CAPÍTULO 86: La pólvora y la mecha
Cole se había metido en líos por culpa de Max. Sabía
que no tenía sentido guardarle rencor a un niño de nueve años, pero me daba
pena mi hermanito, que se estaba enfrentando a un castigo mientras nosotros
elegíamos un regalo para Sam.
- ¿Qué es esto, una excursión? Dile a los niños que no
toquen nada – gruñó el dueño del local.
Era una tienda bastante rara, con objetos que no
guardaban relación entre sí, más allá de que algunos estaban cubiertos de polvo
y todos en general parecían salidos de una película de los ochenta.
- No se preocupe, mis hermanos saben comportarse –
respondí, ofendido, pero por si acaso le di la mano a Kurt y a Alice. Michael
optó por coger a Hannah en brazos.
Mientras deambulábamos por los pasillos de aquella
tienda mirando en las estanterías, me dediqué a pensar en la familia de Holly.
Tenía muchas ganas de hablar con Scarlett, pero no sabía cómo introducir la
conversación, ya que ella no dejaba que nadie se acercara a menos de un metro.
Leah, en cambio, había confirmado mi primera impresión sobre ella, porque no
había sido muy amable con Barie. Tendría que hacer un esfuerzo por llevarme
bien con ella, pero como volviese a reventar la burbuja de mi hermanita yo le
iba a reventar otra cosa.
Zach encontró una armónica y pensó que podía ser un
buen regalo para Sam. No era muy cara y estaba en buen estado, así que a todos
nos gustó la idea. Ya íbamos a ir a pagar cuando me fijé en un libro
antiquísimo y grande, el tipo de libro que un gusanito de biblioteca como Cole
sabría apreciar. Con el dinero que nos había dado papá tenía suficiente para
comprar la armónica y el libro…
- Ted, ¿qué haces? – me dijo Alejandro, cuando me vio
cogerlo.
- Al enano le encantará…
- Sí, y papá te desollará vivo.
- Bueno.
- ¿Cómo que bueno? Se supone que tú eres el razonable.
- No le estoy robando – me defendí. – Le devolveré el
dinero cuando lo tenga. Escucha, el castigo me lo voy a comer yo, ¿vale? Así
que no te preocupes.
Alejandro me miró como si hubiera perdido la cabeza,
pero no puso más objeciones. Pagamos y al poco recibí un mensaje de papá
diciendo que ya podíamos volver. Le enseñamos la armónica y me preguntó cuánto
nos había costado.
- Mmm.
- ¿Ocurre algo?
- La armónica no fue cara. Pero le compré una cosa a
Cole. Un libro.
- ¿¡Un libro!? – exclamó el enano, que al parecer me
había escuchado.
- Ahá – se lo di y Cole se puso a hojearlo con gran
entusiasmo. – Esto es todo lo que me sobró… - le dije a papá, dándole el
dinero. – Lo siento… Pero lo vi y pensé en él…. No me gusta verle triste y
pensé que esto le animaría…
Papá me miró fijamente, con rostro serio e
indescifrable. Tiró de mí y creí que se me venía una buena encima, pero solo me
dio un abrazo.
- Eres un gran hermano – me dijo y después se separó y
me tiró de la oreja. – La próxima vez pídeme permiso.
- Auch. Mi orejita – protesté, con un puchero
sobreactuado. – Le estás cogiendo afición.
- Es una orejita muy tentadora – se burló.
- ¿No estás enfadado?
- No. Fue una buena acción, hijo. Aunque si te doy
dinero para que lo gastes en algo, espero que lo gastes en eso y me des la
vuelta.
- Sí, pa. Te lo devolveré el mes que viene, que ahora
estoy sin blanca…
- No hace falta, canijo. ¿Te gusta el libro, Cole? –
preguntó.
- ¡Sí! ¡Gracias!
- No hay de qué. No es una recompensa por cruzar a lo
loco, ¿eh? – le dije. – Si haces eso otra vez yo también me enfadaré contigo.
Cole se hizo pequeñito en su asiento.
- Papá, dile que no me regañe - protestó.
- Mala suerte, enano. Es tu hermano mayor y eso
significa que puede regañarte si haces tonterías.
- Buh.
- Ah, pero también te hace regalos cuando le apetece
consentirte. Pros y contras, campeón. Ahora todo el mundo a los coches, no
hagamos esperar más a Holly – dijo papá.
Nos pusimos en camino y no tardamos mucho en llegar.
La familia de Holly todavía estaba en la puerta de la pizzería.
- ¿Todo bien? -
preguntó, cuanto bajamos del coche.
- Todo perfecto – le tranquilizó papá, con una
sonrisa.
- Tenemos que esperar un poco para entrar – nos
explicó Holly, con cierta vergüenza. – Somos demasiados y ahora mismo no tienen
tanto sitio libre… Pero han dicho que no tardarán.
- ¿Qué clase de estúpida piensa que puede entrar a
comer con veintiséis personas sin hacer reserva? – gruñó Sean. – Hay que ser
idiota.
Abrí mucho los ojos al escucharle decir aquello. Su
tío, Aaron, puso tal expresión de furia que se me erizaron los pelos de la
nuca, pero papá fue el primero en reaccionar.
- No le hables así a tu madre – le regañó.
- ¡No dije ninguna mentira! – protestó Sean.
- No voy a permitir que le faltes al respeto de esa
manera – dijo papá.
- ¿Ah, no? ¿Y qué vas a hacer?
- Él no lo sé, pero te aseguro que yo voy a darte la
zurra que estás pidiendo a gritos – replicó Aaron, entre dientes.
Mis hermanos y yo bajamos la cara con vergüenza. Eran
muy raras, por no decir inexistentes, las ocasiones en las que papá nos avergonzaba
así. Si nos tenía que regañar en público, solía evitar especificar el castigo
que nos esperaba al llegar a casa.
Me sorprendió un poco enterarme de que a ellos les
castigaban de esa forma también. Teníamos demasiadas cosas en común, por lo visto.
-
AIDAN’S POV -
No debería haberme metido, no era nadie para regañar
al chico, pero no podía dejar que tratara así a su madre. Holly no solo parecía
dolida, sino también resignada, como si aquello fuera ya algo habitual. Sabía
que Sean tenía alguna clase de problema que aún no comprendía del todo, pero
eso no le daba derecho a actuar sin medir las consecuencias. Aaron había sido
innecesariamente directo y bruto, pero en aquella ocasión no podía evitar
pensar que tenía un punto de razón…
- Tienes razón, cariño, debería haber reservado antes.
Tengo que hacerlo incluso cuando somos solo doce. Pero no sabía dónde íbamos a
comer y además no solemos comer fuera, así que no me di cuenta. No soy estúpida
por eso, ¿no? – dijo Holly, con voz calmada. - Ni idiota.
Sean arrugó ligeramente la cara, en un gesto parecido
al de mi hijo Kurt cuando le regañaba que le restó muchos años.
- Tendrías que haber reservado – siguió refunfuñando.
- Y tú tendrías que haberme hablado mejor, cielo. Has
perdido un punto.
- ¿Qué? ¡No, mamá, no! – protestó, con la voz muy
aniñada de pronto. No sabía qué era eso de los puntos, pero a Sean pareció
fastidiarle de verdad.
- Ya hablamos en casa, corazón. Mira, creo que ya
vienen a por nosotros.
Efectivamente, un hombre salió a decirnos que ya
podíamos entrar. Mis hijos y los de Holly fueron pasando, pero yo me entretuve
unos segundos, reflexionando sobre con qué facilidad había cortado el ataque de
ira de su hijo. Sean le insistió un par de veces diciendo que no quería perder
aquel punto, pero ella le silenció con una caricia.
- ¿He metido la pata? – la pregunté, intentando que
nadie más nos escuchara.
- No – respondió, pero la sequedad de la respuesta me
hizo pensar que sí. Quizá por eso, ella decidió explayarse. – Me sorprende lo
bien que ha reaccionado. No te conoce mucho, podría haber estallado, pero no ha
sido así. No has hecho mal en regañarle, yo también lo hago – me tranquilizó. -
Sean tiene un sistema de puntos. Los gana cuando reacciona bien en situaciones
en las que normalmente reaccionaría mal, es decir, si consigue reprimir sus
impulsos. Cuando alcanza cincuenta, tiene un premio. Sé que es algo infantil,
pero nos lo recomendó su psicólogo y la verdad es que funciona. En muchos
sentidos Sean actúa como si fuera más pequeño, así que supongo que es adecuado.
Cada vez que hace algo mal, pierde puntos.
Asentí, entendiendo la idea.
- Aaron dice que no deberíamos premiarle por hacer lo
que se supone que tiene que hacer – continuó.
- Aaron no es su padre – repliqué. – Sean es tu hijo,
tú sabes lo que es mejor para él.
- La verdad es que no lo sé – me confesó. Nos
apartamos del resto y dejamos que Sam, Michael, Ted y Aaron se encargaran de
organizar los asientos de cada uno. – Solo sé que Sean es incapaz de
controlarse por sí mismo. Todo el mundo piensa cosas desagradables, no lo
podemos evitar. Cuando alguien te saca de tus casillas, seguro que piensas en
darles un puñetazo, ¿no? Pero casi siempre logramos controlar ese instinto. Él
no. Él no tiene filtros en lo que a la rabia se refiere. Cualquier pensamiento
venenoso, cualquier deseo de atacar, lo lleva a cabo. Estoy segura de que más
de uno de tus hijos y de los míos han pensado que ha sido estúpido por mi parte
no reservar el restaurante, pero no lo han dicho en voz alta, porque saben
controlar las pequeñas frustraciones. Existen personas que no pueden
sobreponerse al impulso de comer y canalizan de esa manera sus heridas. Otras
personas desarrollan un trastorno obsesivo compulsivo. Otros son cleptómanos, y
roban sin necesidad de hacerlo, y no por el deseo de apropiarse de bienes
ajenos sino porque no pueden evitarlo. Cientos y cientos de trastornos
relacionados con el control de los impulsos. El de mi hijo Sean se canaliza a través
de la ira. Es incapaz de manejarla. Su terapeuta conductual considera que es un
mecanismo de defensa de su cerebro, como el mutismo selectivo de Scay. Mi vida
sería mucho más sencilla si considerara que mi hijo es simplemente un
maleducado, pero sé que es más que eso. Cuando cede a un impulso
particularmente violento, se siente muy culpable después e incluso ha llegado a
autolesionarse, esa es la otra parte de su trastorno.
Escuché con atención y vi al chico con otros ojos.
Sabía lo que era tener un hijo que no reaccionara con normalidad ante
situaciones cotidianas. Muchos padres pensaban que Dylan era un niño caprichoso
porque no comprendían en qué consistía el autismo. La situación de Sean era
similar en ese sentido. Al chico no le faltaba mano dura, su tío se encargaba
de ello, pero eso no servía cuando el problema no estaba en su actitud, sino en
su cerebro. Nos quedaban aún tantas cosas por descubrir de la psicología
humana…
- Sé lo que es dudar de tu capacidad para ayudar a tu
propio hijo – respondí, tomando su mano para mostrarle mi apoyo. – Pero creo
que estás haciendo un gran trabajo.
Holly me sonrió de esa forma dulce que se metía en
cada poro de mi piel y fuimos a sentarnos con nuestras familias. Me sorprendió
verles mezclados, mis hijos entre los suyos, pero supe que había sido cosa de
los más mayores, que les habían distribuido así para que pudieran conocerse
mejor. Ted estaba entre Scay y Blaine. Scarlett parecía un pajarito encogido en
su pequeña burbuja de espacio personal, nerviosa por la presencia de un
extraño. Holly se sentó al otro lado de su hija, para ayudar a que se sintiera
cómoda. Colocó a los trillizos a su izquierda y Aaron le pasó un bolsón grande
con cosas de bebé. Holly sacó unos tápers pequeños con comida para sus enanos.
- ¿No pueden comer pizza? – se interesó Barie.
- Les daré un trocito para que la prueben, pero en
general estos bichitos comen bastante mal, es una pelea continua.
- ¿Te puedo ayudar? – preguntó mi princesa.
- Claro, ven – le sonrió.
Las observé durante un rato, muerto de ternura, pero
Alice reclamó mi atención tirando de mi jersey.
- Papi.
- Dime, bebé.
- ¿Cuál me gusta? – preguntó, señalando el menú de las
pizzas, concretamente las fotos que era lo que ella mejor entendía.
- No te preocupes por eso, peque. Pediremos varias
para compartir y así puedes probarlas todas – intervino Sam.
Alice me miró a mí como esperando confirmación y
cuando asentí me sonrió.
Todo estaba saliendo bastante bien. Holly y yo
intentamos recapitular las diversas preferencias y más o menos conseguimos
tener claro qué teníamos que pedir. Se lo dijimos al camarero y al poco nos
trajeron la bebida mientras se hacían las pizzas.
Kurt había pedido Fanta de naranja, pero se la
trajeron en lata y no la sabía abrir. Blaine se la quitó gentilmente y la abrió
por él, ganándose una de las sonrisas encantadoras de mi enano.
- No sé por qué no han dejado que estén los niños – le
escuché quejarse a Sam.
- Para que cupiera más público de fuera, que es el que
paga – sugirió Aarón.
- Si ese era el problema, a mí no me hubiera importado
actuar dos veces.
- ¿Vas mucho por allí? – le pregunté, desando
conocerle más.
- Los fines de semana. Es el orfanato en el que estuve
cuando murió mi madre, antes de irme a vivir con Holly – respondió, con toda la
naturalidad del mundo. No me pasó inadvertido que dijo “con Holly” y no “con mi
padre”.
- ¿Estuviste en un orfanato? – se interesó Zach.
- Cuando tenía quince años. Fue por muy poco tiempo.
No les gusta llamarlo orfanato, pero eso es lo que es.
Antes de que Zach pudiera hacer más preguntas,
comenzaron a traer las pizzas. Dos barbacoa, dos carbonara, dos cuatro quesos,
dos de pepperoni, dos de anchoas, todas ellas de tamaños familiar. Parecía una
cantidad imposible de comida y aún así yo sabía que probablemente no sobraría
nada.
Alice y el pequeño West se pusieron totalmente
perdidos de tomate. Holly estaba ocupada en ese momento con los trillizos, así
que limpié su hijo a la vez que a la mía.
- Ya está, campeón – le dije. – Ten, usa el cartoncito
para agarrar la pizza. ¿Te gusta?
- ¡Shí!
- Me alegro, peque. Si quieres más me lo dices,
¿bueno?
- Vale :3
Le sonreí y, casi sin ser consciente de lo que hacía,
moví la mano para acariciar su cabello, bonito y llamativo, de un largo que
hacía que fuera fácil confundirle con una niña. West levantó la mirada y cuando
sus ojos se cruzaron con los míos me devolvió la sonrisa. Era un enano
adorable.
Noté a alguien tras mi espalda junto antes de girarme
para ver a Barie.
- Papi – me dijo, pero después se mordió el labio y no
continuó.
- ¿Qué ocurre, cariño?
- Yo… mm… Tengo una emergencia.
Durante un segundo, me alarmé, pero luego entendí que
no sucedía nada grave o su tono habría sido más apremiante. Mi princesa había
sonado principalmente vergonzosa.
- ¿Qué clase de emergencia?
- Mmmm.
¿Qué le daba tanto apuro? Apreté su brazo suavemente
para darle ánimos.
- Es que… no traje… mm…
Pensé en qué día del mes estábamos e hice cálculos
mentales. Si no me equivocaba, a Barie tenía que bajarle la regla en un par de
días. Sus primeros períodos habían sido muy regulares.
- ¿Se te adelantó y no tienes compresas? – aventuré.
Bárbara asintió, y agachó la cabeza, escondiendo su
hermosa carita bajo una cortina de pelo negro.
- ¿Le preguntamos a Holly? A lo mejor ella tiene –
sugerí.
Ella asintió de nuevo.
- Pero hazlo tú – me pidió.
- Está bien, princesita vergonzosa.
Me levanté y caminé hasta Holly. Habían juntado muchas
mesas para que estuviéramos todos juntos y seis de nuestros hijos nos
separaban. Podíamos hablar en voz alta, pero aquella era una conversación que
requería privacidad, por el bien de mi hija y de sus mejillas, que no podían
estar más rojas.
- Hola - saludé.
- Hey. No está yendo mal, ¿no? – me dijo, mientras
metía una cucharita con puré en la boca de uno de sus trillizos.
- No lo gafes – sonreí. - ¿Estás comiendo algo?
¿Quieres que te eche una mano? Ellos son tres y tú solo una.
- No hace falta. Aaron y tu hija me están ayudando
mucho.
- Ah, sí. Venía por Barie, precisamente. ¿No tendrás
una compresa por casualidad? – susurré. ¿Por qué me dio apuro decirlo? ¿Acaso
tenía doce años yo también?
- Oh. Sí, claro. Espera que busque – me dijo y miró en
su bolso. Sacó una especie de sobrecito de plástico colorido y me lo dio. Me di
prisa en guardármelo en el bolsillo. – Es una compresa, no droga, no hace falta
que lo escondas así – se rio.
- Debería tratarlo con más naturalidad, ¿verdad? –
pregunté, abochornado. – Quizás así Bárbara no tendría tanta vergüenza.
- Es una adolescente: sentir vergüenza va en su ADN.
- Preadolescente – corregí, poco dispuesto a asumir
que mi princesa estaba creciendo. – Será mejor que se la lleve, no sé qué tan
urgente es. Gracias, Holls. ¿Se supone que deba tener una de estas siempre a
mano por si hay imprevistos?
- Puedes decirle que guarde una en el bolso por si
acaso.
- Copiado – respondí y volví con mi hija para darle el
sobrecito. – Toma, cariño.
- Gracias – respondió, totalmente ruborizada, y
prácticamente desapareció en dirección al baño.
Aproveché que me había levantado para cotillear un
poco cómo le iba al resto de mis hijos. Zach hablaba con Jeremiah y parecía que
era en buenos términos, pero Harry, a su lado, mordisqueaba sin ganas el borde
de una porción de pizza, poniendo muecas que Jemy no podía ver. Bastó una
mirada para que parara y le llamé con un dedo para que se acercara.
- No estaba haciendo nada – se quejó, cuando estuvo
delante de mí.
- Siempre que te defiendes de algo antes de que te
acuse te estás delatando tu solo – le respondí. Intenté no enfadarme, estaba
convencido de que mi niño no tenía maldad dentro de él, solo inconsciencia. -
¿Te burlas de un ciego? – pregunté, sin rodeos.
Harry arrugó los labios y se mordió uno de los
extremos.
- No, papá…
- ¿No era eso lo que estabas haciendo? – insistí. -
¿Poniendo muecas que Jeremiah no puede ver?
- ¡Es que conoce a Zach de media hora y ya hablan como
si fueran amigos! – protestó.
Me apreté el puente de la nariz. Celos. Harry seguía
teniendo celos al ver que sus hermanos se llevaban bien con los hijos de Holly.
- ¿Y no has probado a unirte tú a la conversación?
- ¡Lo haría si no fuera una conversación de
empollones! ¡Están hablando de no se qué de los neandertales!
A Zachary le gustaba bastante la prehistoria. Le
habían hablado de eso en el colegio y le había fascinado. Por lo visto,
Jeremiah compartía su interés. Se me hacía un tema de conversación bastante
raro para una comida, pero me alegraba de que hubieran hecho buenas migas.
Puse una mano sobre el hombro de Harry.
- Tu hermano ha hecho un amigo. ¿No deberías
alegrarte?
- Hum.
- Sé que es difícil para ti, canijo. Sé que no puedes
evitar sentirte como te sientes. Pero nadie te está quitando nada, ¿bueno? Zach
siempre será tu gemelo – le aseguré. - Jeremiah es un buen chico, estoy seguro
de que si le das una oportunidad te caerá bien.
- Para ti es fácil decirlo.
- No, al contrario. Nada de esto es fácil para mí. Me
lo estoy jugando todo aquí, Harry – le confesé. – Estoy arriesgando mi corazón.
- Ay, papá. No te pongas cursi.
- No es cursilería, es sinceridad. ¿Crees que yo no
tengo miedo? Estoy aterrado, hijo. Mi familia es lo más importante para mí. Lo
único importante. No quiero haceros daño.
- Entonces deja las cosas como están…
- Así solo os estaría enseñando a no luchar por lo que
merece la pena.
- ¿Holly merece la pena? – me preguntó.
Tardé en responder. Desvié los ojos hacia ella, que
sonreía por algo que le estaba diciendo Hannah.
- Eso creo, campeón – susurré, al final.
Harry bufó y respiró hondo.
- No le haré burla a Jeremiah – murmuró. – Pero aún no
voy a bajar la guardia.
- Muchacho precavido vale por dos – le dije, recitando
un refrán popular. Entendía su necesidad de estar alerta. Dejaría de estar a la
defensiva cuando estuviera preparado.
Le acompañé a su asiento y escuché un trozo de la
conversación entre Zach y Jemy.
- … pero eran más fuertes que los homo sapiens – decía
Jeremiah en ese momento.
- Sí, pero eran menos – replicó Zach.
Harry me miró como diciendo “¿Ves lo que tengo que
aguantar?”.
- ¿Sabéis lo que no tenían los neandertales? Pizza y
se os está quedando fría – les hice notar.
- Ya no puedo comer más – respondió Jeremiah.
- ¡Pero si apenas tomaste dos trozos! – objetó Zach. –
Come algo más.
- Bueno. ¿Me das una de queso? – le pidió, pero Harry
se adelantó y le acercó a un trozo. Le sonreí con orgullo y les dejé
tranquilos.
Volví a mi sitio, pero antes le hice una caricia a
Cole cuando pasé a su lado.
- Me he comido media pizza yo solo – me anunció, con
el tono de quien ha conseguido una gran hazaña.
- ¡Hala! Sí que debías de tener hambre.
- Quiere más, pero no sé si le sentará bien –
intervino Leah. – Se supone que cada una de estas es para cuatro personas.
Casi me sorprendí de escuchar su voz. No sabía demasiado
sobre ella, salvo que era huraña y que yo no le caía demasiado bien. Fue
extraño oír cómo se preocupaba por mi hijo.
- Leah tiene razón, cariño. Si comes mucho, luego te
dolerá la tripa. Estas pizzas no son como las que comemos en casa, ¿mm? Son
gigantes.
- Pero están muy buenas, papi… papá – se corrigió.
Debía de darle vergüenza decirme “papi” delante de Leah.
- Enano glotón. Una porción más. Que luego querrás
postre.
- ¿Qué hay de postre?
- Por lo que he visto, aquí tienen helados.
Cole sonrió y Leah también. Tenía una sonrisa muy
bonita, pero la dejaba ver bastante poco.
- Ah, veo que fue una palabra mágica. Dejadme
adivinar… ¿de chocolate? – pregunté.
Cole asintió con entusiasmo, pero Leah se quedó
congelada, como si acabase de darse cuenta de que estaba manteniendo una
conversación cordial.
- Me da igual – gruñó. – Solo quiero acabar cuanto
antes para irme de aquí.
- ¿No lo estás pasando bien? – inquirí.
- ¿Y a ti qué te importa?
- Eh, no le hables así a mi padre – protestó Cole.
- Le hablo como quiero, microbio.
- Debe de ser muy difícil estar a la gresca todo el
tiempo – comenté. – Siendo arisca y fingiendo que no te gusta estar aquí solo
para sostener no sé qué pose de chica dura.
Al decirlo, me di cuenta de lo cierto que era. Esa niña
sentía la necesidad de llevar siempre un escudo encima. En cierto sentido me
recordó a lo que hacía a veces Alejandro, pero multiplicado por mil.
- ¡Cállate!
- No tienes que fingir. Puedes pasarlo bien. Puedes
admitir que te gusta estar aquí, con tu familia y con la mía, comiendo y
pasando un buen rato.
- ¿Qué sabrás tú? – me gruñó. - Nos ves cinco minutos
y ya te tragas el cuento de la familia perfecta.
- Ninguna familia es perfecta. Tampoco la tuya, ni la
mía. Pero sí hay momentos perfectos y no pasa nada por disfrutar de ellos.
Leah desvió la mirada. Supe que no debía presionar
demasiado, así que me fui a sentar y esperé que mis palabras la hicieran reflexionar
por lo menos un poquito.
Nada más volver a mi sitio, Ted se acercó a hablarme.
Empezaba a entender que la tranquilidad era una sensación inexistente cuando te
rodean veintitrés niños y adolescentes.
- Oye, papá, ¿le damos ahora la armónica? – me
preguntó, señalando a Sam.
El chico reía y hacía el payaso con una servilleta. Le
vi transformar el trozo de papel en una flor en apenas unos segundos, y se la
regaló a Madie, haciendo que se sonrojara.
- Bueno. Llama a tus hermanos, anda.
- Me da corte – admitió Ted, con algo de timidez. - ¿Y
si le parece una tontería?
- Es un regalo, seguro que le hace ilusión. Además, le
gusta la música, yo creo que habéis acertado – le animé.
Ted respiró hondo y cogió la bolsita con la armónica.
Llamó a sus hermanos y se pusieron delante de Sam. Le dieron la bolsita a Alice
y mi bebé se acercó al chico con sus pasitos delicados.
- ¿Qué traes ahí? – preguntó Sam, mirando a todos mis
hijos con curiosidad y desconcierto.
Mi pitufa miró a Ted en busca de apoyo y él le dio
ánimos con un gesto.
- Un “degalo” – respondió Alice, con una risita.
- ¿Un regalo? ¿Para mí?
- ¡Shi!
Sam lo abrió y lo observó por unos instantes.
Lentamente una sonrisa se fue extendiendo por su rostro.
- ¿Una armónica? ¡Genial! ¡Muchas gracias!
- ¿Te gustó? – preguntó Hannah.
- Me gustó mucho. No tendrías que haberos molestado.
- Siento haber salido corriendo de tu concierto –
murmuró Cole
- Hey, no pasa nada. Me alegro de que no te
atropellaran, tienes que tener cuidado, ¿eh?
Cole dio un pasito casi imperceptible para esconderse
detrás de Ted.
- Papá ya le regañó – le informó Hannah.
- Bueno, entonces me lo ahorro. ¿Me dais un abrazo?
Mis hijos más pequeños se abrazaron a Sam y yo quise
morir de ternura. Sean, Leah y Max hicieron gestos de asco, pero Holly les
ignoró y sacó una foto.
- Quiero una copia – le susurré.
- ¡Son tan monos!
- Empezando por tu muchacho. Sam es un chico muy
especial.
- ¡Tócala! – pidió Kurt.
- ¿Sabes? -
preguntó Zach.
- Un poco.
Sam sopló la armónica y le arrancó algunas notas que
no sonaron nada mal. Alice aplaudió y los trillizos la imitaron con una torpeza
adorable. Creo que fue en ese momento cuando empecé a pensar que aquello podía
funcionar. Que no estábamos tan locos. Que encajábamos los unos con los otros.
Claro que la tarde acababa de empezar…
No tardaron mucho en venir a pedir los postres y
prácticamente todos quisimos helado a pesar de que estábamos en invierno. Los
más pequeños comenzaron a levantarse para jugar. Sabía que debía enseñarles a
quedarse sentados hasta que todo el mundo terminara, pero ya habría tiempo para
eso. Kurt y West parecían estar pasándolo bien. Corrían entre las mesas,
olvidando cualquier pelea que hubieran tenido al principio del día como era propio
de los niños.
Las cosas se torcieron cuando West le pidió a Holly un
perrito de peluche que ella llevaba en el bolso. Se lo ofreció a Kurt para
jugar, pero él miró el juguete como quien tiene una revelación.
- ¡Papi! ¡Cangu! – me pidió, refiriéndose a su canguro
de peluche, del cual se había vuelto inseparable.
- Lo siento, capeón, no lo hemos traído.
- ¡Pero yo quiero a Cangu!
- Está en casa, cariño – traté de explicarle, pero mi
bebé puso un puchero. Le cogí en brazos y le di un beso en la frente. – Juega
con West y su perrito ahora, ¿bueno? En casa estará Cangu esperándote.
Kurt hizo más grande su puchero y sus ojitos se
llenaron de lágrimas.
- Ya, bebé, no llores, no pasa nada.
- Snif… quiero a Cangu, papi.
- Bfff. Por favor. ¿Qué tiene, seis o tres años? - dijo Sean. – Bebé llorica.
Kurt no reaccionó nada bien ante ese comentario. Su
llanto incipiente se volvió más fuerte y West estiró los brazos, ofreciéndole
su peluche como forma de consuelo. Kurt, emberrenchinado, lo cogió y lo tiró al
suelo con rabia.
- ¡Kurt, eso no se hace! – le regañé.
- Snif… ¡No soy… snif… un bebé llorica!
- ¿No? Pues me engañarías – replicó Sean.
West, por su parte, recogió su peluche, caminó de
nuevo hacia nosotros y le pegó a Kurt en la pierna, que era el único sitio
donde llegaba porque yo aún le tenía en brazos.
- ¡No tires mi peluche, gilipollas!
Abrí mucho los ojos, aquel me parecía un insulto muy
fuerte para un niño de cinco años. Kurt hubiera dicho algo así como “Tonto, le
hiciste pupa a mi peluche”.
- Eso no se dice – me salió solo.
- ¡Gilipollas, gilipollas!
- Esa es una palaba fea, West – insistí.
- ¡Cállate, puto!
- ¡West! -
intervino Holly. Yo, la verdad, estaba sin palabras. Decidí ocuparme de mi
niño, cuyo estallido me sentía más capacitado para controlar.
- Campeón, pídele perdón a West por tirar su peluche.
- ¡NO! – chilló, en ese tono demandante de cuando
tenía una pataleta. Le dejé en el suelo y se lo repetí.
- Pídele perdón.
- ¡NO! ¡Es tonto!
- No se tiran las cosas de los demás, ni se insulta.
¿Vas a querer un castigo? – le pregunté.
- ¡SÍ!
- ¿Sí? – le pregunté. Cuando estaba en pleno berrinche
no sabía ni lo que decía. Me agaché hasta ponerme a su altura. – ¿Quieres que
te dé en el culo?
Kurt abrió los labios, mudo por un segundo y luego
volvió a la carga.
- ¡Dale a él! ¡Es tonto! ¡Y su peluche es feo!
- Y tú estás haciendo una rabieta y cuando estemos en
casa te vas a pasar un buen rato en la esquina, me parece.
Los ojos azules de Kurt mostraron un aluvión de
emociones contenidas. Pateó el suelo y corrió hacia la mesa, cogió dos o tres
helados a medio comer y los tiró en mi dirección y en la de West. Las cosas
habían escalado tan rápido que ni siquiera super verlo venir, simplemente sentí
algo frío en la cara y luego me fijé en la expresión de mi niño, sorprendido
por sus propias acciones.
- ¡Perdón, papi, perdón!
West había empezado a llorar porque el pelo, la cara y
la ropa se le habían manchado de helado. Holly se le llevó al baño para
limpiarle y yo me quedé allí agachado frente a Kurt, todavía sin ser capaz de
reaccionar.
- Lo siento, papi – lloriqueó mi niño y me abrazó. Eso
me despertó de mi letargo y correspondí a su gesto, notando los nervios de mi
pequeño con aquel contacto.
- Te perdono, campeón, pero eso ha estado muy feo y va
a tener un castigo.
- Snif… ¿quina? – preguntó, mimoso, sin deshacer el
abrazo. - ¿O pampam?
Estuve tentado de responder “las dos”, pero sabía que
lo que había pasado no había sido tan grave y además ahora estaba calmado y
pidiéndome perdón. Me molestaba cuando me atacaban y no quería que mi mocoso de
seis años empezara a arrojarme cosas a la cara, pero no conseguiría nada siendo
excesivamente duro con él.
- … Vamos al baño – le dije, en lugar de contestar a
la pregunta.
- Yo te limpio, papi – se ofreció. Microbio tierno y
berrinchudo.
Ignoré las miradas de mis hijos, de Aaron y de los
hijos de Holly y de los escasos clientes que quedaban en el local, y alcé a mi
hijo para ir con él al baño. Le senté en el lavabo y me lavé la cara. Después,
le miré con rostro serio, buscando la manera adecuada de empezar aquella
conversación.
- ¿Por qué tiraste el peluche? – pregunté, pero no me
respondió. Decidí enforcarlo de otra manera. – No estoy enfadado contigo porque
quisieras a Cangu. Entiendo que estuvieras triste y Sean no tenía razón al
llamarte bebé llorica – le expliqué. Había criado a suficientes hijos como para
saber que algunos son más sensibles que otros y que, entre los cinco y los
nueve años, a veces lloraban por cosas que para mí no tenían mucho sentido,
pero para ellos eran todo un drama. Muchas veces tenía que ver con sus
juguetes, con los que se encariñaban casi como si estuvieran vivos. Olvidárselos
o perderlos era como separarse de un amigo. La verdad, prefería esos ataques de
emoción que se solucionaban con un abrazo a que su única aspiración fuera jugar
con la consola. El infantilismo de Kurt a la hora de disgustarse por cosas como
aquella era algo que se arreglaría con paciencia, abrazos y muchos mimos, no
llamándole “llorica” y avergonzándole por expresar sus sentimientos.
- Snif… Cangu está solito en casa – dijo Kurt,
frotándose los ojos. – Y se va a enfadar conmigo por no haberle traído.
Oww. Confirmado, mi pequeño estaba hecho de azúcar.
- No se va a enfadar contigo, mi amor. Seguro que está
descansando y echándose una siestecita – le tranquilicé. Podría haberle dicho
“Cangu es un peluche, los peluches no se enfadan”, pero solía tener más éxito
cuando aceptaba las reglas de su mundo en lugar de intentar imponerle las mías.
Kurt ya sabía que su peluche no estaba vivo, pero en su realidad imaginaria
Cangu era un ser especial que le protegía, le entendía y conocía todos sus
secretos. Era capaz de convivir a la vez con la idea de que Cangu era y de que
no era real. La mente de los niños resulta fascinante.
- Snif…
- West solo quería consolarte. No tenias por qué tirar
a su perrito.
- Él dijo palabras feas – protestó. Clásico recurso de
enfatizar lo que otros habían hecho mal para minimizar sus errores.
- Ahora no estamos hablando de lo que hizo West, sino
de lo que hiciste tú. Tiraste su peluche, le insultaste y nos tiraste helado.
Kurt gimoteó y esquivó mi mirada, intentando escapar
del regaño, pero no tenía salida.
- Estaría muy enfadado contigo, de no ser porque me
has pedido perdón. Y si solo hubiese sido un berrinche, no te castigaría, pero
esta rabieta la llevaste demasiado lejos. A papá no puedes lanzarle cosas a la
cara. Ni a papá ni a nadie.
Le levanté del lavabo y me metí con él en uno de los
baños. No había nadie, pero por si acaso. Kurt vino conmigo sin decir nada y
tampoco dijo nada cuando me senté en la taza, llevé las manos a su cintura y le
bajé el pantalón, pero sorbió por la nariz con una carita de pena que me
complicó mucho el asunto de hacer de padre estricto.
Le tumbé sobre mis piernas y le di cuatro palmadas.
PLAS PLAS… Au… Bwaaa PLAS PLAS
Inicialmente iba a darle seis, pero me ablandaron sus
sollozos y fui incapaz de continuar. Después de todo, se había disculpado.
Había entendido lo que había hecho mal.
Acaricié su espalda y le incorporé. Coloqué sus
pantalones y le di un beso en la punta de la nariz, buscando que dejara de
llorar. Kurt volvió a pasar los brazos alrededor de mi cuello e hizo que yo
sostuviera todo su peso.
- Ya está, cosita mimosa. Ya no llores más, que te vas
a quedar sequito.
- Snif…. ¿me vas… snif… a poner… snif... en la
esquina... snif… en casa?
- No, enano. Papá ya te castigó y todo esta olvidado.
Pero tienes que disculparte con West – le dije. – Y él contigo – añadí, antes
de que pusiera objeciones. – Pero tú tienes que ocuparte de hacer lo correcto,
independientemente de lo que él haga, ¿entiendes?
Kurt asintió y fue dejando de llorar poco a poco. Salí
con él al lavabo para mojarle la carita y terminar de calmarle, pero entonces
escuché la puerta del baño de mujeres abrirse bruscamente y el llanto de un
niño. Me asomé y vi cómo West salía corriendo. Holly se había metido con él en
el servicio de señoras para limpiarle. Lo más llamativo del asunto es que el
niño no llevaba puestos los pantalones.
- En seguida vengo, mi amor – le dije a Kurt y salí
detrás de West, atrapándole en pocos pasos. – Hey. ¿Qué pasó, peque? ¿Por qué
corres así?
- ¡Bwaa! ¡Mamá me pegó! – lloriqueó.
- Mmm. ¿Y te dijo por qué? – le pregunté mientras,
instintivamente, le cogía en brazos. West no me rechazó, al contrario, se
enroscó todo lo que pudo, pero no me respondió. – Dijiste muchas palabras feas,
enano. Y le diste un manotazo a Kurt. Mamá te castigó porque te portaste mal.
- Snif. ¡Es mala!
- No, mamá no es mala, peque. Mamá es mamá, y tiene
que regañarte cuando eres travieso.
- Snif.
- Anda, ven, no cojas frío. Vamos a por tus
pantalones. ¿Qué dirá la gente si te ven así en el restaurante, mm?
- Snif… Dirán… snif… que mis calzoncillos de
Spiderman… snif… son muy chulos.
Me reí ante esa ocurrencia y le acaricié la espalda.
- Bueno, eso es verdad. Son muy chulos – corroboré.
Holly nos esperaba con rostro angustiado y los pantalones de su hijo en la
mano. – Ve con mamá.
- ¡No! ¡Me pegó!
- ¿Y cuántas palmadas te dio? Yo te habría dado por lo
menos veinte – exageré. West abrió mucho los ojos y automáticamente se tapó con
ambas manos. – Mírate, ni rojito tienes.
- ¡Mami! – la llamó, estirando hacia ella sus
bracitos, para que le protegiera del malvado monstruo de rizos negros. Holly le
tomó con cariño y le dio un beso. Objetivo conseguido.
- No lo decía en serio, pollito – le tranquilizó. –
Ven que te vista, mi vida.
La dejé ir con su enano y yo volví a por el mío, que
me esperaba en la puerta del baño de hombres, asomando su cabecita.
- ¿West tuvo pampam también, papi? – me preguntó. Dudé
durante unos segundos, pero él se contestó solo. - ¿Le pegó Holly? – se
extrañó, como si todos los pájaros del planeta hubieran empezado a maullar de
pronto.
- Las mamás también regañan, peque. Miman y cuidan a
sus hijitos como los papás.
Eso pareció dejarle muy pensativo. Se colgó de mi
cuello una vez más y su rostro tenía una expresión ausente mientras volvíamos
con el resto.
- ¿Cuándo sea mi mamá también me regañará a mí?
El uso de “cuándo”, como dándolo por hecho, iba a ser
el inicio de una respuesta larga por mi parte, pero no tuve ocasión, porque
cuando volví junto al resto de mis hijos, aquello era el escenario de una
batalla campal.
-
TED’S POV –
Los enanos se habían peleado por culpa de Sean. Si no
se hubiera metido con mi hermanito, Kurt no habría empezado con uno de sus berrinches.
Vale que el enano estaba cogiéndose un sofoco por una tontería, pero sus
comentarios criticones se los podría haber ahorrado.
- Mi hermano es pequeño – le dije a Sean, cuando papá
y Kurt se fueron. – No tenías por qué hablarle así.
- Es un bebé mimado, llorica, amariconado y necesitado
de una buena hostia para espabilar – bufó.
- ¡El único que necesita una hostia eres tú! – replicó
Alejandro. - ¡Podemos hacer la prueba ahora mismo!
- ¡Eh! A mi hermano no le amenazas – intervino Blaine.
- ¡Pues que se controle!
- ¡Es que no puede, imbécil!
Eso llamó mi atención. ¿Cómo que no podía? Abrí la
boca para preguntar, pero Aaron, su tío, nos lanzó una mirada que me heló la
sangre y se me olvidó cualquier cosa que fuera a decir.
- ¿Cómo que no puede? – gruñó Alejandro. – Como le
vuelva a hablar así le dejo sin dientes.
- ¿Tú y cuántos más, gilipollas?
- Bueno, calma – intercedí.
- Cállate, negro de mierda – me espetó.
Alejandro se abalanzó sobre él y yo logré sujetarle a
duras penas. El tío de ellos se nos acercó, y de pronto agarró a Sean por una
oreja. No fue como los tirones semicariñosos que me daba papá cuando me pasaba
de listo, aquello tenía pinta de doler de verdad.
- ¡Au!
- ¿Qué le acabas de llamar?
- ¡Au, tío, suelta!
- Ya teníamos una conversación pendiente, pero ahora
te vas con el saco lleno.
- ¡Ellos empezaron! ¡Ai!
Sean detuvo su protesta cuando Aaron tiró más fuerte.
Caray, se la iba a arrancar. Él también tuvo que darse cuenta, porque le soltó.
- Vete preparando, porque de esta no te libra ni el
Papa – le advirtió y después se alejó, demasiado furioso como para seguir
hablando con él.
Los cuatro, Blaine, Alejandro, Sean y yo, nos quedamos
en silencio. Sean tenía los ojos llenos de lágrimas de rabia, y cuando parpadeó
hubo varias que se derramaron. Me esforcé por buscar alguna clase de compasión
hacia él dentro de mí y me di cuenta de que en realidad sí la sentía: era poco
mayor que los gemelos y su tío acababa de ser muy duro con él.
- ¿Estás bien? – susurré. No me respondió y decidí que
era mejor no presionar.
Aguantamos en silencio un par de minutos. El chico
había empezado a llorar quedamente y cualquier posible enfado que sintiera
hacia él se esfumó al verle tan miserable. Le ofrecí un pañuelo, pero Alejandro
me apartó la mano con brusquedad.
- ¡No le tengas lástima a esta escoria racista!
- ¡No lo piensa en serio! – susurró Blaine. – Y mi tío
ya le va a matar por eso, así que no seas capullo.
- ¡Cualquier cosa que le haga es lo menos que se
merece! Niñato engreído.
- ¡Cállate!
- ¡Oblígame!
Blaine le tiró un borde de pizza a Alejandro, que
respondió con otro. Repitieron el ataque varias veces, hasta que Alejandro se
hartó y se puso de pie, agarrando a Blaine del cuello de su jersey.
- Alejandro, suéltale – le pedí.
- ¡No toques a mi hermano, cerdo! – gritó Sean y, sin
esperar respuesta, le dio un puñetazo.
A partir de ahí, la cosa se descontroló. Alejandro y
Sean se enzarzaron en una pelea con la mesa de por medio que los separaba, pero
Sean estaba tan fuera de sí que se subió encima de la tabla. Escuché gritar a
un camarero, y a Aaron, pero no logré distinguir lo que decía. Blaine intervino
en ayuda de su hermano y yo intenté separar a Alejandro, porque le iban a
masacrar. Cuando intenté ponerme entre él y Sean, me llevé un golpe en las
costillas que me cortó la respiración. El aire dejó de entrar en mis pulmones,
pero no por la fuerza del golpe, sino por los instintos que provocó. Una voz en
mi cabeza me gritó que me escondiera, pero ¿dónde? No había escapatoria… No
había…
Me encogí sobre mí mismo y me tumbé en el suelo. Mi
cerebro se transportó a aquella noche en la que ocho chicos me golpearon por
defender a mi novia. Una parte de mí fue capaz de entender que estaba al borde
de un ataque de pánico y que no me encontraba en la calle, sino en una
pizzería.
Una mano suave me agarró los brazos y los apartó de mi
cara, pero yo tenía los ojos cerrados con fuerza. Esa misma mano me levantó y
me frotó el hombro.
“Papá”.
Abrí los ojos, pero allí no estaba Aidan. Era Aaron, y
me estaba diciendo algo. Intenté concentrarme en sus palabras.
- Tranquilo, chico, tranquilo. ¡Parad de una vez!
No pude evitarlo, estaba muerto de miedo y no
conseguía dejar de temblar. Me agarré a lo único que tenía a mano: me aferré a
Aaron en un abrazo torpe. En muchos sentidos, fue como abrazar una estaca o un
trozo de piedra. Pero al mismo tiempo sabía que nadie me golpearía mientras
aquel cuerpo me estuviera haciendo de escudo.
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