John sabía que el muchacho no era peligroso. Más allá
de que no parecía del tipo violento, no era más que un chico joven, desarmado,
mientras que en el campamento había dos hombres adultos, un perro y armas. Aun
así, no podía evitar su actitud defensiva: Edward había molestado a su hijo y
al pequeño William.
Supo reconocer, sin embargo, las agallas del chico al
acercarse a ellos a pesar de su evidente miedo a Spark.
- Quería saber… mm… quería saber por qué no me metió
en la cárcel – logró decir Edward, para responder a la pregunta de John.
“¿Por eso ha venido?” se extrañó.
- ¿Es el chico que os intentó robar? – preguntó el
señor Jefferson. James y William asintieron.
- Lamento mucho haberles causado problemas – dijo
Edward.
- No puedes apropiarte de cosas que no son tuyas,
muchacho – le recriminó el señor Jefferson.
- Te dejé libre porque aún eres joven y quise darte
una segunda oportunidad – dijo John. – Así que no la desaproveches.
Edward asintió, visiblemente avergonzado.
- Yo… yo quería… quería pedirle si puedo trabajar para
usted. De lo que sea.
John parpadeó repetidas veces, confundido por la
solicitud.
- No necesito ningún trabajador ahora mismo –
respondió, con sinceridad. – Y no podría pagarte.
- Solo con que me dé de comer está bien…
- No necesitas hacer eso, chico. Devolviste lo robado.
No tienes nada que compensar – dijo John, sintiendo lástima de aquel muchacho
al que quizá había juzgado con demasiada dureza.
- Usted no lo entiende… Necesito un trabajo…
- ¿Robaste por necesidad? – interrogó el señor
Jefferson.
Edward hundió los hombros y negó lentamente con la
cabeza.
- No, señor. Vivo con mi madre. Las cosas que robé con
Nicholas eran trofeos, en su mayoría. Cosas que no se podían vender o que si se
vendían tenían muy poco valor.
- ¿Entonces?
El chico se mordió el labio y John encontró en él la
misma vulnerabilidad que veía a veces en James y que tanto le derretía.
- Quiero ser una mejor persona – susurró. – Quiero
ayudar a mi madre y dejar de ser una carga para ella. Aquí nadie me dará
trabajo…
John le invitó a sentarse en una roca junto a la
fogata. Edward se movió con pasos vacilantes y se colocó donde le indicaron,
notablemente incómodo. John le dedicó una pequeña sonrisa, dispuesto a ser amable
con ese joven valiente que estaba, tal vez por primera vez en su vida,
asumiendo sus errores. Le ofreció una taza de café caliente que recién estaba
preparando, pero el muchacho la rechazó.
- ¿Por qué nadie te dará trabajo? ¿La gente de la
ciudad sabe que has robado? – interrogó John.
- Alguno, tal vez. Pero lo dudo. Este es un sitio
grande.
- Precisamente por eso. En la ciudad debería ser fácil
encontrar trabajo, para un chico joven y sano como tú.
Edwad agachó la cabeza una vez más y John se preguntó
si acaso había dicho algo inconveniente.
- ¿No hay un herrero que necesite un aprendiz? –
insistió. – O un granjero que necesite otro par de manos. Tal vez, algún día,
puedas tener tu propia granja.
- Aquí nadie me dará trabajo – repitió el chico y
entonces, tiró ligeramente de la pernera de su pantalón, mostrando una fea
cicatriz que recorría su pierna. – No soy inválido. A veces, los días de frío,
me duele mucho. Pero me puedo mover. Puedo correr. Puedo manejar un pico y un
azadón. Sin embargo, la gente de esta ciudad nunca me dará ocasión de
demostrarlo. Ellos me vieron de niño, cuando parecía casi seguro que iba a
perder la pierna. Vieron cómo estuve casi dos años sin poder andar. Para ellos
soy un lisiado y siempre lo seré.
John sintió compasión y entendió lo que quería decir:
la vida en el Oeste era dura y nadie quería contratar a alguien que no
estuviera en perfectas condiciones. La América del siglo XIX no era un buen
lugar para los minusválidos y puede que ninguna parte del mundo lo fuera en
aquella época.
Además, había mucha superstición y cabezonería en la
mentalidad de la gente. El niño enfermizo de una región siempre sería el niño
enfermizo de una región, por más que al crecer fuera un adulto sano.
- ¿Cómo te hiciste eso? – preguntó James, con la
imprudencia de la juventud.
- Fue un lobo, cuando tenía seis años – respondió
Edward. Sus ojos se ensombrecieron y no dio más información.
Por fin John pudo entender por qué tanto miedo a Spark.
El pobre chico debía de haber pasado un susto terrible cuando el animal le
agarró del pantalón.
- Así que, ¿quieres trabajar para ayudar a tu madre? –
tanteó el señor Jefferson.
- Si me quedo aquí no haré nada bueno – murmuró
Edward. – Y… cuando vi cómo… cuando le conocí a usted, me pareció una buena
persona – le confesó a John. – Tal vez pueda enseñarme a ser una.
- Muchacho, tú no eres malo tampoco. Solo has hecho un
par de tonterías – dijo John. – Puedes venir con nosotros si quieres por un
tiempo, pero no puedo ofrecerte un trabajo…
- Yo sí – replicó el señor Jefferson. – Acabo de
comprar un terreno y hay mucho trabajo que hacer en él. Dime, chico, ¿estás
dispuesto a trabajar para un negro?
Edward recibió el impacto de cuatro pares de ojos
mirándole fijamente.
- S-sí, señor – respondió, al final.
- Perfecto. Edward, ¿verdad? George, George Jefferson
– se presentó, y le estrechó la mano, como para formalizar el trato. - En
cuanto vea lo que puedes hacer hablaremos de tu salario. No le pagaré lo mismo
a un aprendiz que a un hombre eficiente. Dormirás en el granero, pero lo
convertiremos en una vivienda aceptable. ¿Supone eso algún problema?
- No, señor. ¿De verdad va a contratarme?
- ¿No es eso lo que querías? – replicó el señor
Jefferson.
- Pues… s-sí… Pero lo único que sabe de mí es que soy
un ladrón.
- Sé que eras un ladrón, que intentas mejorar
tu vida, que lograste mantener esa pierna tuya pegada a tu cuerpo aun cuando
todo indicaba lo contrario y que, por lo que me han contado, encajaste seis
golpes con un cinturón sin soltar una sola lágrima.
Edward notó cómo su temperatura corporal aumentaba por
lo menos dos grados y el señor Jefferson soltó una pequeña carcajada al verle
tan azorado.
- Padre, eres cruel – le reprochó William.
- Qué poco sentido del humor.
Después de un par de comentarios jocosos más, le
ofrecieron a Edward quedarse a pasar la noche con ellos, pero el chico se
excusó diciendo que tenía que volver a su casa a despedirse de su madre y de su
hermano. Partirían al día siguiente y él les acompañaría y, aunque la aldea no
estaba muy lejos de la ciudad, tal vez pasarían algunas semanas antes de que
tuviera ocasión de volver.
Cuando Edward se marchó, John puso una mano sobre el
hombro del señor Jefferson.
- ¿Estás seguro? – le preguntó, sin que hiciera falta
especificar a qué se refería.
- Es cierto que necesito un par de manos extra, lo
hablé con mi mujer el otro día. Y ese chico necesita desesperadamente sentirse
útil.
John sonrió, sintiendo que aquella había sido la
decisión adecuada. Desempaquetaron la cena y se sentaron alrededor del fuego
para disfrutarla. Había bastante comida y aquella vez no hubo reclamos por el
pastel de carne.
- Padre – dijo James, después de comer el último dulce
que su cuerpo podía asimilar. - ¿Por qué le dijiste a Edward que no le puedes
contratar?
- Porque es la verdad – respondió el hombre,
desconcertado. – No depende de mí el contratar un ayudante de sheriff, sino del
alcalde, y ahora mismo no lo necesitamos. No puedo ofrecerle nada más y, aunque
me lo inventara, no podría pagarle de mi bolsillo. Sabes que estoy ahorrando
para comprar una granja o al menos un terreno.
- Pero ahora tienes mi dinero.
- Ya te dije que eso es para ti. No voy a malgastar tu
herencia.
- Tú has cambiado toda tu vida para quedarte conmigo.
Lo menos que puedo hacer es ayudarte.
John le miró con un profundo cariño y le pasó un trozo
de tela que hacía las veces de servilleta.
- Lo menos que puedes hacer es limpiarte – le dijo,
con una sonrisa. – No me debes nada, James. Y no he cambiado nada, porque estar
contigo es lo que le da sentido a mi vida.
James soltó una tosecilla tímida y bebió un trago de
agua, aunque el gesto fue más bien para disimular su vergüenza. No estaba
acostumbrado a escuchar esas cosas y mucho menos en público. Su primer padre
jamás le habría dicho algo así en compañía del señor Jefferson. Claro que, su
primer padre, seguramente, no estaría acampando en compañía de un negro. No
estaba seguro, no habían hablado con frecuencia de esos temas. Había tantas
conversaciones que no habían tenido… Y, algunas, jamás se habría atrevido a
tenerlas. Pero con John sí.
- Más o menos así es como suenas tú con Agatha, papá –
dijo William. Era cierto, el señor Jefferson estaba embobado con su recién
nacida.
- Y también contigo, William. Tu padre está muy
orgulloso de ti – le aseguró John.
El señor Jefferson carraspeó, incómodo y avergonzado.
- Ya basta de cursilerías. Si ya habéis terminado,
vamos a recoger, antes de que se ponga el sol – refunfuñó. John sonrió,
dispuesto de hacer de aquello un pasatiempo. Él también había sentido vergüenza
de expresar su afecto hacia sus hijas y era una de las cosas de las que más se
arrepentía.
Recogieron la cena y sacaron una bolsa de malvaviscos
para asarlos en la fogata a modo de postre. Los ojos de James brillaron con una
ilusión infantil al ver la golosina. Los había probado una vez. William, en
cambio, jamás los había tomado, pero se enamoró de ellos al primer mordisco.
James no podía imaginarse nada más perfecto que aquel
momento, bajo la tranquilidad de la luz del atardecer, sentado junto a una
fogata al lado de su padre, su perro y su amigo, con el estómago lleno. Se dejó
llevar por esa sensación de paz y, casi inconscientemente, se recostó sobre el
hombro de su padre. John, al notar que el niño se estaba durmiendo, decidió que
era el momento de acostarse.
- Antes de ir a dormir, escuchad algunas instrucciones
– anunció John. – Hace buen tiempo, así que dormiremos aquí fuera, junto al
fuego, y no pasaremos frío. No podéis alejaros del campamento. Si tenéis que
aliviar vuestras necesidades, George o yo os acompañaremos, ¿entendido? – dijo,
y esperó a que los dos niños asintieran. – Si en algún momento, por cualquier
razón, os decimos que os metáis en el carromato, lo haréis inmediatamente.
- Sí, padre.
- Sí, tío John.
- Muy bien. Pues venga, cada uno a su manta.
- ¿No vamos a contar historias? – dijo James.
- ¡Sí, o a cantar! – propuso William. – ¡Padre canta
muy bien!
- Willie, no digas tonterías…
- ¡Es verdad! A madre le gusta mucho cuando cantas. Y
a mí también.
- Ahora debemos oírlo – dijo John.
- El chico exagera…
- Seguro que canta mejor que padre, señor Jefferson –
dijo James, con una sonrisa. – Porque peor es imposible.
- ¡Pero bueno! – se indignó John, levantándose para
perseguirle. Empezaron una carrera alrededor del campamento y al final John le
atrapó y le levantó por los aires, colgándosele de un hombro como si no pesara
nada. – Me parece que tú vas a dormir colgado de un árbol, bien envuelto y
preparado para ser comida de osos.
- ¡Ay! ¡Jajaja! ¡No hay osos por aquí!
- ¿No? ¿Estás seguro de eso?
- ¡Jajaja! ¡Bájame, padre, bájame!
John le bajó, no sin antes darle una palmada flojita
como gesto de cariño hacia ese mocosito descarado que le había robado el
corazón. No le dejó libre del todo, sino que tan solo le puso recto para que no
se le bajara la sangre a la cabeza.
- Ahora sí que tienes que cantar, George, o vendrán
los ojos a comerse a este diablillo.
El hombre sonrió, envidiando internamente la relación
que existía entre ellos. Quería mucho a su hijo y también tenía momentos en los
que jugaba con él, pero la conexión de James y John parecía muy especial.
Decidió complacerles y empezó a entonar una canción sencilla.
Su público le escuchó con atención y pidió algunos bises y, finalmente, se
expandieron alrededor de la hoguera para dormir.
El cielo estaba ya oscuro, y la luna y las estrellas
se veían con claridad. James las observó durante un buen rato mientras esperaba
a que le venciera el sueño. Todo estaba en silencio, a excepción de algún
lejano búho o tal vez una lechuza que ululaba antes de salir a cazar. No supo
si fue ese silencio, o tal vez las extrañas luces y sombras que producían las
llamas al crepitar lo que hizo que se le erizaran los pelos de los brazos. La
noche era inquietante y estuvo tentado de coger su manta y meterse dentro del
carromato, pero eso le habría hecho quedar como un cobarde. Por suerte, Spark
se acercó a él y se tumbó a su lado, como si hubiese percibido que necesitaba
su compañía. James pasó un brazo alrededor de su perro y respiró hondo, mucho
más tranquilo. A los pocos minutos, se durmió.
Despertó un par de horas después con la urgente
necesidad de vaciar la vejiga. Levantó la cabeza. Todos en el campamento
estaban dormidos: todos, menos Will. Con una sola mirada los niños entendieron
que se habían despertado por el mismo motivo. James se levantó con torpeza y
caminó hasta el bulto que correspondía a John. Su padre dormía plácidamente y
le dio apuro despertarle. Will y él echaron a andar hacia los árboles.
Segundos después, Spark acusaba la ausencia de su
amigo. Olisqueó en busca de James y soltó un ladrido cuando vio que no estaba
en el campamento. John se despertó con el sonido, y miró a su alrededor,
confundido al principio.
- ¡Shh, Spark! ¡Duérmete, vas a despertarlos!
Pero en ese momento, se dio cuenta de que no había
nadie a quien despertar. El señor Jefferson comenzó a reaccionar lentamente a
los ladridos y John se dio cuenta de que ni su hijo ni James estaban sobre sus
mantas.
El corazón se le subió hasta la garganta, o la tráquea
se le hizo un nudo, porque de pronto no podía respirar. Actuando por instinto,
buscó el rifle. ¿Alguien se había llevado a los niños? Spark lo habría
impedido. Él se habría despertado. No podía ser tan imbécil como para dormir
tranquilamente mientras se llevaban a su hijo.
- ¡William! ¡James! – llamó. La voz le temblaba. Su
voz nunca temblaba.
- ¿Se han ido?
El señor Jefferson estaba igual de confundido.
Antes de que ninguno de los dos pudiera decir nada
más, escucharon una risa. Después, un ruido como de vegetación apartándose. Sin
dudarlo un segundo, John corrió en la dirección del sonido y así pudo encontrar
a los niños, que estaban jugando entre los árboles. Estaba oscuro, la luna
apenas iluminaba por los huecos de las hojas y las ramas, pero aun así
distinguió sus rostros.
- JAMES DUNCAN, ¿QUÉ DIABLOS HACES AQUÍ FUERA? – bramó
John.
James se encogió en el acto. John no solía gritarle y
tampoco solía decir su nombre completo, mucho menos en aquel tono.
- M-me hacía pis, padre.
- ¡OS DIJE QUE NO PODÍAIS ALEJAROS!
- No fuimos muy lejos, solo… mmm…
En ese momento llegó el señor Jefferson, igualmente
alterado.
- ¡William!
- ¿Acaso no os dije claramente que si teníais que nos
avisarais a mí o al señor Jefferson? – siguió increpando John, recuperándose
del susto y asimilando el enfado que sentía. ¿Es que acaso el niño no entendía
que había animales salvajes, hoyos desafortunados en los que caerse, hombres
malvados dispuestos a causar daño y cientos y cientos de peligros más que
acechaban en la noche? Cierto, estaban en una zona segura, pero si había
accedido a dormir al aire libre era únicamente porque confiaba en que James iba
a estar cerca para poder protegerle.
- Lo siento, padre. No quería despertarte…
- Lo sentimos – murmuró Will.
- No, todavía no lo sientes – replicó el señor
Jefferson. - ¿Sabes el susto que me has dado, muchacho? ¡Si te dicen que te
quedes en el campamento, te quedas en el campamento!
Con un movimiento rápido que ninguno pudo distinguir
bien por la falta de luz, el señor Jefferson se desabrochó su cinturón. El
sonido metálico de la hebilla fue más espeluznante que nunca debido a que los
cuatro cuerpos eran solo sombras entre la penumbra.
- ¡No, padre! – protestó Will débilmente. El señor
Jefferson tiró de él hasta acercársele, y dejó caer tres golpes sobre el
pantalón del niño, que empezó a llorar antes de que cayera el primero.
ZAS ZAS ¡Ayy! ZAS
El llanto de William taladró los oídos de James,
testigo de toda la escena. El ruido del cinturón impactando sobre su amigo le
había hecho estremecerse y solo podía pensar que él iba a ser el siguiente.
Un nuevo sonido metálico se escuchó cuando el señor Jefferson
volvió a colocarse el cinturón. Mientras tanto, John rodeó a William con un
brazo, intentando calmarle.
- Shhh.
- Bwaaa… snif… Tío John, no es justo. No queríamos
hacer nada malo… snif… snif
- Desobedecisteis, Will. Eso siempre es malo. No podíais
dejar el campamento y los dos lo sabíais.
- Snif… snif…
- Ven aquí, chico – llamó el señor Jefferson.
- ¡No, pa!
-Ven, caramba, ya no voy a castigarte más – le
prometió, y no esperó a que se acercara, sino que volvió a tirar de él, pero
esta vez para darle un abrazo. El niño dejó escapar un sollozo sobre el pecho
de su padre y después se calmó. – Tienes que hacer caso, Willie. Muchas cosas
te pueden pasar aquí fuera.
- Snif… perdón.
- Anda, volvamos al campamento.
Padre e hijo desaparecieron y James se quedó a solas
con John, sin saber qué iba a pasar con él.
- ¿Por qué no me hiciste caso, James? – preguntó John
al final con un suspiro.
- Te vi dormido…
- Me asusté mucho cuando desperté y vi que no estabas.
- Lo siento, papá…
- El “papá” no te va a salvar esta vez. William y tú
os fuisteis juntos, así que tendréis el mismo castigo.
James respiró hondo y permaneció atento a los
movimientos de su padre, como un conejito asustado que se queda petrificado
cuando ve a un zorro intentando entrar en su madriguera.
John llevó una mano a su cintura, y desabrochó su
cinturón con desagrado. Pasó lentamente cada una de las trabillas hasta
sacárselo por completo. No tenía el cuero allí y estuvo tentado de apartar el
cinturón y castigar a James tan solo con su mano, pero quería que el niño
entendiera la importancia de hacerle caso en aquellas situaciones y además
debía ser justo y equitativo y demostrarle a su hijo que de verdad recibía la
misma reprimenda que William. Misma falta, mismo castigo. De lo contrario les
crearía ideas equivocadas. Por otro lado, aunque no llevaba la cuenta ni le
guardaba ningún tipo de rencor, sí que era cierto que durante aquel viaje había
habido un par de ocasiones en las que había sido suave con el chico. Era
importante que entendiera que, así como podía ser blando cuando la situación lo
permitía, también podía ser duro. James ya se había arriesgado demasiado al
perseguir a Edward aún cuando le dijo que no lo hiciera y horas después volvía
a ponerse en peligro por desobedecer una orden suya. Tres cintazos se quedaban
cortos y Jonh, en el fondo lo sabía, así como el niño también tenía que saberlo
en su interior.
Dobló el cinto asegurándose de que agarraba y protegía
con su mano la hebilla, para que no hubiera ningún riesgo de golpear al
muchacho con eso. Después, agarró a James del brazo, preparado para que el niño
se resistiera, pero no le sintió tirar.
Dejó caer el primero con poca fuerza, pero la
suficiente como para que sonara. John estuvo seguro de que le escoció.
ZAS
- Mmm.
- Nunca vuelvas… ZAS… a desobedecerme…. ZAS
Escuchó un gemido y un llantito suave, como si el
chico estuviera intentando contenerlo. Dejó caer el cinturón y le apretó contra
su pecho.
- Yo me muero si te pasa algo, James – le aseguró,
mientras frotaba su espalda. Notó como el niño apretaba con fuerza su camisa y
le dejó desahogarse y llorar mientras acariciaba su espalda. – Ya está, ya
está…. Shhh.
- Snif… Edward no lloró – dijo de pronto.
- Tus lágrimas no son solo de dolor, también son de
tristeza, de rabia y de culpabilidad, porque es tu padre quien te ha regañado,
así que te apena, te enfada y te hace sentir arrepentido al mismo tiempo –
respondió John. – Además Edward es mayor que tú. Y a ti te pegué con mucha
fuerza.
Eso último era mentira y los dos lo sabían. De hecho,
James estaba acostumbrado a más golpes y más fuertes, pero John tenía razón, lo
que sentía era una mezcla extraña de emociones que no le gustaban en absoluto.
Odiaba que John le regañara y odiaba haberse portado tan mal como para que lo
hiciera.
Permanecieron abrazados durante un buen rato, y fue
James el primero en separarse para limpiarse la cara. John se agacho para
recoger su cinturón y volvieron juntos al campamento. El señor Jefferson y
William ya estaban tumbados y en silencio, pero era poco probable que se
hubieran dormido en tan poco tiempo.
Spark, que se había quedado a guardar sus pertenencias, correteó a su
alrededor y les lamió las manos.
- Snif… hola, chico.
James se metió bajo sus mantas sin decir nada y se
dejó consolar por el animal, pero entonces sintió que un gran peso se echaba a
su lado. John había corrido sus mantas y las había acercado a las suyas.
- Hace frío – dijo, como excusa.
James asintió, aceptando la explicación, y rodó
ligeramente hasta quedar pegado a él.
- Mucho frío – corroboró.
“Pero ahora ya no” pensó, mientras sentía una mano
cálida acariciando su pelo.
N.A.: En la actualidad no hay lobos
en el estado de Maryland, pero los hubo en el siglo XIX.
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