CAPÍTULO 25: El espacio
Esa mañana desperté antes que Koran. La habitación
estaba prácticamente a oscuras, pero había un ligero resplandor que permitía
que se distinguieran algunas formas. Quizá venía de fuera, y entraba por alguna
rendija de la puerta.
Nunca había tenido miedo a la oscuridad, al menos no
desde los diez años, pero no pude evitar que me embargara una sensación de
inquietud. Me preocupaba que todo lo que no pudiera ver con mis propios ojos
desapareciera en cualquier momento. El cuarto, la nave, Koran…
-
Sistema – susurré.
-
Buenos días, Rocco – respondió la voz omnipresente, en un
volumen bajo, como si supiera que Koran seguía durmiendo.
-
Buenos días. ¿Puedes encender las luces, por favor? Pero no
todas… Solo que no esté tan oscuro.
No quería que Koran se despertara por culpa de mis
estupideces. La habitación se iluminó con una luz tenue, como la de una mesita
de noche. Perfecto. Suspiré, relajado, y me estiré sobre la cama.
Koran dormía a mi derecha, de lado y envuelto en las
sábanas, a pesar de que no hacía frío. Me permití observar su rostro,
estudiando aquellas facciones que se me empezaban a hacer familiares. No nos
parecíamos mucho. Es decir, había alguna similitud, como el hecho de que los
dos teníamos rasgos suaves y delicados para ser hombres. Quizá por eso él se
empeñaba en dejarse algo de barba. Además, se nos desordenaba el pelo de la
misma forma, haciendo que peinarse fuera inútil. Pero no éramos un calco.
Cuando de pequeño intentaba imaginar cómo sería mi padre, siempre le hacía más
parecido a mí.
Después de un rato, me levanté para ir al baño. No
tardé más de dos minutos, pero cuando regresé Koran ya estaba despierto y
espabilado.
-
No vuelvas a hacer eso –dijo, visiblemente alterado.
-
¿Mear? – me extrañé.
-
No. Desaparecer así.
-
Vale, la próxima vez colgaré un anuncio – repliqué, con
sarcasmo.
-
Perdona. Me levanté y no te vi y pensé que podía haberte
pasado algo – me explicó, más tranquilo. – Estaba a punto de preguntarle al
sistema.
Mis labios se estiraron involuntariamente ante su
exceso de sobreprotección. Estaba seguro de que en algún momento me hartaría,
pero decidí disfrutar del hecho de que se preocupara tanto por mí. Además, no
era del todo una reacción infundada. Al fin y al cabo, hacía solo un par de
días que habían intentado matarme.
-
Tendrías que ponerle un nombre – sugerí. – Es raro llamarle
“sistema” o “la voz”. Iron Man estaría decepcionado.
-
¿Quién es Iron Man? – me preguntó.
-
¿No has visto Los vengadores? Deshonra sobre ti, deshonra
sobre tu familia, deshonra sobre tu vaca – respondí, citando al lagarto con
ínfulas de dragón de la película de Mulán.
Koran me miró sin comprender durante
varios segundos. Después, alcanzó su brazalete, que estaba en la mesilla y
tecleó algo. Se proyectó una imagen de Iron Man.
-
Ya veo, es una especie de personaje de ficción. ¿Y yo te
recuerdo a él?
-
A decir verdad, serías más como el Capitán América –
reflexioné, tomándome mi tiempo para pensarlo como si fuera un asunto
importante. – Eh, espera un momento. Pensé que habías dicho que no podía
conectarme con la Tierra con el brazalete.
-
Y no se puede. Pero tenemos directorios de información
terrícola.
-
¿Y pelis? ¿Podéis ver películas de la Tierra? – me interesé.
-
Algunas.
“Vale, este planeta acaba de
ganar todos los puntos que perdió con lo de comer solo verdura como si fuera un
conejo”.
-
Tengo una lista kilométrica de todas las que tienes que ver -
le avisé.
Koran se rio.
-
¿Qué te parece si desayunamos primero? – propuso. – Esta
noche podemos mirar la película que tú quieras.
-
Está bien.
-
¿Sigue en pie lo de salir afuera? ¿O no quieres?
-
¿Al espacio? – pregunté, inseguro. Sí que quería, pero
también me asustaba un poco.
-
Es totalmente seguro, si no ni lo habría mencionado – me
prometió. Y supe que eso era cierto. Si algo tenía claro era que Koran tenía mi
seguridad como prioridad.
-
¿Usaremos un traje espacial? – pregunté, dejándome
entusiasmar por la idea.
-
Sí. Te enseñaré a ponértelo.
Ansioso, fui a cambiarme de ropa y
cuando regresé ya estaba el desayuno en la misma bandeja autónoma de siempre.
Empezaba a acostumbrarme a aquel lugar, aunque también me preguntaba si Koran
tenía una rutina diferente antes de llegar yo. Imaginé que un príncipe tendría…
cosas de príncipe… que hacer.
Había más comida en mi plato que los otros días e
inmediatamente miré mal tanto a mi plato como al causante de que estuviera tan
lleno.
-
La doctora dijo que estabas delgado – fue su única explicación.
-
Es mi constitución – protesté.
-
Tienes que comer – insistió, en ese tono que no admitía
réplica.
Gruñí y me bebí el zumo, porque tenía sed y eso
entraba solo. Después miré el bol con fruta y el plato lleno de tostadas con lo
que parecían diversos tipos de mermelada.
“Mira el lado positivo, al menos es
azúcar”
-
¿Soy bollivegetarianos también? – tuve que preguntar. - ¿No
conocéis las galletas, ni los croissants?
-
Tenemos dulces, Rocco, pero los reservamos para ocasiones
especiales.
-
¿Así cómo quieres que
engorde? Una palmera de chocolate. Unas
patatas fritas. ¿Acaso tiene sentido vivir así? – me quejé.
Koran soltó una carcajada.
-
Que melodramático eres. Si te lo comes todo, esta noche con
la película habrá una sorpresa.
-
¿Me chantajeas como a un niño de cinco años?
-
Si te vieras desde fuera, no notarías mucha diferencia, hijo
– me señaló. – No es una crítica. Me encanta que seas así.
Resoplé indignado, y comí muy
despacio, hasta acabarme todo. Tenía curiosidad por ver cuál era esa sorpresa,
pero no quería hacer notar que estaba interesado.
Después del desayuno, Koran me guio
hacia un área en el extremo opuesto de la nave. Por el camino, me fue dando
algunas instrucciones.
-
Nunca puedes salir al espacio tú solo – me advirtió. – No
podrás abrir la compuerta, pero aún así, ni lo intentes. Llevarás una cuerda
que te atará a la nave y no te permitirá alejarte más de cincuenta metros.
-
¿Qué pasa si se rompe?
-
No se romperá – me garantizó.
Cuando llegamos allí, pude ver por
que sonaba tan seguro: la “cuerda” era un cable grueso de cinco centímetros de
grosor que iba unida al traje.
No éramos los únicos que estábamos
allí. Había una pareja joven, otro padre con su hijo y una mujer que iba sola.
Todos ellos se estaban colocando los trajes espaciales y Koran me ayudó a
ponerme uno. Pesaba mucho y daba mucho calor.
-
Ahí fuera hace más bien frío – me señaló. – Y cuando salgamos
de la nave notarás la falta de gravedad.
Mientras Koran abrochaba los muchos
cierres de seguridad que parecía tener esa cosa, no dejaba de darle vueltas a
lo que estaba haciendo. Iba a cumplir el sueño de todos los niños que alguna
vez hubieran soñado con ser astronautas, solo que ahorrándome los largos años
de universidad y entrenamientos en la NASA.
Koran se puso su propio traje y entonces vino
un instructor a darnos una serie de pautas al pequeño grupo de personas que nos
habíamos congregado allí.
-
A… Alteza – balbuceó, al reconocer a Koran. – No sabíamos que
ibais a venir.
-
Solo he venido a pasar un rato con mi hijo – respondió,
pasando un brazo a mi alrededor posesivamente. Pude sentir su orgullo al decir
eso, como si hubiera algo de mágico en la expresión “mi hijo”.
-
¿Sa… saldréis en el paseo de hoy?
-
He reservado dos tickets.
El pobre instructor estaba muy
nervioso. Debía ser muy estresante descubrir que el príncipe te visitaba en tu
puesto de trabajo sin previo aviso. Me di cuenta de que Koran llamaba la
atención allá a donde fuera, y que nadie podía olvidarse de quién era. No
estaba allí como príncipe, sino como padre, pero no podía quitarse la etiqueta.
La pareja joven cuchicheó algo mientras nos miraba.
-
Por favor, continúe – le animó Koran. – Pretenda que no estoy
aquí.
“Sí, ya, como si eso fuera posible” pensé, pero el instructor
asintió y se sumergió en su discurso de normas de seguridad:
-
En ningún momento pueden quitarse ningún elemento del traje.
Todos los equipos se revisan a diario, pero si les saliera algún mensaje en la
pantalla del casco, deben informarme de inmediato. Intenten que sus cables no
se enreden. No está permitido escalar por el exterior de la nave. No se pueden
arrojar objetos al espacio.
La charla duró un buen rato y vi que
el otro chico que iba con su padre rodaba los ojos, aburrido. Quizá había
estado varias veces y se lo sabía de memoria. Por fin, el instructor caminó
hacia una puerta enrome y sólida y tecleó un código sobre un panel.
-
Al otro lado de esta puerta hay una habitación de
despresurización. Allí anclaré el extremo de cada uno de los cables. En seguida
se abrirá la compuerta exterior – nos explicó.
Pulsó una última tecla y las
puertas se abrieron. El hombre comenzó a enganchar todos los cables en unas
enormes argollas de metal y Koran colocó su mano en mi hombro mientras me
sonreía a través del casco. Sentí mariposas en el estómago. No había sido buena
idea desayunar tanto, corríamos un serio riesgo de que el zumo, la fruta y las
tostadas acabasen desparramados por el espacio. Una pota eterna que flotaría
por el universo por los siglos de los siglos.
Entonces, la última puerta se
abrió y todo el miedo me abandonó de golpe. Ante mis ojos, a lo lejos pero no
tan lejos, estaba el planeta Okran. Inmensamente grande, inmensamente azul y
verde. No había luces, o quizá no estábamos lo bastante cerca para apreciarlas.
- Es bonito, ¿verdad? – me preguntó Koran.
Asentí, incapaz de emitir
ninguna palabra. Sentí una ligera presión en la espalda, como si me estuvieran
animando a acercarme al borde. Me sentía ligero, como si la fuerza de la
gravedad se estuviera diluyendo a través de aquel espacio abierto.
-
No tengas miedo – dijo Koran, y me tomó de la mano. - Yo
estaré contigo. Es como saltar a una piscina.
Sin soltarle, di un paso
hacia la nada y noté que flotaba. Era una sensación extraña, como no tener
peso. Daba la impresión de que en cualquier instante me perdería en aquella
vasta negrura y tuve la necesidad de aferrarme al cable con la mano libre, como
si fuera el cordón umbilical que me unía a la vida.
Me invadió una gran calma, la
paz más completa y absoluta.
“Koran está usando su poder” adiviné. Cerré los ojos y
dejé que mi mente absorbiera aquella sensación, pero no fue lo único que capté.
Había entusiasmo, adrenalina, inquietud. De pronto estaba percibiendo las
emociones de todas las personas que nos rodeaban. La mujer, la pareja, el padre
y su hijo. Solté un grito de júbilo, solo que no era mi júbilo.
Fue estimulante. Abrí los
ojos, y vi el inmenso planeta desde otra perspectiva.
“Hogar” me vino a la cabeza. Era lo
que todos ellos sentían, incluso Koran. Aquella enorme esfera les resultaba
familiar y acogedora y no únicamente hermosa, como a mí.
-
¿Te gusta? – me preguntó Koran. Su voz me llegaba a través de
un altavoz, en el interior del casco.
Asentí y solté mi mano del
cable para apretar el botón que el instructor me había indicado que servía para
comunicarnos.
– Gracias por traerme aquí.
La verdad, no estaba seguro
de si me refería únicamente a aquel paseo espacial. Todavía no le había dado
las gracias por haberme llevado a vivir con él, y aquel pareció un buen
momento.
Koran me sonrió y entonces
tiró de mí para acercarme, como cuando tiras del hilo de un globo. Incluso en
el espacio exterior sus abrazos se sentían cálidos y protectores.
-
Ve a explorar un rato – me aconsejó. – Abre los brazos y las
piernas, déjate llevar. Es una sensación única.
Hice lo que me pedía, y
observé por primera vez la nave desde fuera. Era un armatoste grotesco, una
ciudad entera suspendida en medio del vacío. Intenté ver si era capaz de
identificar la venta de nuestra habitación, pero entendí que no tenía sentido,
dado que desde allí no podíamos ver el planeta, estaba al otro lado.
Miles y miles de familias
vivían allí. Me pregunté si habría alguien mirando desde algún cristal, y
saludé con la mano.
Poco a poco, aprendí como
impulsarme, hasta que noté un tirón en la cintura y supe que ya no me podía
alejar más. Mientras estaba allí, flotando en el espacio como una medusa en el
agua salada, entendí que no era un único cable el que me conectaba a la nave.
Ahora había otra cuerda, invisible pero mucho más resistente que aquel hilo de
acero, que me conectaba con Koran.
-
Espero que te guste estar aquí fuera, porque es donde vas a
terminar antes o después, pero sin traje ni oxígeno – me advirtió una voz
filosa. Asombrado, miré a mi alrededor para ver quién me había hablado. El
sonido me había llegado a través del altavoz del traje, pero había una figura
mirándome directamente, una que no era Koran.
Forzando un poco la vista,
reconocí al otro chico que había venido con su padre. Forzando otra parte de mí
sobre la que no tenía ningún control, percibí lo mucho que me detestaba. Su
rechazo fue una ola casi física que me golpeó en el pecho. Empatizar los
sentimientos negativos era mucho más intenso que los positivos, o al menos así
me pareció entonces, cuando sentí que su odio era contagioso.
Quise responderle, pero no
sabía cómo podía hacer para comunicarme con su traje. El mío estaba
sincronizado con el de Koran y con el instructor. No sabía cómo configurarlo
para poder hablar con aquel idiota.
Me impulsé para acercarme a
él, lleno de rabia, de una rabia que no era mía.
“¿Qué he podido hacerle para
que me desprecie tanto?”
-
¡No te acerques a mí, mestizo! ¡Impuro!
“¿Impuro? Vaya, esa es
nueva”.
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