CAPÍTULO 101: Árbol genealógico
Mi corazón pareció detenerse por un segundo y después
comenzó a latir muy deprisa. Papá estaba hablando con Sebastian. Era real, ya
no era solo un nombre o una idea. Y tampoco un secreto, porque todos mis
hermanos lo sabían. Aunque no hubiera sido fácil para papá, que los demás lo
supieran era lo correcto. Pero esa especie de emboscada para hablar con él fue
un añadido totalmente inesperado.
No era exactamente lo que había planeado para ese día.
¿Podía tener una sola tarde sin dramas familiares?
“Con una familia como la tuya, va a
ser que no”
me respondí. No solo porque éramos muchos y por tanto las posibilidades de
conflictos se multiplicaban, sino porque no éramos lo que se dice una familia
tradicional. El pasado de quien nos había engendrado siempre terminaba
persiguiéndonos en los momentos menos oportunos.
-
¿Quién llama? – preguntó Sebastian al otro lado del teléfono.
El altavoz permitía que le escuchara con algo de
distorsión. Su voz sonaba joven y su fuerte acento británico era bastante
perceptible, recordándome que estábamos hablando con alguien que vivía en otro
continente.
Andrew me había dicho que ya no habría más sorpresas,
que no tenía más hijos, pero ¿cómo podía fiarme de su palabra? ¿Y cómo podía él
saberlo siquiera? ¿Acaso no se había acostado con mujeres de otros países? ¿Las
había rastreado a todas? ¿No tendría por ahí un hermano filipino, japonés,
francés o brasileño? La madre de Kurt y Hannah era australiana, pero estaba en
Estados Unidos en el momento de su embarazo. Quizá solo se acostaba con mujeres
que hablaran inglés, a este o al otro lado del océano. Tal vez era un fetiche,
o el idioma era importante para él incluso en líos de una sola noche.
Dejé de desvariar cuando papá respondió, sin dejar de mirarnos
con terror en los ojos.
-
Mi nombre es Aidan. Aidan Whitemore. Tú… tú no me conoces,
pero estamos emparentados – le explicó.
“¿Por qué no le ha dicho que somos
hermanos?” me
pregunté. Luego caí en la cuenta de que en realidad él no lo era. Auch.
Yo nunca podría pensar en él de otra forma. Para mí
siempre seguiría siendo mi hermano, que había escogido ser mi padre. Y si
Andrew se había hecho cargo de él, en cierta manera lo era. Aidan fue “el hijo
que se quedó”, solo que se trataba del hijo de otra persona.
-
¿Emparentados? – se extrañó Sebastian.
- Es difícil de explicar – continuó papá. Le siguió un
silencio que duró algunos segundos.
- Sé que soy adoptado – aclaró Sebastian, al final. -
¿Eres… eres mi…? – se interrumpió.
- Tu padre biológico se llama Andrew Whitemore. Tienes…
tienes muchos hermanos.
De nuevo, silencio.
- ¿Cómo has conseguido mi número? – inquirió.
- Es difícil de explicar – repitió papá.
- Si esa es toda la información que me vas a dar…
- ¡No, espera, no cuelgues!
- No voy a colgar – le tranquilizó Sebastian. – Llevo
años queriendo saber de dónde vengo, pero fue una adopción cerrada.
Supuestamente tenía derecho a presentar una petición para conocer la identidad
de mis padres, pero me dijeron que era imposible…
- Eso es porque… mmm… si Andrew no quiere que sepas
algo no lo sabrás. Digamos que tiene medios para hacerlo – dijo papá.
- Oh. ¿Un pez gordo?
- Podría decirse así… Me siento raro hablando esto por
teléfono.
Sí, era una conversación demasiado importante como
para tenerla con tanta frialdad. No podíamos vernos las caras.
- Tú me llamaste – le recordó Sebastian.
- En realidad fue mi hijo… tu hermano. Alejandro. Al
parecer tiene claros problemas para entender un “no” como respuesta – musitó,
taladrando a Jandro con la mirada.
Mi hermano, sabiamente, retrocedió algunos pasos,
usando a los enanos como escudo.
- Aidan, ¿verdad? – preguntó Sebastian con un suspiro.
– Esto es… Es… No me lo esperaba.
“No, ya, si nosotros tampoco” pensé. Me senté en el brazo
del sofá y Dylan se acercó a mí, arrugando su camiseta entre sus puños,
inseguro por toda aquella situación. No le abracé como habría hecho con Kurt,
porque eso le habría puesto más nervioso.
-
Lo sé. Ha sido muy repentino. Yo… no sabía de tu existencia
hasta hace poco – dijo papá.
-
¿Mi… mi hermano es tu hijo? ¿Le adoptaste o…?
-
Aidan también es tu hermano – intervino Alejandro. – Tienes
doce… No, espera, trece. Aunque hay otro que tampoco conocemos. Pero además
somos tus sobrinos, de esos tienes doce también, porque Aidan no es tu sobrino
y Michael no es tu hermano. Complicado,
¿verdad? Papá no te mentía al decir que era difícil de explicar. Yo soy
Alejandro, por cierto.
-
No he… no he entendido nada – confesó Sebastian.
-
¡Alejandro! Grrr. Delicadeza, hijo.
-
¡No hice nada malo! – se defendió. - Quiere respuestas y tú
se las estabas dando a cuentagotas.
-
Discúlpale – pidió Aidan.
-
¿Sois americanos? – preguntó Sebastian. Él también había
notado la diferencia de acentos. - ¿Vivís en Estados Unidos?
-
Sí, en California. Oakland – respondió papá.
-
Tengo… tengo que ir a Washington el mes que viene…
No añadió nada más, pero se entendió la insinuación de
que tal vez podía ser una buena ocasión para conocernos. Desde luego, estaba
más cerca que Inglaterra.
-
¿Podrías… podrías venir aquí después? – planteó papá.
-
Supongo que sí…
-
Con tu familia – sugirió.
-
Solo somos mi hijo y yo – respondió Sebastian. – Oliver tiene
tres años.
-
Owww – exclamó Barie, sin poderlo evitar. Madie rodó los
ojos. La obsesión de Barie con los niños pequeños era adorable, pero
persistente.
-
Puedo… puedo enviarte fotos de todos, si quieres… - ofreció
Aidan.
-
Sí, por favor. Yo… no sé qué decir.
-
No te preocupes, yo tampoco. Pero… me alegro de conocerte.
Sebastian y papá se despidieron con cierta torpeza,
como si ninguno de los dos supiera cómo colgar o cómo continuar con la
conversación. Después mi padre se quedó con el teléfono en la mano, parpadeando
medio en shock.
-
Tengo un sobrino – murmuré yo, reparando en eso por primera
vez.
-
Técnicamente tienes doce… Andrew debería pagarnos un buen
psicólogo – dijo Zach.
-
Bueno, pues ahora falta Dean, ¿no? – sugirió Alejandro,
alegremente. Era demasiado optimista o quizá demasiado suicida.
-
¡No, nada de eso! ¿Qué parte de “suelta el teléfono” no
entendiste? – le regañó papá. – No tenías permiso para llamarle. Ni para buscar
su número en mi móvil, ya que estamos. No está bien cotillear en las cosas de
los demás.
Kurt y Hannah agacharon la cabeza. Los peques habían
estado trasteando con el móvil de papá, pero sabía que él lo estaba diciendo
mayoritariamente por Jandro, que ya tenía quince y no seis años.
-
Papá, si tenemos que esperar a que tú te decidas, pasan años
y no le llamas – se quejó Alejandro.
-
Eso es verdad, papi, con Holly te pasa lo mismo – secundó
Barie.
-
Las cosas hay que hacerlas con cabeza, no precipitándose.
Luego le dais ideas a los enanos…
-
¿No eres tú el que defiende que a veces el corazón manda
sobre el cerebro? Y el que tardaba exactamente cero segundos en iniciar los
trámites cuando se enteraba de que tenía un nuevo hermano – le recordó
Alejandro.
-
Eso es verdad, papá. La edad te ha vuelto…
Papá levantó una ceja y Barie cerró
la boca e interrumpió lo que sea que fuera a añadir.
-
… menos impulsivo – concluí yo por ella. Me sentí en la
obligación de defender a Jandro, yo había estado a punto de llamar cientos de
veces. – Y no lo estoy diciendo como un cumplido.
-
¿Tú también? – me reprochó.
-
Vamos, papá. No pasó nada. Sebastian quería saber de su
familia. Alejandro nos ahorró semanas perdidas. Ahora ya podemos hablar con él.
Papá no estaba tan enfadado como pretendía estarlo,
porque suspiró y dejó el tema, aunque le hizo una última advertencia a mi
hermano.
-
Estás en la cuerda floja tú hoy. No se me olvida que tiraste
al suelo a tu hermanita.
-
Perdona, princesa – dijo Jandro, cogiendo a la peque en
brazos. Le dio un beso y Alice le sonrió. Con la enana de su parte, sabía que
se había librado.
Aidan se acercó para unirse al abrazo
y luego, sin previo aviso, le dio una palmada a Alejandro. Por cómo sonó, fue
fuertecita.
PLAS
-
¡Ay! ¿Y eso por qué?
-
Por responder “Y un cuerno” cuando te dije que dejaras el
teléfono. Por ser rudo con la peque. Por llamar sin mi permiso. Escoge una.
Creo que Alejandro iba a protestar porque le castigara
delante de nosotros, pero luego hizo cálculos y se dio cuenta de que había
salido demasiado bien librado, así que cerró el pico.
-
AIDAN’S POV -
Definitivamente, iba a poner un pin para el desbloqueo
de la pantalla. Vivía con una panda de mocosos maleducados, cotillas y
encantadores y más me valía poner la tecnología a buen recaudo si no quería
terminar con una agenda impuesta por sus locuras.
Ese mismo día le envié a Sebastian varias fotos con
los nombres de cada uno, junto con un pequeño texto explicándole que vivían
todos conmigo y que teníamos un hermano más con el que aún no había contactado.
Sentí un extraño cosquilleo en el estómago. Un hermano. Un sobrinito.
Para Sebastian aquello tenía que ser muy impactante:
estaba recuperando una parte de su identidad. Solo lamentaba tener que contarle
sobre Andrew, que seguramente no era el padre que se había imaginado.
-
¿Le enviarás también una foto mía? – me preguntó Michael.
-
Por supuesto. Eres mi hijo, campeón. Eres parte de su
familia.
-
Bueno – sonrió.
No sabía cómo iban a ser las cosas a partir de
entonces. Sebastian vendría a vernos en el plazo de cuatro semanas. Y hasta ese
día, ¿qué? No parecía muy conversador por Whatsapp. Apenas me respondió a los
mensajes, quizá necesitaba tiempo para procesarlo. Decidí darle su espacio y no
atosigarle. Él era médico -según el informe de Andrew- por lo que tendría que
estar muy ocupado. Y yo también, ya que era la hora de la ducha. Me dejé
envolver por la rutina para olvidarme de Sebastian, de Holly y de bebés
controladores que opinaban que me movía demasiado lento con asuntos demasiado
complejos.
Mis hijos, sin embargo, no iban a dejarlo pasar.
Cuando tuvieron tiempo de asentar lo que habían escuchado, empezaron a hacer
preguntas. No me molestaba responderles, pero algunas eran más enrevesadas que
otras.
-
¿Es mayor que tú? - me
preguntó Kurt, sentado en la bañera dejando que le enjabonara. Su curiosidad
estaba dirigida hacia Sebastian, queriendo saber hasta el más mínimo detalle
sobre él.
-
No, es unos años más pequeño, pero no mucho. Le saco lo mismo
que Barie y Madie a ti – le expliqué.
-
¿Va a vivir aquí? – continuó.
Intenté averiguar si lo preguntaba con esperanzas o
con desagrado. Escogí mis palabras con cuidado:
-
Lo dudo mucho, campeón. Sebastian ya es mayor y tiene su
propia casita.
-
¿Dónde? – se interesó.
-
En Inglaterra.
-
¡Eso está muy lejos! – protestó.
-
¿Sabes dónde está Inglaterra? – inquirí, divertido por lo
seguro que había sonado.
-
¡Sí, en Europa!
-
Vaya – respondí, impresionado. – Sí, campeón, tienes razón.
Está en Europa. Muy bien, peque. Qué listo es mi bebé.
Kurt se infló y sonrió por el cumplido.
-
Mmm. ¿Y sabes decirme dónde está Japón? – probé.
-
En Asia – respondió, sin dudar.
-
¿Desde cuándo sabes todo esto? – me interesé.
-
Harry y Zach tienen un mapa en su cuarto – me dijo,
jugueteando con el agua, dejando caer sus manitas para provocar suaves sonidos
de salpicadura. – Me gusta mirarlo.
-
¿Quieres que ponga uno en vuestra habitación?
-
Solo si Dylan quiere – contestó.
Le sonreí y froté su espalda con la esponja. De pronto
Kurt soltó una risita y unas burbujas extrañas salieron de debajo de él. Rodé
los ojos.
-
¿Eso fue un pedete?
Kurt se rio más, con una carcajada traviesa, como si
los pedos fueran lo más divertido del mundo. Nuevas burbujas ascendieron desde
donde él estaba sentado.
-
Kurt, ya. Recuerda lo que te dijo papá, los pedetes mejor en
el baño.
-
Estoy en el baño, papi – respondió, el muy caradura.
Dejé que se le pasara el ataque de risa, sabiendo que
era una batalla larga y por la que no debía enfadarme. Los gases eran algo
natural y no siempre los podía controlar. Aquella vez lo había hecho claramente
como un intento de gracia, así que lo mejor que podía hacer era ignorarlo y no
reírme. Era una fase por la que todos mis niños habían pasado. No estaba seguro
de que Harry la hubiera dejado atrás del todo.
Un pitido desde el bolsillo de mi pantalón me indicó
que tenía un mensaje nuevo.
-
Mira, Kurt: Sebastian nos manda una foto de su hijo. Se llama
Oliver. ¿Quieres verla?
Mi peque asintió y se la enseñé. Era un nenito rubio
con rizos y una sonrisa preciosa.
Kurt miró la imagen con atención. Se había puesto
repentinamente serio y me hubiera encantado saber en qué estaba pensando.
-
Es feo – declaró, con la misma seguridad con la que había
localizado países segundos antes.
-
No digas eso, campeón. Es muy mono.
Oliver era un niño adorable y mi bebé lo que tenía
eran celos.
Kurt dio un manotazo en el agua haciendo que esta
desbordara de la bañera y me salpicara a mí. De la impresión por poco se me cae
el teléfono. No se parecía en nada a las salpicaduras suaves que había estado
haciendo a modo de juego, sino que aquel fue un gesto furioso.
-
Basta, ¿eh?
-
¡Es feo! – insistió, al parecer molesto porque no le diera la
razón. Volvió a salpicar, golpeando con rabia la superficie líquida.
-
No, no lo es y aunque lo fuera no se lo puedes llamar. Vamos,
se acabó el baño.
-
¡Ño! – protestó.
-
Sí. Los niños que hacen berrinches no pueden jugar en la hora
del baño. Ya estás limpio, así que a secarse.
Kurt puso un puchero enorme y estuve a punto de ceder,
porque tampoco había sido para tanto, pero entonces cogió la esponja y me la
tiró a la cara. Me vino a la memoria el día del concierto de Sam, en la
pizzería, cuando Kurt se enfadó y me tiró los helados. No podía arrojarme cosas
porque estuviera molesto y no era la primera vez que lo hacía.
Mi peque me miró como esperando una reacción por mi
parte. Estuve tentado de levantarle y darle unas palmadas ahí mismo, pero me
dio miedo que se pudiera caer. Además, sobre la piel mojada iba a dolerle mucho
más. Le saqué de la bañera y le envolví en una toalla. Le sequé con circulitos
suaves, pero todo con movimientos silenciosos. Creo que Kurt sabía que se la
había cargado.
Me senté en la taza del baño y a él le tumbé encima de
mis piernas. Retiré la toalla y le escuché llorar. El llanto de mi hijo era la
forma más efectiva de romperme el corazón.
-
No se lanzan las cosas y menos a la cara de la gente – le
regañé y alcé un poco la mano. Al verle así, sin ropa, fui más consciente que
nunca de lo pequeñito que todavía era. Un bebé, mi bebé, y no era justo que la
vida viniera a robarle la felicidad que se merecía con hermanos perdidos,
padres abandonadores y operaciones de corazón.
No podía mirar a Kurt sin pensar en
la amenaza que se cernía sobre nosotros en forma de quirófano. Pero me había
prometido a mí mismo que iba a actuar con normalidad delante de él y además
sabía que no debía malcriarle. No podía consentirle sus malos comportamientos.
Dejé caer la mano sobre su traserito,
provocando que diera un respingo.
PLAS PLAS
-
¡Au! Bwaaaa
PLAS PLAS PLAS
No le había dado fuerte, con esfuerzo
podía ver su piel apenas algo rosadita, pero Kurt lloraba como si le hubiera
desollado.
-
Bueno, ya, bebé, ya pasó – susurré y le envolví de nuevo en
la toalla para acercármele al pecho. Acaricié su espalda y dejé que se
desahogara un poco. – Shhh, ya está, mi vida.
-
Bwaaaa…. snif… Malo, papi. Eres muy malo – me acusó.
-
¿Sí? Mmm. ¿Pero lanzarle cosas a los demás está bien?
-
Snif… ño.
-
Entonces no soy malo, bebé. Solo te castigué porque eso no se
hace. No se le tira la esponja a papá.
-
Snif… Peyón, papi.
-
No pasa nada, tesoro. Sé que estabas enfadado. Pero cuando te
sientas así tienes que respirar hondo, ¿vale? Te ayudará a calmarte – le dije.
-
Snif… Pues tú respira hondo también… snif… y así no me das en
el culito.
Apreté el abrazo y esbocé una sonrisa
triste.
-
Sí, bebé. Ya lo hago y te prometo que lo haré las veces que
haga falta. Pero si te regaño no es porque esté enfadado, ¿mm? Papá te regaña
cuando no le haces caso o haces berrinches.
-
Ya no haré más – puchereó.
Le di un beso en la frente, sabiendo que mi bebé lo
intentaría pero que, probablemente, sí volviera a hacerlo.
-
Fuera esa carita de tristeza – le pedí y le senté en mi
regazo, acariciando sus mejillas. - ¿Por qué te enfadaste, peque? Oliver no te
hizo nada, aún no le conoces.
-
Porque le vas a querer a él más que a mí – gimoteó.
-
¡Uy, qué mentira tan grande! ¿Quién te ha dicho eso?
Kurt escondió la cara en mi camiseta y me habló desde
ahí, de forma que casi no le entendía.
-
Es más pequeño que yo – murmuró.
-
¿Y qué, cariño? Tú eres más pequeñito que Dylan y no por eso
a Dy le quiero menos. Yo quiero igual a todos mis bebés.
-
¿Y si es más listo que yo? – insistió.
-
Mira que dudo que eso sea posible, pero da igual. No tiene
nada que ver.
-
¿Y si es más bueno?
-
Eso sí que es imposible, campeón – le aseguré, mimándole el
pelo. – No se puede ser más bueno.
Kurt se relajó ligeramente y cerró los ojos para
disfrutar de los mimos.
-
Te lo expliqué cuando vino Alice, tesoro: nunca te querré menos,
aunque llegasen otras mil personas a las que querer. Además, Oliver será mi
sobrino, pero tú eres mi hijo, cariño.
-
¿Y si llegan otros once hijos? – preguntó.
Once, como los hijos de Hollly.
-
Te seguiré queriendo lo mismo – le aseguré. - ¿Y tú a mí?
-
¡Yo a ti siempre, papi! – exclamó, apretándome fuerte.
Sonreí y cogí su pijama para vestirle. Estuvo pegado a
mí el resto de la noche.
Al día siguiente tuve la cita con el profesor de Alejandro
en el colegio, a eso de media mañana. Llegué antes de tiempo y me tocó esperar
en una salita. Me sorprendí cuando Jandro se unió: por lo visto el profesor
quería que estuviese presente.
-
¿Qué tal está yendo el día, campeón?
Él se encogió de hombros, típica respuesta adolescente.
-
¿Así de bien, uh? – le pinché, intentando hacerle hablar.
-
Aburrido.
Asentí, en lo que pretendía ser un gesto de
solidaridad.
-
¿Quieres oír un chiste? – me preguntó, de pronto más animado.
– Me lo han contado en el recreo.
-
Claro, campeón.
-
Un médico le da a un hombre uno de estos vasos que tienen
tapa… ¿sabes a qué me refiero?
-
Sí, un bote de muestras – respondí.
-
Eso. Y le dice que necesita una muestra de su semen.
-
Hijo… - suspiré. Debería haber imaginado que era un chiste
guarro. Alejandro me ignoró y continuó:
-
El caso es que el hombre se lleva el bote y se va a su casa,
pero vuelve al día siguiente con él vacío. Y le dice: Doctor, no hubo manera… Lo
intente con mi mano izquierda, y nada. Con la derecha, y tampoco. Entonces le
pedí ayuda a mi mujer. Ella también probó con su mano derecha y con su
izquierda, pero no lo consiguió.
-
Alejandro….
-
Así que lo intentó el vecino… De nuevo, con su mano derecha,
con su izquierda. Incluso probó con la boca, pero fue imposible. Nadie
conseguía quitar la maldita tapa, así que aquí tiene el bote.
A mi pesar, sonreí.
-
Serás descarado.
-
Si malpensaste no es mi culpa – se defendió, sonriendo
también.
En ese momento llegó el profesor y me
dio la mano. Se disculpó por el retraso, había tenido un problema con unos
alumnos. Se sentó en frente de nosotros y me sonrió. Se presentó como el
profesor de Biología de Alejandro. Me pregunté cómo podía saber él que a mi
hijo le gustaba bailar, pero supuse que me enteraría enseguida.
-
Verá, una compañía de teatro vendrá en unas semanas al
instituto a realizar unas audiciones para una obra musical. Le he convocado
para decirle que creo que Alejandro tendría muchas posibilidades si se
presenta.
Sonreí y observé a mi niño, que se
removía en su asiento, muerto de vergüenza.
-
¿De qué trata la obra?
-
Es una adaptación de High School Musical – respondió el
profesor. – Una película juvenil de hace unos años…
Le miré con incredulidad. ¿Tan viejo le parecía como
para no conocer esa película? Cualquier digno padre de Barie se sabría de
memoria todas las canciones.
-
Y tú quieres participar, ¿verdad? – le pregunté a Jandro. Él
asintió, con una timidez inusual. – Bien. ¿Tiene algún folleto que pueda
mirar?
El profesor me tendió unos documentos para que les
echara un vistazo. La obra parecía profesional. Era con una compañía, nada de
un espectáculo escolar. Caray.
-
Tengo algunas condiciones – declaré. – La principal, tus
notas. El colegio primero, ¿bueno, campeón?
-
Sí, papá.
Jandro parecía muy nervioso. Arriesgándome a que me
rechazara por estar el profesor delante, froté su espalda para tranquilizarle.
-
Después, habría que ver el horario de los ensayos.
-
No creo que me cojan, de todas formas…
-
Los movimientos que vi eran dignos de un profesional –
replicó el profesor.
-
¿Dónde pasó eso? – inquirí. - ¿En clase de gimnasia?
El hombre observó a mi hijo como animándole a
responder, pero Alejandro no dijo nada.
-
Llevaba dos días sin asistir a mi clase, pero yo sabía que
estaba en el colegio porque no le habían apuntado en el parte de ausencias, así
que fui a buscarle. Le encontré en un aula vacía con la música puesta y le
observé por un rato, hasta que se dio cuenta.
Tardé unos segundos en asimilar sus
palabras.
-
¿Te saltaste dos clases de biología? – traté de entender,
pero sin poder creérmelo.
La cara que puso Alejandro fue la confirmación que
necesitaba.
-
Lo lamento muchísimo, le aseguro que no se volverá a repetir
– me disculpé con el profesor.
Continuamos hablando durante un rato, pero yo ya
estaba tenso. Es decir, estaba sumamente orgulloso de mi chico, pero también
sumamente cabreado. ¡Se había saltado clases!
“Al menos no se salió del colegio” abogó una voz en mi cabeza. “Eso
habría sido peor”.
Me enteré también de que el profesor le había mandado
un trabajo para compensar esos dos días de ausencia y yo le aseguré de que mi
hijo lo entregaría perfectamente completado. Cuando acabó la reunión, Jandro
hizo ademan de despedirse para regresar a las clases, pero no dejé que se
levantara.
-
Ni creas que lo voy a dejar pasar – le advertí.
-
Papá, solo fueron dos clases…
-
Exacto, DOS clases a las que no asististe.
Le dije que no se moviera de ahí y fui a secretaría a informar
de que iba a llevármelo a casa antes de hora. Tenía asuntos que tratar con él
y, aunque estaba molesto, sabía que hacerle esperar era cruel. Alejandro
estaría nervioso y tal vez se terminaría metiendo en más problemas.
Salí con él del colegio y caminamos hasta el coche en
silencio. Una vez dentro, me apreté el puente de la nariz.
-
¿Algo qué decir? – pregunté.
-
Que… si te gustó lo del musical.
Suspiré. Lo último que quería era reventar su burbuja
solo porque fuera un mocosito buscalíos.
-
Claro que sí. Suena genial, hijo. Te ayudaré a preparar la
prueba – le prometí. El profesor me había dado un link donde podía mirar el
libreto del casting. – Y después lo celebraremos como se merece, pero primero
tenemos algo de lo que hablar, me parece.
-
Vamos, papá… No fue para tanto.
-
¿Que no fue para tanto? ¿Para qué vas a clase, Alejandro? –
le interrogué.
-
Porque es obligatorio por ley – bufó.
-
… Tienes todo el trayecto hasta casa para buscar una
respuesta mejor que esa.
Volvió a bufar y se ladeó en el asiento, fastidiado.
-
Ponte bien el cinturón – le indiqué y arranqué el coche.
Cuando llegamos a casa Michael no
estaba en ella, pero enseguida revisé el móvil y vi un mensaje suyo diciéndome
que había salido a correr un rato. Era un progreso, meses atrás hubiera
desaparecido sin avisar. No era sano que estuviera todo el día encerrado, así
que me alegré de que hubiera encontrado una forma de despejarse.
-
Sube a tu cuarto – le pedí a Alejandro.
Yo no tardé mucho en subir también.
-
¿Pensaste ya en una respuesta? ¿Para qué vas al colegio? –
repetí.
-
Para aprender… - respondió, en tono de “sé que es lo que
quieres que diga”.
-
Exacto. Para aprender, para sacarte un título. Y, al dejarte
allí, yo me quedo tranquilo de que nada malo te va a pasar. Pero para eso tengo
que saber dónde estás, tus profesores tienen que saber dónde estás.
-
No salí del colegio…
-
Y esa es la única razón de que yo esté calmado ahora mismo –
le aseguré. – Pero sigue sin estar bien. ¿Por qué te saltaste esas horas?
Se encogió de hombros.
-
Eso no es una respuesta válida.
-
Me aburro mucho, ese hombre es un tostón – murmuró, en tono
quejoso.
-
Lamento que sea así, pero no por eso puedes faltar. Además,
parece un buen hombre. Te ha dicho lo del casting, ¿no?
-
Pero sigue siendo un coñazo.
-
Entiendo que se te haga cuesta arriba una asignatura e
incluso varias, Jandro. Pero ir a clase es tu trabajo hasta que te gradúes. Es
tu obligación. No puedes simplemente pasar de todo porque “te aburre” – le
regañé.
Él suspiró, sin mucho que decir en su
defensa. Debía de haber esperado ingenuamente que sus ausencias no salieran en
la conversación.
-
No me dejes sin ir a la prueba… por favor – murmuró.
-
Eso no se me ocurriría, canijo – le aseguré, algo conmovido.
Sí que era importante para él. – Por supuesto que la harás y yo iré a verte, si
me dejan…. ¿Faltase a clases para quedarte bailando? – planteé.
-
No… Eso solo surgió. Fue una tontería…
-
Sí, ya lo creo que lo fue. Y no va a pasar más, ¿verdad?
-
Más vale que no, el muy cabrón me mandó treinta ejercicios –
refunfuñó.
-
¡Alejandro! Que sea la última vez que le llamas eso a un
profesor, ¿eh?
-
Pero si él no está delante.
-
¡Aun así! – exclamé. – Eres experto en echar leña en tu
propia hoguera, caramba. Me estaba pensando si dejarte conservar los pantalones,
pero con esa boquita tuya me parece que no.
-
Jo, papá, no seas así…
-
Nada de “jo, papá” – repliqué y me senté en su cama. Me
arrepentí de haberle mandado a su habitación, porque había poco espacio con la
litera de arriba. – Vamos, ven aquí.
Alejandro resopló, se cruzó de
brazos, los descruzó y finalmente se acercó. Se llevó las manos al pantalón y
se lo desabrochó.
-
… Eres un buen chico, hijo. Impulsivo como tu padre,
cabezota, pero un buen chico. Estoy muy feliz de que hayas encontrado algo que
te guste. Pero si de verdad quieres bailar tienes que saber que es muy
sacrificado, que requiere constancia y responsabilidad. Y eso es algo que
todavía tienes que aprender, canijo. No se abandonan las obligaciones.
Jandro me miró atentamente y se
mordió el labio. Le agarré del brazo y tiré para acercarle. Bajé su pantalón y
le tumbé sobre mis rodillas.
-
Tienes que asistir a todas tus clases – puntualicé, por si
acaso le quedaba alguna duda de por qué iba a ser aquel castigo.
PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS
PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS… au… PLAS PLAS
PLAS
PLAS PLAS… grr… PLAS PLAS PLAS… ya… PLAS PLAS PLAS
PLAS… no lo haré más, papá… PLAS PLAS
PLAS PLAS PLAS… aichs… PLAS PLAS PLAS… snif… PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS
-
Y nada de palabrotas ni de insultos.
PLAS PLAS… snif…
PLAS PLAS PLAS… ai… PLAS PLAS PLAS… ya, papá… por favor… PLAS PLAS PLAS
Dejé la mano quieta sobre su espalda y le noté
respirar hondo, sabiendo que había terminado. Lloró sin apenas hacer ruido y se
quedó ahí durante un rato, pero después hizo por levantarse. Le abracé antes de
darle tiempo siquiera a subirse el pantalón.
-
Al final… snif… Harry tenía razón… snif… siempre que te citan
del colegio es porque estoy en líos.
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Hey, eso no es verdad – contesté, masajeándole la nuca. – No
te metes en tantos líos en el cole, eso lo dejas para casa – le chinché, y le
di un beso para que viera que estaba de broma. – Ya en serio, no es como si me
estuvieran citando todo el día para hablar de ti. Y hoy fue mitad para algo
bueno y mitad para algo malo. Aunque podrías habérmelo contado. Sabes que
siempre prefiero que me lo contéis vosotros.
Alejandro asintió e hizo por
separarse del abrazo. Suspiré y acepté a regañadientes. Se subió la ropa y se
pasó la mano por los ojos, para secárselos.
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Aprovecha hasta la hora de comer para hacer el trabajo que te
mandó el profesor, ¿bueno? La otra única cosa que puedes hacer si no es dormir
un rato.
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¿Estoy castigado? – preguntó, con los labios arrugados,
recordándome a los pucheros de Kurt.
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No, solo hasta la hora de comer. Hasta que vengan tus
hermanos.
Suspiró y se tiró sobre la cama, a mi
lado. Le acaricié el brazo y la espalda y él se quedó medio dormido. Así nos
encontró Michael a los pocos minutos.
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Hola, campeón. – le saludé.
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¿Qué hace Jandro aquí?
¿Está malo?
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No, no le pasa nada. Bueno, sí: que va a actuar en una obra
de teatro.
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Aún no es seguro – murmuró el aludido, sin vocalizar
demasiado.
Michael se quitó la camiseta. La traía empapada en
sudor e imaginé que se iba a dar una ducha.
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¿Qué tal la carrera?
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Bien.
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Otro día espérame y voy contigo.
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Para qué, ¿para que te gane? – sonrió.
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O para que te gane yo a ti – repliqué. Muchachito arrogante.
N.A.: El chiste que cuenta Jandro lo
he sacado de la serie “Defending Jacob”.
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