Estaban a poco más de una hora de la ciudad, pero John y el señor Jefferson decidieron parar en el camino para comer con tranquilidad. Sacaron sus provisiones y los problemas comenzaron cuando John desenvolvió el pastel de la señora Howkings.
- Padre... ¿De veras no puedo tomar
pastel? - preguntó James. Los ojos le brillaron con voluntad propia y John a
duras penas logró ocultar una sonrisa. Ese niño hacía magia sobre él, no había
otra explicación para la sensación que le embargaba cuando le miraba así y las
ganas que le entraban de conceder todos sus caprichos.
John miró al señor Jefferson y supo
ver que el hombre no iba a ceder en su decisión y es que quizá no deberían
hacerlo.
- No, no puedes. Así otra vez
recordarás cómo se trata a los amigos - respondió, aunque le costó poner en su
voz el toque adecuado de seriedad.
James agachó la cabeza,
avergonzado.
- ¿Y yo, padre? - preguntó Will.
- Tú tampoco - replicó firmemente
el señor Jefferson.
- Pero tengo hambre - protestó el
niño.
- No he dicho que no puedas comer.
Hay un montón de comida y puedes tomarla toda, salvo el pastel.
- Pero el pastel es lo único que
está rico - refunfuñó William.
John pensó que estaba tentando su
suerte y no se equivocó.
- ¿Disculpa? - inquirió el señor
Jefferson, alzando una ceja.
- Perdón - musitó el niño.
- Mejor come y calla, antes de que
esa lengua tuya te meta en problemas.
- Sí, padre...
James y Will suspiraron al unísono,
como si fueran los chicos más desgraciados del planeta.
Tras unos minutos, James lo volvió
a intentar:
- Por favor, padre... Nunca más me
vuelvo a pelear con Will.
John, que había aprendido a
analizar inconscientemente su relación con James, se dio cuenta de que aquello
era un nuevo paso. El muchacho se sentía confiado para pedirle cosas, para
tratar de convencerle. Eso era maravilloso, pero también era el momento de
enseñarle que cuando decía no, significaba no.
- Espero que no lo hagas, pero
sigues sin tomar pastel. Es mi última palabra.
El chiquillo puso un mohín muy
gracioso y se cruzó de brazos. El gesto le hacía parecer mucho menor de lo que
era.
Cuando acabaron de comer, el señor
Jefferson fue a vaciar la vejiga y John a dar de beber a los caballos, dejando
a los niños solos para guardar la comida. Se acordó, sin embargo, de que ya les
habían dado de beber antes, así que regresó sobre sus pasos, a tiempo de
escuchar una conversación interesante entre los dos muchachos:
- Ha sobrado mucho, si cogemos un
poco no se darán cuenta - decía Will, refiriéndose al dichoso pastel.
- No - replicó James. - Mi padre no
me deja. No voy a mentirle, Will, ni a actuar a sus espaldas. Me sentiría
horrible después.
- Yo también - admitió William. -
Además se enfadarían mucho.
John experimentó una fuerte oleada
de orgullo. La honradez de James no dejaba de asombrarle. Fue en busca del
señor Jefferson y le contó lo que acababa de presenciar. Le propuso que les
dejaran tomar el pastel en la cena, pero el hombre se negó:
- Tal vez parezca que soy demasiado
duro con mi muchacho, pero esta vez fui excesivamente indulgente, diría yo. Le
encontré apostando con unos tipos que despellejarían a su madre por un puñado
de dólares. Esos hombres le hubieran matado sin dudarlo si no hubiera sido
capaz de pagar su deuda. Le hice prometer que jamás apostaría de nuevo, me da igual
si es una tontería entre amigos. Para su hijo, puede ser una chiquillada. Para
el mío, la vuelta a un mal hábito que no puedo permitir que tenga.
John se limitó a asentir ante esta
explicación, entendiendo las razones del señor Jefferson. Le sorprendió aquella
historia: Will tenía solo doce años. Tan solo de pensar que unos tipos pudieran
hacerle daño a raíz de una apuesta se le congelaba la sangre. La idea de que
algo similar pudiera ocurrirle a James era demasiado horrible incluso para
pensarla.
Después de aquello, continuaron la
marcha y en seguida llegaron a la ciudad.
- Iré a buscar al notario para
arreglar los papeles de la granja - anunció John.
- Yo tengo que cumplir unos
encargos para mi mujer. ¿Nos vemos aquí en media hora? - sugirió el señor
Jefferson.
- Perfecto. James, ¿crees que
serías capaz de comprar unas herramientas que me hacen falta? No son muchas -
dijo John.
El muchacho asintió, feliz por ser
útil, y William decidió acompañarle. John les dio claras instrucciones de que
cuando terminaran le esperaran en la puerta de la tienda: la ciudad era grande
y ellos no la conocían. Sin embargo, cuando volvió al transcurso de la media
hora pactada, no encontró a nadie.
El dueño de la tienda dijo que los
muchachos habían salido hacía ya varios minutos. Las opciones eran que se
hubieran perdido o que estuvieran dando una vuelta sin ser conscientes del
tiempo que había pasado. En cualquier caso, John tenía una cosa clara: no
habían hecho caso a su orden de quedarse en la puerta.
Cuando salió a la calle, sin
embargo, una tercera opción se abrió paso ante sus ojos, cuando vio a James
corriendo hacia él con lágrimas en los ojos.
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