde las sacaste?


  • Jandro me dio :3


  • Ah, o sea que es su cumpleaños y es él el que te hace regalos – me reí. – Tenemos que poner el jardín bien bonito para él, ¿vale? ¿Nos ayudas?

Hannah asintió y así que le di un globo para que intentara inflarlo, sabiendo de antemano que no podría ella sola. En realidad, los peques no iban a ser de mucha ayuda, pero haría lo que pudiera por mantenerles entretenidos mientras ponía los adornos. Cuando hacíamos fiestas de cumpleaños caseras la decoración siempre era un poco infantil, pensando en todos, pero en realidad a nadie le disgustan los globos y quien diga lo contrario, miente. En el caso de Alejandro, lo que más le gustaba era explotarlos, privilegio que le sería concedido cuando todo terminara.

  • ¡Mira, Ted! ¡Lo he inflado! – exclamó Kurt, orgulloso, cuando su globo se llenó un poquito, apenas lo suficiente para estirar algo la goma. No lo agarró bien, sin embargo, así que se le escapó, deshinchándose por el aire. Mi hermanito puso un puchero super gracioso.


  • No te preocupes, peque. Es muy difícil.


  • Cole si sabe – gimoteó, haciendo referencia a que Cole había conseguido (con mucho esfuerzo y tras varios intentos) inflar un globo al completo. Me lo dio a mí para que se lo atara, porque la parte del nudo era la más complicada. 


  • Cole es mayor que tú, enano. 


  • Pero quiero ayudar – se entristeció.


  • Y yo – dijeron Hannah y Alice, a la vez. Dylan estaba a lo suyo, observando el césped con mucha atención.


  • Mmm. Necesito alguien que meta los caramelos de esas bolsas de ahí en esas cuatro piñatas, SIN comérselos. ¿Creéis que sabríais hacer eso?


  • ¡Sííí!


  • ¿Y si nos comemos alguno? – preguntó Alice, preocupada como si fuera un suceso inevitable. 


  • Entonces tendré que haceros muuuchas cosquillas – respondí, moviendo la mano debajo de sus axilas, provocando que se riera. – O quizás abriros la tripita para sacar los caramelos – añadí, apretando su estómago con suavidad, aumentando sus carcajadas. Era tan fácil hacer reír a los enanos. 


  • No nos los comeremos – prometió Hannah, comprometida con la misión.


Papá había decidido incluir piñatas en vista del éxito que fueron en el cumpleaños de los trillizos. Le había prometido a Jandro que la suya se abriría con palos y no tirando y que esta vez no habría turnos, sino una verdadera lucha por ver quién la abría primero. Yo solo esperaba que no hubiera que llevar a nadie al hospital.


Cole y yo continuamos con los globos mientras Alice, Hannah y Kurt llenaban las piñatas. Les di pequeñas indicaciones sobre cuánto poner en cada una, para que no se rompieran, y les aconsejé que mezclaran los caramelos, dado que había de distinto tipo. También había pequeños juguetes, y vi como Kurt se metía un par de ellos en el bolsillo. Suspiré. No me pareció importante, era una cosa normal en niños, pero mi hermanito era honesto y no quería que empezara a dejar de serlo, así que me agaché a su lado. 


  • Kurt, lo que estáis haciendo es muy importante, ¿sabes? Las piñatas van a ser una parte muy especial de la fiesta, a Jandro van a gustarle mucho. 


Él sonrió, ilusionado, y yo le sonreí de vuelta. 


  • Todos van a poder tener chuches y juguetes. Y, como estáis siendo tan buenos ayudantes, a lo mejor puedo daros algún caramelo extra. Pero no puedes coger los juguetes, ¿vale? Son para todos – le expliqué. 


Mi hermanito borró su sonrisa y se mordió el labio.


  • ¿Has cogido alguno? - le pregunté. 


Kurt negó con la cabeza y yo intenté no decepcionarme. ¿Estaría aprendiendo a mentir? Todos los niños lo hacían, era una parte normal de su desarrollo, pero a mí, y creo que también a papá, nos derretía el corazón pensar que los mellizos eran tan sinceros. 


  • ¿Estás seguro? 


Kurt se miró los pies y respiró hondo.


  • Sí cogí, pero no son para mí - susurró.


  • Ah. ¿Y para quién son?


  • Para Jandro. Es que… todos le comprasteis cosas y yo solo le regalé un dibujo. 


Owww. 


  • A Jandro le gustó mucho tu dibujo, peque. Tú todavía no tienes paga así que no puedes comprarle nada. ¿Sabes lo que me dijo papá una vez, cuando le hice un dibujo por su cumpleaños? Que fue el regalo más especial de todos, porque le había regalado mi tiempo y además le había dejado un recuerdo que iba a guardar para siempre.

Kurt sonrió un poquito, pero enseguida se puso triste otra vez.

  • ¿Me vas a dar en el culito? – me preguntó.


Intenté ignorar las sensaciones que esa pregunta me provocaba, me daba vergüenza solo escucharlo, y le abracé. Al parecer, para mi hermano tenía perfecta lógica y ni un gramito de conflicto el hecho de que yo le regañara. 


  • No, enano. Si papá está en casa es él quien te castiga, pero nadie va a castigarte ahora. 


  • Robar está muy feo – susurró, y noté que empezaba a llorar.


  • Sí, eso es verdad. No se puede quitar a otra persona lo que es suyo. Pero tú no le quitaste los juguetes a nadie.


  • Snif… snif… a papá… 


  • Papá los compró para la fiesta.


  • Snif… snif… entonces, a los demás… snif… 


El enano tenía una lógica aplastante. No sabía cómo hacerle ver que lo que había hecho no era robar y una parte de mí me dijo que si no sabía era por algo. Pero no había sido un robo… Era como quien hace la comida y aprovecha para picar un poco mientras la hace… Algo inocente, sin importancia. No quería que mi hermanito se torturara y se sintiera culpable por algo así.


  • Papá compró caramelos y juguetes de sobra, Kurt, porque sabía que igual “se perdía” alguno por el camino. Por eso bromeé con Alice antes. Me acerqué a hablar contigo porque quería que entendieras que esas bolsas son para todos, pero veo que lo entiendes, y que no lo estabas cogiendo para ti, por egoísmo, sino al contrario, con ganas de hacer algo bonito por Alejandro. No puedes coger cosas de las tiendas, ni siquiera para un regalo, pero esto no fue lo mismo. Al menos, para mí no fue lo mismo, y no te voy a castigar. Pero si te sientes mal, entonces puedes ir a decírselo a papá. Eso es lo que debes hacer siempre que te sientas triste o preocupado por algo – le aconsejé. 


  • ¿Me va a regañar? – preguntó, sin separar la cara de mi jersey.


  • No lo creo, peque, pero es una posibilidad – decidí no mentirle. 


  • ¿Se va a enfadar conmigo? – continuó. Aquella vez se separó un poquito para mirarme con ojos húmedos. Pasé un dedo por sus mejillas para limpiárselas. Esa pureza de mi hermanito era la razón por la que sus ocasionales berrinches no me parecían tan importantes. Era un buen niño, un gran niño y, aunque la perfección no existía, él se quedaba muy cerca. Como papá.


  • No, eso seguro que no – respondí, convencido. 


Terminaron de llenar las piñatas y yo las cerré. Las colgué en diversos puntos del jardín y, justo cuando acabé, papá salió a ver cómo íbamos, admirando nuestro trabajo. Me sonrió y puso una mano en mi hombro, en una señal universal de orgullo. Papá no era mucho de dar palmaditas de satisfacción en la espalda, y yo lo agradecía, porque odiaba ese gesto. 


  • No podría hacer nada de esto sin vosotros – me dijo.


  • No tendrías que hacer nada de esto sin nosotros – corregí.


  • No lo cambiaría por nada del mundo – replicó papá. – Tan solo agradezco que tu hermano haya querido una celebración familiar y no solo ir al cine o celebrarlo con sus amigos. 


Sonreí. Alejandro disfrutaba de esas cosas como el que más. Era un apasionado de su cumpleaños, diría que era su día favorito del año.


Kurt se acercó a nosotros juntando las manitas y papá reparó enseguida en su mirada triste. 


  • ¿Qué ocurre, campeón?


Les di algo de espacio para que hablaran y me fui a impedir que Dylan tirara de una de las cuerdas de las piñatas. Lo mejor iba a ser sacar a los enanos de allí hasta que llegaran todos. No tenía energías para vigilar sus movimientos, el efecto del Paracetamol no estaba durando y volvía a dolerme la cabeza.


  • AIDAN’S POV –


No había esperado que el jardín estuviera ya listo. Ted había hecho un gran trabajo, con sus pequeños ayudantes. La verdad es que tenía mucha suerte por lo colaboradores que eran mis hijos, incluidos los enanos, siempre contentos de ayudar.


Pero Kurt en aquel momento no estaba contento. Me agaché junto a mi bebé y le cogí en brazos, tomando consciencia de lo grande que se estaba haciendo y lo mucho que me iba a costar hacer eso dentro de nada. 


  • Papi, hice algo malo – me confesó. 


  • ¿El qué, mi amor? – pregunté, prometiéndome a mí mismo que mantendría una actitud abierta ante lo que me dijera. 


  • Cogí juguetes de las piñatas.


  • Ya veo – respondí, aliviado, porque no era nada importante. - ¿Le pediste permiso a Ted? 


Kurt negó con la cabeza y escondió el rostro en mi hombro.


  • Eran para Alejandro – susurró. – Por su cumpleaños. 


Se metió la mano en el bolsillo y me enseñó los juguetes. Una araña de goma y una trompeta de plástico. Tonterías baratas que había comprado junto con las chuches. 


  • Es un buen gesto, cariño. Para otra vez, pide permiso primero, ¿vale? – le dije, entendiendo por qué su conciencia le tenía en conflicto. Él sabía que esos juguetes no eran suyos, no hasta que los ganara en el juego.


  • Sí, papi.


  • Bueno, entonces ya no estés triste. No pasa nada. 


Kurt me miró a los ojos, buscando ver si estaba enfadado, así que le sonreí y le di un beso en la frente. Eso pareció calmarle. 


  • ¿Se los puedo dar? – me preguntó. – Ted ya cerró las piñatas


  • Sí, cariño.


  • ¿Crees que le guste?


  • Claro, y si se lo regalas tú, mucho más.


Kurt sonrió y me pregunté que había hecho para merecer ese bollito de azúcar con patas que tenía por hijo. Le dejé en el suelo y se fue corriendo a buscar a su hermano. 


Repasé la lista que me había hecho en el móvil, para asegurarme de que no se me olvidaba nada. En cualquier momento empezarían a llamar al timbre y la casa se llenaría de gente. 


Tenía varios menajes de Holly y uno de Dean. Abrí este último con algo de nerviosismo, pero resultó ser un mensaje bastante críptico. Me decía que le había comprado un regalo de última hora a Alejandro y que esperaba que le gustase. Le agradecí el detalle, y sonreí. Aún tenía que conocerlos mejor, pero me daba la sensación de que Dean hubiera sido el típico hermano que te metía en líos y Sebastian el que te sacaba de ellos. 


Holly me mandaba fotos graciosas de sus hijos y me preguntaba si quería que trajese algo para la fiesta. Yo le había dicho que no y, aun así, estaba seguro de que no me iba a hacer caso. 


Solo faltaba poner la mesa. Saqué una mesa de camping del garaje y le coloqué un mantel. Después fui a por los platos que mis hijos mayores me habían ayudado a preparar y justo entonces llamaron a la puerta. 


Era Sebastian, extra puntual como buen inglés. Sin saber muy bien cómo actuar, le saludé con un abrazo. 


  • Buenos días. 


  • Hola. ¿Llegamos demasiado pronto?


  • En absoluto – respondí. – Hola, Ollie. 


  • Olla, tito :3


“La facilidad con la que lo dice. Es que me lo como”.

El niño llevaba una bolsita en la mano y Sebastian me vio mirándola, así que la cogió y sacó un paquetito. 

  • No sabía qué le podría gustar, así que le compré un reloj. Ya sé… ya sé que los chicos hoy en día no usan esto, miran la hora en el móvil… ha sido una tontería – balbuceó, nervioso.


  • Para nada. Es perfecto, le viene bien para los exámenes y en otros momentos donde no puede tener el teléfono. Muchas gracias. Le encantará. 

Sonrió, aliviado, y me preguntó si me molestaba que hubiera aparcado en la entrada. Había alquilado un coche esa misma mañana para poder moverse por la ciudad.

  • Ahí está perfecto. 


  • ¿Ese Toyota es tuyo? – me preguntó. Ah, así que le gustaba el automovilismo.


  • No, de mi hijo. Si le preguntas te lo enseñará parte a parte, ha sido amor a primera vista. 

Sebastian sonrió y contempló el coche con admiración.

  • No me extraña. 

Una parte de mí se preguntaba si no me habría pasado con el modelo del coche. Tampoco era un Ferrari de lujo… La verdad es que yo entendía lo justito del tema. Tan solo había querido el coche más seguro posible y sabía que no le podía regalar un tanque blindado, aunque la idea se cruzó por mi mente. 

  • ¡Yo tamén tengo un coche! – me dijo Ollie y me enseñó un cochecito de plástico como si fuera el mayor de sus tesoros.


  • Se encaprichó al ver que alquilaba uno… - me explicó Sebastian, avergonzado. 


Sonreí y me agaché a admirar el juguete. Era un auto pequeñito, con ruedas de metal y carcasa semitransparente. Cuando girabas las ruedas, un led se encendía en el interior, haciendo que el coche brillara. 


  • ¡Qué chulo! ¿Y va muy rápido?


El pequeño asintió, con orgullo. 


  • Pasad. Los demás no han llegado todavía. Esto... vendrá Dean, y un vecino que aprecia mucho a mis hijos… y… mi… mi novia, con su familia – añadí, ruborizándome al final. Pero, ¿¡por qué me ruborizaba!? Que tenía treinta y ocho años, por Dios.

Sebastian solo asintió y me siguió dentro de casa, llevando a su hijo de la mano. Aún no había procesado que mis nuevos hermanos y Holly iban a estar en la misma habitación. 

  • Voy a buscar al cumpleañero – anuncié, pero no tuve que poner mucho empeño, porque Alejandro bajaba en ese momento por las escaleras hacia el salón. – Campeón, Sebastian y Ollie ya están aquí.


  • Hola – saludó él, algo cortado. Aquello era muy extraño, acabábamos de conocernos, pero a Jandro no le había parecido mal que estuvieran en su fiesta.


  • Feliz cumpleaños – le dijo Sebastian, sonriendo, y le entregó un paquete perfectamente envuelto. 


Alejandro lo abrió para descubrir el reloj. Era elegante, analógico. Quizá no era el regalo que un chico de dieciséis años podría pedir, pero era bonito y mi hijo supo apreciarlo. 


  • Muchas gracias. 


Con algo de torpeza, se acercó para darle un abrazo y Sebastian le correspondió. Duró apenas un segundo, después ambos se separaron, incómodos y sin saber qué hacer o decir. 


  • Ya he visto tu coche nuevo - comentó Sebastian.


  • Es una pasada, ¿verdad? – sonrió Jandro.


  • ¿Por qué no se lo enseñas? – le sugerí. 


Mi hijo no desperdició la oportunidad de presumir un rato y salió alegremente para mostrárselo. Ni siquiera se había sacado las llaves del bolsillo. Igual hasta dormía con ellas. Ted lo hizo en su día. 

Les dejé hablando de las especificaciones del coche y fui a buscar al resto de mis hijos. Los más pequeños empezaban a estar algo agitados, contagiados por el ambiente festivo. 


Como Alejandro no había cerrado la puerta, pude ver cómo llegaba Dean, pero había alguien más viniendo detrás de él, en una furgoneta. Extrañado, le saludé con la mano y esperé a que aparcara. 


  • Buenos días – saludé, con curiosidad creciente cuando se hizo evidente que la furgoneta definitivamente iba con él. Se acercó al conductor y le pidió que abriera la puerta. ¿Qué traía ahí? ¿Una de sus esculturas?


  • ¡Feliz cumpleaños, chico! – exclamó. Alejandro se acercó a mirar, seguido de Sebastian, Ollie y de mí mismo. 


Dentro de la furgoneta había una moto. Una motocicleta. Dean le había comprado una moto a mi hijo. 


  • ¡VENGA YA! ¡NO ME JODAS! ¿EN SERIO? – gritó Alejandro, frenético. 


No presté atención a la respuesta de Dean, porque aún estaba intentando ver si era una broma. Si era de mentira, de plástico, o algo. 


  • ¿Le has comprado una moto a mi hijo? – le pregunté, al final, mientras Alejandro se subía a horcajadas sobre aquella… cosa… Aquella máquina de matar negra y brillante. 


Mi tono de voz debió de revelar parte de mis pensamientos, porque la sonrisa de Dean se borró.


  • Esto… sí… 


  • ¿Cómo se te ocurre? – bufé. - ¿Cómo se te ocurre regalarle algo así sin preguntarme primero?


  • Ah, papá, no seas aguafiestas… - protestó Alejandro.


  • No. Esto no está a discusión, las motos son un gran no. 


  • ¡No puedes negarte, es un regalo! – se indignó Alejandro. Se bajó y se acercó a mí, buscando convencerme.


  • Si es por el dinero, yo… - empezó Dean, pero le interrumpí.


  • ¡No es por el dinero, aunque ya que estamos también, es porque son peligrosas! – exclamé, frustrado. ¿Quién hace un regalo así? ¿Cuánto le había costado? ¿Era su manera de intentar caernos bien? 


  • ¡Sam tiene una! – chilló Alejandro. 


  • ¡Y eso tampoco me parece una buena idea! - repliqué. Pero él se la había comprado siendo mayor de edad, con su propio dinero y cuando vivía en el campus. Holly no había podido hacer mucho por impedírselo, aunque el chico siempre había demostrado ser un conductor responsable. – Con una moto, cualquier accidente lo paras con tu cuerpo. ¡Una caída puede ser una pierna rota o algo mucho peor!


En serio, ¿a quién se le ocurría regalar una moto a un conductor primerizo de dieciséis años sin el permiso de su padre?


  • Tendré cuidado – dijo Alejandro.


  • No, no lo tendrás, porque esto se va de vuelta. Gracias por la intención, pero no podemos aceptarlo – le dije a Dean. 


  • ¡NO ES JUSTO! ¡NO TE LA REGALÓ A TI, ME LA DIO A MÍ! – gritó Alejandro.   ¡YO SÍ LA QUIERO!


  • Hijo, no la necesitas. Tienes un coche para ir a donde quieras, un coche perfectamente seguro, con un cinturón, airbag y otras medidas de seguridad.


  • ¡Me pondré el casco!


  • Es una decisión tomada, Alejandro.


  • ¡DECISIÓN TOMADA MIS PELOTAS! ¡ERES IMBÉCIL!


No esperó respuesta y entró corriendo en casa. Dean y Sebastian le observaron irse con los ojos muy abiertos. El ambiente se volvió muy tenso y nadie dijo nada durante varios segundos.


  • Entonces… ¿me la llevo? – preguntó el conductor de la furgoneta.


  • Yo… no pretendía… será mejor que me encargue de eso – murmuró Dean y se fue a hablar con aquel hombre. 


  • Yo voy a hablar con mi hijo – susurré y entré, dejando la puerta abierta para que ellos entrasen cuando quisieran. 


Subí al cuarto de Alejandro, imaginando que estaría ahí y no me equivoqué. En cuanto me vio, me enseñó el dedo corazón y me dedicó una mirada de odio. 


“Respira hondo. La fecha de su entierro no puede ser la misma que la de su cumpleaños” 


“Si le mato hoy, le enterraríamos mañana” me autorepliqué, mordazmente. 


“No bromees con esas cosas”.


  • Entiendo que estés disgustado – empecé, dispuesto a intentar tener una conversación civilizada. 


  • ¡VETE A LA MIERDA!

“Y hasta aquí la conversación civilizada”.

  • Sea o no tu cumpleaños, no te voy a permitir esas faltas de respeto – declaré. - Pensé que ya habíamos hablado sobre esto. Pensé que ya había sido muy claro sobre esto. Esta noche, después de ducharte y cenar, tú y yo tendremos otra conversación sobre qué cosas puedes y no puedes decirme. Ahora vas a disfrutar de tu día, y yo voy a comerme mi enfado. Te sugiero que hagas lo mismo porque ya estás en bastantes problemas. 

Alejandro bufó, rodó los ojos y me dio la espalda. Decidí otorgarle espacio para que se calmara. Entendía que era doloroso para él, que le habían puesto el caramelo en la boca y yo se lo quitaba, pero ya no sabía qué hacer para que dejara de hablarme así. Era una costumbre que tenía que hacer que perdiera. No podía permitir que mi hijo me mandara a la mierda cada vez que tuviera un desacuerdo conmigo.

Regresé al piso de abajo y allí me encontré con un Dean visiblemente preocupado.

  • No sabía… no pensé que pudiera haber algún problema – se disculpó.

Suspiré.

  • Es increíblemente generoso de tu parte, pero no quiero que mis hijos tengan una moto. Por otro lado, es excesivo. No necesita algo tan caro, le acabo de regalar un coche. 


  • He sido un imprudente, perdona.


  • Tenías buena intención – zanjé yo. Me identificaba con sus ganas de encajar, de que todo fuera perfecto, porque yo también las sentía. No sé si hubiera hecho algo tan radical como regalar una moto, pero entendí que era solo su manera de tratar de impresionarnos. 


“A la gente con dinero le resulta fácil hacer gestos locos y desproporcionados. ¿Es lo que sintió Holly cuando les invité al musical? No quiero convertirme en el protagonista insoportable de una comedia romántica…”


  • ¿El chico está bien? – preguntó Dean, inseguro. 


  • Sí. Bajará en un rato.


Al menos, esperaba que bajase. No quería que nada arruinase su cumpleaños, ni siquiera su estado de ánimo. Por eso había pospuesto mi charla con él, aunque no me gustaba hacerle esperar. Si lo iba a sentir como una amenaza constante en su día, entonces mejor nos lo quitábamos de en medio…


  • Ya tenemos candidato a tío favorito – intervino Sebastian, intentando relajar la situación. – Toda familia debe tener un consentidor y está claro quién va a ser. 


Dean sonrió, avergonzado y mis labios también se estiraron, ante la idea de considerarnos una “familia”. 


  • Ya están bastante consentidos – repliqué.


  • Ah, papá, pero un poco más no hace daño – se metió Ted, que estaba tumbado en el sofá. Le observé con ojo crítico, porque no tenía buena cara. Me acerqué y puse una mano en su frente, para medirle la temperatura. – Aich, que estoy bien. 


  • Deja que yo decida eso – respondí. 


  • ¿Se encuentra mal? – se interesó Sebastian. 


  • Anteayer se empapó y hacía bastante frío.


  • Me empaparon – corrigió. – Pero estoy bien. Solo me duele un poco la cabeza.


  • ¿Quieres que le examine? – se ofreció Sebastian. Tener un médico en la familia tenía sus ventajas…


  • Yo que tú me lo pensaría antes de hacer ese tipo de ofrecimientos, tío, o te pasarás la vida haciendo consultas familiares. Tienes doce sobrinos – le recordó Ted. 


“Tío. Le ha llamado tío”.


Sebastian también se dio cuenta y sus ojos transparentes reflejaron la emoción que sintió al escucharlo. Que los pequeños le llamasen así era fruto de su ternura infantil, pero en boca de los mayores era un signo de aceptación.


Noté que Dean no estaba compartiendo la atmósfera de calidez que el momento había provocado, sino que su ceño estaba fruncido.


  • ¿Qué ocurre? – le pregunté. 


  • ¿Es raro si no pienso en ellos como mis sobrinos? O no del todo… Cuando me llamasteis, yo… Intenté mantener las expectativas bajas, pero no pude evitar ilusionarme porque por fin tenía… hermanos. 


Le sonreí, conmovido por lo necesitado que sonó. Me recordó un poco a Michael, no solo por el color de sus ojos, sino porque ambos habían crecido sin un hogar.


  • Los parentescos en mi familia son algo extraños – le aclaré. - Yo siempre les he visto como mis hijos, y pensaba que eran mis hermanos. Ahora resulta que son mis primos. Técnicamente, tú y yo somos solo eso, primos… 


  • Andrew te adoptó, ¿no?


  • Algo así.


  • Entonces eres mi hermano – declaró. – No es que él signifique mucho para mí, pero al menos ahora me ha dado algo. Siempre he tenido una vida muy solitaria. Cuando salí de las casas de acogida, me concentré en labrarme un futuro… y cuando lo conseguí, era famoso, y la gente se acercaba a mí por interés. Incluso mi novia se… No hace mucho rompí mi compromiso – me explicó. – Me iba a casar dentro de dos meses.


  • Lo lamento…


  • Así que tu llamada llegó en un buen momento. Y… pues yo… nunca me había visto como un “tío”.


  • Ah, pero eso se te pegará con el tiempo – intervino Ted. – No tienes que hacer mucho, con lo de consentirnos ya vas bien. 


  • Me cae bien este chico – se rio Dean. 


Miré a Ted con agradecimiento y sentí que se me llenaba el corazón. Encontrar a Sebastian y a Dean había sido algo inesperado, pero ya podía ver que iba a ser maravilloso. Era como si en los últimos meses mi familia se estuviera reajustando, ampliando sus márgenes, aumentando… completándose. 



  • ALEJANDRO’S POV –

¿Quién rechaza un regalo así? Es más, ¿qué padre sin corazón obliga a rechazar un regalo así? Sentía tanta rabia…. Quería romper algo, y desde luego no me apetecía bajar a poner una sonrisa y fingir que todo estaba bien. Ni siquiera quería pensar en lo que me había dicho, pero una parte de mí tampoco podía olvidar que mi día iba a terminar con un castigo. 

“Felices dieciséis para mí” pensé, furioso.

Por suerte, ninguno de mis hermanos y compañeros de cuarto subió a molestarme, así que pude pasear como un perro enjaulado, golpeando las almohadas de vez en cuando.

  • Estúpido. Estúpido, estúpido, estúpido – gruñí, mientras estrujaba mi manta y me imaginaba que era mi padre. 

Pasado un rato, escuché la puerta principal, y después la casa se llenó de voces y grititos y risas, por lo que deduje que había llegado Holly con su familia. 

“Pues no pienso bajar a saludar”.

Sin embargo, al poco escuché que llamaban a la puerta. 

  • ¡No voy a salir, puedes celebrar mi fiesta sin mí o metértela por el culo, a mí me da igual! ¡Me has arruinado el cumpleaños!

La puerta se abrió, pero no era papá quien estaba al otro lado, sino Sam. Abrí la boca, sorprendido.

  • Epa. Qué vocabulario – me dijo. 

Me ardieron las mejillas, avergonzado porque hubiera presenciado aquel arrebato, pero no me retracté. ¿Para qué había subido?

  • ¿El coche de la entrada es tuyo? – me preguntó.

Respiré hondo. 

  • Sí.


  • Vaya pasada. 

Sí, era una pasada. Y sí, me lo había regalado papá… Sam no lo había dicho, pero sabía lo que estaba pensando: “¿no crees que estás actuando como un mocoso desagradecido?”.

  • Aidan me lo ha contado – anunció.

Rodé los ojos y me volví a encender. Por supuesto que se lo había contado. ¿A quién le importaba mi privacidad?

  • ¿Te ha dicho que me obligó a devolver la moto? ¡Tú tienes una!

Asintió y, sin esperar invitación, se sentó en mi cama. Sus rastas llegaban hasta su cintura, y sus ojos parecían inusualmente profundos porque llevaba un delineador negro muy grueso. Era el único chico que conocía al que le quedara bien el maquillaje, aunque también era el único chico que conocía que se maquillara. 

  • Me recuerdas a mi hermano Blaine – me informó. 

No supe qué responder a eso, así que no dije nada.

  • A Sean también, un poco.


  • No me parezco en nada a él – repliqué aquella vez. Blaine estaba bien, pero Sean era un niñato agresivo que no sabía controlarse y… oh. 


  • No hace falta parecerse para guardar cierto parecido – me respondió. – Me recuerdas a los dos. Y Blaine también se puso pesadísimo con que quería una moto, aunque ni siquiera se ha querido sacar el carnet del coche.


  • ¿Por qué no? – pregunté. Blaine era mayor que yo, había cumplido antes los dieciséis.


  • No lo dice, pero le da miedo. Ha habido demasiado accidentes en mi familia. 


Bueno, eso podía entenderlo. Pero también me dio un argumento.


  • Y aún así seguís conduciendo, ¿verdad? No habéis dicho “uf, los coches son peligrosos, prohibido tener uno”. 


  • En esta ciudad, un coche es una necesidad, pero no creas que no nos da miedo a veces. Mi tío Aaron no ha vuelto a conducir desde… hace tiempo. 


  • Y es comprensible. Pero lo seguís haciendo – insistí.


  • Sí. Y yo tengo una moto y he conseguido que mi madre lo acepte. 


  • ¿Cómo lo hiciste? – me interesé. 


  • Fue cuando vivía solo. Me la compré, y cuando ella se enteró ya era demasiado tarde. Aún así, puso el grito en el cielo cuando lo descubrió. Es la vez que más se ha enfadado conmigo, y me dio como mil normas de seguridad. Si me hubiera pedido que la devuelva, lo habría hecho.


  • Sí, claro… - bufé, incrédulo.


  • De verdad. Es mi madre, y aunque en ese momento no vivía en su casa, ella y mi padre pagaban algunos de mis gastos. Cuando dependes de una persona, tienes que aceptar sus normas, aunque sea por respeto. Pero es que además no me gusta que ella sufra por mí, ni causarle preocupaciones innecesarias. 


  • Bueno, pero al final te la quedaste – insistí. Su discurso me estaba haciendo sentir culpable. 


  • Ahá. Pero llevaba dos años conduciendo, no acababa de sacarme el carnet – apuntó. 


Me crucé de brazos. 


  • Sé conducir – repliqué, con orgullo.


  • No lo dudo. Y te ayudaré a convencer a Aidan para que te deje dar una vuelta en mi moto – me dijo.


  • ¿De verdad?


  • Claro. Pero solo si sales de tu celda. 


  • No soy un crío, el chantaje no funciona conmigo – me indigné.


  • No es chantaje, pero la moto es mía, y yo decido los términos – respondió. – Sé que no te gusta que te digan qué hacer, pero si quieres esto no te queda más remedio que hacerme caso.


Abrí y cerré la boca como un pez. ¿Sería posible que hubiera alguien más odioso que Ted? ¿Qué no me valía con un hermano mayor pesado?


“Michael, eres mi única esperanza”.


  • No me caes bien – le espeté, pero era mentira, y sé que él también supo que era mentira, porque me sonrió. 


  • Vamos. No es una moto, pero hemos traído regalos para ti – me anunció. 


“¿Más regalos? No voy a tener dónde guardarlos”


“¿Ves? No tienes motivos para quejarte. Deja de refunfuñar y baja a disfrutar del día”.


Aceptando mi derrota, caminé hasta la puerta y Sam me siguió para que no pudiera cambiar de opinión y volver a meterme en el cuarto. 








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