lunes, 24 de junio de 2019

CAPÍTULO 70: NO SE PEGA



CAPÍTULO 70: NO SE PEGA

En casa olía a Navidad. Papá había sacado las cajas con los adornos y estábamos haciendo inventario para ver qué era necesario comprar y qué no. Había que darse prisa, porque solo quedaban diez días para Nochebuena. 
Ya nos habían dado las vacaciones y lo cierto es que a mis hermanos los exámenes les habían salido bastante bien. Alejandro había recuperado su suspenso y Harry había aprobado cuatro de las cinco asignaturas. Le habían dado las notas esa misma mañana y Aidan le había roto todos y cada uno de sus huesos de un abrazo, feliz porque le había visto esforzarse mucho. También estaba contento de que se hubiera acabado por este trimestre, ya que estaba cansado de que todos desapareciéramos en nuestros cuartos llenos de nervios y de estrés. 
Cole, nadie sabe cómo, había conseguido mejorar sus notas y ahora tenía pleno de dieces él también. Papá hizo una tarta de chocolate para celebrar su “empollonería” y la de Dylan. Me sentí muy orgulloso de mis hermanitos y decidí centrarme en eso en lugar de en mi fracaso: yo no había recuperado nada. Papá tampoco había parecido esperar que lo hiciera. Había faltado a más de la mitad de las clases del período, así que era muy complicado, pero yo había esperado poder sacar al menos Historia del Arte. 
Aidan ni siquiera me había castigado. No me había echado la bronca. Solo me había dado un abrazo y me había prometido que en el segundo trimestre me iba a ir mejor. Le di la razón, pero porque peor era imposible. Me sentía muy frustrado. Mis compañeros se habían enterado de mis notas y descubrí que mi nombre estaba en una apuesta de “posibles repetidores del curso”.  Probablemente George fuera el autor, pero no tenía pruebas, más allá de que no me había dejado en paz desde hacía cinco días, cuando me presenté en el entrenamiento pero al final no me quedé. Todos y cada uno de esos cinco días habían sido un infierno. Cuando no estaba haciendo exámenes, estaba recibiendo insultos en el pasillo. Por eso aquella mañana, el primer día de vacaciones, me había levantado con energías al saber que la pesadilla había terminado, al menos momentáneamente. No sabía bien qué iba a hacer con George y con los rumores que se habían extendido sobre mí. Papá había dicho que iba a hablar con el director, pero creo que se le había olvidado y yo no se lo había querido recordar. 
Me había propuesto firmemente no dedicar un solo segundo de las vacaciones a pensar en el colegio, pero era difícil cuando mis redes sociales también estaban plagadas de comentarios ofensivos. Me quité Facebook e Instagram y me quedé solo con el Whatsapp para hablar con mis amigos. La situación había ido escalando sin que yo supiera muy bien cómo. Lo que había empezado como una rumorología generalizada, había terminado con un acoso que no creía merecerme. No, yo no había estado en la cárcel. Sí, técnicamente mi hermano mayor sí había estado, pero no por matar a nadie ni por violar a mi hermana, como George había sugerido en una ocasión. 
Mike y Fred se habían metido en líos por mi culpa. Habían escrito la palabra “acosador” en la taquilla de George y un profesor les había pillado. Les había mandado una amonestación, pero Mike decía que había valido la pena. Troy, del equipo de natación, era el nuevo capitán en mi ausencia y su primera decisión como tal fue añadir un día extra de entrenamientos los miércoles, cuando George tenía futbol, solo por el placer de fastidiarle. Tener amigos así era una suerte y pensar en eso consiguió animarme un poco. Empezar a decorar la casa con mi familia contribuyó también a mejorar mi estado de ánimo y así me contagié de la alegría navideña.
No todos mis hermanos estaban de buen humor, sin embargo. Barie estaba enfurruñada porque decía que cada año decorábamos más tarde y que así no había manera de ganar el concurso que organizaba la Iglesia. Kurt no paraba de hacer pucheros porque papá había dicho que, cuando compráramos el árbol, sería Michael quien pusiera la estrella. 
  • Es el primer año de Michael, enano – le recordé. – Compartir no es solo prestar tus juguetes, ¿sabes? También es dejar que otros hagan algo, aunque a nosotros nos haga ilusión.

  • No importa, que lo haga él si quiere – dijo Michael. – Ya le he dicho a papá que no tengo por qué hacerlo yo. 

  • No, está bien – aceptó Kurt, con un suspiro. – Pero yo pongo las bolitas azules.

  • Las bolitas azules son todas para ti – le prometí y le cogí en brazos. 
Kurt se estaba portando muy bien últimamente. Mejor que bien. Habían sido unos días bastante tranquilitos y nadie se había metido en líos. Eso no era tan raro, pero sí era más extraño que papá no hubiera tenido que regañar a los enanos ni una sola vez (no cuento como regaño el repetirles las cosas o darles algunas indicaciones, porque mis hermanitos aún eran pequeños). 
Estuvimos un rato reuniendo las piezas del belén. Michael nos observaba con una mezcla de curiosidad y rechazo, porque decía que era una tradición absurda, pero al ver que a Barie y a los enanos les hacía mucha ilusión acabó por comerse sus reservas y ayudó a buscar al ángel Gabriel, porque lo habíamos perdido. 
  • Theodore, ven para acá – me llamó papá desde la cocina.
Mi nombre completo. Adiós a los días sin que nadie estuviera en problemas, aunque no era consciente de haber hecho nada malo. Quizá Aidan se había replanteado lo de las notas.
Papá estaba cocinando a toda prisa para ir por la tarde al centro comercial y que nos diera tiempo a comprar lo que faltaba. Cuando entré a la cocina había dejado momentáneamente las ollas y las sartenes y me esperaba con los brazos cruzados. 
  • ¿Qué hice? – pregunté, tímidamente. 

  • Varias cosas, en realidad. En primer lugar, estamos a miércoles. Hace tres días que terminó el fin de semana y tú no me dijiste que te tenía que devolver el móvil – me acusó.

  • Lo… lo cogí yo, papá. Lo siento – susurré. – Tendría que haberte pedido permiso. 

  • No, Ted, no lo sientas. Fui yo el que se olvidó. No has hecho nada malo, hijo, pero hubiera sido más fácil que hablaras conmigo y me lo dijeras. Eso me lleva a la segunda cosa: hablar conmigo. ¿Cuándo ibas a decirme esto? – me volvió a acusar y me enseñó su propio móvil, en el que había una foto antigua de mi Instagram, plagada de comentarios hirientes. Desventajas de tener a tu padre en redes sociales y de que las supiera manejar: no había secretos. 

  • No es nada… Solo es una broma, pa.

  • ¿Solo una broma? A mí no me lo parece. ¿Desde cuándo sucede esto? ¿Desde que volviste a clase?
Asentí. Papá me cogió del brazo y yo cerré con fuerza los ojos, anticipándome a lo que iba a pasar. 
  • Hace seis días de eso, caramba – me regañó y, sin poder evitarlo, me encogí. Todavía sin abrir los ojos, sentí el movimiento de su mano y sentí también cómo se detuvo. - ¿Ted? ¿Qué ocurre, cariño? No estoy enfadado de verdad, pero me frustra que hayas estado cargando con esto. Te dije que me contaras si se metían contigo. Iba a darte una palmada por cabezota. Sé que no es la mejor reacción, pero tú nunca te encoges así.... Ted, abre los ojos – me pidió, y me zarandeó un poquito. Tras un par de segundos, le hice caso, y me topé de lleno con su mirada de preocupación. - ¿Qué pasa, campeón? ¿Te asusté?
Me quedé quieto, sin saber qué responderle. No, él no me había asustado. No me habría gritado y yo sabía que no estaba enfadado en serio. ¿Entonces?
  • Pe-perdón.
Papá frunció el ceño y me dio un abrazo. 
  • ¿Esto es como lo que pasó el día que expulsaron a Zach y a Harry?  - me preguntó. – Te paralizaste cuando me enfadé contigo porque recordaste lo que te hicieron esos malnacidos que te enviaron al hospital.

  • Creo… creo que sí – admití, analizando el ritmo de mi corazón, bastante acelerado. – Pero sé que tú nunca me harías daño, papá, no se trata de eso, de verdad, no te tengo miedo, ni nada, no sé qué me pasa, pero no es eso, en serio.

  • Shhh, vale, respira – me calmó, porque estaba hablando muy rápido. – No pasa nada, Teddy. Pasaste por algo que… Fue horrible. Y tal vez vayas a sentirte asustado en algunas ocasiones. Creo que debería pedirte cita con un psicólogo, campeón. Tal vez la pida también para mí y para tus hermanos. Hay muchas cosas que tenemos que procesar, muchos cambios.
Puse una mueca. La idea del psicólogo no me gustaba demasiado, pero no tenía ninguna razón lógica para negarme, así que asentí. 
  • ¿Estoy en líos por algo más? – le pregunté.

  • Pues la verdad es que sí. Acaban de llamar del Polo Norte para decir que en tu carta de este año no has pedido nada para ti.

  • Es que no quiero nada, papá. Bueno, un Iphone, pero eso no me lo vas a comprar, y…

  • Yo no, pero Papá Noel a lo mejor sí, quién sabe – insistió. Rodé los ojos. 

  • Lo único que quiero es aprobar el curso y Papá Noel no me puede ayudar con eso. 

  • Algo habrá, campeón…

  • Volver a natación. Pero eso tampoco puede hacerlo. 

  • Vas a volver, Ted - me aseguró. – En ocho días tenemos revisión, no te olvides. Tal vez el médico te diga que ya puedes nadar y conducir. Pero estoy hablando de otro tipo de regalos, y lo sabes. Música, libros, ropa, videojuegos… ¿no quieres nada? Me has estado ayudando con los regalos de tus hermanos, Ted. Sabes que este año las cosas han ido muy bien, económicamente. Puedo malcriarte y quiero hacerlo. 
Sonreí, al recordar el montón de cajas del garaje y al imaginar las caritas de mis hermanos cuando vieran sus regalos. 
  • Bueno, hay una cosa, pero te vas a reír. 

  • ¿Reírme? Nunca.

  • Pero vas a decir que no.

  • Prueba a ver – me animó. 

  • Quiero una batería…

  • ¿De música?  - preguntó y se contestó solo al llevarse una mano a la cabeza. – Esto me va a costar muchos dolores de cabeza. 

  • ¿Lo ves? Te lo…

  • No dije que no. Solo asumía que se acabaron las horas de silencio y paz.

  • Pero si en esta casa llena de niños nunca hay silencio y paz – repliqué y papá sonrió, dándome la razón. 

  • Informaré a los elfos para que se pongan a trabajar en ello rapidito – me dijo, pero luego volvió a ponerse serio. – Nadie se va a meter contigo nunca más y eso es una promesa. Pero tú tienes que contarme estas cosas, ¿bueno? Pensé que confiabas en mí, campeón. 
Auch.
  • Confío en ti, papá. Solo soy un poco cabezota…

  • ¿Un poco? 

  • Casi tanto como tú – le chinché. Me aparté antes de que me pudiera hacer cosquillas. – No, no. Tienes que terminar la comida, que tenemos que ir a comprar. ¿Qué hay de comer, por cierto?

  • Para ti, pimiento con cerdo a la plancha y luego más pimiento – respondió, sabiendo que era la comida que menos me gustaba en el mundo. Le saqué la lengua y me acerqué a las ollas a cotillear. 

  • ¡Lombarda! Genial. Uy, aunque a los enanos no les gusta mucho, ¿no?

  • Por eso de segundo hay carne guisada con patatas. Y de postre la tarta. ¿Por qué no vais poniendo la mesa? Esto ya casi está.

  • AIDAN’s POV -

La única condición que Holly me había puesto cuando decidimos darnos una oportunidad fue que teníamos que hablar todos los días, aunque no pudiéramos vernos. Yo había cumplido a rajatabla y la llamaba para contarle cualquier cosa. Inevitablemente, las conversaciones solían acabar siendo sobre nuestros hijos. Poco a poco, yo sentía que ella se iba abriendo y compartiendo cosas conmigo. Averigüé, por ejemplo, un poco más sobre la extraña relación que tenía con su hermano. Aaron se había ido a vivir con ella y su difunto marido a los doce años, es decir, nada más se casaron. No me dio muchos detalles al respecto, pero sí me explicó que en algunos sentidos había sido como un hijo más.  Cuando acabó la universidad, Aaron se buscó su propia casa y las recientes circunstancias habían hecho que volvieran a compartir techo. Le describió como una persona generosa, servicial y de buen corazón y estuve tentado de preguntar dónde había quedado esa persona y cómo se había convertido en el hombre que conocí, pero me mordí la lengua. 
Me contó además algunas cosas de sus hijos. Resultó que a Blaine también le gustaba la natación. Eso me dio pie a hablar de Ted y reconozco que me puse en modo padre orgulloso a presumir de los logros de mi muchacho, que no eran pocos. Busqué una foto de cuando ganó el campeonato del año pasado y entonces me topé con algo desagradable: la foto, subida en su cuenta de Instagram, estaba llena de comentarios odiosos. 
Cuando terminé de hablar con Holly, buceé en el Instagram de Ted y encontré muchos más comentarios como ese, todos recientes. ¿Quién diablos era “g.17111” y por qué estaba acosando a mi hijo? ¿Y por qué Ted no me había dicho nada? Recordé, con horror, que el día en el que aquel hombre intentó llevarse a Hannah los amigos de Ted me dijeron que había gente molestándole. Yo le había prometido que me ocuparía de eso, pero no había hecho nada. Eso podía explicar por qué Ted no había confiado en mí: porque yo no había cumplido mi palabra. Me di cuenta de que era un patrón con él: le prometía cosas que no siempre cumplía o que tardaba demasiado en cumplir. No podía ser tan olvidadizo… Olvidadizo… ¡Mierda! ¡Me había olvidado de darle su móvil! De nuevo, ¿por qué no me lo había dicho? 
Le llamé y traté de hablar con él y saqué dos cosas en claro: la primera, que era la persona más cabezota que había conocido en mi vida. Y, la segunda y más preocupante, que mi niño podía tener una especie de síndrome postraumático. Decidí pedir una cita con el psicólogo y ya de paso le iba a preguntar cuál era la forma más adecuada de comunicarles a mis hermanos que yo tenía otro padre biológico y que ahora les podía adoptar. 
Serví la comida y me contagié del nerviosismo de mis hijos ante la perspectiva de ir al centro comercial aquella tarde. No solo íbamos a comprar los adornos que faltaban, sino que allí los más pequeños tenían una cita con “Papá Noel”, para pedirle sus regalos en persona y hacerse una foto. Normalmente, no me gustaba llevarles a esos sitios, me parecía que ponía en riesgo su ilusión ya que podrían descubrir que el hombre de la tienda era solo un tipo disfrazado. Pero me lo habían pedido mucho y supuse que por un año no pasaba nada. 
  • Papi, ¿puedo hacerte una pregunta? – me dijo Kurt, removiendo su comida sin realmente probar bocado. 

  • Claro, campeón – respondí, extrañado porque pidiera permiso para algo así.

  • ¿Puedo cambiar mis regalos? Le quiero pedir otra cosa a Papá Noel.

  • ¿El qué, peque?

  • No te lo puedo decir, papi, sino no me lo trae – me explicó.

  • A él no le importa, campeón, y si es algo que quieres mucho mucho papá lo puede poner también en su lista para asegurarse de que te lo traen. 

  • ¿De verdad? - Kurt me dedicó una enorme sonrisa.  – Bueno, entonces sí te digo… Le quiero pedir una mamá.

Me atraganté con un trozo de pan y bebí un trago de agua. Cosita…
  • Pero no cualquier mamá – continuó, en un susurro vergonzoso, y bajó la mirada. – No vale cualquiera, porque yo ya tenía una pero no me quería. Necesito una que me quiera de verdad. Y que quiera a mis hermanos también.
Barie estiró la mano para hacerle un mimo y yo me puse de pie para cogerle en brazos. No todos mis hijos habían sentido o expresado la necesidad de una figura materna. Todo el mundo necesita una, creo yo, pero quizás Kurt más que nadie. Desde bien pequeño se fijaba en las familias de sus amigos y se extrañaba de que en la nuestra solo hubiera un adulto. 
  • ¿Tú crees que Papá Noel me la traerá? – me preguntó.
Mis ojos se cruzaron un segundo con los de Barie y quizá por eso me animé a decir lo que dije.
  • La verdad es que no lo sé, Kurt. Una mamá no es un juguete, ¿sabes? Es algo muy delicado. Pero yo también quiero que tengas una mamá… y quiero tener una esposa. ¿Te cuento algo? Papá se está enamorando. De Holly. Y da un poco de miedo, porque aún es pronto para saber si las cosas van a salir bien. Pero tal vez si se lo pides a Papá Noel me echa una mano para que no meta la pata, ¿mm?

  • ¿Si te casas con Holly sería nuestra mamá? – preguntó mi enano.

  • Solo me casaré con ella cuando esté seguro de que es la mamá que te mereces, campeón. 

  • Yo también quiero cambiar mis regalos, papi – pidió Hannah.

  • Y yo – añadió Cole. 

Se me hizo un nudo en el estómago. Carraspeé para intentar controlar la emoción.
  • Bueno, pero Papá Noel no escuchará vuestras peticiones si llegamos tarde, así que venga, todo el mundo a comérselo todo.
Observé a mis hijos más mayores, preocupado por como hubiera podido afectarles mi declaración, pero no noté a ninguno especialmente enfadado. Barie estaba feliz, por supuesto, y Ted me sonrió. Los demás fueron más neutrales. Alejandro y Michael estaban muy serios, pero no dijeron nada. No quise forzar las cosas, así que cambié de tema y les pregunté sobre la función navideña que estaba organizando nuestra parroquia. Barie hacía de Virgen María, Cole y Dylan de pastores. Ted de Baltasar, aunque no le hacía mucha gracia. Estaba harto de hacer del rey negro, porque se lo pedían todos los años. 
Cuando la mayoría de mis hijos ya había terminado de comer, Kurt seguía dándole vueltas a la lombarda.
  • Enano, se te está enfriando. 

  • No quiero más, papi – protestó. 

  • Pero si apenas has comido. 

  • Es que me duele la tripa.

En ese punto me enfadé un poco.
  • Sin excusas ni mentirijillas, ¿eh? Ya estás bueno, bien que te comiste ayer los macarrones. Llevas dos días comiendo normal, así que nada de fingir estar malito para evitar la comida que no te gusta. 

  • No es mentira, papi.

  • ¿No? Bueno, pues entonces habrá que ir al médico, y que te recete una medicina para que te deje de doler. 

  • ¿Una inyección? – preguntó, con los ojos muy abiertos.

  • No lo sé, a lo mejor – respondí, muy serio. 

  • ¿Y ya no me dolerá más?
Ahí me empecé a preocupar. Kurt odiaba las inyecciones y parecía estar pensando que igual merecía la pena que le pincharan si así le dejaba de doler, lo cual indicaba que le dolía de verdad. Pero no había vuelto a devolver ni a tener síntomas… Decidí hacer una última prueba.
- Bueno, no te comas la lombarda si no quieres… Tampoco querrás el postre, imagino. No te preocupes, te guardaré la tarta para cuando estés bueno.
- ¡No, papi, quiero tarta!
Sonreí.
  • Para tomar tarta hay que comérselo todo primero, campeón. 
Costó un poco, pero finalmente Kurt se terminó el primer plato y con esfuerzo también el segundo. 
  • ¿Ya puedo tomar tarta?

  • Mocosito caradura. La última vez que intentas engañar a papá, ¿eh? 

  • Yo no te engañé, papi – me puso un puchero enorme y me miró con tristeza. – Eso está muy feo. 

Le senté en mis piernas y le acaricié el pelo.

  • Sí, mi amor, está muy feo. No fue engañar engañar, mi bebé no haría eso, solo un poco de picardía a ver si colaba. Pero no lo hagas más, ¿bueno?
Kurt asintió y dejé que se levantara a coger el postre. Últimamente Kurt había cambiado su espíritu travieso por toneladas y toneladas de ternura y como siguiera así yo me iba a derretir y a babearlo entero. 

  • KURT’S POV –
¡Iba a conocer a Papá Noel! Si aquel no era el mejor día del mundo, no sé cuál sería. Tenía tantas cosas que decirle. Le quería preguntar si era verdad que sus renos volaban y si me podía dejar dar una vuelta en su trineo, pero lo más más más importante de todo era si me podía enviar una mamá, como la de mi amiga Paola, que le leía cuentos y le cantaba canciones y le recortaba el sándwich del almuerzo en forma de oso panda. Papá hacía esa clase de cosas conmigo y sin embargo cuando veía a otros niños con sus madres algo se encendía dentro de mí, como una envidia fea, mucho peor que cuando Hannah tenía un helado más grande que el mío o cuando Alice cogía mis juguetes. 
Tal vez Holly pudiera ser mi mamá. Aún no la conocía mucho, pero me había parecido buena. ¿Si se convertía en mi mamá, se quedaría siempre conmigo? ¿Incluso si traía notas del cole o hacía un berrinche? ¿O me dejaría solo como mi madre y Andrew? Andrew había vuelto. Quizás ya no le parecía un niño tan malo. 
Pero antes de poder ir con Papá Noel y pedirle una mamá, tenía que terminar la comida. La lombarda no me gustaba mucho, pero es que además cuando comía me dolía la tripa. Aún así, quería tomar tarta, así que intenté comérmelo todo. Me empezó a doler por encima del ombligo, pero no me dieron ganas de vomitar como otras veces. Papá dijo que podía ir a por la tarta, así que cogí un plato y empecé a comer, pero el dolor se hizo más fuerte. Empezó a dolerme mucho y me entraron ganas de llorar. Papá se dio cuenta y se agachó a mi lado.
- ¿Qué te pasa, peque?
- Me duele, papi… snif… Haz que pare. 
- ¿Te duele la tripita, mi amor? ¿Quieres ir al baño?
Negué con la cabeza y estiré los brazos para que me cogiera a upa. Papá lo hizo y comenzó a andar despacito por todo el comedor. En seguida me relajé y suspiré. Había decidido que estaba bien ser un bebé, y que me mimara, y me diera besos, aunque mi profe de mates y algunos compañeros de mi clase dijeran “bebé” como si fuera una palabra mala. Papá lo hacía sonar bonito y me hacía sentir bien. 
  • Vamos a ir al médico, ¿vale, Kurt? Este virus te está durando mucho y el doctor te mandará algo para que ya no te duela. 

  • Pero papi, íbamos a ir a ver a Papá Noel – gimoteé.

  • Podemos ir otro día, peque. 

  • Snif… Los demás se enfadarán conmigo. 

  • Nadie se va a enfadar contigo – me aseguró. – Enano, siento no haberte hecho caso antes. Te dolía de verdad, ¿no? Y yo te obligué a comer.

  • Quería tarta, papi. 

Papá me sonrió y me dio un beso en la frente.

  •  Claro que querías, bebé golosito. Anda, vamos a por tu abrigo. 

Papá me llevó en brazos hasta el salón y del salón fuimos al vestíbulo. Cogió mi chaqueta y mi bufanda y me ayudó a ponérmelas y luego fuimos a buscar a Ted.

  • Ted, me voy al médico con el peque. No tenemos hora, pero le pediré al pediatra que nos atienda de urgencia, porque le vuelve a doler la tripa. Te quedas con tus hermanos, ¿vale?

Ted asintió, pero Michael dio un resoplido. 

  • Pensé que el mayor era yo – protestó. 

  • Y por eso tú te vas a venir con nosotros, por si tengo que dejar el coche en doble fila. 
Michael pareció sorprendido, pero luego asintió y cogió su abrigo. Yo prefería ir con Ted, pero no dije nada. Me abracé a papá, mimoso, y me dio la mano para salir de casa. Entonces, Michael se agachó y cogió mi otra manita y se quedó conmigo cuando papá me soltó para abrir el coche. Miré hacia arriba y le vi sonreír. Cuando Michael sonreía tenía la misma cara que los angelitos de mi libro, solo que con la piel oscura. 
  • Vamos, enano. Verás que el médico te hace sentir mejor. 

  • No quiero que me pinchen - le confesé.

  • Si te tienen que pinchar, tú me agarras fuerte la mano, ¿vale? – me dijo Michael. – Y entonces hacemos magia y te paso mi superpoder. 

  • ¿Cuál superpoder?

  •  La antinyección, por supuesto – me respondió. - A mí me han pinchado tantas veces que ya no me duele. 
Recordé que papá me había enseñado una cajita que guardaba en la parte alta del baño y me había dicho que no la podía tocar. Era medicina para Michael y si no la tomaba se ponía malito. 
  • ¿Y compartirías tu superpoder conmigo? – le pregunté, no muy seguro. A veces creía que yo no le caía demasiado bien…

  • ¿Bromeas? Eres mi hermanito. ¿Con quién si no? – me dijo, y me levantó para colocarme en la sillita del coche, de forma parecida a como lo hacía Ted.
Puede que no tuviera una mamá, pero sí tenía mucha gente que me quería. 

  • TED’S POV -
Papá se llevó a Kurt al médico y yo me quedé a cargo. Seguramente el peque solo tuviera una gastroenteritis, tenía tendencia a pillarlas, pero le estaba durando demasiado, era mejor que fueran al doctor y ver si le podían mandar algo más que una dieta blanda. 
La mayoría de mis hermanos habían estado presentes cuando se fueron, así que ya habían entendido que no íbamos a ir al centro comercial, pero no todos lo aceptaron igual de bien. Alice empezó a llorar sentadita en el suelo.
  • BWAAAA…. Yo quería ver…snif… a Papá Noel… snif… snif…

  • Iremos a verle mañana, enana – le dije, levantándola de la alfombra.  – Papa Noel va a estar muchos días, escuchando a todos los niños que quieran hablar con él, ¿mm?

  • Pero yo quería hoy… snif... snif….

Alice siguió lloriqueando de esa forma habitual en los niños pequeños, en la que lloran hasta que se cansan o se olvidan por qué estaban llorando. Estaba bastante acostumbrado a ese llantito infantil, así que dejé que se desahogara y cuando la noté más tranquila la tomé en brazos y le limpie la nariz. 
  • ¿Sabes qué? Esta mañana ha nevado un poquito. ¿Quieres que vayamos al jardín a jugar con la nieve? – le pregunté y Alice asintió, todavía con un puchero. Llamé entonces al resto de mis hermanos. - ¡Chicooos! ¡Pelea de nieve en cinco minutos! ¡Abrigo, guantes, bufanda y gorro todo el mundo!

  • ¡Bieeeen!

Empezó a haber una estampida hacia la puerta, pero yo la bloqueé hasta asegurarme de que todo el mundo estaba bien abrigado. Hannah protestó un poco porque no quería llevar gorro, pero no fue difícil convencerla. Dylan se quitó el abrigo varias veces y lo tiró al suelo.
  • Sin abrigo no sales – le advertí. Como toda respuesta él le dio una patadita a su chaqueta. Alcé una ceja y me arrodillé para ponerme a su altura. –  ¿Estás enfadado conmigo o con el abrigo? – le pregunté.                                                       

  • ¡Contigo!

  • Bueno, entonces pégame a mí, ¿no? 

Dylan me miró como si se lo estuviera pensando, pero luego bajó los hombros.

  • No se pega.

Sonreí.

  • Muy bien, enano. Tampoco se dan patadas a las cosas. El abrigo es para que no cojas frío. ¿Es que quieres pasarte las vacaciones con fiebre en la cama? ¡Menudo rollo!   

Dylan lo meditó unos segundos y finalmente cogió el abrigo y se lo puso. Alice, Cole, Barie y Madie no me dieron ningún problema, pero los mellizos y Alejandro intentaron salir sin guantes y sin abrigo.
  • Eh, eh, ¿a dónde creéis que vais?

  • Ted, yo no soy uno de los enanos – dijo Alejandro, rodando los ojos.

  • ¿Y eso les va a importar a los virus?

  • No seas coñazo, ¿quieres?  - protestó Harry. – Apártate y déjanos salir.

  • En cuanto os abriguéis como es debido. 

Alejandro resopló y trató de salir sin importarle que yo estuviera en medio, chocándome con el hombro. Le retuve sin dificultad.
  • No vas a salir así. Vamos a estar con la nieve y va a hacer un frío del carajo. 

  • La nieve con guantes no se siente igual – protestó Zach. 

  • Mala suerte, enano. Mi guardia, mis normas. 

  • Métete tus normas por el culo – me espetó Harry. – Tú no eres papá. 

  • No, pero al igual que a él no me gusta que me hables así. 

  • ¿Y a mí qué? – replicó. 

  • Shhh, Harry, no le hagas enfadar – le recomendó Zach. 

  • No le tengo miedo. 

Iba a responder que yo tampoco quería que me lo tuviera, pero no tuve ocasión. Alejandro me agarró y tiró de mí.

  • Yo le sujeto y vosotros salís – les dijo y forcejeó para apartarme de la puerta.

Toda la escena fue muy infantil. Alejandro parecía un mellizo más y los tres se comportaban como si tuvieran diez años o menos. 
  • Tengo más fuerza que tú – le recordé y tiré solo un poquito para demostrárselo. – Si ya has terminado de hacer el tonto, abrígate y salgamos, los demás están esperando. 
Pensé que ya iba a hacerme caso. Desde luego, no creí que pudiera reaccionar como reaccionó, porque no se le veía especialmente enfadado, sino más bien medio jugando, pero en cuanto le solté, me metió un rodillazo en el estómago. Me quedé sin respiración, tanto por el golpe como por la sorpresa.
  • ¡Alejandro! – le gritó Zach. 

  • Tío, qué bestia – le dijo Harry.

Me había doblado sobre mí mismo y no me levanté. Intenté normalizar mi respiración. Estaba en casa, era mi hermano, todo iba bien, todo iba bien. Mi mente lo sabía, pero mi cuerpo parecía estar esperando más golpes.
  • Creo que le has roto – comentó Harry, como si fuera gracioso. 

  • ¿Ted, estás bien? – murmuró Zach, preocupado. 

Respiré hondo. Inspirar, expirar. 
  • Igual me pasé… - admitió Alejandro. 
Por fin, logré sobreponerme y me erguí, pero estaba furioso y sé que echaba fuego por los ojos.
  • ¿Igual? ¿IGUAL? ¡CLARO QUE TE PASASTE!  - le chillé. - ¡NO PUEDES GOLPEARME PORQUE QUIERA EVITAR QUE TE COJAS UNA PULMONÍA! ¡YA NO ERES UN CRÍO, DEBERÍAS AYUDARME A QUE LOS DEMÁS SE ABRIGARAN EN VEZ DE DARLES MAL EJEMPLO! 

  • ¡No me grites!

  • ¡Y AGRADECE QUE ESO ES LO ÚNICO QUE HAGO! No vas a salir al jardín, ¿me oyes? Te vas a ir a la habitación y no vas a salir de ahí hasta que venga papá. 

Alejandro abrió y cerró la boca varias veces, como si quisiera replicar algo pero las palabras no le salieran. Finalmente apartó la vista ligeramente y se frotó las manos con nerviosismo.
  • ¿Se lo vas a decir a papá?
Me vino el recuerdo de un Alejandro de siete años que había asaltado el tarro de las galletas, sin dejar ni una y, al verse descubierto por mí, me preguntó, con la misma vocecita “¿se lo vas a decir a papá?”. O un Alejandro de once, que se había peleado con Harry y le había roto un cómic. La misma pregunta, “¿se lo vas a decir a papá?”. Había decenas de recuerdos más y todas y cada una de esas veces yo le había salvado el pellejo, porque no me podía resistir a su mirada de cachorro en apuros. Él muy asqueroso ya sabía perfectamente lo bien que esa frase funcionaba conmigo. 
  • … No, petardo. Tu estúpido y violento trasero está a salvo. Ahora sube antes de que cambie de idea.
Alejandro sonrió y subió las escaleras de dos en dos. 
  • ¿Le acabas de castigar? – preguntó Harry, con incredulidad. 

  • Y si no te andas con cuidado, a ti te lavo la boca por esas palabras tan dulces que has dicho antes. Venga, poneros la bufanda y los guantes de una vez. Y el gorro. 

Zach se lo puso, pero Harry todavía se resistió un poco. 

  • ¿Te quieres ir a hacerle compañía a Alejandro, entonces? – le pregunté. 

Harry refunfuñó, pero estiró el brazo y cogió la bufanda. Se puso el gorro y los guantes y entonces sí les dejé pasar. Salí detrás de ellos y me recibieron tres bolas de nieve directas al pecho. Me apresuré a reunir munición y así tuvimos una pequeña batalla campal. Tuvimos cuidado con Alice y Hannah, pero aún así la más peque terminó llorando cuando una bola de Zach le acertó en la cara.
  • ¡BWAAAAAA!

  • ¡Zach! ¡Dijimos que en la cara no!

  • Perdona enana… no te vi…

  • ¡BWAAAA!
Cogí a Alice en brazos y le di un beso en la mejilla. La noté muy fría, así que me quité el guante y le puse la mano encima, para que la calentara un poquito.
  • No pasó nada, bebé. 

  • Snif.

  • ¿Seguimos jugando? – le pregunté y ella asintió. 
La dejé en el suelo y entonces ella fue hacia Zach y le pegó con sus puñitos en la cadera, que era donde llegaba.
  • ¡Malo, malo!

  • ¡Alice! No se pega – le dije. La separé de Zach y la obligué a mirarme. – Pídele perdón.

Alice me golpeó entonces a mí, en la cara. Estuve tentado de girarla y darle una palmada, pero no me parecía la mejor forma de enseñarle que no podía pegar. 
  • ¿Qué hago contigo? Alguien se ganó un tiempo en la esquina, me parece. 

  •  ¡No! ¡No, Tete, no!
No la escuché y entré con ella en la casa. Cogí una silla y la coloqué mirando a la pared y senté a Alice en ella. Al principio, ella lloraba, y lo cierto es que ya la había escuchado llorar demasiado ese día. No iba a ser capaz de resistir mucho más aquel llanto, pero enseguida se calmó y se quedó allí sentada sin hacer ruido. Cuando pasaron cuatro minutos, giré la silla lentamente y la observé. Alice tenía un puchero y los ojitos brillantes. Abrí los brazos y ella se lanzó a ocupar el huequito que quedó entre ellos. Sonreí y la abracé. 
  • Zach te dio en la carita sin querer, peque. No está bien que le pegues, ni siquiera aunque hubiese sido aposta. Si es malo contigo me lo dices y yo le regaño, pero no le pegas, ¿bueno?
Alice asintió y apretó el abrazo. 
  • Ahora hay que pedirle perdón, ¿mm?

  • Eno. 

  • ¿Y a mí por qué me has pegado? Con lo que yo te quiero – dije, poniendo voz triste. 

  • Peyón, Tete – susurró y me dio un beso. – Yo tamén te quero.

Me la comía, sobre todo cuando exageraba sus defectos de habla como en ese momento. Era como ver a un bebé haciéndose el bebé. 
Mi hermanita apoyó la cabeza en mi hombro y sentí que todo aquello me salía muy natural. Es decir, en los últimos meses había aprendido a cuidar mejor de mis hermanos e incluso a disfrutar de ello, sin quejarme ni frustrarme por las pequeñas cosas a las que tenía que renunciar al hacerlo, pero con Alice siempre había sido así. Siempre había cuidado de ella como un segundo padre. Me pregunté si mi relación con Alice sería tan especial de haber crecido con una madre. Probablemente no. Papá no podía multiplicarse y cuando Alice llegó yo ya era “mayor”, así que creo que había cambiado el mismo número de pañales y calentado el mismo número de biberones que él. 
Eso era algo que Holly nunca podría hacer. Si las cosas entre papá y ella funcionaban, tendríamos que buscar la forma de encajarla en nuestras vidas, no como alguien que siempre había estado allí, sino como alguien nuevo. Mientras estuve en el hospital, ella se convirtió en una presencia importante para mí. Me hizo compañía cuando más lo necesité y no sabía cómo agradecérselo. Tampoco habíamos tenido mucho contacto después de eso. Me resultaba difícil saber si ella podría ser una buena madre para mis hermanos, pero al menos una cosa era segura: era una buena persona. Eso era más de lo que muchos de nosotros podíamos decir de nuestros progenitores. 
Como Alice no parecía dispuesta a soltarme, la alcé y la llevé al jardín. Zach vino a nosotros con gesto preocupado, pero se tranquilizó al ver que Alice no lloraba.
  • Peyón, Zach. 

  • No pasa nada, peque. ¿Me das un beso?

Alice cambió entonces de brazos y le dio un beso muy sonoro. Después quiso bajarse para ir a jugar con Hannah, así que Zach la liberó y, en el momento en que la enana se alejó, me taladró con la mirada. 
  • ¿La pegaste? – me preguntó, aunque más bien fue en tono de acusación. 

  • ¿Qué? No. 

  • Ah. Bueno. 

  • Hermano sobreprotector – le dije, con una sonrisa, y  le revolví el pelo. 

  • Aich, quita – protestó. Después, se mordió el labio. – Ted…

  • Me llaman. 

  • ¿Tú nos puedes castigar? – preguntó, visiblemente avergonzado. 

  • Guau, pregunta directa. ¿Tú qué piensas? – le respondí, sin ningún sarcasmo. Quería saber su opinión sincera. 

  • Bueno, técnicamente ya lo hiciste, el día de los globos de agua, y antes al mandar a Ale a su cuarto… Pero me refería a otro tipo de… mm…

El pobre estaba muy azorado y cambiaba el peso de un pie a otro como si de pronto quisiera estar en cualquier otro lugar menos allí.

  • ¿Otro tipo de castigo? No – le tranquilicé. -  Tengo permiso de papá para hacerlo, solo cuando él no esté, pero creo que se refería más bien a los enanos. Solo te saco cuatro años, Zach. Sería más que raro, ¿no crees? Además, no sería capaz. No contigo – le confesé. 

  • ¿Conmigo en concreto? – preguntó con curiosidad.

  • Contigo en concreto. No soportaría hacerte llorar. Los enanos lloran por cualquier cosa, es parte de ser pequeños, pero si te hago llorar a ti sé que sería en serio. Y no podría. Iría justo después a colgarme del árbol más alto.  Te daría tres palmaditas flojitas y eso no serviría de nada, más que para avergonzarnos a los dos. Mejor dejar que papá sea el malo. El puesto de hermano mayor consentidor y sobreprotector me gusta mucho más. 

Zach me sonrió. Solo con él podía tener esa clase de conversaciones y hablarle de corazón a corazón. Con Cole también, pero él era demasiado pequeño aún. 
  • Ese puesto se te da muy bien – me dijo. – Pero también creo que serás un gran padre algún día. 

  • Caray, gracias. Aprendí del mejor. Oye, qué majo estás hoy. 

  • Yo siempre soy majo – se indignó y yo me reí. Rápidamente se agachó y me tiró una bola de nieve totalmente a traición.

  • ¡Serás…! – le perseguí, sin poner demasiado empeño por darle alcance. 
La siguiente hora nos la pasamos jugando, divididos en pequeños grupos. Barie y Hannah hicieron un muñeco de nieve, Harry lo destruyó y eso le valió una avalancha de nieve sin ningún tipo de piedad, hasta que el pobre terminó empapado hasta las orejas, con su gorro por el suelo. Eso fue lo que me llevó a poner los juegos en pausa por un rato. 
  • ¿Alguien quiere un chocolate caliente?

  • ¡Yo, yo, yo, yo, yo, yo! – gritó Hannah, acompañando cada “yo” con un saltito. 

  • ¡Yo!

  • ¡Yo!

  • ¡Chocolate!

  • Creo que eso es un sí – sonreí y entramos en casa para calentarnos y tomar el chocolate. 

Mientras se hacía, subí a llamar a Alejandro. Toqué a la puerta, sintiéndome raro por llamar a mi propio cuarto, y entré. 
  • Vamos a tomar chocolate – le anuncié. - ¿Quieres?
Él asintió y ya iba a irme, cuando me llamó.
  • Oye… 
Esperé, pero no dijo nada más. Le presté atención entonces y me di cuenta de que estaba inusualmente serio. 
  • ¿Pasa algo?

  • Cuando estuviste en el hospital… Yo… Me dije que si algún día me topaba con los que te hicieron eso, les daría su merecido. Y hoy cojo y… No quería hacerte daño. 

Abrí los ojos con sorpresa. 
  • Ya sé, Jandro. No pasa nada. Ven a ayudarme con el chocolate. Creo que he hecho demasiado. 
Cada uno de mis hermanos tomó dos tazas y todavía sobró. Después, vimos una de esas inocuas comedias navideñas y yo empecé preguntarme cuándo iban a volver papá, Michael y Kurt. Cogí el teléfono para llamar a Aidan, pero no respondió. Seguramente estarían atendiendo al enano.
La película terminó y mis hermanos quisieron volver a la nieve. Lo hicimos y esa vez Alejandro vino también con nosotros, sin poner ya reparos en abrigarse. Estuvimos en el jardín hasta la hora de la ducha y justo entonces Michael regreso. Pero solo Michael, sin señales de Kurt ni de papá.  

  • AIDAN’S POV –
El aparcamiento del hospital estaba prácticamente lleno, pero en la entrada había una luz verde que indicaba que todavía había plazas libres. Era un sitio grande, con tres pisos y había muchos coches intentando aparcar. Si a Kurt le hubiera pasado algo grave, hubiera tirado el coche en cualquier lugar, en plena calle, como hice cuando Ted tuvo la apendicitis. Pero aquella situación era diferente. 
  • Michael… ¿te atreverías a entrar con tu hermano y entregar su tarjeta en recepción mientras yo aparco? No os van a llamar ahora. Te preguntarán que le pasa y como no es prioritario os mandarán a la sala de espera…

  • Está bien  - respondió, no muy seguro. - ¿Te vienes conmigo, peque?

  • Quiero ir con papi – protestó mi enano.

  • Yo voy a ir en seguida, Kurt. 

  • ¡Quiero contigo!

  • Estarás con Michael y en cuanto aparque voy con nosotros, ¿vale, campeón?

  • ¡No, malo! – lloriqueó. 

Sin que pudiera anticiparlo, Kurt comenzó un berrinche en el que no faltaron gritos, llanto y alguna tos por esa forma desgarrada de llorar. Tenía que reconocer que, de todas las rabietas que había tenido alguna vez, aquella fue una de las más “justificadas”. Si yo fuera un niño pequeño y me encontrara mal, también querría estar con mi padre. 
Estuve a punto de ceder y decirle que se quedara conmigo mientras aparcaba, aunque eso hiciera que nos atendieran más tarde, pero entonces Michael le desabrochó el cinturón con delicadeza y le sacó del coche sin atender a sus intentos de revolverse. 
  • Papá viene ahora, peque. 

  • ¡BWAAAA! ¡No, malo, malo! - chilló, y le dio un manotazo a Michael. 

Fruncí el ceño e hice ademan de salir del coche yo también, pero Michael me lo impidió.

  • Ni sueñes con que le vas a regañar. Está malito, así que tiene carta blanca.
Me mordí la comisura del labio para ocultar una sonrisa. Por lo visto, Ted no era el único abogado defensor en la familia. 
  • Kurt, no se dan manotazos – le recordé, en un tono serio pero suave.  No te voy a dejar solito, campeón. Estás con tu hermano, que te va a cuidar hasta que yo vuelva.

  • Snif… snif… pero no tardes, papi. 

  • No tardo, ya verás. 

Un coche me pitó porque estábamos tardando demasiado. Michael se apartó un poco y yo les hice un gesto con la mano, antes de arrancar. 
Tardé unos quince minutos en encontrar un sitio y subir desde el aparcamiento al hospital. Mis hijos me esperaban en una salita. Ya habían entregado la tarjeta y les habían dicho que les llamarían por el altavoz. Me senté junto a ellos y Kurt se sentó encima.
  • ¿Lo ves? Papá te dijo que vendría. Jamás te dejaría solito, bebé. ¿Michael ha sido bueno?

  • ¡Oye! – protestó el aludido.

  • Chi. Ha sido muy bueno. 

  • Me alegro, cariño. Escucha una cosa: sé que solo querías estar con papá y por eso te enfadaste. Enfadarse no es malo, campeón, pero te he dicho muchas veces que no podemos pegar a los demás aunque estemos enfadados, ¿mm?

Kurt se retorció hasta esconder la carita entre mi ropa para que no le regañara. 
  • No me castigues, papi, que toy malito – puchereó.

  • Tendrás morro tú. No te voy a castigar, peque, solo estoy hablando contigo. ¿Le has pedido perdón a Michael?

Kurt negó con la cabeza y se asomó para mirar a su hermano. 
  • ¿Me perdonas?
  • Claro, enano – respondió Michael, algo sorprendido. 
Nos quedamos en silencio esperando durante un rato. Kurt se empezó a aburrir y me pidió mi móvil para jugar un rato. Se lo dejé y así se mantuvo entretenido. Como no había nadie a nuestro lado, se tumbó en dos asientos y me usó de almohada. Cosita confiada y sin vergüenza.
Después de algo más de media hora nos llamaron y entramos en una de las cabinas médicas. No nos atendió la pediatra de siempre, supongo que porque íbamos sin hora y estaría ocupada. En su lugar nos recibió una mujer de mediana edad, muy dulce y sonriente. Me hizo varias preguntas y examinó a Kurt. La vi fruncir el ceño en varias ocasiones y me alarmé, pero ella me aseguró que todo iba bien. Como Michael había entrado con nosotros, le dejó jugando con Kurt mientras hablaba conmigo. 
  • No es una grastroenteritis – me dijo. – El dolor no duraría tanto tiempo y además parece que le duele especialmente después de comer o mientras come. Quiero hacerle una analítica y una endoscopia.

  • ¿Qué? ¿Pero qué tiene?

  • Aún no lo sé, señor Whitemore. Puede tratarse de una úlcera, pero para eso son las pruebas. No se preocupe, no es nada grave y tiene fácil tratamiento. Pero la endoscopia puede ser algo molesta para un niño y por eso solemos hacérselas con anestesia. 

  • ¿Anestesiarle? Pero… - miré a mi niño, que estaba pintarrajeando algo en un papel. - ¿Podré estar con él?

  • Por supuesto. Además, primero le haremos la analítica. Pero antes me gustaría auscultarle otra vez. 

La doctora se descolgó el estetoscopio del cuello y llamó a Kurt. Me pregunté por qué era necesario escuchar su respiración si el problema lo tenía en el estómago. La mujer volvió a poner la misma cara de preocupación de antes. 
  • ¿Le ocurre algo? – pregunté, comenzando a asustarme. 

  • En el informe pone que Kurt tiene un soplo.

  • Sí, me dijeron que no era importante, que con la edad se quitaría. Algunos de mis otros hijos lo tenían también.

El médico que le trató cuando vino a vivir conmigo lo llamó soplo cardíaco funcional. Los soplos cardíacos funcionales pueden desaparecer con el tiempo o pueden durar toda la vida sin jamás causar otros problemas de salud. Zach y Madie también habían tenido uno, pero en revisiones posteriores había desaparecido. Un soplo no es más que un sonido anómalo en el latido del corazón. Esos sonidos pueden escucharse con un estetoscopio. Un latido del corazón normal produce dos sonidos, que son los sonidos que hacen las válvulas cardíacas cuando se cierran. Cuando se tiene un soplo, hay un tercer sonido, como un silbido. 
  • Le voy a derivar a un cardiólogo – dijo la doctora. Siete palabras que sonaron como un puñetazo. 

  • ¿Por el soplo? – susurré. 

  • Seguramente no sea nada – intentó tranquilizarme, pero era tarde.

  • ¿Qué carajos le pasa a mi hermano? – gruñó Michael, percatándose de que algo serio ocurría. 

  • Nada, solo escuché algo al auscultarle y no me sonó como un soplo. Lo más probable es que no sea nada.

  • ¿Lo más probable? – espetó Michael. - ¿LO MAS PROBABLE? ¿QUIERE ENVIAR A MI HERMANO DE SEIS AÑOS A UN MALDITO CARDIÓLOGO PERO “LO MÁS PROBABLE” ES QUE NO SEA NADA?

  • Cál- calmese, o llamo a seguridad.

  • ¡LLAME A QUIEN LE DÉ LA GANA PERO DÍGAME QUÉ TIENE MI HERMANO!

Me quedé sin palabras por la fiereza de Michael y por la preocupación que sus palabras delataba, que era solo una pequeña parte de la que sentía yo. 
  • Chico, así solo le estás asustando – señaló la doctora y vi que tenía razón. Kurt nos miraba a los tres con sus grandes ojos muy abiertos. 

  • Michael, cálmate… - le pedí. 

Michael soltó un bufido y dio un golpe fuerte a la mesa. Después, se pasó las manos por el pelo. 
  • Solo quiero tomar precauciones – dijo la doctora. 

  • ¿Mi hijo va a estar bien? – pregunté. Era lo más urgente, la primera cosa que necesitaba saber.

  • Claro que sí, señor Whitemore. Es un muchachito muy sano, ¿no lo ve? En unos días estará comiendo chucherías otra vez. Y por el cardiólogo no se preocupe, solo es una revisión. 
Quise creerla, aunque un nudo se había asentado en mi estómago y dudaba que fuera a irse pronto. Pero tenía que confiar en los médicos. Kurt parecía estar bien. No podía tener nada serio si se encontraba bien, ¿no?
  • Michael, discúlpate con la doctora, cariño, no está bien dar golpes y gritar así – le pedí. Me echó una mirada envenenada y al principio pensé que fue por haberle llamado “cariño” en público. Demasiado afectuoso e infantil, como también lo había sido mi forma de hablarle. Últimamente había cogido la costumbre de usar todo tipo de apelativos, no podía llamarles todo el rato “campeones”.
  • No me pienso disculpar – me ladró. Dudaba que toda esa furia tuviera que ver con mi forma de llamarle. 

  • Michael…

  • ¡No! ¡Esa puta no sabe de lo que habla! Kurt no tiene nada, ¿se entera?

  • Discúlpenos un momento – mascullé, mientras agarraba a Michael del brazo con fuerza, intentando mantener la calma aunque sin demasiado éxito.

  • Papi, ¿a dónde vas? – preguntó Kurt.
A enseñarle modales a tu hermano” hubiera respondido, de estar solos. Pero no lo estábamos y entendí que no podía dejar a Kurt solo con la doctora mientras ajustaba cuentas con su deslenguado hermano mayor. Tiré de Michael y le hablé al oído.
  • O le pides perdón ahora mismo, o el castigo que te voy a dar fuera te lo doy aquí delante – le advertí. 
Observé como la nuez de su garganta bajaba ruidosamente cuando tragó saliva. 
  • Por… por favor, perdóneme. Solo estoy preocupado por mi hermanito. 

  • Está bien.

Nos mandaron de vuelta a la sala de espera. Una enfermera nos llamaría para la analítica. Me fui con mis dos hijos sin soltar el brazo de Michael en ningún momento, pero no volvimos a los asientos de antes, sino que les llevé al baño.
  • No tengo que hacer pis, papá – me dijo Kurt. 

  • Ya lo sé, campeón – le dije y le senté en la repisa del lavabo. – Quédate aquí un momentito, ¿vale? Y tú – gruñí, mucho menos amable, dirigiéndome a Michael.  – No puedes hablarle así a un doctor, ni a nadie. No puedes llamarle eso a una mujer. 

  • P-perdón, papá. Hablemos en casa, por favor – me suplicó. 

Normalmente le habría escuchado o yo mismo lo habría pospuesto, pero yo también estaba preocupado por lo que había dicho la doctora y no fui capaz de mostrarme comprensivo. Eché el pestillo del baño y le obligué a girarse y apoyarse sobre el la repisa de mármol. 
  • Delante de Kurt no, papá, qué vergüenza – protestó.

  • ¿Y la vergüenza que tú me has hecho pasar a mí? – le increpé. 

PLAS PLAS PLAS

  • ¡No! ¡Papi, no pegues a mi hermanito! – me regañó Kurt y se bajó del lavabo, con cierta dificultad, porque era muy alto.  Me agarró de la pierna y tiró con fuerza.
Respiré hondo e hice que Kurt me soltara con cuidado.
  • Campeón, tu hermano ha sido muy grosero con la doctora – traté de explicarle, pero me interrumpí al escuchar un sollozo. Michael lloraba abiertamente. Sus hombros subían y bajaban sin control. 
Conté hasta cinco muy despacio. Aquel no era el momento ni el lugar. Y verle llorar así fue doloroso. Le di la vuelta y le abracé. 
  • Bueno, bueno, shhh. Calma. Ya está, no voy a seguir. 

  • Snif… snif… ¡eres un bruto! – me acusó. 

  • Tal vez un poco – admití, y le froté la espalda. – Pero no puedes tratar así a la doctora. Ella no tiene la culpa.

Michael me apretó fuerte y lloró con más intensidad. He ahí la verdadera causa de su llanto.
  • Papá… 

  • Shh. Todo va a estar bien – me obligué a sonar seguro. – Ya la has oído, solo toma precauciones. Te necesito ahora, ¿bueno? Para que seas el hermano mayor que me has demostrado que sabes ser. 

Michael asintió y, poco a poco, deshizo el abrazo. Cogió papel para sonarse, pero casi pierde la compostura otra vez cuando Kurt le abrazó. Se agachó para tomarle en brazos. 
  • No llores, Mike – dijo el enano. – Si te duele mucho dile a papá que te de un beso. Verás que así pica menos. 
Michael soltó una risa llorosa y le acarició el pelo.
  • Más me va a doler en casa, enano. Pero cambiaría todos los castigos del mundo por un abrazo como este. 
Cualquier rastro de enfado que pudiera sentir se esfumó. La reacción de Michael se debía a lo mucho que quería a Kurt y a la necesidad de encontrar un culpable. Sabía que tenía que enseñarle a canalizar su rabia de otra manera, pero dada la vida que había llevado, Michael reaccionaba como podía. 
  • Volvamos a la sala – les dije. 

  • Papi, me quiero ir a casa – protestó Kurt. 

  • Aún no, cariño. Ten paciencia, ¿sí?

Nos sentamos a esperar y al rato nos llamaron para el análisis. Kurt se puso un poco difícil en cuanto vio la aguja, pero Michael le dio la mano.
  • Mi superpoder, ¿recuerdas? – le dijo. No entendí a qué se refería, pero para Kurt si debió de significar algo, porque se calmó y se dejó hacer. Lloró un poquito y no parecía decidirse en los brazos de quién refugiarse, así que al final nos abrazó a Michael y a mí a la vez. 

  • Qué valiente has sido, campeón – le felicité. 

De nuevo nos enviaron a la salita. Me dijeron que para la endoscopia y la anestesia, tenían que pasar algunas horas desde su última comida. Me hicieron más preguntas y finalmente, dos horas y media después de haber llegado al hospital, nos pasaron a una habitación con un señor algo mayor y varios aparatos extraños. Había también una enfermera, que se llevó a Kurt para pesarlo y medirlo mientras el hombre hablaba conmigo. Me explicó que la anestesia no era peligrosa, que hoy en día era muy segura y me contó en qué consistía la endoscopia. Me dijo que la iban a hacer de urgencia, pero que mi hijo estaba bien y no debía preocuparme. Que no me citaban otro día porque podía tardar varios meses y no querían dejar al niño con dolores tanto tiempo. Me informó de que después de todo el proceso Kurt podía tener gases o náuseas, pero nada más. Me contó todo eso y yo me limité a asentir, totalmente fuera de mi elemento, totalmente aterrado por mi niño. 
Aunque Michael había estado todo el rato con nosotros, me dijeron que para la endoscopia solo podía quedarme yo. Dudé sobre si debía pedirle que esperara fuera o que se fuera a casa. Saqué el móvil para llamar a los demás y me di cuenta de que había quedado sin batería. 
  • Michael, ve a casa, ¿sí? Cuéntales a los demás que vamos a tardar un poquito, pero que el peque está bien. 

  • Papá, me quiero quedar.

  • Lo sé, campeón, pero no podemos estar los dos en el cuarto y te vas a aburrir de esperar allí fuera tu solo. No pasa nada, cualquier cosa te llamo desde una cabina. Me quedé sin batería.

  • Entonces toma mi móvil y así te podemos llamar – me sugirió, y yo lo acepté, agradecido. 

Le di un abrazo, con el que aproveché para coger fuerzas. Tenía que estar tranquilo para mi enano.
  • Eres un buen hijo y un buen hermano – le dije a Michael. – Perdón por mi explosión de antes. Sé que solo estabas preocupado por él. 

  • Le he cogido cariño a la bola de mocos – respondió. – No me gusta verle llorar ni estar enfermo. Consiéntelo mucho, ¿eh?

  • En tu nombre y en el de todos sus hermanos – le prometí. – Será el bebé más consentido de la historia.

Michael se despidió de Kurt y se marchó. Una parte de mí se sintió muy sola. Necesitaba su apoyo, el apoyo de alguien que me dijera que estaba haciendo lo correcto por dejar que le hicieran la endoscopia. 
  • MICHAEL’S POV –
Creo que fue cuando le escuché decir que quería cambiar sus regalos de Navidad. En ese momento me di cuenta de que tenía suerte de poder llamar hermano a alguien como Kurt. Cuando yo tenía su edad, en las últimas Navidades que pasé con mi padre, todo en lo que yo podía pensar era en el coche teledirigido que anunciaban por la tele. Yo también había crecido sin madre y nunca se me ocurrió en la posibilidad de pedirle una a Papá Noel. No tuve regalos ese año, porque detuvieron a mi padre un 22 de diciembre. En la casa de acogida en la que me metieron me dieron un libro y un chocolate. El dulce me lo comí y el libro lo rompí en pedazos. 
Pero el punto es que Kurt era un crío muy sensible. Me lo habían dicho, llevaba tres meses viéndolo con mis propios ojos y aún así creo que no lo entendí del todo hasta ese día. Toda su felicidad parecía radicar en que le quisieran. Era un niño muy caprichoso, así que costaba darse cuenta, pero sería capaz de renunciar a cualquier cosa con tal de sentirse amado. De tener un padre y una madre… No era muy diferente a cómo me había sentido yo cuando se llevaron a mi padre. O a cómo me había sentido hacía muy poquitos días, cuando me llevaron a la cárcel. La idea de que Aidan me quería me había dado fuerzas para enfrentarme a Greyson, para contarle la verdad al abogado. Así de poderoso era tener una familia…
Cuando papá me pidió que les acompañara al hospital me propuse hacer sentir mejor al enano a toda costa. Creo que lo conseguí un poquito. Al menos Kurt empezó a mirarme de esa forma tan especial en la que miraba a Ted, como si fuera Superman recién caído de Krypton. 
Entonces la doctora no actúo como se supone que tiene que actuar una doctora. No le mandó medicinas y una piruleta, sino una prueba con nombre extraño y una cita con un cardiólogo. Para que le vieran el corazón. De pronto, me asusté. No podía pasarle nada, era demasiado pequeño para estar enfermo. Con su edad solo tenía que preocuparse de jugar, de meterse en líos, de salir de ellos. Nada de médicos ni de cardiólogos. Eso sonaba serio. 
No pensé que se pudiera tener tanto miedo por alguien. Me había asustado mucho con lo de Ted, pero él era mi única familia biológica, mi último lazo… Por lo visto, aunque a Kurt no me uniera la sangre, me unían los lazos del corazón. 
Agh. Ya me había vuelto un cursi yo también. Era contagioso.
Sin embargo, todavía conservaba un poquito de mi carácter y de mi lengua de oro. Me enfadé con la doctora porque fue incapaz de hablar claro y de decirme que tenía mi hermanito y lo más importante, si lo iban a curar.  La grité y la insulté y a Aidan no le gustó nadita… Me llevó al baño medio arrastrado y me castigó delante del enano, pero Kurt salió a mi rescate. ¿He dicho ya que quiero mucho a ese monstruito?
Aidan también tenía miedo.  Había que ser un lince para darse cuenta. Dejando a un lado el asunto del cardiólogo, cuando nos llamaron para hacer la endoscopia pensé que se desmayaba de lo blanco que estaba.
A mí no me dejaron quedarme (¡qué injusto!) así que papá me envió de vuelta a casa, para informar a los demás. Cuando llegué a casa estaban por irse a las duchas y al ver que volvía yo solo todos se preocuparon. Ted miró por la puerta detrás de mí, casi como si esperara que Aidan y el peque se hubieran escondido. 
  • ¿Y papá? ¿Y Kurt?
  • Siguen allí. Kurt está bien, pero le van a hacer una prueba y es largo, porque han tenido que dormirle y….

  • ¿Qué? ¿Pero qué tiene? – se alarmó Ted.

  • Aún no lo saben. La doctora dijo algo de una úlcera…

  • Papá no me coge el teléfono.

  • Se le quedó sin batería, le he dejado el mío. Pero ahora no le llames, que están con la prueba. Endoscopia, creo que dijo. 

  • Tendría que haber ido con él – murmuró Ted. Intenté no ofenderme. No lo decía porque no me tuviera por un buen compañero, sino porque le hubiera gustado estar él en persona para mimar al enano. 

  • Está bien, de verdad – le dije, para convencerle a él y para convencerme a mí. – Hizo un berrinche y todo, porque no se quería separar de papá.

  • Ese es el hermanito que yo conozco – sonrió Ted.

  • ¿Qué tal todo por aquí? – pregunté, por cambiar de tema. 

  • Bien. Estuvimos jugando en la nieve.

  • ¡Mike, Mike, Mike! – me llamó Hannah, reclamando mi atención.

  • Hola, enana pegajosa. 

  • ¡Mike, hice un muñeco de nieve! Pero Harry lo tiró.

  • ¿Qué? ¿Dónde está Harry, que yo lo vea? – pregunté, con falso tono de enfado. El aludido nos escuchó perfectamente desde el sofá y rodó los ojos. – Ah, ahí estás. ¿Te parece bonito tirar su muñeco? – le dije, mientras me armaba con una almohada. Instantes después le bombardeé con ella, haciendo que Hannah y el propio Harry se rieran.  – Venga a la ducha, gandul. 

  • ¡No es mi turno! – protestó. – Primero van los enanos.

  • Pues eso, los enanos: te toca  - le chinché. 

Fue el turno de Harry de darme con la almohada. 
  • Toda la tarde tranquilitos y vienes tú y los revolucionas – se quejó Ted, pero sonreía. Moviendo solo los labios, sin emitir sonido, musitó un “Gracias”. No supe por qué. Tal vez por distraerles. O por volver para echarle una mano. Lo cierto es que él parecía apañárselas bastante bien sin mí. Todo lo que sabía sobre ser un hermano mayor lo había aprendido de él. 
Empezamos a repartir gente entre las dos duchas. Ted se metió con Alice para ayudarla pero yo no podía hacer lo mismo con Hannah, me daba demasiada vergüenza. Barie se metió con ella y yo esperé, hasta que Ted salió con la enana envuelta como un gusanito. 
  • Dile a Dylan que pase – me indicó. Yo en esas cosas todavía estaba un poco perdido. 
Cuando ya los más pequeños estuvieron listos, fueron pasando los enanos de en medio. Generalmente se seguía un orden ascendente de edad. Los primeros días que pasé con ellos los pasé extrañándome porque tuvieran horarios y turnos… Pero no había otra forma de que un padre soltero pudiera hacer funcionar una casa con tantos niños.
  • ¿Kurt está bien de verdad? – me preguntó Ted, cuando estuvimos solos.

  • Sí, no se encuentra mal. La doctora no cree que sea nada grave.

  • ¿Pero? – me interrogó. – Tu cara dice que hay un pero.

  • Habló de un cardiólogo. Quiere que Kurt lo vea. 

  • ¿Por qué? Pensé que el problema estaba en el estómago – dijo, confundido. 

  • Sí, sí. Pero al auscultarle notó algo. 

En seguida me arrepentí de decírselo. Los ojos de Ted comenzaron a brillar y reflejaron tanta angustia que me entraron ganas de abrazarle, pero no me salía hacerlo. 
  • No te preocupes, dijo que iba a estar bien, que seguramente solo es un soplo – le tranquilicé. Y era cierto, eso había dicho la doctora, nos estábamos angustiando por nada. 
Ted asintió, pero no dijo nada. Se mordió el labio y tuve miedo de que se echara a llorar. Con eso sí que no sabía qué hacer, así que imitando lo que hacía Aidan en esas situaciones, le abracé. Fue un gesto algo torpe. Ted era muy grande, éramos casi de la misma altura, así que no se parecía a cuando abrazaba a los enanos. Pero a él debió de hacerle sentir mejor, porque me devolvió el abrazo y le escuché suspirar. 
  • Tengo miedo – me confesó. 

  • No tienes por qué – le aseguré.

  • No solo por esto. Tengo miedo de todo. Tengo miedo de tu juicio, tengo miedo de Andrew y de por qué se ha acercado de pronto a nuestra familia, tengo miedo de que las cosas cambien, tengo miedo de que le pase algo a Kurt, tengo miedo de no poder volver a conducir o a nadar y de que esta pequeña cojera se quede conmigo para siempre, tengo miedo de que las cosas entre papá y Holly no funcionen pero tengo más miedo aún de que funcionen. 

Me quedé mudo ante tantas confidencias y una parte de mí se sintió honrada porque confiara en mí lo suficiente como para decírmelo. No sabía cómo reconfortarle, porque algunas de esas cosas también me daban miedo a mí, pero decidí empezar por lo más sencillo.
  • Apenas cojeas ya, yo no te lo noto. Y claro que podrás nadar y conducir, solo tienes que tener paciencia. El enano va a estar bien y yo también. Esto va a sonar estúpido, pero mientras os tenga a vosotros no pasa nada. La cárcel no es tan mala si alguien te espera a la salida.

  • ¡No digas eso ni en broma! – me reprochó y me dio un pequeño golpe en el hombro. 

Me separé de él y me reí.
  • Pegas como una chica.

  • Eso es porque no has probado los puñetazos de Madie. Por cierto, no dejes que te escuche decir algo como eso o te saltará a la yugular. 

Sonreí y tomé buena nota. Iba a responderle, pero entonces escuchamos un grito en el pasillo. Salimos y vimos a Alejandro saltando cómicamente sobre un solo pie.
  • ¡Au! ¿Pero qué mierda? Enano, ¿qué coño hacen tus canicas aquí? – protestó. El suelo estaba lleno de las canicas de Dylan y Alejandro estaba descalzo, así que debía de habérselas clavado en la planta del pie. La verdad, andar descalzo en aquella casa era tentar a la suelte. Raro era el rincón en el que no había peluches, canicas, coches de juguete u otras cosas de más dudosa procedencia. 

Dylan salió a medio vestir para recogerlas y Alejandro le fulminó con la mirada rumiando su enfado.
  • Grrr. Si estuviera aquí papá…

  • Si estuviera aquí papá la bronca te la llevarías tú por andar descalzo y decir palabrotas – apuntó Ted. 

  • ¡Me hecho un daño horrible, Ted! – protestó Alejandro.  – Ese mocoso me va a escuchar. 

  • No, mejor ve a calzarte – le dije yo. – Yo hablaré con Dylan. 

Ted me miró con preocupación.
  • Dije hablar – reafirmé. Era consciente de que no siempre había sabido lidiar con el enano especial de la casa. 
Entré en el cuarto de Dylan y le encontré contando sus canicas, como si temiera que alguna se hubiera quedado incrustada en el pie de Alejandro, o algo. 
  • ¿Qué, falta alguna? – le pregunté. Dylan me ignoró, pero sabía que no debía tomármelo como algo personal. - ¿Qué hacían en el pasillo, peque?
Dylan me miró entonces, pero tampoco dijo nada. 

  • Si las dejas tiradas en el suelo alguien las puede pisar. Fíjate en lo que le pasó a Alejandro. 

  • Q-quería ver si sabían v-volver.

  • ¿Cómo dices? – me extrañé. 

  • Q-quería ver si sabían v-volver so-solas.

  • ¿Las canicas? – me cercioré y a duras penas aguanté las ganas de reír. ¡Vaya idea! – Mmm. Me parece que no pueden, enano. 

  • En la película los j-juguetes estaban v-vivos.

  • ¿Cuál película?

  • Toy Story.

  • Ah. Bueno, lo que ocurre en las películas no siempre es verdad, Dylan. Tampoco mentira, solo es… fantasía. Seguro que ya lo sabes, ¿mm? Como cuando salen dragones. Los dragones solo existen en los libros y en las películas – le expliqué, sintiéndome un poco estúpido.

  • Yo quería que fuera verdad – protestó, con algo muy parecido a un puchero. Aparte de verse absolutamente adorable, me di cuenta de que era un progreso muy grande para él, mantener una conversación así, expresando lo que sentía. Aidan solía alabarle en ocasiones como esa.

  • Lo sé, peque. No siempre conseguimos lo que queremos, pero así aprendemos a valorar más lo que sí conseguimos. Si quieres, podemos jugar a que si se mueven. Pero no en el pasillo, ¿vale? Alguien se podría hacer daño.

  • V-vale. ¿Jugamos ahora?

Sonreí. Había tenido pocos momentos “de hermanos” con Dylan. Era como si no me hubiera atrevido a conectar realmente con ellos porque había un enorme secreto entre nosotros. Pero el secreto se había ido, Aidan lo sabía todo sobre mí y no le importaba. Aquella era mi familia, era mi familia de verdad. Y esos eran mis hermanos.

  • Claro. ¿Cómo se hace?

Me pasé quince minutos sentado en el suelo viéndole hablar con las canicas. Ni confirmo ni desmiento que yo participara en la conversación. Estábamos pasando un buen rato, Dylan no sonreía, pero sus ojos delataban que se estaba divirtiendo. Sin embargo, la alegría se interrumpió cuando escuché otro grito de Alejandro, que a los pocos segundos entró furioso en el cuarto de Dylan, con un dinosaurio de plástico en la mano.
  • ¿Qué hacía esto en mi cama? ¿Es que te has propuesto torturarme, mequetrefe?

  • Alejandro, no tenía mala intención, son solo cosas de niños.

  • ¿Cosas de niños? ¡Me lo he clavado en el culo al sentarme! – gritó y no pude evita soltar una carcajada. Eso le enfureció. - ¡A ver si ahora te hace tanta gracia! – me espetó y me lo tiró a la cara, con tan mala suerte que no solo me dio en la frente, sino que de ahí rebotó y le dio a Dylan. A él no pudo llegarle fuerte, digamos que yo ya había frenado el impacto, pero la violencia del gesto le debió asustar, porque soltó un grito y empezó a balancearse. 

Me puse de pie rápidamente y me encaré con él. Alejandro retrocedió por automatismo. 
  • ¿PERO QUÉ RAYOS TE PASA? No es la primera vez que me tiras cosas a la cabeza, ¿eres un animal o qué? ¡Y ASUSTASTE A DYLAN! Es pequeño, no pretendía hacerte daño. ¡Si te dolió pincharte con el dinosaurio, espera a que venga papá y se entere de esto!

Alejandro abrió la boca en una mueca de horror.

  • ¡No, Mike, no se lo digas! Ted no se chivaría. 

  • Yo no soy Ted, Alejandro. A los enanos los defiendo porque son comestibles, pero tú estás crecidito ya. No puedes ponerte así por una tontería. 

  • Tú tampoco eres un santo – protestó.

  • Por eso mismo. Sé perfectamente qué cosas hay que frenar y cuáles no. Si quieres hacerte un piercing, yo te ayudo a engatusar a Aidan. Pero no vas a emprenderla a golpes con tu familia. Tú vas a ser mejor que yo, aunque solo sea porque te ha educado papá y eso tiene que notarse. 
Los ojos de Alejandro empezaron a brillar como antes habían brillado los de Ted. Agh. Mocosos sensibles y con ojos manipuladores. 
  • No me vengas ahora con lágrimas de cocodrilo. Haberlo pensando antes. 

  • Me clavé sus juguetes, jo. Me dolió – protestó, débilmente. – A él nadie le regaña. 

Rodé los ojos. Que tenía quince años, por favor. 
  • Él no quería que te los clavaras. Solo estaba haciendo un experimento.

  • ¡Pues que experimente con otra persona! Anda, no se lo digas a papá…. Porfa… Se va a enfadar. 

  • Merecido lo tendrías. Me lo pensaré. 

Alejandro tuvo que contentarse con eso. Dylan recogió su dinosaurio y lo abrazó o mejor dicho lo aprisionó entre sus brazos como si alguien se lo fuera a quitar. 
  • Los dinosaurios de juguete tampoco se mueven, ¿vale, enano? – le dije y él asintió. – Piensa a ver si dejaste algo más por ahí suelto.
Dylan puso cara de concentración durante unos segundos y luego salió, imagino que a recoger los juguetes que hubiera repartido por la casa. 

  • AIDAN’s POV -
La endoscopia duró menos de media hora, pero a Kurt le llevó un rato más despertar de la anestesia. Solo respiré cuando le vi abrir sus hermosos ojitos azules, aunque en seguida los volvió a cerrar. 
  • Tengo sueño, papi – protestó. 
Le tomé en brazos y así, con él medio adormilado, esperamos los resultados. El hombre que le había realizado la prueba ya me había adelantado que efectivamente tenía una úlcera, que no era nada grave y que la doctora me diría el tratamiento. Me aferré a esas palabras mientras esperaba, con los labios apoyados en la frente de mi niño. Kurt dormía entre mis brazos, con una cara de paz que me tranquilizaba, porque lo cierto es que había pasado mucho miedo, al ver cómo metían un tubo por la boca de mi bebé. 
Tuve que esperar un buen rato hasta que nos llamó la doctora. Cuando lo hizo, me explicó que Kurt tenía una pequeña úlcera en el estómago causada por una bacteria. Que se trataba con un protector gástrico y con antibióticos y me dio la receta. Me pareció una solución tan sencilla que durante unos segundos quedé confundido. Después, poco a poco sonreí y abracé a mi bebé, que respondió con un gemidito suave.
  • Está dormidito como un tronco – le dije a la doctora. 

  • Es normal. Por lo demás, ¿no ha tenido náuseas u otras reacciones a la anestesia?

Negué con la cabeza, dejando que el alivio me embargara, pero no me duró mucho.
  • Señor Whitemore, ¿ha pensado en lo que le dije? Sobre el cardiólogo. 

  • Si usted dice que tiene que ir, iremos, por supuesto. ¿Pero qué le ocurre? 

  • Su hijo se encuentra bien, así que no tiene que preocuparse. Pero su latido es irregular y en sus análisis hay algunos valores que llaman la atención. En la mayoría de casos, esto es anecdótico, señor Whitemore. 

  • ¿Y en los que no son mayoría? – me atreví a preguntar.

  • Puede ser signo de algún problema. Por eso me quiero asegurar.

Asentí. Cualquier precaución era poca. Entendí que no iba a tener una respuesta inmediata y que tendría que vivir con la angustia hasta la cita del cardiólogo. Encima eran malas fechas, por las vacaciones, y todo tardaría demasiado. 
Me conformé con pensar que mi pequeño estaba bien. Que con el antibiótico y la otra medicina le iba a dejar de doler la tripa y yo le iba a mimar y a consentir mucho por lo bueno y valiente que había sido durante las esperas y el pinchazo y todo. 
Le llevé en brazos al coche, le senté en su sillita y él durmió durante todo el camino de vuelta a casa. También tuve que meterle en brazos y le llevé directamente al sofá, pensando que seguramente dormiría del tirón hasta el día siguiente. Escuchaba voces, pero no vi a mis hijos por ningún lado. Nadie salió a recibirnos y el alboroto que estaban armando iba a terminar por despertar a Kurt. Podía escuchar a Michael tratando de hacerse oír. 
  • ¡YA TE HA DICHO QUE NO ES SUYO!

  • ¿NO? ¡PRIMERO LAS CANICAS, LUEGO EL DINOSAURIO Y AHORA ESTO! – chillaba Alejandro. 

Me acerqué al comedor, la fuente del sonido, porque debían de estar cenando. Alejandro estaba sentado en el suelo frotándose el pie y esa imagen llamó poderosamente mi atención, pero hubo otra más alarmante: Dylan estaba llorando, llorando con lágrimas y mucha pena y refugiándose detrás de Barie.
  • ¿Qué está pasando aquí?

  • ¡Papá! – saludaron varios de mis hijos.

  • ¿Cómo está Kurt? – preguntó Ted. 

  • Está bien, está en el sofá durmiendo. ¿Qué eran esos gritos? ¿Por qué llora Dylan? ¿Qué tienes, campeón?

  • Snif… Snif… A- Alejandro me tiró del pelo… snif...snif… y me p-pegó en el brazo.

  • ¿QUÉ? 

Me giré hacia el aludido que automáticamente se encogió. ¿Qué hacía en el suelo? ¿Y qué eran esas piezas de lego a su alrededor? Al verle frotarse el pie, lo entendí: se las había clavado. Auch. 
  • Papá, primero fueron las canicas, luego el dinosaurio y ahora los legos. ¡Llevo clavándome sus cosas toda la tarde, ya tiene que ser aposta! – protestó. 

  • ¡Dice que no son suyas y en cualquier caso no es para que le pegues así, so bestia! También me tiró antes el dinosaurio a la cabeza, tu hijo no se sabe controlar. 

Me apreté el puente de la nariz. Primero lo primero, caminé hasta Dylan y traté de consolarle. Se dejó coger en brazos, así que paseé con él y le di un beso en la mejilla. 
  • No son mis legos, p-papá – lloriqueó. – Son los de Kurt. 

Recordé que el enano había estado jugando con ellos aquella mañana. Alejandro pareció muy culpable al escuchar eso. Se abrazó las piernas sin levantarse y me pregunté si se habría hecho mucho daño. Esas cosas del demonio dolían mucho, yo me los había clavado más de una vez porque el orden era un concepto inexistente en aquel circo. 
Senté a Dylan en la mesa y le soné la nariz. En cuanto le noté más tranquilo fui con Alejandro. Sin decir nada me agaché a su lado y le examiné el pie. No tenía marcas ni heridas. 
  • Papá, no sabía que eran de Kurt… - murmuró.

  • Sean de quien sean, no puedes pegar a tus hermanos. Golpearos entre vosotros es lo peor que podéis hacer, sois familia. Tenéis que cuidar unos de otros y no haceros daño. Si las personas que más te quieren te lastiman, ¿dónde te vas a sentir seguro? – le reproché. – Ya mismo me vas a contar bien todo lo que ha pasado. ¿Por qué dice Michael que le tiraste un dinosaurio?

Alejandro miró al suelo y suspiró. 

  • Después de comer salimos al jardín con la nieve y Ted nos obligó a ponernos abrigo y yo no quería y le pegué un rodillazo. Luego más tarde me clavé unas canicas que eran de Dylan y después un dinosaurio, que estaba en mi cama, también de Dylan. Me enfadé y Michael se rio y se lo lancé… Y ahora me clavé los legos y pensé que también eran de Dylan y ya me harté y le pegué… Pero no le di fuerte, papá, de verdad.

  • ¡Ni fuerte ni flojo!  ¡No tienes que pegarle! – le gruñí, pero me obligué a calmarme. Lo del rodillazo no tenía por qué contármelo, lo tomé por un gesto de buena voluntad. Y al pobre lo habían estado usando de alfiletero en el que clavar toda clase de juguetes, era normal que explotara un poco… Pero tampoco podía justificar del todo su actitud. Me puse de pie y tiré de él para levantarle – Te vas a tu cuarto.

  • Pero papá…

  • ¡Pero papá nada, caramba! La violencia no soluciona nada. Estabas molesto, lo pillo, pero esa no es razón para emprenderla a golpes. ¿Y si le hubieras hecho daño a Ted? ¿Y si no hubieras medido tu fuerza con Dylan? ¿Es esa la forma en que yo os he enseñado a trataros? ¿A tortazo limpio? – le espeté. A medida que hablaba me iba encendiendo. - ¿Sabes lo mal que se ha tenido que sentir tu hermanito cuando le has pegado? Tú tienes que ser quien le abrace cuando llore, no el que provoque sus lágrimas. 

  • Perdón – musitó Alejandro. Hundió los hombros e hizo circulitos con los pies. Le agarré del brazo y le giré un poco.

PLAS PLAS
  • Eso por andar descalzo – le regañé. – Ahora sube y espérame arriba.

  • Snif… ¡Por andar descalzo ya me clavé el lego, no es para que encima me pegues! – protestó y sonó muy aniñado.  - ¡Ya me vas a dar una paliza, podrías tener un poco de consideración!

Me debatí entre la risa y la culpabilidad. La risa porque sonó realmente como si tuviera cinco años y la culpabilidad porque me hizo quedar como un monstruo. 
  • No es una paliza, no lo digas así tampoco – me defendí. 

  • Está mal que nosotros nos peguemos pero tú no te cortas – murmuró Zach, lo bastante fuerte para que yo lo oyera.

Sabía que ese día llegaría, pero hubiera preferido que no fuera después de pasarme cerca de cinco horas en el hospital, con la angustia todavía en la garganta. Me senté en una de las sillas y suspiré, con cansancio. 
  • Soy consciente de lo hipócrita que suena, Zach. Pero hay dos diferencias fundamentales: la primera, que soy vuestro padre y la segunda, que jamás lo haré como venganza. Incluso aunque a veces lo haga sonar como que sí – añadí, al recordar que aquella tarde le había dicho a Michael algo así como que le hacía pasar vergüenza por que él me la había hecho pasar a mí. - ¿Ser tu padre me da derecho a pegarte? No. No es un “derecho”. Tampoco quiero calificarlo de “deber”. Pero si es mi deber educaros. El método que use para hacerlo ya es otra cuestión. Tan horrible no debe de ser, cuando siempre que le he dado a escoger a Ted lo ha elegido sobre otra cosa.

  • Si él es masoquista no es mi culpa – refunfuñó Alejandro. 

  • No soy masoquista – protestó él. – Un castigo es un castigo, pero si puedo elegir, prefiero algo que se acabe rápido. 

  • La cosa aquí es que no está bien tomarse la justicia por mano propia – intervino Michael. – Por eso se encarga papá, que sería la mano ajena – sonrió con su propio chiste y Madie le tiró un trozo de papel con el que había estado jugueteando, probablemente el trozo de una servilleta. 

  • Bromas aparte, es cierto que no está bien el “ojo por ojo”, que es lo que pasa cuando os pegáis entre vosotros. Alguien hace algo que os molesta, y ale, le dais un manotazo, o un puñetazo o le tiráis lo que tengáis más a mano – les dije y Madie se encogió un poco. – No me refiero a eso, princesa, un papelito no hace daño. Pero un dinosaurio de plástico sí. Y es ahí donde está el problema, en la intención de hacer daño. Cuando yo os castigo no es esa la intención que tengo, de hecho me controlo mucho para asegurarme de que no os lo hago. 

  • Papa es como el juez que imparte la condena, pero la parte perjudicada no puede tomarse la justicia por su mano porque estaría cometiendo un delito también – zanjó Ted. Deberían convalidarle uno o dos cursos de la carrera de abogado.  - ¿Ahora podemos cenar, por favor? Me muero de hambre. 

Me di cuenta de su pésimo intento de distracción, pero le seguí la corriente por un rato.
  • ¿Qué hiciste de cena? – pregunté. – Muchas gracias por cuidar de todo, campeón. 

  • Yo solo no fui, Michael y yo hicimos equipo. E hicimos perritos calientes. Las salchichas están en el horno para que no se enfríen. 

  • Seguro que están de muerte. Yo también tengo hambre, pero primero voy a meter a Kurt en la cama. Y a hacer de juez con Alejandro. 

El aludido resopló. 
  • Dilo más fuerte, venga. Total, qué más da mi intimidad.

  • Dije que iba a hacer de juez, no que la sentencia fuera firme – repliqué. – Anda arriba, quejica, que todavía me lo pienso y me enfado de verdad por golpear a Ted. Para eso me da la impresión de que no tenías atenuantes como un dolor punzante en el pie.

Alejandro se fue a su cuarto, pero le vi desviarse hacia el sofá, mirar a Kurt y echarle una manta encima. ¿Dónde hay una buena cámara de fotos cuando uno la necesita? O un móvil… Eso me recordó que el mío estaba muerto y tenía el de Michael. Me lo saqué del bolsillo y se lo tendí a su dueño. 
  • ¿Yo también tengo que esperar sentencia? – me preguntó.
De pronto la metáfora de las leyes me pareció totalmente inapropiada. En boca de Michael, me recordó un juicio próximo, mucho más importante y mucho más serio. 
  • No, tú no. Contigo ya ajusté cuentas en el hospital. 
Los dos sabíamos que en otras circunstancias no le habría salido tan barato, pero había sido un gran apoyo para mí ese día y su pequeño desliz de mal genio había nacido de su preocupación por Kurt. Era algo con lo que me podía identificar. 
  • Ahora contadme, ¿qué habéis hecho esta tarde? ¿Cómo ha ido todo? – quise saber. 
Ted empezó a relatarme con pelos y señales sus juegos en la nieve y como era tan detallista sus hermanos se contagiaron y apuntaban pequeños comentarios. 
  • ¿Y todo eso de que Alejandro te pegó? – le pregunté, notando que había esquivado cuidadosamente esa parte.
Ted se mordió el labio.
  • Le he prometido que no te lo contaría y no lo voy a hacer – susurró. 

  • Pero si ya me lo ha dicho él. Ya has cumplido con tu deber encubridor de hermano, ahora desembucha. 

Todavía dudó un poco, pero finalmente Ted me contó lo que había pasado, porque yo tenía razón y Alejandro ya había confesado, así que no ganaba nada con ocultármelo. Me sorprendía que todo hubiera sido por no querer ponerse un maldito abrigo. 
  • Yo también le pegué – dijo Alice de pronto. – Y a Zach. 

  • Eso ya lo tratamos y ya está perdonado – se apresuró a añadir Ted. Alcé una ceja pidiendo una explicación y él suspiró. – Estuvo un ratito en la esquina y luego se disculpó. ¿A qué si, enana?
Alice asintió y yo estiré las manos para que viniera conmigo. La senté en mis piernas y envolví su cintura con mis brazos. 
  • Gracias por decírmelo, bebé. ¿Qué te dijo Ted?

  • Ño se pega. 

  • Eso es, tesoro – le di un beso y la dejé allí conmigo, feliz de tenerla cerca. 

  • Y-yo le p-pegué al abrigo – dijo Dylan. Parecía ajeno a la conversación, pero en realidad lo estaba escuchando todo. 

  • ¿Qué?

Ted me explicó a qué se refería y me dijo que también lo había hablado con él. Por lo visto mi chico había estado en todo y varios de mis hijos habían tenido arrebatos ese día. Recordé también la pequeña rabieta de Kurt. 
  • ¿Qué es esto, el confesionario del Padre Juan y yo no me di cuenta? – se quejó Harry. – Ya puestos, yo le tiré un cojín a Michael. 

  • Eso no cuenta, estábamos jugando. Yo te lo tiré también, pero eso a papá no le importa, ¿no?

  • No, claro que no. Si acaso me molesta que os lo pasarais tan bien sin mí. Pelea de almohadas y de bolas de nieve. Qué buen plan. ¿Os habéis divertido? – pregunté y le hice cosquillitas a Alice aprovechando que la tenía encima. 

  • Jijijiji. ¡Sí, papi! ¿Y tú?

  • Yo he estado con Kurt, cariño – respondí y no pude evitar ensombrecerme al recordar las palabras de la doctora y la cita pendiente con el cardiólogo. 

  • ¿Le han puesto una inyección? – preguntó ella.

  • No, pero sí le han sacado sangre.

  • ¡Uy! Pues voy a darle un besito.

Sonreí.
  • Pero con cuidado no se despierte, ¿vale? Anda, ve. 
La observé moverse de puntillas junto a su hermanito y me dejé enternecer por la escena. 
  • Ahora vuelvo. Id cenando si queréis – les dije y subí a hablar con Alejandro. 

  • ALEJANDRO’S POV –

Me senté a esperar a papá en la litera de arriba, con las piernas colgando. Estaba nervioso. Me había parecido entender que no iba a ser duro conmigo, pero no estaba seguro. Ya tendría que estar acostumbrado a estar en problemas, pero lo cierto es que no creo que uno pudiera acostumbrarse nunca. 
Todavía me dolía el pie, pero ya mucho menos. ¿Quién iba a decir que una cosa tan pequeña pudiera hacer tanto daño? 
Aquella no había sido mi tarde, vamos a ver. Los juguetes de mis hermanos la habían tomado en mi contra… y yo la había tomado con Dylan. Con Dylan, precisamente. No entendía como aún estaba vivo. Pensé que papá me iba a descuartizar en el mismo momento en el que el enano le dijo que le había pegado. 
Papá estaba tardando mucho y me empecé a impacientar. Pensé en la posibilidad de acostarme y hacerme el dormido, pero eso no funcionaría… Seguiría estando en líos al día siguiente. O tal vez no… Tal vez se le olvidara. Tentado por la idea, abrí la cama, me acosté y me arropé. Cerré los ojos e intenté respirar lento. 
  • Cof cof. ¿Hace sueño? – la voz de papá sonaba divertida. Abrí un ojo y miré hacia la puerta. - ¿No que no te gustaba la litera de arriba? ¿Tanta prisa tenías por hacerte el dormido que le robaste la cama a Cole?
Me ruboricé y me destapé, avergonzado. Al menos no se había enfadado. 
  • Baja de ahí, caradura. Tenemos que hablar.

  • Podemos hablar desde aquí – susurré. 

  • Buen intento. Abajo. 

Consciente de que tampoco podía estirar mucho la goma, suspiré y me bajé dela litera. 
  • Hazlo rápido – murmuré. 

  • Pero qué melodramático eres. Ni que fuera a sacarte una flecha del pecho o algo así.

  • Igual hazlo rápido.

  • Primero quiero asegurarme de que sabes qué hiciste mal.

  • Le pegué a Dylan – respondí. No es que fuera muy difícil. – Y a Ted.

  • ¿Vas a volver a hacerlo? – me preguntó. Negué con la cabeza, no solo porque sabía lo que me convenía, sino porque no me había gustado ver llorar al enano. - ¿Vas a volver a andar descalzo? 

Negué de nuevo. Mi casa era un campo de minas no apto para pies desprotegidos. Papá asintió con la cabeza en señal de aprobación y me agarró del brazo. Se sentó en la silla del escritorio, seguramente porque estaba harto de darse con la cabeza en la litera. Tiró de mí, pero no me obligó a tumbarme. Creo que quería que lo hiciera yo. Con algo de torpeza, porque sobre la silla había menos espacio que sobre la cama, me tumbé. Sentí un cosquilleo en el estómago, pero antes de que pudiera transformarse en una sensación molesta, papá me sujetó, y sentir su brazo alrededor de mí sirvió para calmarme.  

Plas plas plas plas plas
¿Qué era eso? Era muy flojo. No me dolió, se parecía a cuando querías quitarle el polvo a alguien.
Plas plas plas plas plas
Plas plas plas plas plas

Me costó unos segundos asumir lo que estaba haciendo. Había pegado a dos de mis hermanos, uno de ellos era autista y al otro le habían abierto la cabeza. Papá tendría que estar monumentalmente enfado conmigo, tendría que haberme dado la paliza de mi vida, con algún grito, y en cambio ahí estaba, dándome un castigo chiquitito chiquitito que ni se podía llamar castigo. Sin poderlo evitar, sin entender de dónde salían, las lágrimas comenzaron a inundar mis ojos y a rebosar. 
  • Snif… snif… 
Papá no dijo nada. Siguió dándome palmadas flojitas que tal vez hubieran picado un poco de no haber llevado la ropa. 
Plas plas plas plas plas
Plas plas plas plas plas
  • Snif. 
Me limpié la cara con la manga del jersey y papá me levantó. Me hizo estar de pie en frente suyo y me obligó a mirarle. 
  • Vas a comenzar ya de ya con la terapia de control de la ira. Esta vez no es una sugerencia – me dijo y luego me abrazó. – Muchas de las veces que metes la pata es por no saber controlarte. Creo que los dos nos ahorraremos muchos malos ratos si aprendes alguna que otra técnica de relajación. 
No se me ocurrió qué responder, así que me limité a dejarme abrazar. 
  • Soy un bicho raro – murmuré, a los pocos segundos. 

PLAS

  • ¡Au!

  • No eres nada de eso – me regañó.  

  • Sí lo soy. Tú mismo lo has dicho. Tengo problemas para controlarme.

  • Y yo también. Pero vosotros habéis sido mi terapia. 

  • Tú tienes motivos. Tuviste una infancia de mierda – respondí y me ladeé un poquito, por si acaso quería tomar represalias por mi vocabulario, pero aquella vez no hubo fuegos artificiales.  

  • Tú tampoco lo has tenido fácil, Alejandro – me dijo. – No siempre me he dado cuenta de eso, pero tus primeros años de vida fueron una locura llena de cambios. Sé que estás lleno de rabia. Contra tu madre, contra Andrew. Contra mí, seguramente, por poner a Holly en la ecuación y traer más cambios. Contra el mundo, por hacer sufrir a tus hermanos. Contra tus hermanos mismos, porque tienes once y no todo el espacio que debieras. 

  • Doce – le dije, con la voz ahogada por su camiseta. – Tengo doce hermanos – le recordé. 

Papá me entendía mejor que yo mismo. Pero yo no quería ser así. No quería soltarle un rodillazo a Ted y luego recordar los días que él no estaba en mi cuarto porque dormía en el hospital. No quería pegarle a Dylan para enseñarle que esa era una buena forma de reaccionar.
  • La próxima vez dame fuerte – susurré, apretando el abrazo. Papá correspondió al apretón y me dio un beso en la cabeza.

  • No habrá próxima vez.

N.A.: Dedicado a todos aquellos que alguna vez han sufrido el ataque de un lego asesino

https://www.supermadre.net/wp-content/uploads/2017/07/pisar-una-pieza-de-lego.jpg

2 comentarios:

  1. Me encantó la imagen jejejej que bueno que sigues actualizando gracias

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  2. Ya me quedé con la duda de lo de Kurt!! Ojalá no sea nada grave!!
    Me dió mucha ternura que quiera cambiar su regalo por una mamá que lo quiera!!
    Y me encantó la reacción de Michael porque se nota que ya se lo ganaron los hermanos y no le importa enfrentarse con nadie con tal de defenderlos y saber que están bien!!
    Muy lindo el capítulo!!

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