martes, 31 de enero de 2017

Capítulo 6





John siempre había sido una persona madrugadora. Tampoco es que se levantara al alba si no había un motivo para ello, pero nunca se le pegaban las sábanas, especialmente en días importantes como aquél, el primero después de aceptar el cargo de sheriff. Tenía muchos planes, quería hacer un montón de cosas para demostrar que era merecedor del puesto. Sin embargo, cuando quiso levantarse de la cama, sintió que le faltaban energías y que el cuerpo, en especial el pie, le pesaba demasiado. Volvió a cerrar los ojos y durmió otro par de horas, hasta que el sonido de una risa volvió a despertarle.


No sabía qué hora era, pero intuyo que ya estaba bien entrada la mañana. Maldijo su pereza y se levantó, rezongando. Cuando puso el pie en el suelo sintió un fuerte pinchazo, pero eso no le detuvo para seguir caminando, en busca de la jofaina con agua que tenía preparada en la mesita. Se lavó un poco, buscando sobre todo despejarse. Después, solo con los pantalones con los que había dormido y sin ponerse la camiseta, salió del cuarto atraído por las risas que no dejaba de escuchar. James estaba jugando con el perro, revolcándose por el suelo del patio mientras el animal le lamía entero. A John le complació ver que le había bañado, tal como le había pedido el día anterior, y sonrió al verle tan feliz, por primera vez desde que perdiera a su familia.


James cesó el juego al percatarse de su presencia e intentó adoptar una pose más seria. A la mayoría de los adultos no le gustaba verle reír desenfrenadamente, lo tomaban como una señal de inmadurez, especialmente su padre. Un chico de su edad tenía que conducirse con mayor corrección, por eso reservaba esos momentos para cuando estaba solo, aunque antes, cuando John era solo el señor Duncan, también se había divertido mucho con él. Por eso no estaba nervioso, sabía que él no iba a reprocharle por estar “ahí jugando sin hacer nada de provecho”, pero sí le miró con curiosidad, porque le pareció que tenía muy mal aspecto. Las ojeras de John le sumaban unos diez años a su rostro, y eso que había dormido más de la cuenta.


  • ¿Has desayunado? – preguntó John, y al pasar al lado del chico le revolvió el pelo sin poder resistirse. Lo tenía muy largo y con ondas espesas, que hacían casi imposible que alguna vez estuviera bien peinado.


James negó con la cabeza, de nuevo preocupado por si acaso se suponía que debería haberlo hecho. Tal vez John esperaba que le hubiera despertado con el desayuno preparado en la mesa.


  • Me muero de hambre y no tengo ganas ni de hacer café, pero no podemos ir siempre a la posada. La señora Howkings va a pensar que sin su ayuda no te puedo alimentar. Claro que estaría pensando correctamente – bromeó John, pero se dirigió a la pequeña dependencia que hacía de cocina, para preparar una cafetera.


  • ¿No te encuentras bien? – le preguntó James, siguiéndole, mientras intentaba que Spark se quedara en el patio.


  • Creo que puedo tener algo de fiebre, pero no es nada – aseguró John, restándole importancia.


Sin embargo, según avanzaba la mañana, quedó claro que sí era algo. Las mejillas habitualmente pálidas de John adquirieron una tonalidad roja que no era sana, sus ojos se tornaron vidriosos, febriles, y su pie, su pie se llevó la peor parte. Estaba rojo e hinchado, y le latía como si le hubiera crecido allí un segundo corazón. Estaba infectado. Una de las veces que se levantó el pantalón para echar un vistazo, James lo vio y soltó un jadeo.


  • ¿Es donde te mordió Spark? – preguntó, angustiado. – Lo siento mucho…


  • No es nada – insistió John. – Debí lavármela ayer por la noche, pero era una herida pequeña y no me pareció necesario.


John continuaba restándole importancia, pero James sabía que una herida infectada no era algo que uno pudiera descuidar. Era una de las cosas que había aprendido tanto en la escuela como en la vida. Decidió que tenía que hacer algo cuando vio que John se sentaba, demasiado adolorido como para continuar de pie. Le vio cerrar los ojos, para reposar un rato, y juraría que se quedó dormido. Aprovechó entonces para salir de la casa e ir corriendo a avisar al doctor. El día anterior había atendido a una paciente allí, por lo que con un poco de suerte aún seguiría en la aldea. Si no, tendría que ir a buscarle a la de al lado, donde vivía.


Le encontró justo cuando se estaba subiendo a una carreta, para marcharse.


  • ¡Doctor! ¡Doctor! – gritó, casi sin aliento.


  • ¡James! ¿Qué pasa, muchacho?


James apoyó las manos en las rodillas y se inclinó para recuperar el aliento.


  • Es Jo…el señor Duncan… Tiene una herida…infectada – logró decir. – Creo que tiene fiebre.


  • ¿La herida tiene mal olor? – preguntó el médico, comenzando a recoger el maletín con sus artilugios.


James negó con la cabeza.


  • No, se la hizo ayer mismo… Mi perro le mordió…


  • ¿El perro está enfermo?


  • No, no que yo sepa… Parece muy sano…


  • Entonces no será grave, pero sí conviene que le eche un vistazo – le tranquilizó el médico. – Ven, sube a la carreta. Yo no puedo ir corriendo como tú. No te preocupes, el señor Duncan estará bien.


James subió a la carreta del doctor, y dejó que le llevara. No era necesario que le diera indicaciones, puesto que el médico sabía perfectamente dónde vivía el sheriff. Mientras recorrían las calles del pueblo, James no pudo evitar hacer algunas preguntas, fruto de su natural curiosidad.


  • ¿Por qué algunas heridas se infectan y otras no?


  • Ah, James, has ido a hacer la pregunta para la que ningún médico tiene respuesta – dijo el doctor, que era una víctima de su propio tiempo y del lento avance de la ciencia en materia sanitaria. Faltaba aún casi medio siglo para el descubrimiento de la penicilina.  – Tan solo sé, por mis años de experiencia, que una herida lavada con whisky o con cualquier otra bebida alcohólica tiene muchos menos riesgo de infectarse.


  • John no se la lavó – explicó el niño. – Pero le puede curar ¿no?


  • Sí. Si la herida es reciente, como tu has dicho, tengo un cataplasma que ayudará a combatir la inflamación.


James se relajó ante la tranquilidad que desprendía el doctor y ya no hizo más preguntas. Cuando llegaron a la casa, bajó de un salto de la carreta y se dio prisa en entrar. No contaba con que John estaría levantado y esperándole justo detrás de la puerta.


  • ¡James! ¿A dónde diablos fuiste? ¿Es que acaso…? ¡Oh! Buen día, doctor…


  • No hay razón para alterarse. El muchacho solo vino a buscarme porque le preocupa la herida de su pierna.


  • Es en el tobillo… - explicó John, algo avergonzado, y se levantó un poco el pantalón para enseñársela.


El doctor chasqueó la lengua y le indicó que se sentara. Mientras preparaba su instrumental, Spark acudió a olfatearle, estudiando al extraño que había entrado en la casa.


  • ¡Spark, tu tienes que estar en el patio! – regañó James. John le había dicho que no le quería dentro, y seguro que después de que se le infectara la herida tendría ganas de echarlo. Cuando menos se vieran John y el perro mejor para todos. James no quería perderle otra vez.


  • Espera un momento – pidió el doctor, y le echó un rápido vistazo al perro, abriendo su boca y observando sus dientes y su saliva. – Sí, parece que está sano. Bien, eso facilita mucho las cosas.


  • Solo fue una mordida, he tenido heridas mucho peores – dijo John.


  • Cualquier herida, si no se trata apropiadamente, puede resultar fatal. De momento solo tiene una leve infección, pero si no se trata, podría convertirse en gangrena. Mala cosa sería perder una pierna por no seguir un tratamiento adecuado – replicó el médico.


A partir de ese momento, John no volvió a protestar más. La palabra “gangrena”, tuvo un efecto abrumador para convencerle. Se dejó examinar y palpar la herida, que según el doctor estaba muy caliente. Se la limpió con algo que escocía mucho, y después le echó un ungüento antes de vendarle el pie.


  • Dentro de tres días volveré al pueblo y vendré a verle. Póngase este ungüento por las mañanas y procure no mover mucho el pie. – dictaminó el doctor, cuando concluyó su trabajo.


  • Muchas gracias, doctor… Ahora mismo no puedo pagarle – confesó John, y el médico entendió por fin por qué tantos reparos para llamarle y dejarse tratar. – No estoy seguro de cuáles son sus honorarios, pero con toda probabilidad será más de lo que tengo. Tengo que vender algo de cuero primero, ahora solo tengo cincuenta centavos, lo cual da para un par de comidas, pero no para los servicios de un doctor…


  • Cincuenta centavos es más de lo que puede permitirse la mayoría de mi clientela – replicó el doctor – Pero no voy a quitarle el dinero que le queda. Si de verdad quiere pagarme puedo abrirle una cuenta, como al resto de los vecinos, y la saldamos a final de año. Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo. El herrero me paga con herraduras nuevas para mi caballo y el señor Tomilson cambia mis servicios con cualquier cosa que pueda necesitar de su tienda.


  • Cuando cobre el primer salario como sheriff podré saldar mi deuda – insistió John, visiblemente agradecido por la amabilidad del doctor.


Le ofreció quedarse a desayunar con ellos, pero tenía prisa por marcharse así que rechazó la oferta gentilmente. John en el fondo lo agradeció, porque se sentía demasiado cansado y molesto como para atender a un invitado.


  • Gracias por avisarle, James. Desde que me ha puesto ese cataplasma me arde menos…¿James? – llamó John, al ver que el chico había desaparecido y no le estaba escuchando. Le vio asomar por la puerta del patio, sin atreverse a entrar del todo. - ¿Qué ocurre?


  • ¿Harás que Spark se vaya? – preguntó James, con timidez y voz triste.


No hacía falta ser muy observador para darse cuenta de que el niño adoraba al perro. Había traído una chispita de felicidad a su truncada infancia, así que a John no se le pasaría por la cabeza echar al animal. Por lo que había observado no era agresivo, y solo le había mordido porque él estaba “atacando” a su dueño. Le gustaba la idea de que James tuviera una guardián, sobre todo al pensar que había por ahí unos bandidos que podían volver para terminar el trabajo empezado.


  • Escúchame. No voy a separarte del perro, ni ahora ni nunca. Da igual lo que él haga o lo que hagas tú, nunca lo usaré para castigarte ni le trataré como si fuera un ser racional y por tanto culpable de sus acciones. Si causa algún destrozo, te echaré la culpa a ti, porque eres responsable de él. Podré regañarle, porque a los perros también se les educa, pero no haré que se vaya.


James le miró unos segundos, para cerciorarse de que decía la verdad, y cuando aceptó que estaba siendo sincero suspiró, bastante aliviado. Entró en la habitación por completo, sin esconderse ya, ni esconder al perro.


  • ¿Y puede entrar dentro de casa alguna vez? – aventuró.


  • Por lo que veo ya lo hace – se resignó John.


  • ¿Es que no te gustan los perros?


  • Sí, claro que me gustan, pero no están hechos para vivir entre cuatro paredes. Parece que a él le da igual dónde vivir mientras esté contigo.


James sonrió y se agachó junto al perro para rodearle con el brazo. Dejó que le lamiera un poco, como si fuera capaz de comunicarse con él y compartir el alivio porque pudiera quedarse.


  • Deberías volver a la cama – dijo James, poniéndose de pie.


  • No me encuentro tan mal.


  • Spark siente mucho haberte mordido – añadió James.


A John se le antojó muy infantil que el niño hablara por el perro, pero al mismo tiempo le conmovió la ternura que desprendía. Le recordó mucho a su pequeña Sophia. Cuánto la echaba de menos…


  • Dile a Spark que está perdonado – respondió, con una sonrisa medio triste.


Se quedó algo pensativo y quizá por eso se sorprendió cuando notó algo que le apretaba por la cintura. James se había acercado a darle un abrazo. Era el primero que John era consciente de que le daba, aunque seguramente hubiera habido más. Le envolvió con sus brazos él también, sintiendo que ese niño había llenado un gran vacío en su fragmentado corazón.

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