CAPÍTULO 114: MÁS QUE UN CUERPO
Viernes por la mañana. Mi clase había salido una hora
antes, porque el profesor había faltado y al ser la última hora nos habían
dejado irnos a casa. Yo tenía que esperar a que salieran mis hermanos y a que
viniera papá, así que me quedé en uno de los bancos del patio y Agus decidió
quedarse conmigo. Se sentó entre mis piernas, apoyando su espalda sobre mi
pecho y estuvimos hablando durante varios minutos. Me preguntó si estaba
nervioso por el fin de semana: el cumpleaños de los trillizos de Holly de
aquella tarde y Blaine viniendo a dormir a mi casa.
-
Un poco – admití. –
Pero son nervios buenos. ¿Nunca has tenido el presentimiento de que algo
importante está a punto de pasar? ¿Algo que lo cambiará todo?
-
Sí. Cuando me defendiste de Jack.
Sonreí y la moví un poco para que se
girara y poder darle un beso.
-
¿Eso es lo que sientes sobre esa mujer? ¿Que va a cambiar tu
vida? Pensé que eras feliz con tu padre – me dijo.
-
¡Y lo soy! No tenía ningún vacío ni nada de eso. Aidan ha
llenado el papel de padre y madre y lo ha hecho mejor que nadie. Pero… no sé
cómo explicarlo… es como si, al conocer a Holly y a su familia, se hubiera
creado una necesidad nueva. Kurt está como loco, y Barie ha vuelto a ser una
niña. No es que alguna vez haya dejado de serlo, pero está… feliz.
Entusiasmada, ilusionada…. Como papá no se case con Holly, les casa ella. Y
Blaine se ha encariñado tanto con mi padre que no sé si hoy viene a dormir o a
empezar la mudanza – bromeé.
Agus se rio conmigo, pero luego me
sondeó con sus ojos penetrantes.
-
Eso es lo que piensan tus hermanos, pero ¿y tú?
Apreté a Agus entre mis brazos,
pensativo.
-
En los encuentros que hemos tenido, he intentado no acercarme
mucho a Holly y observarla desde lejos – reconocí. – Pero eso es solo porque me
dolería demasiado cogerle afecto si al final las cosas salen mal.
Agustina recorrió mi brazo con la punta de sus dedos
mientras buscaba cómo responderme.
-
Señor Whitemore, señorita, ¿se puede saber qué hacen en esa
posición tan indecorosa? – nos interrumpió una voz. Nos habríamos asustado de
no sonar tan juvenil y familiar. Giré la cabeza y descubrí a Troy, mi compañero
de natación, un curso menor que nosotros.
-
¿Ahora haces el trabajo sucio del director? – me reí. - ¿No
tendrías que estar en clase?
-
Al parecer, al profesor de Historia no le gusta demasiado que
los bolígrafos vuelen en su clase – me informó.
-
¿Te han echado? – me extrañé. Troy no era de los que se
metían en líos.
-
Solo quería pasarle el boli a un amigo. Pero tengo tan mala
suerte que el profe me ha visto. Y vosotros qué, ¿haciendo pellas?
-
Sí, Ted haciendo pellas, buena esa – se burló mi novia.
-
Claro, Agus faltando a clases, a ver si pierde su puesto en
el Cuadro de Honor – repliqué, lo cual me valió un codazo en las costillas. –
Auch. Eso es maltrato, que lo sepas.
Agus me frotó los abdominales con
aspecto culpable. Mi broma había sido un tanto desafortunada: ella era, por
razones lógicas, muy sensible con lo de lastimar físicamente a la gente.
-
No me dolió – susurré en su oído, y le di un beso en la
mejilla. – Faltó el de última hora – aclaré, mirando a Troy. – Yo estoy
esperando a que salgan mis hermanos.
-
No puedo irme hasta que acabe la clase, tengo que recoger mis
cosas. ¿Me puedo quedar aquí con vosotros? – preguntó él.
-
Claro. ¿Os conocéis? Ella es Agus.
-
De vista. Hola – saludó Troy.
-
Hola.
Troy se sentó a mi lado y me preguntó por mi vida así
en general, diciendo que en los entrenamientos no nos daba tiempo a hablar
mucho. La pregunta fue tan abierta que me quedé un rato pensando. ¿Que qué
estaba pasando en mi vida? Pues tenía dos hermanos nuevos. Mi hermano pequeño
se iba a enfrentar a una operación. Y, al parecer, el
capullo-quizá-no-tan-capullo de mi padre biológico, se estaba muriendo. Desde
el miércoles papá le estaba dando vueltas a lo que Dean había dicho sobre
Andrew y su hígado. En varias ocasiones había estado a punto de llamarle para
preguntarle directamente a él, pero no se atrevía. Ya me había dado cuenta de
que papá era lento para procesar las cosas, se tomaba su tiempo, lo cual me
hacía valorar más lo rápido que había sido para traernos a casa a cada uno de
nosotros. En esas ocasiones no había dudado, ni pensado, ni reflexionado,
simplemente nos había acogido lo más rápido posible.
Al final, de tanto pincharle, había conseguido que le
llamara, pero Andrew no se lo cogió. En su buzón de voz había un mensaje,
diciendo que había salido de la ciudad por unos días. Me convencí de que si
estaba viajando no podía estar muy enfermo, pero papá no estaba tan seguro. “De
viaje” era el eufemismo que Andrew utilizaba cuando desaparecía de casa y eso solía
traducirse en que estaba emborrachándose en algún bar. Ahora sabíamos que
también podía significar que estaba en una misión. En cualquier caso, papá
estaba algo intranquilo al respecto, aunque intentaba aparentar que Andrew le
daba igual.
-
Todo bien – dije al final. No me gustaba compartir mi vida con
los demás, especialmente las cosas malas. – Hoy no voy a ir al entrenamiento.
-
¿Qué? ¿Por qué no?
-
Tengo un plan familiar. Mi padre tiene novia.
-
Oh, vaya. Eh… ¿enhorabuena? – preguntó, sin saber si era lo
que quería escuchar. Por lo que sabía, Troy no se llevaba muy bien con el novio
de su madre, pero en cambio sí con la novia de su padre, después de que sus dos
progenitores se divorciaran.
-
Sí, Holly es genial – le respondí. Dudé un segundo, pero
después sonreí y añadí. – Tiene once hijos.
-
¿Qué? Ah, me estás tomando el pelo.
-
No, para nada.
Troy abrió mucho los ojos y no pude
más que reírme de su expresión. Me hizo algunas preguntas y me di cuenta de que
cada vez me resultaba más sencillo hablar de la familia de Holly. El tiempo
pasó volando y enseguida escuchamos el timbre que daba por finalizadas las
clases. Casi al mismo tiempo, papá aparcó su coche y me saludó. Me despedí de
Troy chocando la mano y de Agustina con un beso.
-
AIDAN’S POV –
Me pasé parte de la mañana del
viernes estudiando los papeles de las pruebas de Kurt, como si sirviera de
algo. Como si entendiera siquiera la mitad de aquel lenguaje médico. Todos los
días, antes de dormir, me entraba un instante de pánico al recordar la
operación de mi hijo, pero intentaba desterrar el miedo de mi mente. La
reciente información que había recibido sobre Andrew y sus supuestos problemas
de salud habían reavivado mi angustia y ya no me era posible liberarme del
miedo. Se podía donar un hígado, pero, ¿por qué rayos no se podía donar un corazón?
En vida, quiero decir. Claro que un trasplante también era una operación
complicada, incluso más riesgosa que a la que tenía que someterse Kurt.
No podía -no quería- permitirme
pensar en mi padre, cuando todas mis energías tenían que estar en mi hijo, pero
lo cierto era que estaba preocupado por Andrew.
Un problema cada vez.
Entre los papeles del médico, había
un dibujo de Kurt, que había hecho durante una de las consultas. Sonreí ante
los trazos de mi niño, que había dibujado trece monigotes y una mancha que
según interpreté correspondía al gatito Leo. Kurt solía quejarse de que cuando
la maestra les mandaba hacer un dibujo sobre su familia él tenía que pintar más
que los otros niños, porque éramos muchos. Había desarrollado una manera muy inteligente
de ahorrarse tiempo y esfuerzo, y nos pintaba detrás de un muro, como si
estuviéramos observando al espectador, para así tener que dibujar únicamente
nuestras cabezas. Tendría que explicarle que Ted y Michael no eran exactamente
negros, y que sería más realista utilizar un lápiz marrón. Aunque por regla
general, mi niño no admitía consejos sobre sus obras de arte. En el papel,
había una anotación con su letra infantil e irregular. Me costó trabajo
descifrarla:
“No sé si ya puedo dibujar a
Holly”.
Me estremecí, emocionado, pero
también, de nuevo, culpable. ¿Qué estaba haciendo? ¿No me bastaba con que el
corazón físico de Kurt estuviera en riesgo, sino que tenía que arriesgar
también su corazón en un sentido metafórico? No tenía pensado que las cosas con
Holly salieran mal, pero ¿a quién le hacía bien esta situación, realmente,
aparte de a mí? ¿No estaba siendo un egoísta?
-
¿Qué pasa? – me preguntó Michael. Estaba estudiando a mi
lado, en la mesa del comedor. - ¿Son los papeles del médico del enano?
Asentí.
-
No te obsesiones, papá – me aconsejó. – No puedes hacer más
que atender a lo que dicen los médicos y ocuparte de que el peque esté
tranquilo y se distraiga.
Volví a asentir.
-
Por suerte, el mocoso se pone feliz con cualquier cosa –
continuó Michael. - ¿Estás seguro de que le has aclarado que es el cumpleaños
de los trillizos y no el suyo? Porque me ha preguntado como cinco veces si va a
haber tarta.
A mi pesar, consiguió hacerme
sonreír.
-
Todavía no se ha inventado una tarta que no le guste. Tal vez
debería probar a hacer una de espinacas, así igual consigo que se las coma -
bromeé.
-
Existe – me dijo Michael. – Tarta de espinacas y queso. Una
vez tuve una madre de acogida que la hacía.
Siempre me sorprendía cuando
compartía datos aleatorios sobre su pasado. Poco a poco iba uniendo los
pedacitos en el enorme puzle que era su vida.
-
Nunca me hablas de la gente que… cuidó de ti – susurré.
-
Casi ninguno merece la pena. Y, en cualquier caso, Greyson
siempre estaba en la sombra. Nunca pude sentirme verdaderamente protegido,
sabía que Pistola estaba cerca, moviendo los hilos, enviándome a tal casa o a
tal reformatorio.
Apreté los puños. Quizás odiaba un
poquito menos a Andrew porque mi odio se había desplazado hacia Greyson. Alguna
vez fantaseé con tener otro padre, con descubrir que Andrew no era mi padre
biológico, por más que nuestro parecido físico fuera evidente. Por desgracia,
mis sueños tendían a cumplirse, y aunque eso casi siempre era bueno, a veces
uno no es consciente de lo que desea. Lo de “más vale malo conocido que bueno
por conocer” resultó ser de una sabiduría extrema. Por decepcionante que fuera
Andrew como padre, al menos no era un delincuente.
“Bueno, pero sí es un
asesino. Que esté amparado por el gobierno, o por quien sea, no hace que sea
correcto”.
Pese a todo, y por lo menos, Andrew
tendía a abandonar a los niños, no a utilizarlos ni a enseñarles a ser
criminales.
-
En general, me cuidó buena gente. Tampoco quiero ser injusto
con ellos – continuó Michael, ajeno a la furia que se había apoderado de mí en
tan solo un segundo. – Incluso en los reformatorios, aunque algunos
trabajadores eran crueles, la mayoría simplemente estaban superados con la
situación o acostumbrados a vernos como enemigos. En los reformatorios-casa se
estaba mucho mejor que en los reformatorios-cárcel, pero yo prefería los
segundos.
-
¿Por qué? – me sorprendí. Gracias a Michael había aprendido
que a los menores con delitos les podían enviar a muchos tipos de lugares. Él
tenía su propia forma de llamarlos.
-
Porque en los reformatorios-casa hay días en los que te
olvidas de que no tienes libertad. Casi te llegas a creer que vives con un
montón de hermanos, como… como aquí. Solo que allí no hay un Aidan que te
abrace por las noches. Solo un funcionario, que se da por satisfecho si no
causas problemas, te comes todo y no le llaman tus profesores.
Puse mi mano sobre la suya,
intentando reconfortarle. Ojalá pudiera borrar todos los años que había pasado
sin nosotros. Por lo menos, los años que había pasado solo. Ojalá, después de
que su padre acabara en la cárcel, hubiera descubierto de alguna manera que era
el hermano de Ted y le hubiera traído a casa. Su padre biológico no me parecía
el mejor modelo de conducta, pero Michael se había sentido querido con él.
Aunque quizá fuera la idealización de un niño pequeño.
-
Te admiro mucho, ¿sabes? – le dije.
-
¿A mí? – se extrañó.
-
Sí. Porque has pasado por muchas cosas y has estado muy solo
y aún así eres un gran chico.
Michael esbozó una media sonrisa
tímida que solo le salía cuando le hacían algún halago, porque por lo demás era
bastante extrovertido.
-
Basta de estudiar por hoy – decreté. - ¿Te apetece ayudarme a
hacer empanadas? Le prometí a Holly que íbamos a llevar algo. Me costó
convencerla, no sé si por ser cortés o porque teme que nos vaya a envenenar.
Michael sonrió y me acompañó a la cocina. Estuvimos
allí hasta que fue la hora de recoger a los demás en el colegio. Él se quedó
vigilando el horno para el último lote.
Cuando fui a por mis niños, se podía sentir la
excitación en el aire. Ninguno iba a ir a sus actividades extraescolares ese
día, para que nos diera tempo a prepararnos, pero no les había importado
demasiado. No paraban de hablar sobre el cumpleaños de los bebés de Holly,
aunque cada uno con sus propios intereses y perspectivas. Barie era la más
interesada en los trillizos. Zach quería volver a ver a Jeremiah.
Por primera vez en un tiempo, hubo peleas para ver quién
iba conmigo y quién con Ted. Al parecer, todos querían ir conmigo, y me sentí
halagado, pero después me acobardé al ver que lo que en verdad querían era
interrogarme.
-
Papá, ¿cuánto tiempo llevas saliendo con Holly? – me preguntó
Cole.
-
¿Cuándo y sobre todo cómo piensas pedirle que se case
contigo? – me increpó Barie.
-
Papi, ¿por qué yo no tengo copias? – me acusó Alice, muy
indignada. Esta me pareció la pregunta más inocente y fácil de responder y,
como habían hablado casi a la vez, fue por la que me decanté.
-
¿Copias?
-
Shi. Holly tiene tres bebés rojos.
-
Pero no son copias, mi vida. Son hermanitos. Como Harry y
Zach. Mucha gente les confunde y cuando eran pequeñitos les confundían todavía
más porque se parecían mucho – le expliqué.
Alice se quedó pensando, pero por el
retrovisor pude ver que no desfrunció su ceñito. Los demás sonreían, ante esas inquietudes
infantiles.
-
Bueno, pero ¿por qué no tengo? – insistió.
-
Porque con una como tú basta y sobra, enana – la chinchó
Harry.
-
Sí, a ti sería imposible copiarte – lo arregló Zach. – Cuando
el original sale perfecto, no hacen falta copias.
Esa respuesta fue del agrado de
Alice, porque se rio con un gorgorito, muy satisfecha. Zach me guiñó un ojo y
yo le sonreí.
Alice intuía que estábamos de broma,
pero al mismo tiempo le gustó el halago, así que dejó el tema por un rato. Solo
por un rato.
-
Yo quiero tener “tilizas”, papi – volvió a la carga.
-
Trillizas, cariño – corregí. – Mmm. Tienes a Hannah y a Kurt.
Podéis ser trillizos si quieres, ¿vale? – propuse. A veces era preferible
buscar una manera de cumplir sus fantasías que causarle una desilusión y un
llanto.
-
¡Vale!
Después de eso, Zach empezó a contarme sobre su
proyecto de ciencias y se lo agradecí infinitamente, porque así me evitaba más
preguntas de mi escuadrón cotilla. Pasamos por el colegio de Dyan, que estaba
de un ánimo mucho más tranquilo que sus hermanos. Llegamos a casa y salieron
pitando del coche, como si el tiempo fuera a pasar más rápido si ellos se
movían más deprisa.
Como sabía que iban a comer toda clase de guarrerías
en casa de Holly, había preparado algo sano y ligero para comer: ensalada y
hamburguesas de pescado. En el supermercado vendían unas hamburguesas hechas
con salón y merluza. Eran muy cómodas, porque no tenían espinas y así no había
riesgo con los peques, y a ellos les gustaba porque “no parecía pescado”.
Ni Kurt ni Harry eran grandes fans de la ensalada,
pero el enano estaba tan entusiasmado con ir a casa de Holly que se lo comió
sin dar problemas y Harry ya era mayor como para hacer grandes numeritos con la
comida (o casi siempre lo era, algunos días se le olvidaba).
-
Papi, yo me quiero cambiar antes de ir – me pidió Barie.
-
Claro, cariño. No nos vamos todavía. Tenéis una hora para
hacer lo que queráis.
Convencí a Alice, Kurt y Hannah de que tomaran una
siesta. Si no, a última hora de la tarde estarían muy cansados. Los llevé al
cuarto de Dylan y Kurt, donde había tres camas desde que pusimos una litera en
el cuarto de los mayores. Les conté un cuento y se fueron durmiendo uno a uno.
La última fue Hannah, que me atrapó la mano entre las suyas poco antes de
suspirar y dejarse vencer por el sueño. Sonreí y decidí que podía quedarme
cinco minutos observándoles dormir. Después, intenté liberarme con mucho
cuidado de no despertarla.
Bajé a la cocina para guardar las empandas
cuidadosamente en unos envoltorios de papel. Ted vino a ayudarme.
-
Me parece que te has pasado, papá. Son demasiadas – me dijo.
-
Son el doble de las que hago para nosotros y vamos a ser el
doble de personas – le recordé. – Lo que no coman los bebés lo suplirás tú, que
comes por cuatro.
Ted se rio y terminó de envolver la última. Sabía que
no le ofendían esa clase de chistes y que en verdad no le estaba criticando. Me
gustaba que tuviera apetito. Creo que hay algo instintivo dentro de todos los
padres relacionado con la comida, estamos más tranquilos cuando vemos a
nuestros hijos comer bien y con gusto, como si fuera signo de buena salud.
-
¿Solo seremos nosotros? – me preguntó Ted. – ¿Holly no tiene
más familia?
Me congelé. Claro, Ted no sabía nada del pasado de
Holly y Aaron. Aquel no era momento de contárselo y además no me correspondía a
mí hacerlo.
-
Sé que se lleva bien con sus… suegros… y sus… cuñados. Su
difunto marido tenía cinco hermanos. Pero creo que no vienen hoy – le dije.
-
Menos mal – soltó Ted, con esa sinceridad repentina que le
entraba a veces, cuando estaba nervioso. – Sería muy raro tener a la familia
de… quiero decir, no es exactamente su ex, porque es viuda, pero…
-
Sé lo que quieres decir.
Los hijos de Holly tenían derecho a
seguir teniendo tíos y me alegraba que la familia de su marido no le hubiera
lado de lado tras la muerte de este, pero no estaba preparado para ser juzgado
como posible usurpador del puesto de esposo.
No solía dedicar mucho tiempo a
pensar en Connor, pero cuando lo hacía nunca eran pensamientos agradables,
especialmente desde lo que Holly me había revelado. Ese ser osó golpearla. Si
todo lo que sabía sobre él ya era motivo suficiente para detestarle, eso último
acabó con cualquier posible escrúpulo que pudiera tener sobre odiar a los
muertos.
-
¡Ay, joder! – le oí exclamar a Ted, que miraba su móvil con
expresión de horror y asombro. Quise llamarle la atención por su vocabulario,
pero me dio más curiosidad averiguar qué le había hecho reaccionar así.
-
¿Qué ocurre? – pregunté, y me acerqué para mirar su pantalla.
Ted retiró el móvil rápidamente, como
quien quita la mano del fuego. Fruncí el ceño. No me gustaba cotillear en sus
cosas, pero ese afán por ocultarme lo que sea que le hubiera sorprendido tanto
no auguraba nada bueno.
-
¿Va todo bien?
-
Sí, pa, perfectamente, adiós – soltó, atropellándose con las
palabras, y salió escopetado de la cocina.
Rodé los ojos. A Ted le quedaba una
cosa muy importante por aprender, una que lamentablemente yo no le podía
enseñar: a disimular. Como padre, estaba encantado de poder leerle como un
libro abierto y de saber cuándo tramaba algo, pero casi me daba lástima lo
fácil que era pillarle. Le seguí discretamente. Era evidente que había salido
corriendo porque tenía que hacer algo urgente: quizás llamar a alguien. Si sus
amigos o Agus estaban en algún problema, tal vez pudiera ayudar. Dependiendo
del “tipo de problema”, me haría el tonto o intervendría.
Había supuesto que estaría en su
habitación. Sin embargo, su cuarto estaba abierto y no había señales de Ted. Su
voz me llegó desde el cuarto de Barie y Madie:
-
¿En qué rayos estabais pensando?
Vale, eso me incumbía. Ya no era por padre cotilla,
era por padre preocupado. Recorrí el pasillo y entré en la habitación de las
chicas. Tres cabezas se giraron hacia mí al mismo tiempo, con idéntica cara de
“mierda, nos han pillado”.
Mis ojos captaron varias cosas:
1.
Madie estaba en bragas. Al entrar su hermano, se había tapado
con lo primero que había visto, o sea, la almohada.
2.
Las dos se habían pintado los ojos. Esto no era tan extraño,
seguramente habían querido arreglarse para salir. En fin. Ya había cedido
conque, en algunas ocasiones, podían maquillarse, siempre acorde a su edad y
sin que lo usaran a diario.
3.
La tablet estaba apoyada en la mesa y la pared, recta,
apuntando hacia las niñas. ¿Habían estado viendo algún vídeo?
-
¿Qué ocurre? Ted, tus hermanas se están vistiendo, hijo – le
regañé suavemente.
Ted abrió la boca y luego la cerró.
Miró a sus hermanas y luego a mí. Finalmente, suspiró. Fue esa mirada lo que me
hizo sospechar, o quizá mi cerebro empezó a unir cabos. Ted había subido
corriendo después de ver algo en su móvil. Madie estaba en camiseta y ropa
interior. La tablet estaba sobre la mesa.
Me acerqué a la tablet rápidamente y
tres pares de manos intentaron impedirme que la cogiera, pero fui más rápido. Encendí
la pantalla. Había una imagen congelada, en lo que parecía un vídeo. Un vídeo
de Facebook, recién subido, pero ya con veinte likes y algunos comentarios que
me alarmaron y me hicieron temer lo que pudiera encontrar en el vídeo. Pinché
el play, sin que me pasara desapercibido lo que estoy provocó en mis hijos. Ted
respiró hondo, Barie se escondió detrás de él y Madie frunció el ceño.
En el vídeo, Barie y Madie bailaban una
canción de Britney Spears –más tarde supe que se titulaba Toxic-. Madie estaba
con un top de hacer deporte y las bragas. Nada más. Sus movimientos eran
pretendidamente sexuales, mientras que Barie intentaba imitarla sin mucho
éxito, a pesar de que normalmente ella era mejor bailarina. De lado frente a la
cámara, se agachaban lentamente enfatizando sus casi inexistentes curvas
(¡porque aún eran niñas!). Después, pasaron una mano por todo su cuerpo y,
aunque no quería utilizar esa palabra, la impresión era que se estaban sobando.
Ofreciendo su cuerpo a cualquier espectador que viera el vídeo. Lo quité,
incapaz de seguir mirando.
-
Papá, es un reto de su clase – empezó Ted, pero no le dejé
continuar. No quería escuchar su alegato.
-
¿Habéis publicado esto en Facebook? – pregunté, para
cerciorarme. Silencio absoluto. - ¿¡Lo habéis publicado!?
“Aidan, no grites” me recriminé.
Barie dio un pequeño saltito y se
escudó todavía más en Ted, como si yo fuera una bomba a punto de explotar.
“Eres una bomba a punto de
explotar”.
Le di la tablet a Ted y salí de la habitación.
Necesitaba calmarme.
La cabeza me daba vueltas como si dentro tuviera un
huracán. Mantuve una conversación conmigo mismo mientras analizaba las imágenes
que acababa de ver. No sé cuánto tiempo estuve ahí fuera, en el pasillo, pero
debió de pasar un buen rato, porque Ted se asomó.
-
Ya lo han borrado – me susurró.
Asentí.
-
Papá… están… mmm… ¿vas a tardar mucho? Están muy…
preocupadas.
Suspiré.
-
Hazme un favor, Ted. Ve a despertar a los enanos – le pedí.
Se marchó a hacerlo, no sin antes dedicarme una mirada
suplicante, sabiendo que pocos discursos serían tan efectivos como esos ojos
castaños brillantes.
Apenas traspasé la puerta del cuarto de las chicas,
Barie se estampó contra mí y me rodeó la cintura con fuerza.
-
Papi, no me dejes sin ir al cumpleaños de los bebés – me
suplicó.
Puse una mano sobre su pelo y le acaricié la cabeza.
-
Eso nunca lo haría – le aseguré, ligeramente conmovido. – Sé
lo importante que es para ti.
Pareció más aliviada, pero no me soltó. Madie ya
estaba completamente vestida.
-
Venid, sentémonos aquí – les dije. Me senté en la cama de
Barie, con una a cada lado.
-
Solo estábamos bailando, papá – protestó Madie, en voz baja.
-
¿Qué fue lo primero que os dije cuando os regalé la tablet y
os dejé que tuvierais Facebook? – pregunté.
-
Que no agregáramos a extraños.
-
¿Y qué más?
Se quedaron calladas. Tal vez no lo
recordaban, pero aposté más porque no querían decirlo.
-
Os dije que debíais tener mucho cuidado con lo que subíais,
que nada de información personal, ni vídeos ni fotos vuestras. Podíais subir
canciones, fotos de artistas, declaraciones de por qué os vais a casar con
Justin Bieber…
Agacharon la cabeza, mudas todavía.
-
Os expliqué por qué era peligroso subir fotos y vídeos. Os
dije que por más que tengáis un perfil privado, otras personas pueden hacer una
captura de esa foto y, si esto ya es peligroso para todo el mundo, para
vosotras más, porque yo salía en las revistas. Ahora mucha más gente nos
conoce, y eso solo lo hace más arriesgado. Alguien se lo puede vender a una
cadena de televisión. Fijaos en lo que pasó con aquella foto de Ted, y él
también tenía activada la privacidad – las recordé.
Barie se mordió el labio, como si se hubiese acordado
de aquello de repente.
-
A Jandro y a Ted no les regañas si suben fotos – protestó
Madie.
-
Jandro y Ted son más mayores y también tienen unas normas de
uso - repliqué. – Es cierto que les doy más libertad. Pero vosotras tenéis doce
años, legalmente ni siquiera deberíais tener redes sociales. Os dejé tener
Whatsapp porque me ayudaba a comunicarme con vosotras, después cedí con el
Facebook porque insististeis mucho y queríais seguir esa página sobre vuestro
ídolo. Además, muchos de vuestros amigos tenían y sentíais que os perdíais
cosas. Sé que fui muy pesado al hablaros de los riesgos de internet y os conté
que hay gente que lo usa para cosas malas. Que se hace pasar por otras
personas, que coge fotos ajenas, que hace preguntas extrañas…
-
Pero no ha pasado nada de eso, papi – me dijo Barie.
-
La clase de vídeo que subisteis es la clase de vídeo que esa
gente almacena. Nada le gusta más a un pedófilo que una niña semidesnuda
haciendo un baile sexy – decidí hablar claro, porque era importante que
entendieran. – Así que lo que hicisteis fue: uno, desobedecer una de las reglas
que os di y dos poneros en peligro. Y Madelaine, más allá de si es o no
peligroso, no puedes grabarte en ropa interior.
Madie se miró los pies, totalmente
avergonzada.
-
Quiero que me prestéis atención las dos. Os gusta bailar,
¿verdad? – pregunté, y ambas asintieron. – Y sois muy buenas bailarinas. Pero
ese baile que habéis hecho expresa una actitud que no es acorde con vuestra
edad. ¿Entendéis lo que quiero decir?
-
Que sigues pensando que somos bebés – bufó Madie.
-
Bebés no. Chicas de doce años, ni más, ni menos. ¿Sabéis lo
que es sexualizar a alguien?
Barie se ruborizó.
-
¿Relacionar a alguien con el sexo? – murmuró.
-
Pues se acerca bastante, princesa – acepté. Mis hijas eran
muy inteligentes. Por eso era más frustrante cuando hacían tonterías. –
Generalmente y por desgracia se sexualiza a las mujeres. Consiste en poner el
sexo como centro de todo. Si eres una actriz en una película de acción, y te
vas a pegar con los malos, ¿por qué tienes que llevar tacones, maquillaje, y
los tres primeros botones de la camisa abiertos? ¿Porque es más atractivo? ¿Para quién? Te diré para quién, para los
hombres que vean la película, y que se fijarán en que esa mujer es muy guapa,
mucho más que en cómo sepa pelear. También ocurre al revés, ¿eh? ¿Os acordáis
de las pelis esas que os gustan de Crepúsculo? El chico lobo no sabe lo que es
una camiseta, la perdió por el camino.
-
Pero porque los hombres-lobo tienen más temperatura corporal
– replicó Barie.
-
Esa es la excusa, cariño. Ni siquiera en los libros pasa
tanto tiempo semidesnudo. Sin embargo, en la película, digamos que gastaron
poco dinero para su vestuario. Pero el chaval tiene más abdominales que años en
el cuerpo. Es raro que chicos con un físico diferente salgan sin camiseta,
¿verdad?
-
Es raro que salgan en películas en general, salvo para hacer
de friki – apuntó Madie.
-
Exacto. Y algún día hablaremos en cómo eso influye en la
autoestima de la gente y en crear cánones de belleza imposibles, pero ahora
estamos en otro asunto. Estamos en que, al hacer esas cosas, reducimos a las
personas a una cosa: generar atracción física. Como si eso fuera todo lo que
esa persona tiene para ofrecer. Mis hijas tienen mucho más para ofrecer que su
cuerpo y, sobre todo, no van a ofrecerlo a los doce años.
De nuevo, guardaron silencio durante varios segundos.
-
Nosotras no queríamos hacer nada de eso, papi. Solo era un
reto que están haciendo las de clase – murmuró Barie.
-
Pero era un reto que implicaba incumplir con lo que habíamos
quedado, ¿verdad?
-
Lo sentimos, papi.
Pasé mi brazo alrededor de Barie y la apreté contra
mí.
-
Me voy a quedar la tablet este fin de semana. Y os voy a
pasar unas hojas con información sobre lo que hemos estado hablando para que me
escribáis una redacción – declaré.
Madie puso una mueca, pero ninguna de
las dos protestó.
-
¿De cuántas líneas? – preguntó Barie.
-
Una hoja.
-
¡Eso es mucho! ¡Media! – dijo Madie.
-
Dos hojas – repliqué yo.
-
Una está bien – suspiró, derrotada. Hice grandes esfuerzos
por contener una sonrisa.
-
Y lo último… que sea la última vez que me desobedecéis y
subís una foto o un vídeo sin permiso – advertí, más serio que antes, y tiré un
poquito de Barie para levantarla.
PLAS
-
¡Ay! ¡Papi!
Rompió a llorar y escondió la cara en
mi cuello. La sostuve y dejé que se desahogara. Barie siempre se tomaba muy a
pecho las palmadas, la afectaba a un nivel psicológico más profundamente que a
sus hermanos. Conocía su lenguaje verbal, así que sabía que le daba vergüenza,
mucha vergüenza, y también algo de miedo. Nunca había sido realmente duro con
ella, así que era un miedo infundado. Ella sabía que no la haría daño, lo
habíamos hablado alguna vez, pero era instintivo. Se volvía más pequeña cuando
la regañaba, se desinflaba como un globito y volvía a ser mi bebé de tres o
cuatro añitos.
-
Shhh. Ya está, princesa, ya. No fue nada. Fue un aviso, para
que no haya próxima vez, ¿mm?
Barie asintió y noté que se calmaba.
Apenas le había dolido, estaba seguro. Se había escondido en mi cuello para no
tener que mirarme. Hice algo de fuerza para separarla y darle un beso en la
mejilla. Le aparté el pelo de la cara y pasé el dedo por debajo de sus ojos.
-
¿Por qué lloramos?
-
Es que pensé… snif… que ibas a enfadarte mucho.
-
Me preocupé más que me enfadé – le confesé. – Sé que no
queríais hacer nada malo, cariño. Sé que no veíais nada malo en subir un vídeo
bailando, imitando a tus compañeras. ¿Pero ahora sí lo entiendes?
-
Sí, papi.
-
Muy bien, campeona. Pues entonces ya está. No más lágrimas.
¿Vas a por el regalo de los bebés? Está en mi cuarto.
Barie asintió. Recordarle a los bebés
fue una excelente idea, porque se concentró en el cumpleaños.
Hizo ademan de marcharse, pero la
retuve de la mano.
- Mi beso – exigí. Ella sonrió y se
acercó para darme un beso en la mejilla. – Ah, así mejor.
Cuando ella se fue, Madie suspiró.
Sabía que era su turno. No hizo ni el amago de ponerse de pie, así que tiré un
poquito de ella, igual que con Barie.
PLAS PLAS
-
¡Auch! ¿Por qué a mi dos? – protestó.
-
Y más que debería darte. ¡Te grabaste en ropa interior!
Madie me miró con el entrecejo
arrugado y yo la abracé.
-
Por suerte para ti, aunque quieras ser taaan mayor, aún eres
mi bebita.
-
Bueno, vale, vale, no seas pegajoso – gruñó. Hizo por
soltarse, pero no la dejé y besé su frente. – Aichs. ¿Ya?
-
No. Mi beso.
Puso los ojos en blanco, como si la
costara mucho, y me dio un beso. Sonreí y entonces sí no pudo evitar devolverme
la sonrisa, contagiada contra su voluntad, como cuando alguien bosteza y te lo
pega.
Me levanté y cogí la tablet.
-
Cuídala, ¿eh?
-
Como si fuera de oro – prometí. Hice un gesto, como si se me
escurriera. - ¡Uy, casi se me cae!
-
¡Papá, no tiene gracia!
-
Si hubieras visto tu cara, sí – respondí.
-
Hum.
Madie se marchó teatralmente,
fingiendo más exasperación que la que sentía. Miré el reloj. Diez minutos para
irnos, o llegaríamos tarde. Salí para asegurarme de que todos estuvieran listos
y me topé con Ted, que debía de querer comprobar que no hubiera cadáveres que
enterrar.
-
Has sido muy bueno – me dijo, con alivio. Me pregunté qué le
habría contado Barie, pero imaginé que todo. Ted tenía una virtud para
conseguir que la gente le contara cosas.
No todo se
arregla con castigos. Están creciendo, y va a haber muchas cosas que las
confunda. Cosas que son mentira, y que verán todos los días. Lo mejor que puedo
hacer es asegurarme de que tienen toda la información que necesitan para sacar
sus propias conclusiones. Siempre va a haber algo para lo que no las he prevenido, una situación en la que no sepan qué hacer.
Forma parte de hacerse mayor. Encima, son su propio rol femenino, no han tenido
una madre en la que fijarse…
-
Tengo el presentimiento de que eso va a cambiar, pero de
todas formas tú has hecho un gran trabajo – me aseguró. Quise creerme sus dos
afirmaciones. – Alice se manchó su vestido – me informó, como quien no quiere
la cosa.
-
¿Qué? ¿Pero cómo? ¡Si estaba durmiendo!
Pero el muy cobarde ya había salido
huyendo. Ocho minutos, y contando. Holly lo entendería si llegaba tarde, ella
sabía lo que era ir con tanto niño a cualquier lado.
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