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sábado, 26 de febrero de 2022

CAPÍTULO 146: DIECISÉIS AÑOS (PARTE 3): NO TENGAS MIEDO

 

CAPÍTULO 146: DIECISÉIS AÑOS (PARTE 3): NO TENGAS MIEDO


Nunca más iba a burlarme, ni siquiera cariñosamente, de la facilidad con la que Barie hacía planes para aumentar nuestra familia. Solo hacía un par de días que conocía a Dean y a Sebastian y ya les había llamado tíos. Supera eso, hermanita. 

En mi defensa, diré que con “la familia robada” era más sencillo. Dean y Sebastian eran legítimamente mis hermanos, solo que yo no lo había sabido hasta hacía poco. Reconocerles como parte de mi familia era natural… y algo para lo que me había estado preparando desde que papá me enseñó sus ficheros. Creo que solo estaba esperando a comprobar que eran buena gente y, como me habían caído bien, me resultó sencillo darles aquel título. Si hacía un esfuerzo, casi podía imaginar que eran los hermanos que papá siempre se había merecido. La familia que siempre había necesitado. 

Supuse que sería diferente para las personas que conocen a alguien que va a ocupar un puesto que ya existe. Madrastras y padrastros, por ejemplo. Yo nunca había tenido un tío, por lo que Dean y Sebastian no estaban sustituyendo a nadie. Tampoco tenía una madre, así que no sentía que Holly fuera una amenaza…

Pensar en mi madre se había vuelto más doloroso desde que Andrew me había dicho que planeaba quedarse conmigo, que me habría cuidado de no haber muerto dándome a luz. Siempre había tenido esa esperanza, pero saberlo me hacía sentir como un asesino.

“Basta, Ted” me obligué a cortar esa línea de pensamiento, pero no pude hacerlo del todo. Mi vida podría haber sido muy diferente, podría haber tenido una madre. 

“Pero entonces no habría crecido con papá. Tal vez ni le hubiera conocido” me dije. Y eso era algo que no estaba dispuesto a cambiar por nada del mundo. 

  • Ey – saludó Sebastian, sentándose a mi lado en el sofá. 


  • Hola - le sonreí.


  • Así que… esperamos a la novia de Aidan – comentó, en un tono casual poco logrado.


  • Y al vecino – respondí, sabiendo que no era sobre él sobre el que Sebastian tendría un montón de preguntas. 


  • He leído algunas cosas – admitió, avergonzado. 


  • ¿Sobre el señor Morrinson? – le chinché. 


  • Sobre… Holly. Se llama así, ¿verdad?


  • Sí. 


  • Las revistas no dicen mucho. Leí en una que tiene diez hijos, pero seguramente fuera una exa…


  • Once, tiene once – le corregí. – Y un hermano semi ahijado. 


Sebastian abrió mucho los ojos, pero no hizo comentarios. Se lo agradecí silenciosamente. A esas alturas de la película, no quería escuchar los muchos motivos por los que juntar ambas familias sería una locura.


Me miró fijamente, de una forma que me hizo sentir un tanto incómodo, y de pronto estiró la mano para acercarla a mi rostro. 


“Wow, espacio personal” protesté mentalmente, pero me quedé quieto, sin entender qué se proponía.


Resultó que solo quería poner la mano en mi frente. 


  • ¿Tenéis un termómetro? – me preguntó. Rodé los ojos, aunque no fue buena idea, porque me mareé un poco al hacerlo. 


  • Estoy bien – protesté. 


  • Tomaste antibióticos después de la operación, imagino. ¿Qué más cosas te recetaron? – me preguntó, ignorándome por completo. Empezaba a ver cierto parecido entre él y papá. Le dije lo que quería saber, a ver si así me dejaba tranquilo. – No es fácil resfriarse por unos segundos de mojarse con agua helada, pero tu sistema inmune se ha quedado muy débil a raíz de lo que te pasó. Creo que tienes algo de fiebre. 


  • Genial, lo que me faltaba. 


  • ¿Termómetro? – insistió. 


  • ¿Es necesario? – me quejé. – No sabes lo sobreprotector que puede llegar a ser mi padre. Me hará pasarme el resto del día en la cama y no me encuentro tan mal, de verdad. 

Sebastian lo pensó durante unos segundos.

  • No creo que sean más que décimas… - murmuró.

Me mordí el labio. No quería someterme a las reacciones exageradas de papá, pero tampoco hacer el tonto con mi salud.

  • Me tomé un paracetamol – confesé, porque sabía que esa pastilla bajaba la fiebre. – Me dolía la cabeza.


  • ¿Cuánto hace?


  • Tres o cuatro horas…


  • Si después de comer te encuentras mal, me lo dices, ¿vale?


  • Está bien. 

Me frotó el brazo en un gesto de cariño y sentí que me ardían las mejillas. No estaba acostumbrado a que nadie más que papá se preocupara por mí. Sebastian tenía esa aura de médico empático que desprenden los buenos pediatras y me hizo sentir mucho más pequeño de lo que era. 

A los pocos minutos, Holly llegó con su familia y Alejandro seguía encerrado en el cuarto. Papá estaba siendo lo bastante inteligente como para no presionarle, pero conocía a mi hermano y existía la posibilidad de que no bajara nunca. Si se le metía algo en la cabeza llegaba hasta el final, en eso nos parecíamos. 

  • ¡Holly! – exclamó Barie y prácticamente corrió a darle un abrazo. 


  • Hola, cariño. 


  • ¡Dadan! – exclamó Avery, enganchándose a la pierna de papá, que acababa de abrirles la puerta. 


  • Hola, bebé.

Papá le cogió en brazos, babeando por el enano ese y, sin soltarle, procedió a saludar a todos. Observé que ya no se ponían tan tensos ante sus abrazos como las primeras veces. Blaine, de hecho, se aferró a él con una sonrisa. 

  • ¿Te has metido en muchos líos, soldadito? – le preguntó, cariñosamente. 


  • En los suficientes – respondió él, con picardía.


  • Hola, Ted – me saludó Holly, abrazando a Kurt con una mano y estirando la otra para acariciar mi mejilla. 


  • Hola – mis labios se estiraron, contagiados por la dulzura que ella me transmitía. 

Me fijé en que Aaron no había venido. Me extrañó, porque hasta entonces siempre había estado en aquellas salidas familiares. Cada vez me quedaba más claro que era mucho más que un hermano para Holly. 

 Después de saludar a todo el mundo, papá procedió con las presentaciones. 

  • Estos son Dean y Sebastian, mis... mis hermanos – declaró papá. Se le veía bastante nervioso. – Ella es Holly, mi novia, y estos son sus hijos.


  • Encantado – dijo Sebastian.


  • Vaya. Por lo general, uno no conoce a su hermano y a su cuñada en la misma semana – repuso Dean, acercándose para darle un par de besos. 


Holly se avergonzó ligeramente, tímida como era, pero les dedicó una sonrisa. 


  • Mucho gusto. Y esta cosita de aquí, ¿quién es? – preguntó, haciendo referencia a Olie, que se escondía detrás de su padre. 


  • Es mi hijo. Olie, di hola, cariño – instruyó Sebastian, pero el niño tan solo se escondió más. – Perdona, es que en estos días ha conocido a mucha gente y creo que está un poquito abrumado…


  • Es comprensible. Mira, Olie, estos son Dante, Avery y Tyler – le dijo Holly. Avery, el más lanzado de los tres, se acercó para enseñarle un muñeco de acción que traía con él. Y así, con la facilidad de la infancia, se fueron a jugar. 


Los hijos de Holly se integraron entre nosotros con facilidad, con una confianza que habíamos ido adquiriendo en cada encuentro. Todos tenían alguien con quien hablar, a excepción de Scarlett que, aunque miraba a Barie de vez en cuando, permaneció detrás de Sam desde que llegaron. Se me ocurrió entonces una idea y fui a buscar a Leo, que estaba sesteando en el sofá. El gatito me miró mal cuando le alcé, interrumpiendo su descanso, pero se dejó llevar y se contentó con un par de caricias. 


Los ojos de Scarlett se iluminaron al ver al gatito que, aunque ya había crecido desde que le trajimos a casa, todavía no tenía el tamaño de un gato adulto. Casi por puro instinto estiró los brazos y yo deposité en ellos a Leo, que se mostró sorprendentemente sociable con ella. Después tiré del jersey de Barie para que se nos acercara. 


  • Barie te puede enseñar sus juguetes. Tiene un ratón de goma que le vuelve loco – sugerí. 


Bárbara asintió frenéticamente. Siempre ardía en deseos de pasar tiempo con Scay, pero no quería forzarla. La compañía del gato parecía darle ánimos a Scarlett para tolerar a otro ser humano. Asunto apañado. 


  • ¿Y el cumpleañero dónde está? – preguntó Holly. 


  • Vendrá enseguida – dije yo.


  • O igual no baja en toda la tarde – apuntó Michael, más realista. 


  • Tuvimos una pequeña discusión – aclaró papá. 


  • ¿El día de su cumpleaños? – inquirió Sam, acusatoriamente. Papá puso la misma mirada culpable que cuando yo le reprochaba algún regaño hacia mis hermanos.


  • Fue mi culpa, en realidad – intervino Dean. – Le regalé una moto sin consultar primero…


  • Es muy joven para tener una. En realidad… me parece peligroso a cualquier edad – respondió papá, incómodo. – Los coches son más seguros. Y ahora tiene uno, que es el otro motivo por el que dije que no. 


  •  Todo depende de quien haya tras los mandos – replicó Sam. – Hay personas que no deberían conducir ni un caballo. 


Mis ojos viajaron hasta Max involuntariamente. Por culpa de un conductor irresponsable había perdido las piernas. 


  • Claro, por supuesto, pero…


  • ¿No te fías de él? – le presionó Sam. Fruncí el ceño. Como que se estaba metiendo donde no le llamaban. 


“No, como que está haciendo tu trabajo. Y mejor que tú, además”.


  • ¡Claro que sí! No es una cuestión de confianza. Un padre puede confiar mucho en sus hijos y aun así no le deja acercarse al borde de un precipicio sin ningún tipo de medida de seguridad. 


  • Ah, pero las motos vienen con un accesorio maravilloso llamado casco. 


  • Sam… - dijo Holly. 


  • Ya paro… por el momento. Pero no voy a rendirme con esto – añadió, con una sonrisa. Ver sudar a papá parecía divertirle. – Voy a subir a hablar con el ermitaño. Deséame suerte. 


Y, antes de que papá pudiera decir nada, Sam ya estaba subiendo las escaleras de camino a nuestra habitación. 


  • ¿Es siempre tan…?


  • ¿Cabezota? ¿Persistente? ¿Convincente? Solo te diré que estaba firmemente en contra de los tatuajes, los pircings y las motos y de alguna manera me encontré accediendo a todo ello – se rio Holly.


  • Nota mental: arrimarse a Sam – dijo Michael. 


Papá se llevó teatralmente una mano a la cabeza y yo rodé los ojos. Yo también podía ser convincente si me lo proponía….


“Sí, e increíblemente celoso también. Anda, para. Ya hemos establecido que el puesto de hermano mayor se puede compartir”.


Intenté acallar las voces de mi cabeza y me llevé una sorpresa cuando Sam volvió a bajar, acompañado de Alejandro. Sí que debía ser persuasivo…



  • MICHAEL’S POV –


La casa estaba atestada de gente, pero ya me iba acostumbrado a las multitudes. Lo que para algunos era “suficiente gente para un equipo de fútbol” para mí era “familia”. 


Fue interesante ver cómo Sam argumentaba a favor de las motos. Yo no sabía qué pensar sobre la pataleta de Jandro. Una parte de mí opinaba que estaba siendo un niñato desagradecido, acababan de regalarle un cochazo. La otra, entendía lo que debía de haber sentido al ver una moto que no había podido disfrutar. 


“Joder, tengo que sacarme el carné” pensé, con algo de envidia.


Cuando Alejandro dejó el drama de lado y bajó por fin, todavía estaba de morros. Holly le abrazó cariñosamente y su expresión de molestia se transformó en una de vergüenza, pero no rechazó el abrazo. 


  • Feliz cumpleaños, cariño.


  • Gracias. 


  • Toma, esto es para ti – le dijo, entregándole una bolsa. Quizá decidió darle los regalos pronto, para tratar de animarle. 


  • No hacía falta – murmuró Jandro. Esa es la típica frase que se decía en esas situaciones, pero era su cumpleaños. Lo suyo era presentarse con algún obsequio. No tanto como una moto, pero algún detalle, a ver. 


  • Gracias, amor. Ábrelo, cariño – le animó papá. Puso una mano sobre el hombro de Jandro pero él se la apartó con muy poca sutileza. Uf. El día iba a ser muy largo.


Alejandro ignoró la expresión herida de Aidan y se centró en los regalos. Había varios paquetes. El primero que abrió era un altavoz inalámbrico, de los que se conectaban al móvil con Bluetooth. Creo que le gustó bastante, tal vez podía servirle para bailar y eso, para poder escuchar la música. Todavía se me hacía raro pensar que tenía ese hobby secreto. 


El segundo paquete era un juego de mesa tipo Escape Room. Me pareció original y Alejandro leyó las instrucciones de la caja con interés. 



El último regalo no lo entendí. Era un tigre de peluche que hubiera sido más adecuado para Kurt que para Alejandro, pero había algo en la sonrisa de Holly, en la de papá y en el rostro de mi hermano que me hizo pensar en alguna clase de broma interna. 


  • Es igual que…


  • Rayitas – terminó papá. - Intenta que esté no termine bajo la podadora, ¿vale? 


  • Jandro tenía un peluche como ese de pequeño – me aclaró Ted. – Lloró mucho cuando se le rompió. Deben haber estado hablando de eso y papá se lo habrá contado a Holly.


Alejandro se ruborizó visiblemente y pensé que iba a apartar el regalo por considerarse demasiado mayor, pero me equivoqué. Alice le preguntó si se lo dejaba y él lo abrazó posesivamente por acto reflejo, avergonzándose todavía más al ver cómo había reaccionado. 


  • Bueno… toma, enana, pero cuídalo, ¿eh?


A duras penas contuve la risa, porque no quería que pensase que me estaba burlando de él. Pero a veces Jandro era taaan infantil…


  • Mu-muchas gracias – murmuró.


  • No hay de qué – sonrió Holly. – El Escape Room fue idea de Blaine. 


  • ¿Te gusta? – preguntó el aludido. 


  • Me encanta – respondió, y de verdad parecía encantado. De hecho, los ojos le brillaron con una emoción que no supe descifrar. 

Justo en ese momento volvió a sonar el timbre, salvando a mi hermano de una situación incómoda. 

  • Debe ser el vecino – anunció papá. 

Abrió la puerta y, efectivamente, se trataba del señor Morrinson. Cada vez que veía al anciano me parecía más viejo. No es por ser cruel, era una realidad. Se movía con dificultad y me pregunté cuánto le habría llevado el corto trayecto desde su casa hasta la nuestra. 

  • Bienvenido – le saludó papá. – Gracias por venir.


  • Gracias por invitarme. 


  • Hola – dijo Alejandro. 


  • Felicidades, muchacho. ¡Cuánta gente!

Papá iba a proceder a las presentaciones, pero Alejandro se le adelantó. 

  • Él es Dean y ese es Sebastian. Son mis nuevos hermanos-tíos. Ella es Holly, la novia de mi padre. Y todos esos… pues son sus hijos, así que supongo que son mis hermanastros. 

Fueron varias las mandíbulas que se desencajaron ante sus palabras. ¿Hermanastros? ¿Acababa de llamar “hermanastros” a los hijos de Holly? ¿Cuándo me había perdido yo ese salto? ¿Era su forma de demostrarles aceptación?

Para Alejandro no pasó inadvertida la forma en que todos le miramos.

  • ¿Qué dije? Es la verdad, ¿no? 


  • “Hermanastro” suena fatal – apuntó Blaine. – Yo prefiero “hermano”. 

Pero esta gente… ¿por qué iba tan rápido? Solo nos conocíamos hacía meses. ¡Meses! 

Papá y Holly intercambiaron una mirada brillante con la que casi parecía que se iban a echar a llorar. De verdad, la cursilería de aquella casa iba a acabar conmigo. La sangre se me iba a endulzar y se me iba a convertir en horchata y ni toda la insulina del mundo podría impedir que muriera de diabetes.

“Hablando de la “gran d”, si vamos a comer debería medirme el azúcar” pensé. Llevaba bebido un litro de agua en la última hora y seguía estando sediento, lo cual me indicaba que era probable que tuviera el azúcar muy alto. Desaparecí sutilmente por las escaleras y busqué el medidor en mi habitación. Me pinché en el dedo índice hasta sacar una gotita de sangre. El aparato pitó dos veces, indicando valores alterados.

“302. Genial. Maravilloso”

Hacía mucho que no la tenía tan alta. Probablemente tuviera que ver con el hecho de que había desayunado como un animal, pero en mi defensa diré que nadie puede resistirse a las napolitanas de Aidan. 

Tocaba adelantar el pinchazo de insulina. Fui al baño a buscar la dosis y me la puse en la tripa, el sitio que menos me gustaba, pero al que mejor llegaba yo solo. 

Regresé al salón, donde los enanos ya se las habían apañado para desparramar un montón de juguetes.

  • ¿Dónde estabas, campeón? – me preguntó papá, siempre tan sobreprotector. Estuvo a punto de contestar algo sarcástico, del tipo “cagando, ¿también quieres ver la mierda?”, pero sabía que Aidan no pretendía ser controlador, solo se preocupaba por nosotros.


  • Insulina – respondí al final, escuetamente.


  • ¿Eres diabético? – se interesó Sebastian. 


“Otro con las preguntitas. No, mira, es que la insulina es la nueva droga de moda entre los chicos de mi edad…”


  • Sí.


  • Haberme llamado, cariño. Te habría ayudado con la inyección. ¿Por qué te la has puesto ahora? No te tocaba…


  • Tenía el azúcar alto.


  • ¿No has probado la bomba de insulina? – me preguntó Sebastian. 


  • ¿Eso qué es? – dijo Aidan.


  • Un aparato que se lleva siempre conectado y administra insulina automáticamente cuando detecta que los niveles son elevados – sintetizó Sebastian. - Está especialmente recomendado para diabetes tipo 1, que imagino que es la que tienes.


  • ¿Por qué no sabía de la existencia de algo así? Michael, eso te vendría genial, ¿no? No más inyecciones… 


  • Es caro – repliqué. 


  • Eso no es un problema. ¿Lo tienen que recetar? De todas formas, va siendo hora de que tengas una revisión, ¿no? – propuso Aidan, entusiasmado. Resoplé. 


  • No quiero tener un catéter incrustado en mi cuerpo. Me quedo con las inyecciones, gracias. 


  • Bueno… Es tu decisión, campeón, pero aún así me gustaría hablar con tu médico y…


  • ¿Ves lo que has hecho? – le reproché a Sebastian. – No hace falta que le des ideas. Llevo tres años con diabetes y siempre he podido manejarla por mi cuenta.


  • No te enfades, cariño. Ya sé que puedes cuidar de ti mismo, pero a mí me gusta cuidarte – me dijo Aidan. Y ya está, con esa frase y esa sonrisa de un millón de dólares me desarmó por completo. 


  • Está bien. Pero nada de catéteres – le avisé. 


  • Como quieras, hijo. 


Me acarició la nuca y el cuello, casi dándome un breve masaje. Era relajante, pero no iba a permitir que me venciera con trucos tan fáciles.


  • Hablo en serio. No voy a ceder en eso – declaré.


  • Y lo entiendo, canijo. Ya te he dicho que es tu decisión. Ya eres mayor y eres tú quien tiene que vivir con ello. Tú decides sobre tu diabetes. Solo interferiré si veo que no estás cuidando tu salud.  Si prefieres las inyecciones, lo respeto; creo que yo también lo preferiría – me confesó. Con eso, terminó de apaciguarme.  


Sonreí, un poco avergonzado porque todo el que quisiera podría haber escuchado esa conversación. Sebastian seguro que lo hizo.



  • AIDAN’S POV –

Cuando le sugerí a Holly que le regalara el peluche a Alejandro, sabía que estaba corriendo un riesgo: pretendía ser un gesto bonito, pero existía la posibilidad de que él se ofendiera… Afortunadamente, ese no fue el caso. De hecho, pareció emocionado. Tan emocionado que se refirió a ella como mi novia y a sus hijos como sus hermanos… ¿Estaba soñando? Aunque, para que la escena fuera perfecta, faltaba algo, porque Alejandro aún estaba claramente molesto conmigo y me evitaba. 

Intenté darle su espacio. No quería hacer nada que arruinara su cumpleaños, pero quizá ya era tarde para eso. Le había dicho algo que iba en contra de mis principios: había pospuesto nuestra conversación para la noche y eso nos dejaba todo un día con el asunto pendiente sobre nosotros. Pero hubiera sido peor castigarle justo antes de que empezara su fiesta. Hiciera lo que hiciera, me parecía una mala idea y, sin embargo, sentía que no podía dejárselo pasar. Sus faltas de respeto era algo que ya habíamos tratado demasiadas veces…

  • ¡Dadan! – la llamada de Avery para que le prestara atención me sacó de mis pensamientos. Le sonreí inmediatamente, ese niño y sus hermanos me tenían totalmente a su merced. 

El bebé me enseñó un juguete que se había traído; un muñeco de La patrulla canina, un programa de éxito entre niños pequeños. A Kurt también le gustaba, y a Hannah. 

  • Oh, pero qué chulo. 

Admiré el juguete por un rato y Avery pareció feliz de que reaccionara con el debido entusiasmo que su preciado tesoro merecía. Luego continuó jugando con Olie y con sus hermanos. Me derretí al verles y no fui el único. El señor Morrinson prácticamente babeaba con los trillizos y nadie podía culparle, porque eran adorables. 

  • Ay, muchacho, en la que te estás metiendo. No sé si me das envidia o lástima – me dijo el anciano, con una carcajada que acabó en un ataque de tos. Me preocupé y en seguida le ofrecí un vaso de agua, pero él me aseguró que estaba bien y le echó tal mirada a Sebastian cuando intentó ponerse en “modo médico” con él que el pobre se rindió al primer intento.

Justo entonces reparé en que Michael bajaba las escaleras y me pregunté de dónde vendría. No tenía muy buena cara, pero todo cobró sentido cuando mencionó la insulina. Había leído lo suficiente sobre la diabetes en internet como para conocer algunos de los efectos secundarios de las subidas o bajadas de azúcar. Sudores, pesadillas, pérdida de peso, sed, mareos, irritabilidad… 

Sebastian mencionó un método alternativo a las inyecciones, pero Michael lo rechazó en rotundo porque al parecer requería llevar un catéter. Para él sería una molestia y un recordatorio continuo de que tenía una enfermedad. Tan solo me hubiera gustado poder ahorrarle las continuas inyecciones, pero él tenía el tipo más grave de diabetes. El tipo que podía matarte si pasabas el suficiente tiempo sin insulina. 

  • Aidan…. Dylan se ha puesto unos cascos – me avisó Max. 


  • Sí, campeón, a veces lo hace cuando hay mucha gente a su alrededor. Le ayuda a estar tranquilo – le expliqué y me fijé en mi hijo. No parecía excesivamente alterado, estaba dibujando con los audífonos puestos, para aislarse. 


  • Ah. 


  • ¿Querías hablar con él?

Max se encogió de hombros, fingiendo indiferencia, pero supe que la respuesta era afirmativa. De todos los hijos de Holly, era uno de los que menos conocía. Me parecía algo huraño y rabioso, aunque entendía de dónde le nacía esa actitud, pues su vida había sido muy dura. También tenía un lado tierno, como me había demostrado con la carta que me había escrito después del incidente en su casa, cuando nos conocimos. 

Holly me había contado algunas cosas sobre él, pero no tantas como de sus otros hijos. Guardaba en su corazón un sentimiento de culpabilidad por no haber podido salvar a su hijo del accidente, a pesar de que ella ni siquiera había estado delante, y por eso hablar de cómo era Max antes del trágico suceso le resultaba doloroso. 

  • Dale un ratito y después podéis jugar un rato – le sugerí. - ¿Te gustan los dinosaurios? A Dylan le encantan los dinosaurios. Y las construcciones. Tiene varios mecannos.


  • Las construcciones sí me gustan – murmuró y yo le sonreí. Eso debió de animarle para compartir algo más. – Hice un helicóptero que vuela. ¿Quieres verlo?


  • Me encantaría – le aseguré, así que el niño fue a buscar a su madre y le pidió que me enseñara un vídeo con el móvil.

Holly me mostró unas imágenes donde Aaron y Max ponían en marcha un helicóptero en miniatura. Le felicité por la hazaña y por fin le puse nombre a algo que ya había percibido en todos los hijos de mi novia: se morían por recibir palabras de aprobación, en concreto palabras de aprobación por parte de una figura masculina. 

  • ¿Por qué no se lo enseñas a Dylan? Seguro que le gusta. Tan solo háblale sin gritar y no le agarres del brazo, ¿vale? – le instruí. Max asintió y se acercó a mi hijo, que reaccionó con total indiferencia y sin levantar la mirada del papel en el que estaba pintando. Sin rendirse, Max colocó el móvil sobre el papel y Dylan ladeó la cabeza, como siempre que algo llamaba su atención. 


Les observé hablar por un rato. Aunque no llegaba a distinguir lo que decían, se hizo evidente que se trataba de una conversación agradable. Entonces, Max hizo algo que no me esperaba, y levantó la pernera de sus pantalones, para enseñarle algo a Dylan. Creo que se trataba del mecanismo de sus piernas. Iba a acercarme, para cortar lo que me parecía una situación incómoda para Max, pero Holly me agarró del brazo y me sonrió, animándome a seguir mirando. En realidad, todo estaba bien. Dylan observó las extremidades postizas durante un rato y después le ofreció a Max una hoja y los colores, para que dibujara con él. 


Tomé la mano de Holly con discreción y juntos disfrutamos de la idea de que nuestras familias se hubieran aceptado.


  • ¿Cuándo vamos a comer? – me preguntó Alejandro.


  • Pues ya mismo si tú quieres, campeón. Está todo listo. 


Me gruñó como toda respuesta, por lo que solté la mano de Holly y me preparé para hablar con él.


  • ¿Le has enseñado a Blaine tu nuevo coche? – le dije, intentando empezar de forma amistosa. 


  • Si vas a restregarme todo el rato que me has regalado un coche entonces te lo puedes meter por…


  • No te estaba restregando nada. Solo intentaba hacer las paces contigo. Me gustó mucho eso que dijiste antes, campeón, fue muy…


  • Olvídame – me cortó y se dio la vuelta para alejarse. 


Fue grosero y maleducado, pero si quería reconciliarme lo que menos me convenía era regañarle más.


  • Campeón…


  • “Campeón” nada. Que me olvides. 


  • Alejandro… anda… no peleemos, que es tu cumpleaños…


  • ¡Por eso mismo! ¡Es mi cumpleaños y tú me lo jodiste! ¡Tú fuiste el que me obligó a devolver la moto y el que me va a castigar por nada!


  • Por nada no: me insultaste y me mandaste a la mierda – le recordé, porque estaba distorsionando las cosas, algo que por otro lado era un recurso propio de la adolescencia. – Yo no te “he jodido” nada, Alejandro. Lamento haber contribuido a que te llevaras una desilusión, pero no puedes reaccionar así porque te prohíba algo. Ya sabes lo que pienso de las motos y, aunque no me creas, lo hice solo por tu bien, porque me preocupo por ti y no quiero que te pase nada malo. 

Guardó silencio, pero siguió con el ceño fruncido.

  • ¿Y ya no quedan más pases de cumpleaños? – me preguntó al final, el muy caradura. 

Dudé por unos segundos. Todo mi ser me empujaba a decir que sí, que le perdonaba cualquier castigo, pero me preocupaba lo que pudiera estar enseñándole con eso. Alejandro tenía que aprender a controlar su lengua. Por otro lado, ya iban varias veces que le castigaba por lo mismo y mucho efecto no había tenido. 


Le había hecho una promesa, una promesa de lo que haría si volvía a decir ciertas palabras, pero tampoco me creía capaz de cumplirla. Y, sin embargo, sabía que debía hacerlo.

  • Me temo que no – le respondí. – Pero sí podemos posponerlo hasta mañana.


  • Mejor por la noche – suspiró. 

Empujando mi suerte, me acerqué para darle un beso en la frente. 

  • Por el resto del día, solo vamos a pasarlo bien, ¿bueno?

Alejandro asintió, e iba a decirme algo cuando nos interrumpió un grito y un llanto infantil. West, rojo de ira, tenía los puños apretados mientras que Alice se llevaba la mano a la mejilla y lloraba, dejando muy claro lo que había pasado. 

  • ¡West! – exclamó Holly. - ¿Por qué la has pegado? ¡Eso no se hace!


  • ¡Me ha llamado tonto!

Me acerqué a mi niña y la cogí en brazos. Alice lloró sobre mi hombro y yo le di besitos en la mejilla que me supieron salados.

  • Shhh. Tranquila, mi amor.


Escuché como Holly regañaba a su pequeño sin prestar demasiada atención, pues estaba concentrado en conseguir que Alice dejara de llorar. No me llevó mucho. La examiné la mejilla con cuidado, preguntándome si le saldría un cardenal. 


  • ¿Le llamaste tonto, pitufita? – pregunté, haciendo caricias en su espalda.


  • Snif… me pisó el piececito – se justificó.


  • ¡Fue sin querer! – chilló West. - ¡Te pisé sin querer y tú me insultaste!


  • Ya veo. Cariño, eso no estuvo bien. Tienes que pedirle perdón a West, ¿vale? Después él te lo pedirá a ti. 


  • Snif… pero me pegó – puchereó mi bebé. 


  • Lo sé, mi vida. Él no debió hacer eso, estuvo muy mal.


  • Snif… ¿Le vas a hacer pampam? – me preguntó.


West, al escuchar esa pregunta, corrió a esconderse detrás de Sam. No me gustaba la idea de que ese pequeño me temiera y al mismo tiempo pensé que esa era una carta que podía jugar para solucionar aquella situación de forma pacífica.


  • Si te pide perdón y promete no hacerlo nunca, nunca más, entonces solo le pondré en la esquina – dije, lo bastante alto como para que el aludido lo oyera. West no se dio por enterado, así que Sam se agachó y le dijo algo al oído, pero el niño negó con la cabeza. 


Holly me había comentado que a algunos de sus hijos les costaba mucho pedir perdón y lo estaba comprobando en directo. 

  • West, ya escuchaste a Aidan, pollito. Pídele perdón a la nena – me apoyó. 


  • ¡No le voy a pedir perdón, es tonta y Aidan también! – chilló, enrabietado.


Holly suspiró. 


  • ¿Puedo usar tu cuarto? – me preguntó.


  • Claro… arriba, al fondo del todo… - murmuré, con una vaga idea de lo que se proponía.


  • Gracias, ahora venimos. 


Holly tomó la mano de su hijo y trató de subir con él las escaleras, pero West se revolvió y se sentó en el suelo. Ella procedió a cogerle entonces en brazos, totalmente amorosa y calmada con sus gestos. Me pregunté qué hacía falta para alterar a una mujer que había pasado por el infierno varias veces. 


West, sin embargo, no estaba nada calmado, y pataleó mientras lloraba con berridos. Por la expresión en el rostro de Holly, en una de esas le hizo daño. Le dejó sobre un escalón mientras se frotaba el costado y por puro instinto me acerqué, para ver cómo podía ayudar. 


No me esperaba la reacción del niño que, al ver que me aproximaba, se agachó en el suelo y se tapó la cara con las manos. Ese fue el momento exacto en el que me morí de la pena, entendiendo que me estaba viendo como un enemigo que iba a lastimarle. ¿Estaría teniendo recuerdos sobre su padre? ¿… O sobre Aaron? Quería creer que este último no infringiría tanto miedo en un niño pequeño, pero la duda era razonable. 


  • Calma, pequeño. No te voy a hacer nada – le prometí. 


  • Snif


Holly se agachó y volvió a cogerle en brazos.


  • Snif… ¡mamiii!


  • Tranquilo, bebé. Shhh. 


West se abrazó con fuerza al cuello de Holly y entonces sus ojos se abrieron para mirarme fijamente, como si me estuviera estudiando. Me moví muy lentamente, más consciente que nunca de lo que otras personas me decían de broma (gigante, grandullón, etc.). Me sentí tan ridículo como un león intentando no parecerle amenazador a una cebra. 


  • No tengas miedo, West. Nunca voy a lastimarte – le aseguré. 


Estiré la mano con precaución y le acaricié los rizos, algo despeinados en ese momento. Reaccionó bien, así que decidí acercarme más, y terminé fundido en un abrazo a tres bandas, con él en medio de Holly y de mí.


  • ¿Estás bien? – le pregunté a ella.


  • Sí… Y él también… No es por nada que hayas hecho, no hiciste nada malo…


Ahora entendía un poco mejor por qué Holly pareció tan sorprendida la primera vez que reprendí a West, asegurándome que el niño se lo había tomado muy bien. 


  • ¿Te asusté, pequeño? – susurré, con mi frente muy cerca de la suya. West levantó una manita y me tocó el pelo, de forma similar a como yo había tocado el suyo. Sonreí. 


  • No te preocupes, enano – dijo una voz detrás de mí. Alejandro se nos acercó y así fue como me di cuenta de que los demás habían ido saliendo hacia el jardín. Agradecí silenciosamente al que hubiera tenido la idea de darnos algo de intimidad. – No es tan aterrador como parece, está hecho todo de plastilina – le informó. 


  • Snif… ¿Es un papá bueno? – murmuró el niño.


  • El mejor – respondió Alejandro. Mi corazón se ensanchó, se estrujó y se anudó, todo en apenas un segundo. – Lo que sí, no le gustan nada los berrinches, ni los insultos. 


West se encogió, pero me pareció que en esa ocasión no lo hacía con miedo, sino con vergüenza. 


  • ¿Te vas a disculpar, pollito? – le preguntó Holly. West asintió, pucheroso. – Nos vamos a ir un ratito a la esquina y vamos a pensar en lo que ha pasado. Después bajamos y nos disculpamos, ¿bueno?


El niño no tenía energías para discutir, así que se dejó llevar en los brazos de su madre. Me quedé a solas con Alejandro.


  • Gracias, campeón. 


  • No ha sido nada. Solo estoy entrenando para ampliar mis horizontes como hermano mayor, se abrieron nuevos puestos en el equipo.


“Otra vez esa insinuación”


“Tu hijo te está diciendo que está listo para que seáis una familia, ¿qué más quieres?”


  • No necesitas entrenamiento, tienes un don natural – le respondí.


  • Sí, para meterme en problemas – replicó, sacándome una sonrisa.


  • Para eso también – coincidí. - ¿Vamos afuera?


Salimos al jardín y justo en la puerta me recibió un Max bastante enfadado.


  • ¿Qué le hiciste a mi hermano? – me acusó.


  • Nada, campeón. Está con mamá ahora y está bien.


  • ¡No te creo! 


  • Es la verdad, Max. No le hice nada. Solo le regañé un poquito.


  • ¿Tú nos puedes regañar? – me preguntó.


  • No lo sé… ¿Puedo? – contrataqué, deseando saber su opinión en el asunto. 

El pequeño se lo pensó durante un rato. 

  • Blaine dice que le castigaste - me dijo, pero sonó más bien a una pregunta.


  • ¿Eso dice? – ni confirmé ni desmentí.


  • También dice que te vas a casar con mamá.


  • Vaya, lo tiene muy claro – seguí con las evasivas.


  • Blaine nunca se equivoca – afirmó, con algo de suficiencia.


  • No me digas. Pues entonces será que sí os puedo regañar.


  • Sí. Y te vas a casar con mamá – declaró, convencido. 

No supe qué responder ante una afirmación semejante, pero fui salvado por la campana, o, mejor dicho, por el hermano, porque Sebastian se me acercó. Estaba serio, sin embargo, como preocupado por algo.

  • ¿Podemos hablar? – me preguntó.

“Uh. Eso no suena bien. Aidan, ¿qué hiciste ahora?”


N.A.: Muy feliz cumpleaños, Lady (con retraso u.u) 

Que se cumplan todos tus deseos y que cumplas muchos más.


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