La magia de la Navidad
Era
Nochebuena, faltaban pocas horas para que fuera Navidad. Martín estaba sentado
en un banco del parque, temblando, muerto de frío. Estaba luchando para
aguantar las lágrimas que amenazaban con escapar de sus ojos de un momento a
otro.
Había
estado deambulando por la ciudad desde poco antes de que empezara a anochecer,
viendo cómo se iban encendiendo las luces que llenaban las calles, las plazas y
los jardines de las casas. Las calles se habían ido vaciando, eran pocos los
que paseaban, la mayoría de las personas que veía tenían prisa por llegar a
casa, algunos llevaban bolsas con regalos, otros lo que parecían botellas o los
dulces típicos de esta época del año. A través de las ventanas distinguía a las
familias que se iban reuniendo alrededor de una mesa o en el salón delante del
fuego de la chimenea, percibiendo allá donde fuera la magia de estas fechas tan
especiales. A él también le hubiera gustado ir a su casa y disfrutar junto a
sus padres y sus hermanos pequeños de una cena especial, del calor del hogar, la
música, las risas y el cariño de los suyos, pero no podía, su orgullo se lo
impedía.
Dos
días antes había discutido con su padre, últimamente discutían mucho, pero
nunca como esta vez. Martín había amenazado con irse de casa, su padre no había
dado crédito a sus palabras y él se había marchado dando un portazo y
diciéndole que no lo volverían a ver en la vida. Se arrepentía mucho del
encontronazo, ahora se daba cuenta de que todo fue por una chiquillada. Pero
también estaba dolido, a sus padres no parecía importarles que él se hubiera marchado,
no habían ido a su encuentro.
Lo
que Martín no sabía es que sus padres estaban desesperados removiendo cielo y
tierra para encontrarlo. Cuando marchó pensaron que regresaría en un par de
horas, pero al darse cuenta de que no era así empezaron a preocuparse. Fueron a
las casas de sus amigos pero no consiguieron dar con él pues últimamente había cambiado
su círculo de amistades. Martín había pasado las dos últimas noches en casa de
un amigo que sus padres no conocían, pero no podía quedarse allí en Nochebuena.
Los padres de Martín habían dado parte a la policía pero les dijeron que,
aunque fuera menor de edad, había marchado voluntariamente por lo que debían
esperar, así que habían pasado los dos últimos días dando vueltas por el barrio
buscándolo.
Cuando
Martín empezó a sentirse cansado se sentó en un banco del parque, y allí estaba
en ese instante. Hacía mucho frío y, aunque en su ciudad no era habitual y en
otro momento le hubiera causado una gran alegría, estaba empezando a nevar.
– Ho,
ho, ho, Papá Noel tiene regalos para todos – Martín levantó la cabeza y vio
en una esquina de la plaza a un señor disfrazado de Papá Noel, con un gran
trineo rojo con ruedas tirado por caballos, que les daba unas bolas de nieve de
cristal con motivos navideños a una niña y a un niño que debían tener entre seis
y ocho años.
– No
me gusta – dijo la niña – y tú sólo eres una imitación de Papá Noel.
En
ese momento el niño le tiró de la barba riéndose.
– ¡Eh!
Cuidado con la barba, eso ha dolido – dijo el falso Papá Noel.
– Ja,
ja, ja – se rió el niño – pero si no eres el auténtico.
A
Martín le enfadó ver como esos niños estaban tratando al falso Papá Noel, ¡pues
claro que era falso! Martín tenía ya dieciséis años, hacía tiempo que sabía que
Papá Noel no existe. Pero era una bonita tradición que los padres dejaran
regalos junto al árbol de Navidad para los niños, haciendo de ésa una noche
mágica. Él disfrutaba viendo la ilusión en los ojos de sus hermanos pequeños
cuando por la mañana veían y abrían los regalos.
– ¿Qué
estáis haciendo? Aunque no sea Papá Noel, ¿qué pensaría el verdadero si os
viera ahora? – les dijo Martín levantándose y acercándose a ellos.
– Este
chico tiene razón – un hombre se acercó a los niños – disculpaos ahora
mismo.
Era
el padre de los niños, que rápidamente le hicieron caso, se disculparon y se
marcharon.
– ¿Está
bien señor? – Le dijo Martín al falso Papá Noel.
El
falso Papá Noel le sonrío y cogió una manta de su trineo.
– Yo
sí, ¿y tú? ¿Te has perdido? – le dijo mientras le ponía la manta por encima
de los hombros.
Martín
negó con la cabeza.
– Parece
que tienes frío, ¿te apetece un chocolate caliente? – dijo el falso Papá
Noel ofreciéndole una taza humeante que Martín aceptó.
– Peleé
con mi padre, le dije que le odiaba, y me fui de casa – explicó Martín
bajando la voz y mostrando una expresión muy triste.
– Él
sabe que le quieres, pero no hiciste bien escapándote – le dijo el falso
Papá Noel, con una sonrisa afectuosa. – Sube al carro Martín, te acompañaré
a casa, tus padres y hermanos deben de estar muy preocupados por ti.
Martín
hizo una mueca, sorprendido – ¿Cómo sabe usted mi nombre?
– Soy
Papá Noel, lo sé todo – le respondió.
– Claro
– dijo Martín riéndose – seguro que bajo el disfraz hay alguien a quien
conozco.
El
falso Papá Noel dirigió sus caballos hacia la casa de Martín y paró frente a
ella.
– Vamos,
ahora ve con tu familia y disfruta con ellos de la Nochebuena – le dijo el
falso Papá Noel. – Mañana te disculparás y aceptarás el castigo que
tengas que recibir por preocupar a tus padres como lo has hecho – añadió,
en un tono tan serio que no admitía réplica.
Martín
bajó del trineo un poco contrariado, ¿con qué derecho ese hombre le decía que
debía disculparse y ser castigado? ¡Él no sabía qué había pasado! El falso Papá
Noel lo acompañó a la puerta y llamó al timbre.
Enseguida
se abrió la puerta, el padre de Martín se abalanzó sobre él y le dio un fuerte
abrazo.
– ¡Martín!
¡Has vuelto! ¿Estás bien? ¿Dónde has estado? – Le dijo con la voz
entrecortada.
– Este
señor me ha acompañado – le respondió.
– ¿Señor?
¿Qué señor? – dijo sorprendido su padre.
Martín
se giró y vio al falso Papá Noel guiñándole el ojo, justo antes de
desvanecerse. Se frotó los ojos, incrédulo, y volvió a mirar. Allí no había
nadie, y donde unos segundos antes estaba el trineo con los caballos ahora
había unos coches aparcados, ¿se lo había imaginado todo? ¿Era posible?
En
ese momento su madre lo rodeó con los brazos y sus hermanos saltaron encima de
él. Martín estaba desconcertado, no entendía lo que había sucedido unos
momentos antes. Todos estaban muy contentos, no cabían en sí de alegría, nadie
le reclamó y cuando intentó disculparse no se lo permitieron. Lo condujeron al
salón, donde habían prendido la chimenea, para que se calentara, estaba helado.
Sus hermanos acabaron de poner la mesa y su madre sacó de la cocina los platos
que había preparado para la cena. Su padre no se despegaba de su lado y no
paraba de decirle lo mucho que le quería. Después de una perfecta velada con
canciones, risas y muchas muestras de afecto fueron a dormir.
Por
la mañana, cuando despertaron, había un montón de regalos bajo el árbol, todos
estaban muy emocionados, sobre todo el pequeño de la familia que, con sólo seis
años, aún creía en Papá Noel. Buscaron sus regalos y los fueron abriendo, con
mucha emoción, hasta que ya no quedó ninguno.
Entonces
Andrés, el benjamín, gritó – ¡Queda un regalo!
Todos
miraron hacia donde señalaba y se dieron cuenta de que, medio escondido detrás
del árbol, asomaba un paquete. Martín miró a sus padres que se cruzaron una
mirada que denotaba sorpresa y extrañeza, parecía que ellos no sabían nada de
ese regalo, ¿cómo era posible? ¿De dónde habría salido? Andrés cogió el paquete
y leyó la tarjeta.
– Martín,
es para ti. – Exclamó. Y se lo alcanzó. Martín lo examinó, la letra de la
tarjeta no le resultaba familiar. Abrió el paquete mientras todos lo miraban
con expectación.
Dentro
del paquete había un cinturón con una nota: “Ha llegado el momento. Papá
Noel”. Martín miró a su padre que, después de un asentimiento cómplice con
su esposa, lo cogió por los hombros en un medio abrazo.
– Martín,
tenemos que hablar de lo que hiciste estos dos últimos días, vamos a tu
habitación – le dijo.
Martín
suspiró, bajó la mirada y comenzó a caminar hacia su habitación, dispuesto a
disculparse con su padre y a aceptar el que, preveía, iba a ser el castigo más
duro de su vida.
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