CAPÍTULO
7
Marcos se sentía un intruso en su propia
casa. Fruncía el ceño mientras observaba a Gabriel, que estaba subido en el
sofá, en cuclillas y agazapado como si estuviera encerrado en una jaula de la
que no podía salir. Una jaula de terror.
Cualquier intento de acercarse a él se había
visto truncado al recibir un bufido de advertencia. Gabriel había adoptado una
pose defensiva y Marcos no sabía de qué sería capaz si traspasaba la frontera
invisible de su espacio de seguridad, marcada por la mesita de su salón. Había
decidido esperar, para ver si con el paso de los minutos el chico se calmaba
por su cuenta y entendía que allí no corría peligro. Pero los minutos pasaron y
Gabriel no cambió su posición.
Alicia observaba la escena acongojada,
apretándose las manos con fuerza mientras se obligaba a no intervenir, entre
otras cosas porque no sabía cómo manejar esa situación. No sabía calmar al
niño, eso era algo que solo Marcos había logrado antes. Todo aquello la hacía
sentir una inútil. ¿Para qué había estudiado una carrera? ¿Para qué había
estado cinco años ejerciendo?
-
Tal vez, si me voy… - sugirió Alicia.
Marcos le dedicó una mirada que fue a todas
luces un grito de socorro. En momentos como ese, Alicia se daba cuenta de lo
joven que era. Quizá demasiado joven para la responsabilidad que había puesto
sobre sus hombros.
-
O mejor no… - añadió, a raíz de aquella mirada. Por
lo general solía dejar que los niños se instalaran solos en su nuevo hogar,
para que empezaran a crear vínculos con sus tutores lo antes posible, y por no
inmiscuirse en un momento que solía ser íntimo. Pero algunas familias
necesitaban algo de ayuda, y enseguida entendió que Marcos la necesitaba
desesperadamente. Si tan solo supiera qué hacer…
-
¿Debería dejarle solo? – preguntó Marcos. – Si salgo
del salón, a lo mejor se baja del sofá… Pero también puede romper algo o
hacerse daño…
Hubieran intentado bajarle por la fuerza de
no ser porque esa había demostrado ser una mala táctica. Marcos le había
forzado a entrar en el piso y a causa de eso Gabriel se había atrincherado en
el sofá, sintiéndose totalmente amenazado.
-
Tú eres lo único que le resulta conocido de esta
habitación. Es mejor que no te pierda de vista.
-
Sí me ve tranquilo, se calmará – reflexionó Marcos y
respiró hondo, buscando expulsar todas las dudas y miedos que le carcomían. –
Vamos, Gabriel, no pasa nada… El hospital no es tan diferente a esto, solo es
una casa diferente.
Sabía que estaba gastando saliva inútilmente
y que sus palabras no serían comprendidas, pero tal vez el tono de su voz
lograra hacer algún bien. Gabriel estaba marcando territorio: había atravesado
el corto pasillo desde la entrada hasta el salón y había tomado aquél cuarto
como su puesto de defensa. Marcos no estaba seguro de por qué hacía aquello, ni
de si el niño buscaba salir de aquellas cuatro paredes o proclamarse dueño del
lugar, como el oso que llega a una nueva cueva y se apresura a impregnar las
paredes con su olor, para mantener alejados a los demás animales. Probablemente
estuviera haciendo ambas cosas a la vez.
Marcos probó a dar un paso a la derecha y, al
ver que no pasaba nada, continuó hasta rodear el sofá. Gabriel se limitó a
seguirle con la mirada. Marcos caminó con pasos lentos hacia la cocina.
-
¿A dónde vas? – protestó Alicia.
-
A buscar una forma de hacerle bajar – respondió
Marcos y se dio prisa en coger algo que el niño ya reconocía: plátanos y
mandarinas. En el hospital había comido ambas cosas y especialmente el cítrico
le encantaba. Marcos se la tenía que pelar, pero devoraba la fruta en cuestión
de segundos.
Como ambos eran frutos de cáscara, los colocó
en el suelo, algo alejados del sofá.
-
¿Tienes hambre, Gabriel? – preguntó, al ver que el
niño atendía a todos sus movimientos. – Tendrás que bajar aquí para comerlo.
Marcos sintió una punzadita de culpabilidad.
Se sentía mal al tratarle como un animalito al que había que domesticar. Pero
se dijo que no le estaba haciendo ningún daño, y que las formas de comunicación
primarias eran las únicas que entendía por el momento.
Gabriel
estiró ligeramente la mano, como si
tuviera la ilusa esperanza de poder alcanzar la fruta desde allí. Había
abandonado el hospital después de desayunar, pero hacía ya unas horas de eso y
tenía hambre. En aquella semana se había acostumbrado a comer incluso cuando ya
estaba saciado y le molestaba la sensación de su estómago protestando por estar
vacío. Era como si el recuerdo de varias noches de hambruna se concentrara
alrededor de su ombligo en aquellos momentos.
Cuando asumió que su brazo no se iba a
estirar y que la fruta no iba a acercarse sola, Gabriel dio un pasito, hasta
quedar justo en el borde del sofá, y luego se detuvo, indeciso a la hora de
abandonar por completo su improvisada fortaleza. Finalmente, se deslizó con
movimientos suaves, ágiles y muy silenciosos y, en menos de lo que a Marcos le
llevó dar un parpadeo, estaba junto a la fruta. Se hizo con una de las
mandarinas y se la tendió para que le quitara la cáscara. Marcos sonrió.
Aquello fue para él como una pequeña prueba de confianza. Gabriel ya había
aprendido a acudir a él cuando necesitaba algo, aunque fuera tan simple como
pelar una mandarina, y él había averiguado como conseguir que el niño le
hiciera caso en cosas concretas como bajarse de un sofá.
-
Espero que esto funcione también si le da por
subirse a una estantería o a una lámpara – se le ocurrió decir en voz alta,
cayendo por primera vez en la cuenta de todos los peligros que podía encontrar
en una casa un niño curioso sin el menor conocimiento de los objetos cotidianos
ni de las normas básicas de seguridad.
-
No creo que haga eso. Más bien parece muy
asustadizo. Aunque no sepa lo que es una lámpara y que puede soltarse del
techo, sí sabe que está alta y que es peligroso…. – comentó Alicia, pero Marcos
comenzaba a conocerla lo suficiente como para saber que no estaba tan segura
como sonaba.
Súbitamente, Marcos se vio abrumado por un
montón de miedos. ¿Y si el niño se hacía daño estando bajo su cuidado? Tenía
claro que no podía dejarle solo, pero empezaba a pensar que tampoco podía
llevarle con él a la librería. No todavía. Como la tienda era suya, supuso que
podía tenerla cerrada por unos días, pero justo antes de las vacaciones las
ventas solían incrementarse. Perdería un buen dinero si la dejaba sin abrir,
pero no parecía tener más opciones. Gabriel no estaba preparado para conocer
otro lugar, y menos uno lleno de estanterías y con olor a libro viejo. No
soportaría la continua entrada de clientes y seguramente no sería capaz de
quedarse esperando mientras él trabajaba. No es como si pudiera darle un libro
para que se entretuviera leyendo.
***
Marcos sabía que ese momento tenía que llegar
alguna vez. El momento en el que se quedara a solas con Gabriel, en su casa.
Estaba seguro de que Alicia ya había permanecido allí mucho más de lo que
acostumbraba cuando “entregaba” a un niño a una familia de acogida. Pero aún
así le costó verla marchar por la puerta y cerrar, como si su presencia fuera
una especie de garantía de que nada podía descontrolarse.
Era ya la hora de comer, Alicia se había ido
a su casa –o a seguir trabajando, la verdad era que no se lo había preguntado-
y Marcos supuso que debía ir poniendo la mesa para introducir a Gabi en lo que
iba a ser su primera comida en su nuevo hogar. El niño no se había movido del rinconcito
del suelo en el que se había sentado a comerse la mandarina. Lo observaba todo
con sus grandes ojos azules mientras permanecía en una inusual quietud, sobre
todo si se tiene en cuenta que llevaba en esa postura más de una hora.
-
Vamos a comer, Gabi – anunció Marcos, en un tono
alegre. Inconscientemente, había decidido que el hecho de que el niño no le
entendiera no era motivo para no hablarle. Al menos percibía que había alguien
con él y poco a poco iría aprendiendo cosas.
Gabriel le miró, como hacía siempre que le
hablaba, con una mezcla de interés y fascinación. Intentando descifrar,
seguramente, que significaban aquellos sonidos tan extraños.
-
Comer – repitió Marcos, deseando que el niño pudiera
entender la palabra. Se llevó la mano al estómago en un gesto que le hizo
sentir bastante tonto, y después la movió hacia su boca, intentando imitar
mediante mímica el acto de alimentarse.
De haberse tratado de cualquier otro niño, Marcos hubiera elegido como
menú pizza, macarrones, hamburguesa o cualquier otro plato que fuera delicioso
a sus ojos, a modo de bienvenida. Pero sabía que Gabriel se limitaría a mirar
esos platos con extrañeza y asco, poco dispuesto a comer cosas con muchos
ingredientes o excesivamente elaboradas. Irónicamente, lo que Gabi mejor había
comido en el hospital habían sido espinacas, un plato generalmente odiado por
los niños, pero que a él debía parecerle lo que era: una planta cocinada, y por
tanto, algo seguro de comer. También toleraba las sopas de verduras, y eso era
lo que Marcos había comprado: una sopa de verduras precocinada, que solo tuvo
que calentar un par de minutos en una olla. Mientras lo hacía, se sintió
miserable. Quería hacerle entender a Gabi que tenía que sentirse contento de
estar allí, que todo iba a ir bien, que aquél día era una fiesta, la fiesta de
su bienvenida. ¿Cómo iba a lograr eso con una triste sopa de verduras?
No estaba teniendo remordimientos. Marcos
estaba muy seguro de querer ocuparse de Gabriel, sentía que estaba unido a él
desde que le había encontrado muerto de frío en la nieve. Pero sabía que para
cuidar bien de él no bastaba con desearlo. Era mucho más complicado que eso,
había muchos factores a tener en cuenta y a ratos se sentía incapaz de poder
con todo. Aunque había pensado varias veces en aquél “primer día con Gabi”,
nunca había llegado a imaginar cómo sería realmente. Cómo sería acoger a un
niño que a todos los efectos era mudo, sordo, e incapaz de reaccionar a la
interacción más básica.
Aunque eso no era del todo así. Tal vez no pudiera
expresarlo, pero Gabriel sentía, y ya
se lo había demostrado en varias ocasiones. Solo tenía que encontrar la forma
adecuada de comunicarse con él. Una que no incluyera palabras, hasta que
supiera entenderlas. En realidad, algo le decía a Marcos que ese chico era muy
inteligente. Sus ojitos vivaces parecían confirmarlo.
Súbitamente, pensó que una sopa no era comida
suficiente para un niño. Él estaba acostumbrado a comer poco, muy poco, porque
tenía la mala costumbre de picar entre horas. Desde que vivía solo se había
habituado a comer solo un plato, casi como si de un almuerzo americano se
tratara. Pero los niños tenían que comer más, estaban en pleno crecimiento.
Gabriel tenía que comer más: estaba muy delgado. Abrió la nevera buscando algo
que pudiera ser del gusto del niño, pero nada le convencía. A Gabriel le
gustaban las cosas que podía comer con la mano, que no tenían sabores muy
fuertes y más verdura que carne. De pronto, mirando en el congelador, encontró
la respuesta: patatas fritas. Eso le gustaba a todos los niños. Se podía comer
con la mano. No tenía muchos colores ni era muy extraño a la vista. Había
muchas posibilidades de que a Gabi le gustara. Marcos sacó una bolsa y echó
aceite en una sartén, dispuesto a hacer la prueba. El niño tenía que ir
ampliando poco a poco sus gustos alimenticios y aquél le parecía un buen punto
por el que comenzar.
Mientras las patatas se freían, Marcos
dedicaba miradas fugaces al salón, donde estaba Gabriel. Le preocupaba lo que
pudiera hacer cuando no le estaba observando, pero el niño parecía bastante
tranquilo. Se había quitado los zapatos y ahora se estaba peleando con los
calcetines. Marcos solo podía imaginar cuánto le habría costado a Alicia
calzarle.
Cuando las patatas estuvieron listas, Marcos
las metió en el microondas para que no se enfriaran mientras se tomaban la
sopa. Sirvió dos platos, los llevó a la mesa y se sentó en su silla, esperando
a ver lo que hacía Gabi. ¿Entendería que tenía que sentarse también? Durante
unos segundos, el niño se limitó a observarle. Luego se levantó del suelo con
agilidad, sin necesidad de apoyar las manos, y ladeó la cabeza, como si alguna
idea pesara mucho en su cerebro como para mantenerla erguida. Se acercó a
Marcos y emitió un gruñido que pareció un gemidito de protesta. Señaló uno de
los platos.
-
Eso es, ese es tuyo.
La sonrisa de Marcos no podía ser más amplia.
En un impulso, agarró a Gabriel y le estrechó contra su cuerpo, en un abrazo
fuerte y cálido como el que hubiera querido darle cuando entró en la casa, si
no hubiera salido corriendo.
-
Aprendes rápido – le dijo, con orgullo. Esperaba que
al menos pudiera entender que estaba contento con él. – Ven, siéntate aquí.
Gabriel miró la silla con detenimiento.
Marcos creyó que había entendido la instrucción, pero no parecía muy convencido
ni dispuesto a hacerlo. Seguramente no estaba acostumbrado a comer en una mesa.
En el hospital había comido desde su cama, y aún eso tenía que haberle
resultado extraño. Finalmente, Gabriel se sentó, aunque contorsionó las piernas,
en una postura encogida que solo alguien muy flexible hubiera podido adoptar.
No parecía cómodo, y a los pocos segundos se levantó. Marcos observó atónito
cómo arrastraba la silla hasta acercarla a la suya. Sus movimientos eran
torpes, pero al mismo tiempo sabía lo que estaba haciendo. Las patas de la
silla provocaron un chirrido desagradable contra el sueño, hasta que Gabi se
detuvo. Solo entonces se volvió a sentar, apoyando la cabeza y parte del cuerpo
sobre el propio Marcos.
- Ah, te gustó el abrazo ¿no? – le chinchó,
pero entonces cayó en la cuenta de que eran muchas las posibilidades de que no
hubiera recibido más en toda su vida, o al menos en mucho tiempo. Le rodeó con
el brazo y le apretó contra sí mismo. Gabriel levantó la mirada hasta que sus
ojos se cruzaron. El niño nunca sonreía, no estaba acostumbrado a ese gesto,
pero Marcos hubiera jurado que se sentía feliz.
Genial, no puedo esperar para leer el siguiente capítulo!
ResponderBorrarCreo que solo puedo comentar esto con un : 😍😍😍
ResponderBorrarDream estoy impresionada con esta nueva historia!!
ResponderBorrarMe leí tus 7 capítulos y me quedé con ganas de mucho más!!
De verdad que esta genial y me tienes mega intrigada!!