CAPÍTULO 129:
REACCIONES EXCESIVAS
Miré la agenda de papá, abandonada sobre la isla
flotante de la cocina. El espacio para escribir en cada día era grande y aún
así no quedaba ni un milímetro libre.
-
¿Cotilleando?
– me preguntó papá, detrás de mí. No sonó a reproche, así que me giré y le
sonreí.
-
Solo con
leer todo esto ya me estreso.
-
No es
tanto como parece. Tengo que apuntar las citas de cada uno, o si no me volveré
loco. Lo que me recuerda que tengo que hablar contigo sobre mañana.
Asentí. Al día siguiente papá y
Kurt tenían hora con el anestesista -por lo que estaba de los nervios- y Harry
y Zach volvían a tener cita con el psicólogo. Finalmente, los mayores de doce
íbamos a tener una cita semanal, mientras que los menores tendrían una cada dos
semanas. Pero como no podíamos ir todos al mismo tiempo, pues cada sesión iba a
ser de una hora y tenían más pacientes aparte de mi familia, nos habían
distribuido en varios días. Y papá necesitaba que Michael y yo nos quedáramos
en casa cuando él no podía.
Esa tarde, Alejandro había
tenido su segunda cita -y creo que había ido considerablemente mejor que la de
la semana pasada, dado que no había salido llorando- y yo mi tercera. Había
estado bien, hablé mucho sobre Kurt y sobre Holly. La psicóloga no me presionó para
que le contara sobre mis reacciones exageradas ante situaciones mínimamente
violentas, ni sobre lo que había pasado la noche en la que me agredieron. Sabía
que me habían atacado y que había estado en silla de ruedas, pero aún no me
había exigido los detalles.
Habían sido unos días tranquilos
para mí, pero no para Aidan, que había tenido muchos trámites en la editorial,
muchos horarios que encajar, muchos planes que hacer. Incluso había sacado
tiempo para ir a hablar al instituto, aunque tenía la impresión de que su
conversación con el director no fue muy satisfactoria. Tal vez por eso, al
husmear en su agenda, había leído “buscar información sobre ‘Saint Peter
Academy’”. Eso era un colegio, uno de los mejores colegios privados de Oakland
y uno de los pocos que impartían todos los grados, como el nuestro, de forma
que todos mis hermanos podrían ir a la misma escuela. Con suerte, yo ya me
habría graduado al curso siguiente….
En definitiva, el plato de Aidan
estaba bastante lleno. Al menos, ninguno de nosotros le había dado problemas. Habíamos sido capaces de estar una semana
entera sin meternos en líos.
-
No quiero
cargarte con una responsabilidad perpetua, Ted – me dijo papá, mirándose las manos
con aspecto culpable. – Pero habrá días en que necesite que tú o Michael, o los
dos, os quedéis a cargo.
-
Ya lo sé,
pa. Ya lo hemos hablado.
-
Será poco
tiempo, solo una hora y cuando pueda lo haré coincidir con las extraescolares,
así que no te afectará tanto – me prometió. – Pero, justo mañana, con el
anestesista…
-
Papá, no
te preocupes. No me importa cuidar de mis hermanos.
-
Sé que
no, pero no es justo – insistió.
-
Si me vas
a dar el discurso de que “no es mi responsabilidad”, ahórratelo – le pedí. – No
me estás obligando. Es mi responsabilidad porque quiero que lo sea, igual que
tú elegiste hacerte cargo de nosotros. Cuidar de mis hermanos un par de horas a
la semana no es un gran sacrificio. No es ningún sacrificio, en realidad,
porque me encanta hacerlo.
Papá se dejó convencer por mis
palabras y sonrió. Me acarició el brazo y cogió su agenda para cerrarla.
-
Pa…
¿Estás buscando un colegio nuevo? – le pregunté. Ya que no le había molestado
que fisgoneara bien podía terminar de saciar mi curiosidad.
-
Es una
posibilidad que estoy contemplando – respondió. – Pero no lo tengo claro. Es
difícil encontrar uno lo baste cerca y que admita todos los cursos. Me gusta la
idea de que todos mis hijos vayan al mismo colegio, sé que es algo tonto, pero
siento que así estáis juntos. Y desde luego, para organizarse es mucho más
cómodo.
-
Así que…
¿Saint Peter Academy? – planteé.
-
Solo voy
a mirar, Ted. No os he dicho nada porque no hay nada que decir todavía.
-
¿Tanto te
cabreó el director? – me interesé.
-
No.
Escuchó mis quejas y dijo un montón de palabras amables, pero sé detectar
cuando una persona está harta de mí. Creo que considera que le hemos traído
demasiadas complicaciones en este último año.
-
Uy, pues
aún queda mucho para que termine el curso. Si viera lo que tenemos preparado
para el último trimestre… Después del truco del “cuchillo en la taquilla”, y
del de “atado en el vestuario”, planeo el de la rata muerta en la mochila – bufé,
con acidez. - ¿En serio piensa que la mitad de lo que ha pasado ha sido culpa
nuestra?
-
No es
cuestión de culpas, cariño. Para él son solo problemas sobre su escritorio que
le hubiera gustado no tener. Y eso es lo que me molesta. Pensé que después de
tantos años le importaríais un poquito más. Sé que es su trabajo, pero creo que
cuando te dedicas a la enseñanza, debe ser algo más que un trabajo… -
reflexionó.
-
Tú serías
un profesor excelente - le hice saber.
Esbozó una media sonrisa, con algo de timidez y el gesto le hizo parecerse a
mis hermanos pequeños.
-
Y tú
también – me dijo. - ¿Agustina qué quiere ser? ¿Sabe ya lo que va a estudiar?
La inesperada pregunta sobre mi
novia me desconcertó por unos instantes.
-
Seguramente
se quede en el restaurante de su familia. No sabe si hará una carrera…
Aunque yo sentía que eso era desperdiciar una mente
brillante. Sus notas eran increíbles y sé que le gustaría ir a la universidad,
que no tendría problemas para conseguir una beca, pero sus padres no querían.
Qué irónico: estábamos al revés. Papá estaba empeñado en que estudiara y yo no
lo tenía tan claro y en el caso de Agustina era lo contrario.
-
Entonces
se quedará aquí en Oakland – entendió papá, sin poder ocultar su alivio. Fue
tan obvio que tuve que reírme.
-
¿Te da
miedo que me quiera ir a alguna universidad remota para estar con mi
novia? -pregunté y al decirlo me reí más
todavía.
-
¿Qué es
tan gracioso?
-
Papá,
pues que somos los dos igual de absurdos. A mí me preocupa que quieras que me
vaya lejos a una universidad cara que nunca antes habíamos contemplado, pero
ahora tienes dinero para colegios carísimos, universidades astronómicas y coch…
-
Shhh.
Alejandro te puede oír – me cortó, mirando a todos lados con nerviosismo, como
si mi hermano fuera a salir de la nevera en cualquier momento para desvelarse
la sorpresa de su regalo de cumpleaños. – Así que… ¿quedarte aquí es tu plan A?
– se quiso cerciorar.
-
Y el B y
el C y el D – le aseguré. – Pero eso ya lo sabes.
-
Con
diecisiete años se cambia mucho de opinión. Sobre todo, cuando las chicas
entran en la ecuación.
-
Y con
treinta y ocho también – me burlé. – Antes odiabas a los periodistas y ahora
llevas la foto de una en la cartera.
-
¿Cómo
sabes que…? Ted, eres demasiado cotilla. ¿Nunca te han dicho que la curiosidad
mató al gato? – dijo papá.
-
Ah, pobre
Leo, jamás le harías eso, pa – repliqué.
-
No tienes
remedio – rodó los ojos y me dio un golpecito cariñoso. – Venga, a lavarse los
dientes y a dormir. Mañana va a ser un día muy largo.
Me puse serio al escuchar eso.
Sin duda, lo iba a ser. El anestesista significaba un paso más, un paso
importante hacia la operación de Kurt. Quería acompañarlos, pero sabía que papá
necesitaba que me quedara en casa.
-
Al menos
el peque está tranquilo – susurró papá. – Todo lo que quería saber es si le
iban a pinchar, y cuando le he dicho que no, le he hecho feliz.
-
Además,
tiene a Cangu – sonreí. – Me parece que ya nunca va a querer ir al médico sin
él.
-
A ningún
sitio, más bien. Hoy me ha costado que me lo diera para lavárselo. Le he dicho
que Cangu tenía que bañarse para estar limpito mañana. A ver si no lo echa en
falta esta noche….
Caminé hasta el salón y me
pareció poco probable que Kurt extrañara a su peluche en esos momentos: mi
hermanito se había quedado dormido en el sofá después de cenar. Papá vino
detrás de mí y le cogió en brazos sin que se despertara.
Subí las escaleras detrás de
ellos y no me sorprendió ver que le llevaba a su cuarto. Papá no quería
separarse de él, como si solo con su cercanía pudiera protegerle.
Me metí al baño y me preparé
para dormir. Cuando me estaba cepillando los dientes, Michael entró y se puso a
mear sin ningún pudor.
-
¡Oye! –
protesté, pero puso una mueca y me ignoró.
-
Aidan
lleva un par de mañanas saliendo a hacer gestiones misteriosas – me informó.
Era el único que podría saberlo, dado que se quedaba en casa mientras los demás
estábamos en el colegio. - ¿Sabes de qué se trata?
-
Dul
refglalo del clumgferanos de Alfejanfro – respondí, con la boca llena de
dentífrico.
-
¿Eh?
Me enjuagué y repetí:
-
Del
regalo de cumpleaños de Alejandro. Pero no te diré nada más, que se supone que
es un secreto.
Era un secreto para Jandro, pero
no sabía si se lo podía decir a los demás. Por si acaso, más valía ser
precavido. Papá estaba haciendo muchos esfuerzos por ser discreto.
Pensé que Michael me iba a insistir para que le diera más información, pero se
limitó a suspirar con alivio.
-
Creí que
era otra cosa.
-
¿Cómo
qué? – me extrañé.
-
Yo que
sé. Algo de Greyson. O de la adopción. O planeando una boda en Las Vegas con
Holly.
Rodé los ojos.
-
Papá no
haría ninguna de esas tres cosas sin hablar con nosotros. Y, ciertamente, dudo
mucho que se case en Las Vegas.
-
Pero no
dudas que se case…
-
No lo sé,
Michael. Una parte de mí está deseando que lo haga y cada vez es más grande.
Holly es una buena mujer.
-
Sí, ya lo
sé – aceptó. Se colocó la ropa y me empujó amistosamente al pasar.
-
¡Lávate
las manos, asqueroso!
Soltó una risita, pero me hizo caso y puso las manos bajo el grifo.
-
Mañana
nos quedamos solos, ¿no? – preguntó.
-
Sí. ¿Por
qué? – desconfié.
-
¡Por
nada! He oído que va a ver una competición de surf en la playa…
-
… y tú
estás castigado, así que ni lo sueñes. No puedes salir.
“Y además, necesito que me ayudes, caradura. Papá nos
deja a cargo a los dos”.
-
Oh,
vamos, Ted. Sácate el palo del culo por un rato, ¿quieres? Nunca vamos a la
playa…
-
Porque
las playas aptas para el baño están lejos y en esta época no merece la pena.
Solemos ir en verano. Pero si te apetece ver una competición de surf, seguro
que otro día papá…
-
Verla no
– me interrumpió.
Me giré bruscamente para mirarle a la cara.
-
Ni se te
ocurra – le advertí.
-
¿Por qué
no? – replicó.
-
¿Sabes
surfear?
-
Bueno,
no, pero…
-
Yo sé lo
suficiente para entender que es peligroso. La única forma de que papá te deje
es con un instructor a tu lado. Si se entera de que has ido tu solo, a
escondidas y encima estando castigado te…
-
Pues que
no se entere y adiós problema – me interrumpió.
-
Se
enfadará de verdad, Michael – traté de hacerle razonar. – Si le dices que
quieres aprender, te apuntará a clases, sé que lo hará.
-
Tengo
dieciocho años, Ted. Si quiero hacer surf, no tengo que pedirle permiso a
nadie.
“Aha. No creo que papá te vaya a comprar ese
argumento”.
-
Solo
tendrás que preocuparte por papá si no te caes de la tabla y te das un mal
golpe. Y si no te ahogas – le dije, con sarcasmo, pero después me estremecí
solo de pensarlo. - Además, yo te necesito aquí para cuidar de los peques –
añadí. Ya no sabía qué más argumentos utilizar. – Prométeme que no irás.
-
Eres muy pesado – bufó.
-
Vale, pero prométemelo.
-
¡Está bien! Agh. La vida contigo es muy aburrida – se quejó.
-
Y la vida contigo muy corta, porque el estrés es un asesino
silencioso – repliqué.
A
pesar de su promesa, tuve un mal presentimiento. Algo me decía que el período
de gracia “sin nadie metiéndose en líos” estaba a punto de terminar…
-
AIDAN’S POV -
Dejé a Kurt con mucho cuidado en
un extremo de mi cama y sonreí al otro ocupa que me había encontrado allí. Alejandro
se enrolló en la manta como si fuera toda para él y me miró con una sonrisa
traviesa, retándome a que le sacara de su rollito de primavera improvisado. Su
ánimo juguetón resultó contagioso, así que empezamos una pelea amistosa por la
propiedad de la manta. Me sorprendió que Kurt no se despertara con el
movimiento, pero mi enano tenía el sueño profundo. Al final Alejandro me dejó ganar y yo nos
arropé equitativamente, haciendo un esfuerzo sobrehumano por no comérmelo a
besos en ese mismo instante.
Estaba eufórico por la idea de
que hubiera querido venirse a mi cama. Lo había hecho también la semana
anterior, después de su pequeño estallido emocional al salir de la consulta… Ojalá
se convirtiera en una costumbre y siempre que tuviera psicóloga decidiera
dormir conmigo. Echaba de menor tenerle allí, como cuando era pequeño y venía a
refugiarse del monstruo que habitaba en la oscuridad o simplemente a pedirme
que le mimara.
-
Papi....
– empezó, pero no dijo nada más.
-
¿Papi?
Eso sonó a que vas a pedirme algo.
Se rio y
asintió, pero también desvió la mirada con timidez. Despertó mi curiosidad.
-
¿Qué
quieres campeón? – le animé.
-
Se acerca
mi cumple… - me recordó.
Sonreí.
-
Sí, lo
has comentado un par de veces – respondí, porque en los últimos días era
frecuente oírle decir algo al respecto. Estaba muy emocionado con su
cumpleaños.
-
Y cumplo
dieciséis…
-
Ya sé –
suspiré. Mi bebé se hacía grande. Pero me estaba perdiendo su punto y por eso
decidió ser directo:
-
¿Me
comprarás un coche? – preguntó.
Lo que él no sabía es que ya tenía uno medio apalabrado en el
concesionario. El coche de Ted había sido de segunda mano, porque por entonces
no podía permitirme uno nuevo. Pero las cosas habían cambiado y para Jandro
quería un coche semiautomático, completamente blindado en seguridad y en
definitiva con toda la protección y comodidad que pudiera darle. Que tuviera
GPS incorporado era imprescindible, dado que tendía a orientarse un poco mal.
Le había visto fijarse en un par de coches aparcados en la puerta del colegio y
sabía cuáles eran sus gustos estéticos. Por eso creía que un Toyota Prius
podría satisfacernos tanto a mí como padre preocupado como a él como conductor
primerizo. Además, era un coche grande y así Ted no tendría que ser el único
conductor auxiliar designado. Era un coche que jamás habría soñado con poder
comprarle, valía más que el mío y el de Ted juntos –eso último me preocupaba un
poco, no quería generar celos ni envidias, pero Ted adoraba su coche y sabría
comprender que la situación económica cuando le tocó a él era diferente-. En
realidad, él me había ayudado a elegir el coche de Jandro y no parecía sino
contento por su hermano.
Pero todo eso
era una sorpresa y quería que siguiera siendo así hasta su cumpleaños, así que
fruncí el ceño y puse cara pensativa.
-
Aún no te
sacaste el carnet – le dije.
-
Pero
tengo la prueba la semana que viene. Y este fin de semana dijiste que íbamos a
practicar.
-
Y lo
mantengo. Conduces muy bien, canijo, no vas a tener ningún problema – le
tranquilicé, porque además era cierto. Había estado practicando con él y no se
le daba nada mal.
-
¿Lo ves?
Solo me falta el coche – insistió.
Me mordí el labio para contener una sonrisa y puse mi
mejor cara de circunstancias.
-
Sé que
eso es muy caro – suspiró Alejandro. – Pero ¿y un móvil nuevo?
-
Pero si
el tuyo funciona – me extrañé.
-
Pero quiero
un iPhone como Ted.
-
Ya veremos.
-
¿Eso es
un sí? – sonrió.
-
Es un ya
veremos.
Técnicamente me lo podía permitir también, pero no iba a regalarle un coche y
un Iphone el mismo día. Desde que tenía dinero, me enfrentaba a decisiones que
nunca antes había tenido que tomar. Tenía que ver hasta qué punto estaba
dispuesto a consentir a mis hijos. Aunque quería darles cualquier cosa que
desearan, también debía enseñarles a valorar sus posesiones, a no ser
insaciables, a disfrutar lo que tenían sin desear constantemente más.
-
Pero sí tendré
un regalo, ¿no? – insistió.
-
Es tu
cumpleaños, mi amor. Claro que tendrás un regalo.
Con eso pareció conformarse, pero el que se había quedado intranquilo
era yo.
-
¿Por qué
lo dudas, campeón? Siempre has tenido algo por tu cumple, incluso cuando no
podía comprarte nada.
Me acordé del pequeño tipi indio que le había construido con sábanas
viejas cuando cumplió cinco años. Ted y él lo habían usado hasta que
literalmente se cayó a pedazos. Mmm. Tal vez debería hacerles uno a Kurt y a
Hannah, seguro que les gustaba.
- Quiero
asegurarme. A Harry el año pasado solo le diste dinero.
-
Es lo que
él me pidió. Me insistió mucho, yo hubiera preferido comprarle algo.
Aún así,
también le di uno de sus amados sets con artículos de broma. Barato, pero más
permanente que unos billetes. Me gustaba darles algo que pudieran recordar.
Aunque casi me arrepentí cuando me puso una araña de goma en la sopa.
-
Pues yo
quiero un regalo – declaró Alejandro.
Una cosa más en
la que él y yo nos parecíamos: nos gustaban los detalles, el hecho de saber que
otra persona había buscado algo para nosotros. Nos hacía sentir queridos.
Sonreí y le rodeé con el brazo.
-
Oído y
apuntado – le susurré. – Ahora vamos a dormir. Si no, a ver quién se levanta
mañana para ir al cole.
Me estiré para
apagar la luz de la mesita, pero al hacerlo sin querer tiré mi móvil.
-
¡Mierda!
– exclamé.
-
No es
justo: si nosotros decimos tacos tenemos que meter dinero en el tarro – me
acusó, en un tono infantil. – Luego te quejas de que digo muchas palabrotas,
pero de alguien las aprendí, ¿sabes?
Intuía que
detrás de la broma se escondía algo serio, así que le miré con atención.
-
A veces
se me escapan tacos, lo admito, pero no creo tener un repertorio tan amplio
como el tuyo – me defendí.
-
Ah, pero
es que el maestro enseña y el alumno aprende y amplía – se rio, pícaramente. –
Pero si hablo mal es culpa tuya.
-
Lo estás
diciendo en serio, ¿verdad? – comprendí. No estaba enfadado, sino más bien de
buen humor, pero su reclamo era de verdad. - ¿Tantas palabrotas digo?
-
Ya no –
admitió. - Creo que te empezaste a controlar cuando llegó Barie, más o menos.
Pero no entiendo que te molesten tanto los tacos, entonces.
-
No me
molestan tanto, dejo pasar muchas malas palabras y lo sabes, canijo. Todo
depende de la intención con la que se digan. Pero es que yo no quiero que seáis
como yo, quiero que seáis mejores – le expliqué.
-
Así que…
¿el tarro se queda? – tanteó.
-
El tarro
se queda y voy a empezar a usarlo más contigo – le advertí. – Que últimamente
solo lo llena Madie.
Resopló.
-
Pues
vamos apañados – refunfuñó.
-
¿Uh?
-
Le dije a
la psicóloga que los enanos tienen mucha facilidad para contarte todo – me
confió. Me estiré de inmediato, alerta y contento porque estuviera compartiendo
aquello conmigo. Alejandro no había soltado prenda sobre de qué habían hablado
en la consulta ese día. – A veces… envidio vuestra relación.
No veía qué tenía que ver eso con las palabrotas, pero
me conmovió. Le apreté más contra mí.
-
Tú
también puedes contarme lo que quieras, Jandro. Tú y yo no tenemos mala
relación, tampoco. No la tenemos, ¿no? No es como si nos la pasáramos
discutiendo. Solo… a ratos…
-
Es
verdad. Pero cuando Kurt se enfada, te aguantas una sonrisa. Cuando yo me
enfado, suelto una palabrota y entonces te enfadas tú….
Le acaricié el pelo mientras pensaba en lo que acababa
de decirme, con el corazón ligeramente encogido.
-
Tiene que
llegar un momento en el que puedas expresar lo que sientes sin decir groserías.
Poco a poco, tienes que ganar autocontrol – le dije. – Pero lo tendré en
cuenta. Gracias por decírmelo, campeón.
Me incorporé y le di un beso en la frente. Después
abrí uno de los cajones de mi mesita y vacié una caja en la que guardaba mi
reloj.
-
¿Qué
haces? – preguntó, con curiosidad.
-
Shhh.
Ahora verás.
Cogí la caja y me levanté de la cama. Fui hasta mi
mesa y tomé un post it. Escribí algo y lo pegué en la cajita vacía. Después
regresé junto a Jandro y se la di:
-
Toma,
para tu Iphone – le dije. Frunció el ceño y leyó el papel:
“Por cada palabrota: 1 dólar, 1 beso y una 1 disculpa”.
-
Cada vez
que diga un taco delante de ti, muéstrame esa cajita – le instruí. – Es como un
tarro de malas palabras privado.
-
¡Oh! Entonces
tendré que enfadarte mucho para que digas muchas palabrotas – sonrió.
-
Pero mira
tú este mocoso – gruñí y le hice cosquillas.
Se revolvió como una lagartija y me enseñó la caja:
-
Te
recuerdo que dijiste “mierda”. El beso ya me lo diste, muchas gracias. Ahora la
pasta.
Había creado un monstruo. Me reí y busqué mi cartera. Saqué
un dólar y le di otro beso.
-
Perdona.
-
¿Me lo
vas a dar de verdad? – se asombró.
-
Claro que
sí, soy un hombre de palabra.
-
Y yo soy un niño con suerte – sonrió ampliamente y guardó el
dinero. Rodó sobre la cama para poner la caja en la otra mesilla.
-
¿Por tener un dólar? – me reí.
-
No. Por tenerte a ti.
Ow. Me derretí como el chocolate con
el calor y le acaricié la mejilla. Contemplé a mis dos bebés, el grande y el
pequeño y me pregunté cuándo había parpadeado: no hacía tanto que Jandro tenía
la edad de Kurt, pero el tiempo simplemente había volado.
-
LEAH’S POV. AL DÍA SIGUIENTE –
-
Señorita Pickman, ¿me está escuchando? – gruñó el director,
con sus aires de coronel retirado, acostumbrado a que el mundo se detuviera a
su paso y hasta los camellos irguieran sus jorobas al sonido de su voz. Los
rumores decían que no quería tener mujeres en su escuela, pero se había visto
obligado a aceptarlas por presiones legales. Ciertamente, miraba con desprecio
y superioridad a toda persona de sexo femenino. Éramos la mala semilla que
venía a tentar y a destruir a sus hombres. Se olvidaba de que aquello solo era
un colegio, por más militar que fuera su ideario, y de que incluso el ejército
admitía desde hacía años a mujeres entre sus filas.
-
Algo de indecencia, fornicación y los valores perdidos –
enumeré, rodando los ojos. No había prestado atención a ninguna de sus
palabras, pero probablemente fuera algo en esa línea. Benjamin Harris me había acorralado en el
baño y me había metido la mano hasta casi tocar mis órganos internos, pero la
culpa era mía, por supuesto, por ser tan provocadoramente seductora. Nótese la
ironía, pues ni Benjamin ni ningún otro chico me tocaría nunca si no existiera
una apuesta circulando por el colegio. Al parecer, a algunos hombres les gusta
que les metan patadas en los testículos. Esa era la única explicación que podía
encontrar a que siguieran intentando besarme por la fuerza.
El director abrió los ojos, como si
no pudiera creer lo que acababa de escuchar.
-
Pero bueno, niña, ¿ni siquiera en una situación como esta
puedes mostrar un poco de educación? Estoy tratando de decirte que si te
disculpas no habrá ninguna sanción.
-
¿Disculparme? ¿YO? – me indigné. - ¿Por qué?
-
¡Le has roto la nariz a un compañero! – exclamó, como si
estuviera delante de un niño estúpido que no pudiera comprender algo sencillo.
-
¡INTENTÓ BESARME! – grité.
“Intentar” sería la palabra correcta.
Pero me arrinconó contra la pared y yo -aunque jamás lo admitiría- me había
asustado. No había nadie en aquel baño -porque los dos deberíamos de haber
estado en clase en aquel momento- y de pronto me sentí muy indefensa, hasta que
recordé que no lo era y le di un rodillazo en los bajos y un puñetazo en la
cara. El crujido de su nariz fue satisfactorio. Si no entendía el significado
de “Déjame en paz” y “Piérdete”, tal vez comprendería el de un hueso roto.
-
¡El señor Harris ha sido expulsado del centro, jovencita, y
lo que trato de evitar es que tu sigas su mismo camino!
“¿Oh? ¿El carcamal me está
defendiendo? Vaya, vaya, menudo giro inesperado”.
-
Usted es el puñetero director, si no quiere expulsarme no lo
haga.
-
¡Esos modales! – gruñó, pinzándose la nariz con dos dedos, no
sé si reuniendo paciencia o luchando contra algún dolor de cabeza. – No es tan
sencillo. Las peleas están terminantemente prohibidas y cualquiera que envíe al
hospital a otro estudiante sería inmediatamente dado de baja del colegio. Solo
por… las terribles circunstancias… del suceso, es que puedo ignorar el
reglamento. Pero los padres del señor Harris quieren presentar una denuncia y
por ello usted debe salir ahí y disculparse – insistió, señalándome la puerta,
detrás de la cual me esperaba el padre de Benjamin. Su madre se había ido con
él al médico, a que le curaran la nariz.
-
¿Y si yo también quiero presentar una denuncia, qué?
-
Está en todo su derecho y si necesita que declare en qué
situación les encontré lo haré con mucho gusto. Era el baño de mujeres y él no
tenía ninguna razón justificada para estar allí. Pero la postura de su familia
es que se trataba solo de dos jóvenes teniendo un encuentro amoroso mutuamente
deseado y que usted cambió de opinión en el último momento, golpeándole
salvajemente. No ayuda a su causa que los dos estuvieran ausentándose del aula
sin permiso.
Las entrañas me hirvieron de rabia. O sea, que por
hacer pellas tenía que ser sí o sí una calientapollas. Y si una chica decía que
sí, ya no tenía derecho a decir que no más adelante.
- ¡NO PUEDO CON TANTO MACHISMO, DE VERDAD!
El director entrecerró los ojos y se acercó tanto que
nuestras frentes casi se rozaron.
- Acabo de expulsar a un alumno de matrícula solo por
tu palabra, así que no te atrevas a decirme eso. He aplicado hasta la máxima
expresión la idea de “creer siempre a la víctima” a pesar de que es tu palabra
contra la de Benjamin y en un solo año que llevas en este colegio tú has dado
más problemas que él en toda su vida. El machismo no tiene nada que ver aquí.
Si hubieras estado en clase, como deberías, no habría pasado nada. Cuando uno
se salta las normas a capricho, malas cosas terminan pasando y lo peor es que
nadie te cree cuando eres inocente, porque estabas haciendo algo malo en primer
lugar. Os damos un pase de pasillo para ir al servicio no solo para saber dónde
estáis e impedir que hagáis algo indebido, sino para evitar que os pase nada
malo cuando no estáis con un profesor. No estoy insinuando que el
comportamiento de Benjamin sea culpa tuya, pero si lo vieras desde fuera
entenderías que la única prueba que tengo para creerte es tu versión de los
hechos. Por otro lado, en mi época, si un muchacho se propasaba con una chica e
intentaba robarle un beso, se llevaba un tortazo, no una nariz rota. Te he
defendido, voy a dejar pasar que UNA VEZ MÁS estabas haciendo pellas y lo único
que te pido a cambio es que reconozcas que utilizaste una fuerza excesiva al
defenderte de un chico que es DOS AÑOS menor que tú.
No sé si fue porque por una vez dejó los formalismos o
si es que su discurso me había impactado, pero finalmente me quedé sin
palabras. Sí que era cierto que Benjamin era más pequeño que yo, pero eso no le
justificaba. Con catorce años ya deberías saber que no debes tocar a una chica
sin su permiso… aunque con el rodillazo habría bastado para separarle y el
puñetazo fue solo para desahogarme.
-
El mundo no está en su contra, tal como parece pensar,
señorita Pickman. Hay mucha gente
dispuesta a ayudarla, así que debería dejarse ayudar, de vez en cuando – me
recomendó. – Ahí fuera hay un padre que busca explicaciones. Solo le pido que
se las dé. Si se quiere disculpar o no, ya es cosa suya, pero déjeme decirle
que tiene tendencia a las reacciones excesivas. Es una mujer fuerte, e igual
que les exijo a sus compañeros varones que no se comporten como animales en un
establo, a usted debo pedirle lo mismo.
Resoplé por la nariz, pero mi sentido
de la justicia entendía que en realidad me estaba beneficiando de ser mujer. El
intento de beso calificaba como agresión sexual y por eso no me la iba a cargar
pese a mi “reacción excesiva”. Sin embargo, si un compañero molestaba a otro,
digamos, tirando su estuche a la basura -cosa que los chicos de mi clase hacían
con frecuencia porque su mononeurona era incapaz de encontrar otros métodos de
diversión-, el agraviado no podía romperle la nariz o él también se metería en
problemas, puede que incluso más que el artífice de la bromita.
Había escuchado suficientes veces las
teorías pacifistas de Sam como para tener interiorizado que “la violencia no es
nunca la solución”. Pero lo bien que me había sentido al ver la expresión de
confusión de Benjamin, justo antes de que se le saltaran las lágrimas, no me lo
quitaba nadie.
Tan ensimismada estaba recreándome en
el momento que no me percaté de que el director había descolgado el teléfono de
su despacho:
-
Su tío acaba de llegar – me informó.
Esas cinco palabras me hicieron
envararme. ¿Aaron estaba allí?
“Mierda, mierda, mierda”.
-
¿Dónde está mi sobrina? – escuché su voz, mientras se abría
paso desde la secretaría.
Si hay algo que Aaron sabía era cómo hacer una
entrada. Abrió la puerta con brusquedad, entrando con paso firme y aspecto
imponente. Ya no me daba tiempo a esconderme, era demasiado tarde. Yo era una
gacela en medio de la sabana y el león estaba demasiado cerca.
Al director apenas le había dado tiempo a colgar el
teléfono a los de secretaría. Extendió la mano para saludar a mi tío, pero él
no le dejó, porque caminó hacia mí y me apretó en un abrazo.
“Vale, esto no es lo que había
esperado”
-
¿Estás bien? – susurró.
-
Sí.
-
¿Te hizo algo?
-
No…
Le
escuché respirar hondo y pensé que lo que le había pasado a Scarlett aún era
una herida abierta en mi familia. Probablemente siempre lo sería.
-
¿En qué rayos estabas pensando? Me dijeron que te estabas
saltando una clase.
“Ah, eso ya es más normal. Aunque
todavía no está gritando”.
-
No te han llamado por eso – mascullé.
-
¡Sé perfectamente por qué me han llamado! – gruñó. - ¡Ojalá
con esto aprendas de una vez a estar donde debes estar!
Fue un reflejo. Mi mano se movió sola
al escuchar semejante ultraje y le abofeteó.
“Al menos esta vez no fue un
puñetazo” fue
lo primero que pensé. A los tres ocupantes de aquella habitación nos costó
asimilar lo que acababa de pasar. Había pegado a mi tío. Realmente,
físicamente, le había golpeado, y no solo en mi imaginación como tantas otras
veces. La insinuación de que me merecía que me acosaran y de que esa
experiencia tendría que servirme para aprender a no hacer más pellas me
enfureció más allá de la razón. Sin duda, solo la locura podría llevarme a
hacer algo así. Estaba muerta. Podía darme por muerta.
Me entró el pánico y salí corriendo.
Aparté Aaron, atravesé la puerta y no dejé de correr cuando llegué al pasillo.
No me detuve cuando alcancé la puerta principal del colegio. Por algún golpe de
suerte -o quizá porque se acercaba el fin de las clases- estaba abierta y me
limité a salir, sin dejar de correr. Corrí hasta que me quedé sin aliento, que
fue a la altura de un parque y me dejé caer en un banco, llorando
histéricamente. Sé que tenía que ofrecer un espectáculo lamentable, con la cara
tapada, mis hombros temblando y sollozos audibles escapando desde mi pecho.
-
¿Leah? – escuché de pronto.
Esa voz… No podía ser… ¿Cuáles eran las
probabilidades? Sam, con su rollo new age, hablaría del destino y los
astros moviéndose en posición ascendente o algo así. Vale, quizás estaba
exagerando, porque él no creía en la astrología. Pero sí en el destino y Blaine
también y si les contaba que acababa de encontrarme con Aidan Whitemore no
dejarían de repetirme que aquello era alguna especie de señal.
-
¿Eres tú? – insistió, pues me seguía tapando la cara y no
debía de estar seguro.
Unas manos se apoyaron en mis brazos, como si
quisieran descubrirme el rostro, pero eran demasiado pequeñas para ser las de
Aidan. Confundida, miré entre mis dedos y, entre la neblina de las lágrimas,
alcancé a ver un bulto rubio.
-
No llores – me dijo el niño, Kurt. Mi madre babeaba por él.
No le respondí. En ese momento no podía hacerlo, no
era capaz de emitir ningún sonido coherente. Alguien se sentó a mi lado, y un
brazo enorme, con una mano mucho más grande, me rodeó.
-
Shhh. ¿Qué pasó?
Mi cuerpo se adueñó de mis movimientos y escondí la
cabeza en el hombro protector que me ofrecía. Era un buen lugar para quedarse y
dejar el tiempo pasar, esperando que se llevara consigo la vergüenza y la
impotencia que me embargaban.
Me quedé así por un rato, hasta que algo blando se
posó en mi regazo. Traté de ignorarlo, pero la cosa blanda empujaba
insistentemente. Al final, giré un poco la cabeza y abrí los ojos, para ver un
peluche con forma de madre canguro. El niño lo sostenía, mirándome con cara de
pena. La mirada compasiva de sus ojos azules fue más de lo que pude soportar.
Cogí el peluche y lo tiré al suelo, levantando algo de polvo cuando impactó
contra la arena.
-
¡Cangu! – gritó el niño, con desesperación, como si acabara
de morirse alguien. - ¡Mala, mala! – me acusó, y me pegó con su mano abierta en
los brazos, que era donde mejor llegaba. Dolió más de lo que esperaba. Quién
diría que un mocoso de seis años pudiera tener tanta fuerza.
-
No tenías por qué tirarlo – masculló Aidan, estirándose para
agarrar el peluche. Lo limpió de tierra, pero lo mantuvo lejos del alcance de
su hijo. – Kurt, no se dan manotazos.
-
¡Ella es mala, papi! ¡Yo solo quería que dejara de llorar!
No podía sentirme culpable por haber disgustado al crío.
Simplemente no podía sentir nada más en aquellos instantes, me iba a desbordar.
Sus traumitas infantiles tendrían que ponerse a la cola.
-
Lo sé, mi amor, lo estabas haciendo muy bien. Leah solo está
enfadada. No es mala: está triste y no conoce a Cangu. No es su amiguito, así
que no le hace sentir bien como a ti – explicó Aidan. Le habló con tanta
dulzura… Y aún así seguía manteniendo el peluche separado, por lo que intuía
que aquello era, de alguna forma, un regaño. Tenía que ser el regaño más suave
de la historia. – Ella no debió tirarlo, pero tú no la puedes pegar. Eso estuvo
muy mal.
-
Snif… perdón.
Aidan acarició la mejilla del niño y
le devolvió el peluche.
-
No es conmigo con quien tienes que disculparte, campeón.
Kurt se subió a las piernas de su padre y se hizo
bolita ahí.
-
No quiero, ella es mala – puchereó.
No sé por qué me dolía que ese crío pensase eso de mí.
Aidan frotó su espalda con cariño y agachó la cabeza
para besar su frente.
-
Ella también se va a disculpar, ¿verdad? – me dijo.
“WTF? En tus sueños, gigantón” pensé, pero los ojos del
niño se clavaron en mí, esperanzados y anhelantes. ¿Cómo podía existir un azul
tan limpio? Mis propios ojos eran claros, tirando a verdosos, pero dudaba que
tuvieran el mismo efecto taladrador.
-
No me gustan los peluches – refunfuñé, como simple excusa.
Tendría que contentarse con eso, porque no iba a conseguir nada mejor.
-
¿Por qué no? – preguntó Kurt.
-
Son estúpidos – repliqué.
-
¡Cangu no es estúpido!
Aidan se inclinó para susurrarme algo al oído.
-
Estuve en tu cuarto – me recordó. – Vi los peluches. Y no
intentes sugerir que eran todos de tu hermana, porque sé que no es así. Vamos,
puedes hacerlo mejor.
Me ardieron las mejillas. No era justo que sacara a
relucir algo que solo tuvo ocasión de observar por un momento de debilidad
involuntaria.
“Sí, ¿cómo se atreve a insinuar que
tienes corazón?” preguntó una voz en mi cabeza con sarcasmo, una voz que sonaba demasiado
como Blaine. A veces sentía que mi mellizo y yo habíamos heredado una conexión
especial desde que compartimos el útero de nuestra madre.
-
Siento haber tirado tu estúpido canguro, ¿¡vale!? – gruñí.
-
¡Que Cangu no es estúpido! – insistió el niño.
Rodé los ojos.
-
Vale, tú maravilloso canguro. ¿Así mejor?
-
Sí – aceptó el crío, por fin satisfecho. – Yo siento haberte
pegado. ¿Me perdonas?
Asentí y lamenté que la pequeña discusión me hubiera
separado del hombro de Aidan, donde me apetecía esconderme de nuevo. Él debió
de adivinarlo, porque volvió a atraerme hacia su cuerpo y aquella vez, además,
añadió una caricia en el pelo. Las mejillas ya no me ardían, abrasaban con una
combustión imparable que amenazaba con reducirme a cenizas.
-
¿Por qué llorabas, pequeña? – susurró.
Me encogí, intentando hacerme invisible.
-
Kurt, ¿quieres ir a los columpios otro ratito? – le escuché
sugerir. - Solo unos minutos. Y quédate donde yo te pueda ver y tú me veas a
mí.
-
Eno – aceptó el niño. – Quédate aquí, Cangu. Y hazle caso a
papá – instruyó, dejando el peluche al lado de Aidan. Después correteó hacia
los columpios.
-
Un día de estos me lo voy a comer – me informó, con cada
vibración de sus cuerdas vocales impregnada de toneladas de amor hacia ese
mocoso. Después se irguió un poco y me obligó a mirarle, aunque no se separó
del todo. – Tu colegio no queda muy lejos de aquí. ¿Te has escapado? – me
preguntó.
-
Supongo que sí – respondí, tras pensarlo un rato. Me había
ido antes de que sonara el último timbre y no exactamente con el permiso de mi
tío.
-
¿Sucedió algo? – insistió, por tercera vez. ¿Cuántas formas
tenía para preguntar lo mismo? Deduje que, si no le respondía, acabaría por
averiguarlo.
-
Un chico intentó besarme y yo le partí la cara. Literalmente.
En concreto, le rompí la nariz.
-
Vaya. Eres toda una guerra, ¿no? – me dijo, entre asombrado y
¿sonriente? – Deduzco entonces que no querías un beso de ese individuo en
concreto.
-
No. Me acorraló en el baño.
El brazo de Aidan, que no había dejado de rodearme, me
apretó en ademan protector. Nunca había sentido nada así, como si estuviera a
salvo en aquel rincón, como si nada ni nadie pudiera alcanzarme y lastimarme
mientras estuviera allí.
-
Pero no escapé por eso – continué, animada por esa…
contención… que estaba experimentando. – El director me llamó para echarme una
bronca, o al menos creo que para echarme una bronca y vino mi tío. Y dijo algo
que… insinuó…
Apreté los dientes.
-
¿Qué insinuó? – me animó Aidan.
Le repetí las palabras de Aaron y cómo yo las había
interpretado, y el bofetón que le había metido. Después entré más en detalle
sobre cómo había sido todo, e incluso le conté lo de la apuesta y lo que el
director me había dicho en su despacho. Me escuchó sin interrumpirme y aún
cuando acabé no dijo nada durante unos segundos.
-
Tu tío escogió fatal sus palabras, pero creo que no quería
dar a entender que te merecías lo que ha pasado. Simplemente quería recordarte,
al igual que el director, que si no estás en clase cuando se supone que debes
estarlo, nadie puede protegerte de la maldad del mundo. Es complicado, porque
no deberías necesitar esa clase de protección. Hacer pellas puede llevarte por
un camino de irresponsabilidad y fracaso escolar, pero jamás debería poner tu
integridad física en peligro, porque el mundo debería ser un lugar seguro.
Lamentablemente, no lo es, y las cosas malas suceden, y los hombres brutos
existen – me dijo, moviendo su mano hacia arriba y hacia abajo sobre mi brazo,
en caricias reconfortantes. – Creo que tu tío habló con desesperación, con el
deseo de que esta experiencia baste para hacer que no te expongas a más
situaciones de este tipo. El problema es que, por lo que me has contado, eso te
podía haber pasado en cualquier otro momento, porque hay una estúpida apuesta
circulando. ¿Aaron sabe eso?
Negué con la cabeza. Nadie lo sabía. De momento, los
chicos habían tenido cuidado de que Blaine no se enterara, pues suponían que a
mi hermano no le gustaría que hicieran apuestas sobre liarse conmigo.
-
Deberías decírselo – me sugirió. – Seguramente le ayudaría a
entender mejor lo que ha pasado. Él no debió hablarte así. Tuvo muy poco tanto,
pero ya no me sorprende – bufó. Blaine tenía razón: Aidan no era el mayor fan
de nuestro tío. – Aun así, no debiste pegarle… Y tampoco romperle la nariz a
ese chico. El fuego no se combate con lava, Leah. Tu defensa cuando alguien te
hiere es hacerle más daño… Y eso puede ser peligroso. Darle un bofetón a ese
chico y enfadarte con tu tío, hubieran sido reacciones comprensibles, reflejos
de autodefensa razonables. Romperle la nariz, pegarle un tortazo, y tirar el
peluche de mi hijo cuando solo buscaba consolarte son las reacciones de una
niña que está demasiado enfadada con el mundo. Y, aunque entienda las emociones
detrás de esas acciones, e incluso aunque pueda llegar a justificarlas, pues si
alguien intenta propasarse contigo tienes todo el derecho a defenderte, en
algún punto tienes que poner un alto. Si no, un día te encontrarás tirándole de
los pelos a alguien porque te adelante en la cola del supermercado.
Su tono calmado resultaba casi hipnótico y me permitió
escuchar su mensaje por completo y entender en plenitud lo que quería decirme.
No estaba defendiendo a Benjamin, pero, bajo su mirada imparcial, yo tampoco
había actuado bien.
No dije nada y me concentré en el sentido del tacto y
en el del olfato. Su colonia no enmascaraba del todo otra clase olores, como el
de un champú, fuerte y aromático. También olía a hospital. Era un olor que
reconocería en cualquier parte, lo llevaba impregnado en las células, desde que
Max pasó tanto tiempo ingresado en uno. ¿Por qué había estado Aidan en un
hospital? Miré de reojo al niño. ¿No le había escuchado a mamá hablar de una
operación? Se suponía que no había escuchado esa conversación, así que no podía
hacer preguntas al respecto.
-
Así que… no quieres volver con tu tío ahora mismo, ¿no? –
dejó caer, con actitud casual. Moví la cabeza a uno y a otro lado, en evidente
señal de negación. – Escríbele por lo menos un mensaje, para que sepa que estás
bien. Dile que estás conmigo, y que te voy a acercar a casa.
-
¿No puedes llevarme con mi madre? – susurré.
-
¿Al periódico? Sí, claro. Podemos ir allí. Vamos.
Se puso de pie y me ofreció la mano
para ayudarme a levantarme. La acepté, no porque necesitara la ayuda, sino
porque quería sentir su piel suave y su apretón firme.
-
¡Kurt, campeón, hay que irse! – exclamó, para que el niño le
oyera.
El crío saltó del columpio y correteó
hacia nosotros.
-
Vaya, qué obediente – murmuré. - West tarda bastante más en hacer caso.
-
Depende del día – me aclaró Aidan. – Todos los niños quieren
salirse con la suya, de vez en cuando. Es natural. Solo hay que saber cuándo
dejarles y cuándo no.
Kurt nos alcanzó y agarró su peluche. Después, con su
mano libre, tomó la de su padre. Caminamos hasta un coche grande, un monovolumen,
y Aidan me invitó a sentarme en el asiento delantero.
A los pies del asiento había una bolsa con varias
latas y él la apartó para que estuviera más cómoda.
-
Perdona. Es comida para el gato – me explicó.
Recordé que ellos también tenían uno. Nosotros
teníamos a Simba, una fiera con carácter que Sean se había encontrado en un
callejón. Me identificaba bastante con Simba. Yo también bufaba y arañaba
cuando me sentía amenazada. Y a veces bufaba porque sí, solo por si acaso. Mamá
y Blaine se abrían paso entre las zarpas en algunas ocasiones, pero todos los
demás solían quedarse atascados en ellas. Sin embargo, Aidan… Aidan había hecho
algo, como aquella vez que, por error, le dimos a Simba el doble de su ración
de pienso. Quedó lleno, y se tumbó boca arriba, dejando que le rascáramos la
tripa y ronroneando. La satisfacción de un estómago repleto le aletargó e hizo
que bajara la guardia por unos momentos.
¿Qué necesidad primaria había colmado el idiota del
novio de mi madre para hacerme reaccionar así? ¿Por qué sentía la necesidad de
que volviera a poner su brazo alrededor de mi cintura?
No podía permitírmelo, tenía que mantener mis sentidos
alerta. De lo contrario, me harían daño otra vez. Dejar que la gente a tu
alrededor se acerque solo sirve para decepcionarte y yo lo sabía bastante bien.
Lo sabía desde que la relación con mi padre empezó a romperse, cuando tenía
unos nueve años. Después fue solo decepción tras decepción.
Un recuerdo en especial me vino a la mente, uno del
que no podía huir, por más que lo intentase. Mi cerebro no me dejaba olvidarlo.
Tenía catorce años. Me estaba poniendo el pijama en mi
habitación cuando la puerta se abrió bruscamente, sin ningún tipo de aviso o
llamada previa.
-
¡Estoy desnuda! – chillé, cubriéndome el pecho como pude con
el camisón arrugado, pues con las prisas no me había dado tiempo a desdoblarlo.
Mi padre se quedó petrificado, habiendo visto
demasiado. La ropa holgada que solía llevar no dejaba ver hasta qué punto mis
senos ya no eran los de una niña. Me había desarrollado bastante pronto, a
pesar de que todavía no tenía la menstruación.
Mi padre salió y cerró la puerta sin decir nada. Me
puse el camisón rápidamente, y salí tras él, furiosa:
-
Podrías tocar por lo menos, ¿no? – gruñí, golpeando la madera
a modo de demostración.
-
Esta es mi casa, puedo entrar donde quiera – replicó.
Siempre solucionaba todo así. ¿Tanto le costaba pedir
perdón? Odiaba ese tipo de frases y a él parecían encantarle. ¿No era mi casa
también?
-
¡Pero no vives solo, a ver si te enteras! – le increpé.
No lo vi venir, solo sentí un golpe seco y un calor
ardiente en mi mejilla. Los ojos se me llenaron de lágrimas involuntarias,
nacidas de la rabia, la sorpresa y, conforme pasaban los segundos, del dolor.
-
A mí no me hables así – bramó. Sus ojos destilaban tanto…
odio. No había otra forma de definirlo. Los padres se enfadaban ante las
cagadas de sus hijos, era ley de vida, mamá se enfadaba a veces también, pero
jamás me había mirado así.
-
¡Eres un capullo! – sollocé, desde lo más profundo de mi
alma.
Esas sí las vi venir. Me agarró del brazo y me cruzó
la cara, primero de derecha a izquierda y después de izquierda a derecha. Con
el segundo golpe me tiró sobre la cama y yo lloré sobre mis sábanas mientras mi
lengua captaba cierto sabor a hierro. Sangre. Me había hecho sangre en el
labio.
No pude autocompadecerme por mucho tiempo, porque
sentí que me presionaban contra la cama. Empezaron a caer ráfagas de palmadas
sobre mis muslos.
-
¡No, papá! ¡Suéltame, suéltame! ¡Basta, papá!
“Papá”. No quería llamarle así, hacía
mucho que esa palabra había quedado vacía, pero no tenía otra manera. Sabía que
no sería sensato decirle “Connor” y aún tenía cierto instinto de supervivencia,
aunque eso también lo perdería con el tiempo.
-
¡Soy tu padre y me respetas! – me gritó.
“Gánate el respeto” quise gritarle. “Respétame
tú a mí”. Pero en lugar de eso me limité a llorar y a intentar esquivar su
mano, que caía una y otra vez, sin piedad. El camisón se me había subido, o
quizá lo había subido él, no fui capaz de saberlo, y mi piel desnuda recibía la
mayoría de los impactos. Mis muslos ardían, estaban en llamas, y yo no
conseguía escaparme por más que me retorcía. Entonces, de pronto, los golpes
cesaron y pensé que ya se había acabado, pero antes de asimilarlo y lograr
ponerme en pie, noté algo mucho peor: la mordida de una serpiente, el picotazo
de algo agresivo y atemorizante. Solo entonces mis oídos escucharon un sonido
que en realidad se había producido segundos antes, cuando estaba demasiado
ocupada intentando ser libre. Un sonido metálico, indicador de que mi padre se
había quitado el cinturón.
Chillé con cada uno de los cintarazos como un cerdo
cuando está a punto de ser degollado. Yo era un objetivo en movimiento, así que
el cuero golpeaba indiscriminadamente en mis muslos, en mi trasero y en mi
espalda. La presión que me obligaba a permanecer tumbada era demasiado fuerte
para luchar contra ella. Ni siquiera conseguía levantar la cabeza y por eso, y
por la congestión que el llanto estaba provocando, sentí que empezaba a
asfixiarme contra la cama.
Pese al bullicio que reinaba en la habitación, de dos
cuerpos luchando y uno perdiendo irremediablemente, pude escuchar unos pasos
acelerados que se aceraban cada vez más.
-
¡Dios mío! – la
inconfundible voz de mamá se escuchó, alta y clara, desde la puerta.
Los cintazos cesaron inmediatamente después, y el
cinturón cayó al suelo. “Veinticuatro”, conté, aunque tal vez me había
saltado alguno. Y no había tardado más de dos minutos, así de rápido puedes
azotar a una persona.
Temerosa, me atreví a girarme para ver lo que estaba
pasando y me ladeé sobre la cama. Mamá me observaba con la boca entreabierta y
una expresión de horror en el rostro y mi padre me daba la espalda mientras
caminaba hacia la salida. Los ojos de mi madre se llenaron de lágrimas mientras
se llevaba la mano al vientre, un acto reflejo de cuando los trillizos todavía
estaban allí. Estaba demacrada y tenía mal aspecto. No había dormido nada en
las últimas cuarenta y ocho horas. Papá no la ayudaba en absoluto con los
recién nacidos y Blaine temía que mamá pudiera ponerse enferma, si es que no lo
estaba ya. El parto múltiple había sido muy duro para ella y aún no se había
recuperado. El solo hecho de subir las escaleras para llegar hasta mi cuarto tenía
que haber sido un esfuerzo titánico y excesivo.
Pese a su estado de debilidad, mi madre agarró con
firmeza el brazo de mi padre para impedir que se marchara, con una energía que
creo que le salía de las entrañas. Le miró con la misma rabia con la que mi
padre me había mirado a mí y le cortó el paso.
-
¡Es tu hija! ¡ES TU HIJA! – le gritó.
Como si se tratase de una mosca molesta, un insecto
insignificante posándose en su cuerpo sin permiso, mi padre le apartó y la
empujó contra la pared. Mamá se cayó al suelo y se encogió, asustada, pero
después de eso nos quedamos solas en la habitación. Se levantó con torpeza y
caminó hasta mí, llorando tan fuerte que sus sollozos lograban silenciar los
míos.
N.A.: Capítulo largo 😊
Este también se ha escrito solo, a
ratos. Pero ha sido difícil de redactar, en algunas partes.
Me he estado informando, y en Estados
Unidos el tema del carnet de conducir es mucho más fácil que en mi país. No hay
examen teórico, solo uno práctico que es baratísimo y que puedes realizar con
el coche que te haya proporcionado la familia. Qué morro
Capítulo fuerte, de todas maneras, como siempre, ha sido un gusto leerte.
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