jueves, 1 de agosto de 2019

CAPÍTULO 23: NO OCUPARÁ MI LUGAR




CAPÍTULO 23: NO OCUPARÁ MI LUGAR

El sistema del cabeza de turco o chivo expiatorio se basa en la idea de que el hijo de un rey no puede ser golpeado por nadie que no sea el rey mismo. Diversas monarquías a lo largo de la historia lo han utilizado, ante la creencia de que los reyes eran una especie de divinidad, cuyo cuerpo no podía ser profanado por quienes eran de menor rango. Como los reyes rara vez intervenían en la educación de sus hijos y los tutores de los futuros monarcas no podían golpearles, tuvieron que pensar una forma de castigarlos, aunque fuera indirectamente. A cada hijo de Rey se le asignaba un niño de los azotes, que tenía una función muy clara: recibir los castigos que no podían impartirse al príncipe. Ante el comportamiento díscolo del príncipe, quien cargaba la culpa y el correspondiente castigo era el joven paje cuyo único infortunio fue haber nacido en el lugar equivocado. El príncipe debía presenciar el castigo, tal vez con la esperanza de que se arrepintiera al ver que sus acciones causaban dolor a otro ser humano. Muchos cabezas de turco recibían unas monedas después de cada castigo, pero su principal recompensa era poder vivir en la corte, donde era cuidado y bien alimentado.

En Camelot, el rey no era ningún dios vivo, pero tampoco estaba bien visto que sus hijos fueran golpeados, ni siquiera por el propio rey. No era la costumbre. El joven príncipe debía crecer siendo consciente de que no era una persona normal y todo en su educación iba encaminado a ese objetivo. Imperaba la idea de que, por tener sangre real, era mejor que el resto. Arturo, sin embargo, aunque siempre había sido arrogante, no consideraba que su vida tuviera más valor que la de sus súbditos. En realidad, no. Por eso, por más que hubiera insultado a Merlín cuando era su sirviente, se jugó la vida para salvar la suya en alguna ocasión. Por eso para él el sistema del cabeza de turco no había sido una opción, hasta que le hicieron ver que si castigaba a Mordred y a Merlín como lo venía haciendo, correrían los rumores de que no eran verdaderos príncipes. No sería el primer rey de Camelot que castigaba a sus hijos con unos azotes, pese a todo, pero como Mordred y Merlín no habían nacido directamente de él, su posición iba a estar siempre en entredicho y no debía saltarse ninguna tradición que pudiera alimentar a las voces discordantes.

Así pues, Ogo regresó al castillo con el niño que había encontrado. Mandó que lo lavaran y lo vistieran con ropas decentes antes de conocer al rey y, para cuando terminaron con él, su aspecto era mucho más presentable que al principio. El rey le recibió en la Sala del Trono.

El pequeño huérfano avanzó con miedo y se detuvo a treinta metros del monarca. Hincó una rodilla en el suelo y peleó con el extraño traje que le habían puesto para poder moverse.

- Acércate más – ordenó Arturo.

El niño se levantó con piernas temblorosas e hizo lo que le pedía.

- ¿Cómo te llamas? - inquirió el rey.

- Arian, Majestad.

- Arian. ¿Ogo te ha explicado por qué te ha traído aquí?

- Sí, Majestad.

- Vivirás en el castillo. Tendrás tus propios aposentos y Ogo se encargará de que tengas cuanto necesites, pero no quiero que hables con los príncipes salvo cuando sea estrictamente necesario.

- Como ordenéis, Majestad.

Arturo despidió al muchacho y Ogo le acompañó a sus habitaciones. Era inusual que se prohibiera todo contacto entre los príncipes y el cabeza de turco, pero Ogo supuso que, como el muchacho no tenía un origen noble, el rey no quería que entablaran amistad. Iría contra todo el propósito de hacer que los súbditos del reino y los monarcas de los reinos vecinos respetaran a Merlín y a Mordred como príncipes de Camelot.

Quizás resulte irónico que esta disposición de separarlos fuera la misma causa de que los servicios de Arian fueran necesarios. Mordred y Merlín se habían enterado de la llegada del niño, pero no les habían permitido verlo. Tampoco les habían informado de por qué estaba allí. Mordred tenía la teoría de que Arturo había acogido a otro huérfano, tal vez para deshacerse de alguno de ellos y, si tenía que aspostar, estaba seguro de que sería él. Merlín no compartía sus celos, pero sí su curiosidad por averiguar quién era el nuevo niño, así que varias veces intentaron colarse en los aposentos del recién llegado, pero los guardias no se lo permitían.

- Te digo que va a ser el nuevo príncipe – insistió Mordred. - Por eso padre dijo que no podía ser nuestro amigo. Despídete de la corona, Merlín.

- La corona me da igual  - replicó el aludido. - No quiero volver a ser huérfano.

Preocupados por tanto secretismo, Mordred y Merlín hicieron un nuevo intento de introucirse en los aposentos, pero esta vez utilizaron su magia para adormecer a los guardias. Sin nadie que se lo impidiera, abrieron las puertas y entraron, para descubrir a un muchacho algo mayor que ellos que observaba la cama como si no hubiera visto una en su vida. Tal vez nunca había visto una tan trande y cómoda, a Merlín y a Mordred les había pasado lo mismo la primera vez.

- ¿Sois... sois los príncipes? - balbuceó y acto seguido hizo una reverencia. - Altezas.

- ¿Tú quién eres? - exigió saber Mordred.

- Me llamo Arian – dijo el chico, pero no pudo añadir nada más porque Ogo, que justo venía a hablar con él, se había alarmado al ver a los guardias fuera de combate.

- ¡Merlín! ¡Mordred! Altezas, ¿qué hacéis aquí? Os hemos dicho que no podéis entrar. Vamos, salid.

El hombre les echó sin muchos miramientos, pero en el pasillo se encontraron con su padre. Arturo estaba listo para cortar cabezas, hasta que reparó en que sus guardias no se habían dormido por falta de compromiso, sino por efecto de la magia. Su furia se dirigió entonces hacia otros objetivos, concretamente dos pequeños objetivos de siete años.

- Pa... padre... - empezó Merlín.

- Silencio. ¿Hace falta que os explique por qué no podéis usar vuestra magia para dormir a los guardias para entrar en una habitación en la que os prohibí entrar? - inquirió el rey, alzando cada vez más la voz, hasta prácticamente gritar al final de la frase.

- No, sire – respondieron los dos niños a la vez. Se prepararon para escuchar cómo su padre ordenaba a Odo que les acompañara a sus habitaciones, pero tal orden nunca llegó.

En su lugar, Arturo les hizo pasar a los aposentos de Arian y cerró la puerta tras ellos.

- Ogo, seis azotes – instruyó el rey.

El hombre asintió y caminó lentamente hacia una cajonera, de la que extraño un objeto fino y largo. Merlín reconoció la vara enseguida.

- ¡No, padre! ¡No les hicimos daño, lo prometo! - exclamó, algo asustado, porque recordaba perfectamente cómo se sentía aquel instrumento.

Arturo le ignoró y le hizo una señal a Ogo, que caminó hacia Arian para indicarle lo que debía hacer, pero el niño había entendido y se inclinó sobre una mesa que había en aquella amplia habitación, más grande que cualquier casa en la que hubiera estado. Al verle así prostrado, Arturo se preguntó si Ogo le había informado bien de su edad. Parecía demasiado pequeño para tener diez años.

- Que sean cinco – indicó.

Ogo se acercó al muchacho y solo entonces Merlín y Mordred entendieron la escena.

- ¡No! ¡No, padre, él no hizo nada!

- Sire, ¿por qué le castigas a él?

- Arian es vuestro niño de los azotes, Mordred. Significa que cada vez que vuestro comportamiento no sea el esperado, él recibirá un castigo – explicó el rey. - Ya sé que no hizo nada, Merlín, vosotros lo hicísteis, al volver a utilizar vuestra magia indebidamente.

Los dos niños no dieron crédito a lo que escuchaban. 

- ¡No, padre!

Por segunda vez, Merlín fue ignorado y Ogo puso una mano sobre la espalda de Arian, para que el muchacho no se levantara. Alzó la vara y la dejó caer sobre sus nuevos pantalones.

ZAS

El chico no gritó. O era muy fuerte o muy orgulloso. Sí hubo otro grito, sin embargo. Merlín, con los ojos anaranjados como siempre que utilizaba su magia, lloraba por lo que para él era una injusticia imperdonable.

- ¡NO! - chilló.

La vara se desintegró entre los dedos de Ogo y la cajonera de dónde la había sacado, en la que había más, estalló en llamas que sin embargo no se propagaron a ningún otro mueble.

Durante un instante, nadie movió un músculo, impactados por lo que acababa de suceder. Después, Arian se levantó, con mucha curiosidad. Había oído decir que los hijos del rey tenían magia, pero nunca había presenciado ningún acto de brujería. Arturo, por su parte, se había quedado petrificado, pero finalmente reaccionó.

- ¡Merlín! ¿Cómo te atreves a desafiarme?

El niño no dijo nada y en vez de eso salió corriendo. A su pado, diversos objetos se movían o se caían para impedir que nadie fuera tras él.

- ¡Que alguien agarre al príncipe! - gritó, tan alto, que hasta el último guardia de su castillo tuvo que oírle.

También le escuchó un joven druida, que descansaba en su alcoba, mientras leía un libro.

- No sé que otro resultado esperaba – suspiró.- Los hombres como él tienen mucho músculo y poco cerebro.



N.A.: Lo de los cabezas de turco es 100% real, no fake. Lo usaron sobre todo los ingleses. Carlos I de Inglaterra llegó a hacer conde a su chivo expiatorio (William Murray, Conde de Dysart), porque a menudo los príncipes se encariñaban con ellos, dado que eran el único niño con el que podían jugar en la corte.



1 comentario:

  1. Es increíble la historia. Quisiera saber cuando actualizarán. Me dejan inconclusos

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