SAMUEL
N.A: Este es un cortito sobre el pasado de Sam, el hijo mayor de Holly.
Los médicos no querían dejarme entrar hasta
que no hubiera un adulto conmigo. Debían de pensar que la imagen de mi madre
muerta iba a impactarme demasiado. Supongo que normalmente hubiera sido así, de
no llevar meses viéndola morir poco a poco, sobre su cama o en el baño.
Finalmente, se rindieron ante mi insistencia y me dejaron pasar. Verla tumbada
sobre aquella cama de hospital fue casi tranquilizador: parecía que estuviera durmiendo,
como si por primera vez en mucho tiempo estuviera descansando de verdad. Me
acerqué a ella lentamente y tomé su mano entre las mías. Aún estaba caliente.
Alguien había tenido la decencia de cerrarle los ojos antes de que yo entrara y
la habían desconectado de alguno de los aparatos.
Empecé a notar cómo mis mejillas se humedecían, pero no fui consciente
de estar llorando hasta que necesité un pañuelo. Como tantas otras veces había
hecho, me hice un hueco en la cama y me tumbé a su lado. La abracé, como si con
la fuerza de mis abrazos pudiera devolverle la vida. Tal vez lo hubiera
conseguido, pero entonces me sacaron de allí. No recuerdo quién, pero sí sé que
se necesitaron varias personas.
-
Samuel – me dijo una mujer joven. Llevaba rondando
el hospital los últimos días, como si estuviera esperando ese momento. – Siento
mucho tu pérdida.
Me ofreció un pañuelo y lo acepté, intentando
recomponerme un poco. No sabía que debía responder en esos casos. Sencillamente
no me salía decir “muchas gracias”. No me salía ninguna palabra. No quería
hablar con nadie.
Tras unos segundos, ella pareció darse cuenta
de que no la iba a responder. Hizo un gesto a los médicos para que nos dejaran
solos. Vino a querer decir “ahora me encargo yo”.
-
¿Practicabais algún tipo de fe? – me preguntó. No
tuve claro si lo hizo para saber si podía reconfortarme diciendo algo así como
“está en un lugar mejor” o porque necesitaba cierta información de mi parte
para ocuparse del entierro. Casi deseé que fuera lo segundo, porque yo no tenía
ni idea de lo que se tenía que hacer cuando una persona se moría.
Medité su pregunta cuidadosamente.
¿Practicábamos algún tipo de fe? No. ¿Creíamos en algo? Sí. ¿Ella quería alguna
ceremonia especial? No lo sabía. A pesar de todo el tiempo que habíamos tenido,
jamás habíamos hablado de su funeral. Ella me había dicho otra serie de cosas
necesarias, pero había evitado cuidadosamente ese tema, como si supiera que,
una vez enterrada, el adiós sería definitivo. O quizás es que le daba igual la
forma de marcharse. Eso era típico de las personas como ella, que no se tomaban
en serio la vida. Recordé una frase de un poema español que ella me había leído
muchas veces: “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde.
Como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante”.
Las lágrimas volvieron a traicionarme, pero
fui capaz de controlar mi voz.
-
Supongo que somos cristianos – respondí, al final. –
Intuyo que ella hubiera querido que la incineren. Tal vez lo haya dejado
escrito en algún lado.
La mujer asintió, como tomando nota.
-
¿Quieres hacer algo especial con las cenizas?
-
Solo quiero estar solo para poder llorar tranquilo –
dije, con sinceridad. – Pero a ella le gustaba mucho el agua, tal vez podría
echarlas en un lago o en algún sitio bonito de esos. No lo sé, no quiero hablar
de esto ahora – protesté, con cierto deje infantil en la voz. - ¿La gente no
escribe estas cosas en un testamento o algo así?
-
A veces sí, pero… Verás, Samuel, tu madre no dejó
ningún tipo de testamento. – me confesó la mujer.
Seguramente esperaba que la noticia me
desagradara, pero lo cierto es que en otro momento hubiera sonreído. Eso era
tan típico de mi madre. Claro que no tenía testamento: si no tenía nada que
dejarme. De eso yo era más que consciente y dadas las circunstancias no me
importaba lo más mínimo. Solo la quería a ella de vuelta.
-
Ya veo. ¿Así que decido yo? – pregunté. Eso también
era típico de ella. Hacerme tomar decisiones que no estaba preparado para
tomar.
-
Bueno, tú eres menor… Pero tu opinión se tendrá muy
en cuenta. – me aseguró.
-
Osea, que harán lo que yo quisiera, siempre y cuando
el Estado no lo considere demasiado caro – traduje yo. – Tengo dinero ¿sabe? No mucho, pero el
suficiente para pagar por el funeral y esas cosas. Ustedes no tienen que poner
ni un céntimo.
En realidad ese dinero eran todos los ahorros
que teníamos mamá y yo. Ella lo guardaba bajo la cama y lo llevaba allá donde
fuéramos. No era mucho y jamás estuvo en un banco, por eso el Estado no tenía
constancia de ello ni entraba a formar parte del testamento. Mi madre quería
que lo guardara para una emergencia o que lo fuera ahorrando para la
universidad, pero su funeral era más importante.
-
No tienes que preocuparte por eso, tu padre se ha
ofrecido a pagar los gastos. – me explicó la mujer.
¿Mi padre? ¿Ese tipo? Pero si jamás había
querido saber de nosotros… Bueno, por fin hacía algo decente, bravo por él.
-
¿De verdad? Vaya.
La mujer me miró como si quisiera decirme
algo más, pero no se atreviera. Menudo marronazo la había tocado: cuidar de un
chico de quince años que acababa de perder a su madre. Adiviné qué era lo que
me quería decir, y decidí decirlo por ella:
-
Ya sé que no puedo contar con él. Escuche, señorita…
- dudé entre “señorita” y “señora”, pero mi madre siempre se enfadaba cuando la
llamaban señora, porque no le gustaba que la tomaran por una mujer mayor. – Mi
madre y yo ya hemos hablado de esto. Sé que no tengo a nadie, sé que soy menor
de edad y sé que mi única relación biológica es con un hombre que siempre ha
actuado como si yo no existiera. Me
sorprende que vaya a pagar el funeral, pero sé que ahí se acaba su amabilidad.
Imagino que tendré que ir a un centro de acogida. Me he mentalizado para ello.
Incluso he buscado información, y sé que mis opciones no son muy buenas, porque
con mi edad el Estado no hará más que esperar a que cumpla dieciocho y deje de
ser su problema. No pasa nada, puedo apañármelas. Solo tendría que coger un par
de cosas primero, en casa. Luego iré a donde usted quiera.
La funcionaria se me quedó mirando fijamente,
haciéndome sentir incómodo. Estaba acostumbrado a que los adultos me miraran
así. Creo que se sorprendían de que tuviera en la cabeza algo más que chicas,
coches, deportes y alcohol. No había llevado la misma vida que la mayoría de
los adolescentes, así que no era como la mayoría de ellos.
-
Te llevaré a tu casa – me dijo, suavemente. – Coge
lo que necesites y puedas llevar contigo. La casa es de alquiler, así que no
podrás volver después. – me advirtió.
Asentí, y eché una última mirada a la
habitación donde mi madre había pasado sus últimos días, pero no pude ver nada
porque la puerta estaba cerrada.
***
Al final cambié de idea y pedí que la enterraran. Quería tener un lugar
al que ir, para visitarla. Quería que hubiera una tumba con su nombre, sobre la
que sentarme a hablar con ella cuando pudiera ir a verla. Me sentí mal por no
respetar el que yo creía que era su deseo, pero comencé a pensar que ella ya no
estaba mientras que yo seguía. Tenía que seguir sin ella y cuidar de mí mismo,
y ella no había llegado a especificar lo que quería. No podía pasarme media
vida pensando en lo que ella hubiera deseado. No quería convertirme en la clase
de persona que no vive su vida, sino la de un ser querido, pretendiendo honrar
su memoria, como si convertirse en el esclavo de la voluntad de un muerto fuera
sinónimo de honrar a alguien. Yo prefería un entierro tradicional a una
cremación. Lo que ella prefiriera ya no importaba. Los funerales, en gran
medida, no son para los muertos, sino para los vivos. Si de verdad hubiera
querido que la incineraran, entonces tendría que haber sido responsable por una
vez en su vida y haberlo dejado por escrito o haberlo hablado conmigo. La
verdad es que en realidad dudaba que a ella la importara lo que hicieran con su
cuerpo. Nunca se preocupaba de esas cosas, todo lo material siempre le había
dado igual.
Pensé que el día del funeral ya no iba a llorar nada. Creí que en el
tanatorio ya había llorado todo lo que alguien puede llorar. Pero me
equivoqué. Dos días después de su muerte
me encontraba en aquella iglesia medio vacía, intentando escuchar lo que decía
el cura pero sin enterarme de nada realmente. Había pedido decir unas palabras,
pero no sabía si iba a ser capaz de hablar. Finalmente, logré calmarme lo
suficiente como para ignorar el discurso que había preparado y hablar desde el
corazón:
- Este es el momento donde se supone que uno debe decir lo maravillosa
que era la persona que nos acaba de dejar. Es el momento en el que guardamos en
un frasco las cosas buenas de un ser querido, para recordar únicamente eso.
Pero así, la estaría olvidando. Así estaría recordando a otra persona, pero no
a ella. Mi madre no era la mejor madre, ni la mejor amiga, ni la mejor vecina.
Quizá por eso haya tan poca gente hoy aquí. Ella no siempre entendía que el
mundo funcionaba según unas reglas diferentes a las suyas, y que hay
determinadas cosas que no podían hacerse a su manera. En muchos sentidos, no
fue una madre para mí. A veces era solo como una compañera de piso, o de coche,
ya que hemos dormido en él muchos días. Cuando era más pequeño, no preparaba mi
ropa, ni mi mochila. No buscó un buen colegio para mí, y me metió en el primero
que encontró. Luego me tuvo que sacar, porque resulta que aún no tenía edad
para ir a la escuela. Como veis, mi madre no era exactamente una mujer de
planes. Vivía en el presente y nunca se preocupaba del futuro. Se ocupaba de
que hubiera comida en la mesa hoy, y ya nos buscaríamos la vida para mañana. A
veces era yo quien tenía que cuidar de ella, en lugar de ser ella quien cuidara
de mí. – dije y guardé unos momentos de silencio. Miré a los escasos
asistentes. La mayoría me miraba con curiosidad, otros con compasión. Cerré los
ojos, y cuando los volví a abrir había conseguido eliminar las lágrimas que
querían escaparse. – Mi madre tenía Síndrome de Down. Cuando me caía y me hacía
daño no conocía otra forma de consuelo que los abrazos. Cuando otro niño se
metía conmigo, ella me defendía metiéndose con él. Cuando me enfadaba con ella
y la gritaba, ella solo repetía “malo” una y otra vez, de forma que durante
mucho tiempo creí que lo era, que era un niño malo, y por eso mi madre no era
como la de los demás. Hasta que entendí que mi madre era especial, en el mejor
sentido de la palabra. Mi madre se quedó conmigo, cuando nadie más quiso
hacerlo. Sus padres la hicieron elegir entre ellos o yo, y ella me eligió a mí.
El hombre que la dejó embarazada salió corriendo: supongo que fue divertido
acostarse con una retrasada, pero no lo era tanto quedarse y hacerse cargo.
Ella se quedó, y lo hizo lo mejor que pudo. Dio lo mejor de sí, y aunque me
faltaron muchas cosas, siempre me sobró cariño. Ahora que no está, no sé cómo
voy a seguir sin ella. No sé cómo voy a volver de clase para no ver su sonrisa.
No sé cómo haré los deberes sin que ella me mire y me diga lo listo que soy,
como si yo fuera su super héroe. Ojalá hubiera podido decirle que ella era la
mía.
***
Aunque mi madre no hubiera dejado testamento, yo era su heredero
directo, así que me tocó el cien por cien de cero. Recuerdo que un hombre con
pinta de abogado me preguntó cómo nos las apañábamos para vivir, si el salario
de mi madre era el mínimo permitido por la ley. Le contesté que cuando vives
con lo mínimo, aprendes a no necesitar nada. Pero aquello no era del todo
cierto. Yo sí que necesitaba algo: necesitaba a mi madre.
Llevaba ya cerca de un mes en el orfanato. Los otros chicos no se me
acercaban mucho, porque era el recién llegado y corrían toda clase de rumores
sobre mí. Cada dos días tenía una reunión con una psicóloga, que intentaba
ayudarme a superar el fallecimiento de mi madre, como si fuera algo que se
pudiera curar con una receta o una terapia. De todas formas no me importaba ir,
porque estaba acostumbrado a los psicólogos. Tenía que ir con mi madre cada dos
meses, para que vieran si ella era capaz de cuidar de mí. La tenían bastante
controlada, pero un juez había decretado que pese a su discapacidad, tenía
derecho a ser mi madre.
La psicóloga que venía al orfanato se llamaba Grace, y en honor a su
nombre, era bastante graciosa. Las horas que pasaba con ella eran las mejores
de la semana, porque conseguía hacerme reír, algo que creí imposible tras aquél
horrible día. En cierto sentido, me recordaba a mi madre. Ella también sabía
sacarme una sonrisa.
Un día, sin embargo, como a los dos meses de llegar allí, Grace vino
fuera del horario. Los chicos que dormían conmigo me dijeron que a lo mejor me
llevaban a una casa de acogida, o me adoptaban, y por eso venía mi psicóloga,
pero yo lo dudaba mucho. Las casas de acogida eran temporales, para cuando
tienes más familia y están esperando llevarte con ella, y yo no tenía. Y la
adopción era altamente improbable cuando tenías más de diez años.
-
¿Qué pasa, Grace? – pregunté, cuando la tuve
delante. Ella sonreía plenamente, así que no eran malas noticias.
-
Te vas a casa, Sam. Con tu padre, y su mujer. Se
llama Holly, y tienen varios hijos. Tú siempre me dices que te hubiera gustado
tener hermanos. En tu nuevo hogar no te van a faltar.
Parpadeé, intentando asimilar la noticia. Que mi padre hubiera cambiado
de opinión era aún más difícil que ganar la lotería sin haber jugado ningún
número. No entendía lo que estaba pasando, y un enorme nudo se me formó en la
boca del estómago.
-
¿A…a casa? – pregunté, confundido. Pero si yo no
tenía casa. Yo no tenía familia.
***
La mujer llamada Holly me abrazó como si yo fuera su hijo en lugar del
de mi padre. Connor, en cambio, apenas me miraba. Comencé a pensar que la idea
de sacarme del orfanato no había sido de mi padre, sino de su esposa. Pero eso
era imposible ¿no? Ella me tendría que odiar. Yo era la prueba viviente de que
era una cornuda. Aunque creo que se habían casado después de que yo naciera…
Holly estaba visiblemente embarazada. Además de ese pequeño alien en
camino, tenían cinco hijos, aunque cuando pregunté de broma si estaban todos o
todavía eran más, sus rostros se ensombrecieron.
-
La primera en la frente, macho.– dijo un enano de
diez años. Según me habían dicho, se llamaba Blaine. Parecía el mayor, aunque
también había un hombre joven, que respondía al nombre de Aaron, que no sabía
muy bien qué papel ocupaba. No parecía ser hijo de Holly, era demasiado mayor.
¿Tal vez era otro regalito ilegítimo de mi padre?
-
¿Qué dije? – pregunté, confundido.
-
Falta uno – respondió el hombre joven, mirándome con
seriedad. – Una niña, pero es un tema delicado.
Por esas palabras entendí que no iba a volver pronto y me pregunté si
es que tal vez se había muerto. Desde luego, menuda bocaza la mía.
-
Lo… lo siento…
-
No importa, no has dicho nada malo – me tranquilizó
Holly. – Ven, te enseñaré tu cuarto. Me temo que tendrás que compartirlo con
Aaron, estamos un poco apretados… Había una habitación libre, pero la estamos
preparando para el bebé.
Me parecía irónico que para ella aquello fuera “vivir apretados”. Su
casa era cuatro veces más grande de la última vivienda de alquiler que yo había
compartido con mi madre. Claro que nosotros solo éramos dos.
-
Le dije a Connor que a lo mejor preferías dormir con
Blaine y Sean…. Tú dímelo, que todo tiene remedio. – siguió diciendo Holly.
-
Me…me da igual – respondí. Aunque luego pensé en el
rostro serio de Aaron y cambié de idea – Con Blaine. Mejor con ellos, les saco
pocos años… Aaron parece bastante mayor que yo – dije, sintiendo la necesidad
de justificarme.
-
No tanto, tiene veintidós años, pero puedes dormir
con quien quieras, cariño.
“Cariño”. Nunca me habían llamado así. Mi madre solía llamarme “Sammy”
o “bebé” para chincharme. Incluso cuando comencé a ser más alto que ella,
seguía llamándome “bebé”, porque decía que me había tenido en sus brazos y que
por tanto era su bebé. Sonreí al recordarlo.
***
Holly estaba dando a luz y yo no podía hacer absolutamente nada por
ayudarla. Allí todos parecían estar relativamente acostumbrados a momentos como
aquél, pero yo me sentía un inútil. Me senté en las escaleras e incluso allí
parecía estorbar, porque todos subían y bajaban con rapidez.
-
Sam, tú te
quedas aquí. – me dijo Aaron, hablando con celeridad.
Connor estaba de servicio
militar, y aunque le habían avisado, no podría llegar hasta dentro de dos días.
Aaron iba a llevar a Holly al hospital.
-
Déjame ir con vosotros… - le pedí.
-
No, tienes que quedarte con los niños.
-
Es demasiado para él, Aaron. – dijo Holly, tocándose
la tripa con cierta molestia, seguramente porque tenía contracciones. – Aún se
está adaptando, y son cinco niños…
-
Me quedaría yo, pero él aún no sabe conducir, así
que no puede llevarte. – dijo Aaron. Por alguna razón, me sonó como un
reproche.
-
Estoy yendo a clases… - protesté. Acababa de cumplir
los dieciséis, literalmente, y tenía el examen el mes que viene.
-
Ya lo sé, enano – respondió Aaron, y me revolvió el
pelo. Estaba nervioso y tenso, pero se esforzó por mostrarse amable conmigo. –
Quédate aquí ¿vale? Te llamaremos cuando sepamos algo.
Asentí, sin muchas opciones.
-
Llama a Julia – insistió Holly. – Hablamos de que
ella se quedaría con los niños cuando llegara el momento de dar a luz.
-
Ya, eso hubiera sido genial si a tus hijos no les
diera por nacer de madrugada – bromeó Aaron, y se agachó, como para hablar al
pequeño bicho en la tripa de Holly. – Ya te podrías haber esperado ¿no? Pero tú
como los hermanos: después de las doce, y antes de las seis.
-
Seguro que si la llamas viene igual… - dijo Holly.
-
Que no, Holly, que no son horas. La llamaremos por
la mañana. Hasta entonces puede encargarse Sam, solo será por un rato.
Volví a asentir, para que se fueran tranquilos. Estaba preparado para
ejercer de hermano mayor. Llevaba toda la vida deseando serlo. Sin embargo,
cuando les vi marcharse me entró algo de inseguridad y les frené.
-
Holly… - llamé. Ellos se volvieron para mirarme. -
¿Có…cómo le vas a llamar? – pregunté, por decir algo, pero también con
curiosidad. Me habían dicho que el bebé era niño, pero no que tuvieran algún
nombre pensado.
Ella me miró con una sonrisa cálida.
-
West – me respondió.
Me llevé una mano al pecho, donde me había hecho mi primer tatuaje,
aunque Connor casi me despelleja por ello. Allí, escrito en letras negras,
llevaba el nombre de mi madre: Westley Larsen. Un nombre masculino, en
realidad, pero algunos padres lo usaban también para sus hijas, en este siglo
donde parece que el nombre más original y raro es el que gana. Jamás hubiera
pensado que Holly fuera a llamar a su hijo en honor a ella. West me gustaba más
que Westley para el bebé, me sonaba más actual. Invadido por la emoción, me
levanté para abrazarla. Como muchas otras veces desde que estaba con ellos,
deseé que el vínculo biológico fuera con Holly y no con mi padre.
Estoy con las lágrimas, buaaaa pobrecito de Sam
ResponderBorrarEstoy con las lágrimas, buaaaa pobrecito de Sam
ResponderBorrarCada vez que se algo mas de la familia de holly odio mas a su esposo. Exelente capi, hacia falta
ResponderBorrarMe encanto :) De por si ya me agradaba Sam, pues con esto más, tiene una historia un poco triste y difícil, pero me gusta el personaje que creaste, su personalidad es hasta cálida :D Me fascino este cortito, como siempre me haces pasar un buen rato y disfrutar un rato con tu historia :D
ResponderBorrarQue lindo, Tuvo una vida algo pesada el chico pero le toco una buena mamá.
ResponderBorrarQue hermoso el cariño y sinceridad con la que se expresó de su mamá biológica!!..
ResponderBorrarY que bien que la vida le esta dando la oportunidad de no estar solo!!...