CAPÍTULO 106: La competición (parte
4): Recuerdos
N.A.: Hola. Hoy la nota va
antes del capítulo. Tan solo quería avisar de que tal vez queráis tener algún
pañuelo a mano. Y alejad los objetos punzantes, recordad que no podéis
atravesar la pantalla para alcanzarme ^^
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Después de lo que parecieron mil años, por fin nos
marchamos del colegio militar rumbo al restaurante. Papá me había insistido un
par de veces acerca de ir al médico, pero yo no había tragado agua en la
piscina y el golpe de Sean no había sido para tanto. Me hizo prometer que al
primer signo de malestar le avisaría y logré convencerle de que no valía la
pena cambiar de planes. Nos fuimos a los coches y todos iban con ganas de
parlotear sobre sus diferentes acercamientos con los hijos de Holly. Me
sorprendió descubrir que Harry y Leah habían echado una partida a no sé qué
juego del móvil.
Mientras esperábamos a que un semáforo cambiara de
color para seguir avanzando, la conversación fue girando hacia un tema
inevitable, especialmente teniendo en cuenta que papá no estaba con nosotros en
el coche y podíamos hablar con mayor libertad:
-
¿Qué opináis de Aaron? – preguntó Harry.
-
Da miedo – susurró Barie.
-
Salvó a Ted – dijo Cole.
-
Le debo la vida – reconocí. – O al menos, el haberme evitado
varios minutos de angustia – añadí, pues quizá hubiera podido soltarme por mis
propios medios o papá habría venido en mi ayuda.
-
¿Pero? – me pinchó Harry, intuyendo que había algo más.
-
Pero trata a sus sobrinos como a criminales. No les tiene
ninguna paciencia y les habla como si el menor error fuera imperdonable.
-
Pues yo creo que Sean se lo buscó en gran parte – repuso
Zach.
-
No fue solo a él, a Blaine también le gritó por perder el
móvil – le recordé. – Les regaña demasiado fuerte. Pero también les quiere. No
puedo decir exactamente por qué, pero se nota que les quiere mucho. Cuando se
metió al agua, su preocupación por Sean era evidente. Y el día que Jeremiah se
perdió… No logro entender cómo puedes tratar así a personas que te importan
tanto.
-
Que grite no es el problema – murmuró Harry. – Es que les
pega. Le cruzó la cara a Sean y por cosas que he ido oyendo, hoy y el otro día,
creo que también les zurra, como papá a nosotros.
Recordé la palmada que Holly le había dado a Sean
delante de mí y me ruboricé. Creo que había sido completamente a propósito. Es
decir, no solo para darle una pequeña advertencia y hacer que su hijo
reaccionara, sino para contrarrestar la respuesta violenta de Aaron y
tranquilizar a Sean. Una palmadita inofensiva con un regaño suave que hizo
contraste con la reacción desmedida de su tío. Tal vez parezca irónico que un
azote sirva para tranquilizar a nadie, pero había visto a papá hacerlo alguna
vez, con los enanos. Puede servir para sacar a alguien de una rabieta, de un
bucle o incluso de un susto. Una manera de hacerles volver a la realidad.
Holly había dicho algo sobre que Sean le había pedido
a papá que le castigara. Había bloqueado esa parte porque aún no sabía qué
pensar al respecto.
-
Yo también lo creo – respondí al final, notando que Harry me
miraba en busca de mi opinión. - No sé
si Aaron, pero Holly sí.
Sean actuó como si estuviera acostumbrado así que
estaba seguro de que no era la primera palmada que recibía.
-
¿Holly? Pero si ella
es muy buena – protestó Zach.
-
Ya, y papá también – le hice notar.
Zach bufó.
-
Dios los crea y ellos se juntan, caramba.
Los demás le miramos fijamente y luego nos reímos.
-
Eso sonó como un cuarentón – le dije.
-
Sí, sonaste como papá – asintió Harry.
Continué conduciendo entre bromas y burlas hasta que
llegamos al aparcamiento del restaurante.
Nos bajamos de los coches, que eran cuatro en total.
Pensé, divertido, que si esas salidas se repetían mucho íbamos a tener que
comprar un autobús.
El ánimo general era bueno, como si hubiésemos llegado
al pacto secreto de dejar atrás lo que había pasado en la piscina. Sean y Aaron
no habían ido en el mismo vehículo y seguramente eso fue una buena idea.
La única cara larga era la de Holly. Me preocupé por
su expresión triste, ¿acaso habían discutido ella y papá? ¿Había hecho mal en
dejarles solos en el baño del colegio? Casi pude notar cómo hacía un esfuerzo
por alegrarse, hasta que al final consiguió una sonrisa bastante creíble y
puede que hasta sincera.
Pasamos al restaurante, donde nos habían reservado un
sector considerable con una mesa muy larga. Los peques corrieron para sentarse
en el lado que tenía sillón y los demás nos repartimos entre las sillas.
-
¡Papi, papi! ¡Mira toda esa comida! – exclamó Hannah.
El restaurante era un buffet, y en un enorme mostrador
cercano había toda clase de platos asiáticos. Desde los más típicos, como el
arroz tres delicias o los rollitos de primavera a algunos más elaborados, como
un guiso de ternera con bambú y setas.
-
Ya lo veo, cariño. ¿Tienes hambre?
-
¡Shi!
-
Enseguida comemos, princesita. Vale, chicos, ¿me escucháis un
segundito? – pidió papá, pero la mayoría ni se enteró. - ¡Chicos! ¡Hola! –
insistió, y nada.
Solté una pequeña risita y Aidan me miró, alzando una
ceja.
-
Ya sabes, si vas más allá con esto, tendrás que usar un
megáfono cuando quieras hablarnos a todos – le dije y decidí echarle una mano,
aplaudiendo varias veces para llamar la atención de la gente.
-
Gracias, Teddy – me sonrió y solté un bufido de indignación,
pero sabía que me había llamado así como venganza por haberme reído de él.
Después se concentró. – Vale, ahora vendrán a explicarnos cómo funciona, pero
básicamente os podéis levantar a coger comida cuantas veces queráis. Solo os
pido que estéis pendientes de los pequeños que tengáis más cerca. Si ellos se
levantan, por favor, acompañadlos. Alice, papá te cogerá la comida a ti,
pitufita.
-
¿Podemos coger lo que queramos? – preguntó West, con sus
enormes ojos muy abiertos, de forma que parecieron más grandes todavía.
-
Sí, peque, pero solo un poquito cada vez, para asegurarte de
que te cabe todo en la tripita, ¿mm? – respondió papá. Miró a Holly dudoso
antes de añadir: - El postre se coge al final y solo uno por persona.
Debía de ser raro para él instruir a los hijos de otra
persona, pero era una recomendación sensata: conociendo a Kurt, su comida
podría consistir en dos trozos de tarta y un helado. Era una norma lógica
cuando ibas con niños pequeños y a West no le extrañó ni la instrucción en sí
ni que se la diera papá.
En seguida vino un camarero para explicarnos el
funcionamiento del restaurante tal como había previsto papá y después comenzó
la estampida. Hicimos turnos y yo fui con Kurt a ayudarle a servirse. El enano
me pidió que le llenara un plato de tallarines y así lo hice. Me sorprendió con
un abrazo. No es que Kurt no fuera habitualmente así de cariñoso, sino que en
ese gesto sentí algo más que un simple “gracias” por ayudarle. El peque estaba
contento y nervioso, y más mimoso que nunca.
-
Holly va a ser mi mamá, ¿verdad, Ted? – me preguntó.
Le brillaban tanto los ojos y sonreía con tanto
entusiasmo que explotar su burbuja habría sido el mayor acto de crueldad.
-
Pues yo lo veo probable, enano.
Eso fue todo lo que necesitó para coger su plato,
acercarse a Holly y pedirle que le sentara encima. Me acerqué corriendo,
pasmado por su caradura, pero Holly le alzó y le sentó sobre sus piernas,
derretida de pura ternura. Pero qué morro tenía el mico, vamos a ver.
-
No es justo que Kurt sea tan mono – protestó una vocecita a
mi izquierda. Era Cole, que luchaba para llegar a por una salsa, que estaba en
un estante demasiado alto para él. Se la alcancé.
-
Mira quién fue a hablar – le chinché.
-
Yo no lo soy - protestó, enfurruñado.
-
Claro que sí. Eres achuchable, sino pregúntale a papá, que si
por él fuera no te soltaría en todo el día.
Se ruborizó y me dio un pisotón
flojito.
-
Vaya. Mono, pero con carácter – me reí. Cole me sacó la
lengua, pero luego me sonrió. - ¿Lo estás pasando bien? ¿Cómo crees que va la
cosa?
-
Bueno, ya casi ha habido un ahogamiento, desde ahí solo puede
mejorar – respondió.
-
Siempre y cuando la comida no esté envenenada, creo que
estamos a salvo – le dije, mientras terminaba de servirme.
-
¡Oye, déjame algún rollito! – se quejó Cole.
-
Ni hablar, son míos – llevé el plato a la mesa como para
ponerlo a salvo, aunque en realidad lo pensaba compartir con él.
-
Niños – suspiró papá, sobreactuando un tono exasperado cuando,
en realidad, se divertía viendo cómo Cole intentaba alcanzar el plato y yo le
bloqueaba. Me llamó con un gesto y me habló al oído. – Si algo se cae o se
rompe yo pongo el dinero, pero no seré el único que pague, ¿me he explicado?
-
Alto y claro. Perdón, pa.
-
No pasa nada. Me gusta verte tan animado, canijo, pero tenía
que darle su oportunidad a Cole – me explicó, con una risita, y observé,
ultrajado, que el enano había aprovechado la distracción para coger dos
rollitos.
-
No vale, eso es abuso de poder.
Papá se rio más fuerte. Me encantaba que estuviera tan feliz.
Se lo merecía.
-
HOLLY’s POV -
Poner música en el coche hacía que los chicos
estuvieran más relajados y distraídos, pero también ocasionaba alguna pelea a
la hora de elegir el disco o la emisora de radio. Los principales rivales en
esas discusiones solían ser Blaine y Sean, pero aquel día no hubo ningún
enfrentamiento, porque ninguno estaba de humor. Blaine estaba demasiado
contento y Sean demasiado ensimismado. Observé a este último por el retrovisor,
intentando adivinar lo que pasaba por su mente. Su rostro era una máscara
impenetrable, y podía estar pensando en el accidente de la piscina, en el
restaurante al que estábamos a punto de llegar… o en lo enfadado que Aaron
estaba con él.
No iba a dejar que mi hermano le tocara. El problema
era que yo no siempre estaba delante. No siempre estaba ahí para frenarle y
hacerle notar que no le puedes devolver la vida a nadie a golpes, especialmente
si a quien pegas es a otras personas.
Aaron había venido a este mundo para sufrir, y en mis
peores momentos, en las peores noches en las que le escuchaba gritar en sueños,
me preguntaba si no fue un error negarle el descanso que con tanto esfuerzo
había buscado. Sabía que volvería a llamar a emergencias una y mil veces y
todas las que hicieran falta. Pero me preguntaba si una parte de él no me
guardaba rencor por haberle salvado la vida cuando se tragó aquel frasco de
pastillas.
Apreté el volante. Los niños estaban bastante
callados, así que eso dio espacio a que los recuerdos se adueñaran de mi
cerebro, sin que pudiera hacer nada por repelerlos.
Tenía seis años. Mi madre estaba
dando a luz a Aaron y yo me iba a quedar con los abuelos por unos días, sin
saber que serían de los mejores días de mi infancia. La abuelita Fátima me
cuidó de una manera en la que no estaba acostumbrada. Cepillaba mi cabello por
las noches, y me decía que lo tenía muy bonito, me hablaba de las cosas que
podría hacer con mi hermanito, preparaba todo tipo de guisos caseros en lugar
de meter platos precocinados en el microondas, me daba colores para pintar y le
gustaba todo lo que dibujaba…. Pero también tenía mucho carácter. No le gustaba
que viese la tele muy de cerca, sentada en el suelo, decía que me podía hacer
daño a los ojos.
-
Se acabó, no hay más tele por hoy, a ver si así aprendes a
hacer caso – me dijo una tarde, apagando el aparato.
-
¡No! ¡Quiero ver los dibus! – protesté. Ella alejó el mando.
- ¡Mala, mala, dámelo!
-
No. Habrá tele mañana si te sientas como Dios manda.
-
¡Asquerosa! – chillé.
-
¿Qué me has llamado? A la abuelita no se le dice eso, ven
aquí.
Se sacó entonces la zapatilla y yo la
miré con los ojos muy abiertos. Empezó a gritarme algo en español, pero no
entendí ni una sola palabra porque mi madre no me había enseñado ese idioma. La
gente no hubiera creído el parentesco entre la abuelita y yo. Ella era morena,
tanto de piel, como de pelo, antes de tener canas. Yo era muy rubia y con los
ojos claros, herencia de mi padre. En ese momento, desde mi perspectiva de seis
años, al verla tan enfadada y con el cabello despeinado sobre la cara, se
parecía a mi madre más que nunca. Me puse a llorar y cuando me agarró del brazo
solté un grito muy agudo y me tapé la cara. El agarre de mi muñeca se aflojó y
la abuelita me obligó a mirarla, para después cogerme en brazos, intentando que
me calmara.
No sé por cuántos minutos estuvimos
así, pero el abuelo llegó cuando yo todavía lloraba. Miró la zapatilla, tirada
en el suelo, y a mí en brazos de la abuela.
-
¿La has castigado? – preguntó.
-
No llegué a hacerlo – respondió la abuelita. Sonaba
preocupada, y habló con el abuelo en español durante un rato, antes de intentar
separarme un poquito de su pecho. – Florecita, ya no llores.
-
Tu nana ya no está enfadada – me aseguró el abuelo,
sentándose junto a nosotras y acariciándome el pelo. Dejé que ese contacto me
calmara, pero aún lloré durante mucho más tiempo. - Tienes razón, no es un
berrinche.
-
A esta niña le pasa algo, Carlos, te lo digo yo. Susana no la
está cuidando bien. ¿Viste lo largas que tenía las uñas cuando vino?
-
Mujer, está embarazada. Le habrá sido difícil estar a todo…
Ese inútil que tiene por marido no es ninguna ayuda.
-
Calla. No le llames inútil delante de la niña.
Volvieron a hablar en español y
sonaba como si estuvieran discutiendo. Me apreté más a la abuelita.
-
Shh. Tranquila, Holly.
La abuelita tardó menos de dos años
en descubrir que mi madre, efectivamente, no me cuidaba bien. Lo hubiera
averiguado antes si hubiésemos podido vernos más a menudo, pero pasaban meses
entre cada una de mis visitas. Lástima que muriera de un ictus antes de poder
hacer nada. Nunca llegó a saber la magnitud de lo que pasaba en mi casa y eso
era un consuelo, porque creo que el disgusto se la hubiera llevado antes. El
abuelo tampoco pudo ayudarme, tenía setenta y cinco años y principio de
Alzheimer. Poco después de quedarse viudo comenzó a olvidarme. Cuando cumplí
quince, logré averiguar en qué residencia estaba y pude acompañarle durante los
últimos años de su vida. A pesar de que no sabía quién era yo, sonreía siempre
que entraba en su habitación.
Mis abuelos nunca aprobaron el matrimonio de mi madre
con un tipo al que consideraban -acertadamente- una mala persona. Eso provocó
el distanciamiento con su hija y me privó de una relación más estrecha con
ellos.
Fueron las dos únicas personas de las que recibí
afecto durante mi niñez. Gracias a mi abuela supe lo que tenía que hacer cuando
mi hermanito pequeño lloraba inconsolable. Le abrazaba fuerte fuerte contra mi
pecho, hasta que se quedaba dormido escuchando los latidos de mi corazón.
Por desgracia, Aaron ya no cabía de la misma manera
entre mis brazos y estos ya no bastaban para contenerle. Había sido un niño tan
tierno, dulce y risueño… Podía conseguir cualquier cosa de mí con una sola de
sus miradas manipuladoras, con aquellos ojos magnéticos, de tres tonalidades
distintas (miel, azul y verde). Estaba tan lleno de vida y de alegría… Y se lo
fueron quitando poco a poco.
Llegamos al restaurante e intenté participar de la
excitación nerviosa de mis hijos, pero la avalancha de recuerdos no se había
detenido, como un río que se abre paso a través de una presa agrietada y ya
nada lo puede detener.
Aaron tenía cinco años. Correteaba
por toda la casa desnudo, encontrando muy divertido que yo pasara apuros por
alcanzarle para vestirle después de su baño.
-
¡Ven aquí! ¡Tengo que secarte! Vas a coger una pulmonía.
No sabía exactamente qué era una
“pulmonía”, pero se lo había escuchado a muchas madres cuando sus hijos no se
abrigaban lo suficiente y sonaba serio.
-
Ño me pillas, ño me pillas – reía él.
Seguimos así por un rato, pero
entonces escuché la puerta principal y me tensé. Aaron también se quedó quieto,
como si hubiera entendido que el juego había acabado.
-
¡Aaron! Ven aquí, ven – susurré, apremiante.
Le rodeé con un brazo posesivamente.
Las piernecitas de mi hermano todavía tenían rayas oscuras, allí donde el cable
le había golpeado la última vez.
Escuchamos unos tacones y suspiré
aliviada. Mamá no solía tomarla con él, sino conmigo. Era de papá de quien
tenía que protegerle.
Dante comenzó a llorar en su cuarto.
Había creído que estaba durmiendo. Llevé a Aaron en brazos hacia la habitación
de mi hermano más pequeño y delicado. Enseguida tuve que dejarle en el suelo,
pesaba demasiado para mí. Aaron se acercó a la cuna de Dante con los mismos
movimientos reverentes de siempre, como si se encontrase frente a un ser
sagrado.
-
Apartaos – gruñó mamá. - ¿Qué le pasa?
-
N-no lo sé.
-
¿Tiene fiebre? – insistió.
Me mordí el labio. No le había tomado
la temperatura. Estaba durmiendo…
-
Que si tiene fiebre, niña – insistió.
-
No lo sé – repetí.
-
¿No lo sabes? ¿Es que hay algo que sepas hacer, además de
comer y llorar todo el día?
Aaron gimoteó. No le gustaba cuando
mamá me hablaba así. Yo le mandé callar con un siseo, pero mi madre nos ignoró
a los dos y se centró en Dante.
De alguna manera, yo siempre había
sabido que el bebé moriría antes de hacerse mayor. Creo que mamá también. Pero
Aaron no. Aaron no lo sabía. Me daba miedo pensar en cuando llegara el día. A
mis once años no sabía cómo preparar a un niño para la muerte de un ser
querido.
Un año después, Dante se marchó. Dejó
de respirar mientras dormía. Llevaba semanas luchando contra una infección, o
tal vez fueron varias que se encadenaron. Aaron entró en su habitación como
cada mañana. Encontraba cierta paz en aquel cuarto en el que no solía haber gritos
y se sentía satisfecho con la obvia adoración que Dante le profesaba. Pero ese
día el bebé no le recibió con ninguna sonrisa. Fue cuando le escuché llorar
cuando comprendí que ya había pasado. Dante estaba descansando junto a la
abuela y ella se encargaría de cuidarle a partir de entonces. En cierta manera,
había tenido suerte. Seguro que Allí sería más feliz.
Intenté consolar a Aaron, pero fue
una misión imposible.
-
Holly, Dante no se despierta. Dile que se despierte, no se
despierta – lloriqueó.
Ahogué un sollozo, pero no pude hacer
nada contra las lágrimas. Abracé a Aaron, pero él forcejeó para soltarse, para
abrazarse a Dante. Apenas tenía permitido tocarle, y era algo que había
entendido desde el principio, así que eso era un signo de que, en el fondo, él
ya sabía que su hermanito había dejado de estar dentro de aquel cuerpo al que
sin embargo no podía soltar.
Aquel fue un día terrible. Aaron no
se separaba de Dante y yo no me separaba de él. Mi madre se encerró en el baño
durante horas, mi padre se encargó de todos los trámites necesarios ante un
fallecimiento. Entonces, en algún momento, mi madre salió del baño y nos dijo
que nos fuéramos, que soltásemos a Dante.
-
¡Largo! – insistió. - ¡Maldita sea, fuera de aquí! – chilló,
y tiró el biberón, que estaba en la estantería, en nuestra dirección. Después
salió del cuarto, sin ni siquiera comprobar si nos había dado.
-
Vamos, Aaron. Será mejor que salgamos – le pedí, tirando de
él, pero no había forma de separarle de la cuna.
-
¡No, noooo! – gritó. Me preocupaba que llorase tanto, se iba
a enfermar.
Mi
madre volvió a los pocos minutos, pero traía un cable negro y fino con ella. Me
encogí por acto reflejo, pero cuando escuché el susurro de aquel temible objeto
rasgando el aire, no sentí el característico picotazo. En su lugar oí el grito
de Aaron. Sorprendida, abrí los ojos para ver el extraño baile de mi hermanito
intentando esquivar los golpes. Reaccioné deprisa y le rodeé con los brazos,
protegiéndole con mi cuerpo. Llegados a este punto, cuando mi madre estaba
hasta arriba de ansiolíticos, ya le daba igual a cuál de los dos atizara. Solía
preferirme a mí, pero ese día era Aaron el que la había cabreado.
En
algún punto se cansó y se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared,
murmurando cosas como “ni hoy me pueden hacer caso”, “malditos mocosos
desobedientes”, “su hermano ha muerto y no les importa”
No
tenía sentido discutir y decirle cuánto nos importaba y que nos había pegado
por nada. Ella nunca escuchaba y yo tenía que echarle pomada a Aaron, pues
algunas líneas en su brazo comenzaban a ponerse moradas. Mi hermano lloraba con
fuerza, pero al mismo tiempo con desgana, como si no tuviese energías para
llorar todo lo que quería.
Me
encerré con él en el baño y se quedó quieto mientras le ponía crema sobre los
verdugones. Entonces, me quitó el tubo de las manos y empezó a echarme él a mí.
Ese gesto renovó mi llanto. Ahora solo estábamos los dos, Dante se había ido.
Solo quedaba Aaron, y él parecía comprender que tenía que cuidar de mí tanto
como yo de él.
Poco después intenté denunciar la
situación, porque además cada vez iba a peor. Unos señores vinieron para
llevarse a Aaron. A mí iban a llevarme a otro sitio, con otra gente. Nunca más
volví a cometer ese error. No iba a
permitir que le alejaran de mí. Nunca.
Las vocecitas entusiasmadas de mis hijos me
devolvieron al presente. Dante, mi Dante, mi pequeño bebé que gracias a Dios
gozaba de mucha mejor salud que el que había sido su tío, tenía la manita
estirada, como si quisiera tocar la vistosa lámpara decorativa que colgaba del
techo. No estaba a su alcance, pero eso no parecía desanimarle.
Aidan había tomado la iniciativa y les explicó a los
niños cómo comportarse en el buffet. No sé si se daba cuenta de lo magnética que
era su voz, de lo hipnótica que era su mirada y de lo tierna que resultaba su
sonrisa.
Sus hijos y los míos empezaron a levantarse para
llenar sus platos y yo me quedé con los bebés. Realmente no tenía hambre. Más
adelante iría a coger un poco de pollo al limón y de paso se lo daría a probar
a los trillizos. Estaba introduciendo cosas nuevas en su dieta poquito a poco,
y a Avery en particular le gustaba probarlo todo. Tyler era un poco más
selecto.
De pronto Kurt se me acercó y pensé que quería sentarse
conmigo, pero en realidad el pequeño quería sentarse en mí. No me costó
nada complacerle. Ese angelito me derretía por completo. Me volvía una
chocolatina al sol en su presencia, y pensar en que se tenía que someter a una
operación de riesgo era insoportable.
Ted me miró con algo de vergüenza por el atrevimiento
de su hermano. Ese muchachito también me había encandilado, por su bondad que
era casi visible como un halo alrededor de su figura, y por su sonrisa, que
provocaba serenidad en cualquiera que la observara. Le debía además el haber
salvado a Sean y su facilidad para perdonarle.
Aidan tenía una familia tan especial. Estar cerca de
ellos era como una droga, me producía una inmediata sensación de paz, pero me
daba miedo que no fuera duradero. En mi fuero interno, mi instinto más
arraigado me decía que no podía existir alguien tan bueno como él. Todavía
estaba esperando el día en el que Aidan Whitemore revelase algún oscuro y
peligroso secreto de su personalidad.
La gente no es malvada por naturaleza. Siempre hay un
momento de su vida en el que sus caminos se empiezan a truncar, por malas
decisiones, por rencores enquistados, por carencias afectivas, o por muchos
otros motivos diferentes. Había tratado de buscar en varias ocasiones algún
aspecto de Aidan que no me gustase, que se pudiera acentuar con alguno de esos
momentos transformadores. No había encontrado ninguno. Es decir, era muy
visceral, actuaba más con el corazón que con la cabeza, obedeciendo a impulsos
que a veces le hacían meter la pata, pero eso no me preocupaba en exceso. De
hecho, me agradaba, porque le hacía diferenciarse de Connor, mi difunto esposo,
que era calculador hasta el punto de poder aislarse por completo de sus
emociones.
La decisión que torció la vida de mi madre fue casarse
con mi padre. Por eso me frustraba haber cometido su mismo error. Pero al menos
yo no había dejado que Connor me convirtiese en un monstruo. Se supone que la
persona a la que amamos nos hace mejores personas, no peores. Estaba bastante segura de que Aidan me
completaba, en un sentido amplio y positivo.
A decir verdad, no podía ni quería echarle toda la
culpa a mi padre. A mí también me habían presionado para que fuera más dura con
mis hijos, pero nunca había cedido. Y, hasta donde yo sabía, mi padre la
trataba bastante mejor de lo que Connor llegó a tratarme a mí, al final… Pero
las historias no se definen en los finales, sino en los principios. Y, en los
principios, mi madre descubrió que eso de tener hijos no es tan fácil, que
hacen ruido, que están muy necesitados, que roban mucho tiempo. Recordé lo
único que me dijo cuando me fugué con Connor. Su último consejo, por decirlo de
alguna manera:
-
Si te casas, enseguida vendrán los niños. Y entonces me
entenderás. No es tan fácil como sentarse y criticar. Pasas todo tu tiempo
rodeada de bolas de llanto, caca y mocos. Evitar que se choquen contra las
esquinas de las mesas se convierte en un trabajo de veinticuatro horas, y
cuando empiezan a hablar no va a mejor, porque entonces piden cosas. Piden todo
el rato, nunca es suficiente. Quieren tus colgantes, quieren su juguete, su
manta, agua, comida, chucherías, chupete, el parque, tus brazos, tu cama… tu
alma. Pierdes los nervios un día y se te va la mano. Pero yo nunca te mandé al
hospital, ¿no? Nadie ha muerto nunca de una zurra. Tu abuela también me educó a
base de palos, los niños necesitan límites.
Le cerré la puerta en las narices. No
iba a dejar que mancillara el nombre de mi abuelita. Dos veces en mi niñez la
nana me había castigado y no era nada parecido a lo que hacía mi madre. E
incluso, si por alguna razón la nana había sido diferente con ella, eso no era
excusa para que repitiera el patrón.
Me resultó sorprendente su manera de ver las cosas, el
modo en el que había justificado sus acciones en su cerebro. Yo había llegado
para estropear su existencia y a ella, un día, “se le fue la mano”. Irónicamente,
puede que fuese así como empezara todo. No me acordaba. Tan solo sabía que las
palizas habían pasado de ser algo esporádico a algo rutinario e impredecible. Se frenaron abruptamente en mi adolescencia y
entonces Aaron se convirtió en el objeto de todas sus frustraciones. Era
imposible estar a la altura de sus estándares. Mi pobre hermano era el hijo
perfecto, nadie podía pedir un muchacho más leal y obediente, si estaba
convencido de merecerse cada uno de los castigos que yo no podía evitarle. Pero
aún así no era suficiente.
Se volvió peor tras la muerte de Dante, o quizá es que
la espinita de su ausencia me hizo verlo todo desde una nueva perspectiva.
Desde los catorce años, mi único objetivo había sido
salir de mi casa y llevarme a mi hermano conmigo. Pero sabía que debía hacerlo
bien, no bastaba con huir como los protagonistas de una película adolescente. Tenía
que ser capaz de cuidar de él. Tenía que asegurarme de que nunca sufría de
nuevo.
No pude estar a la altura de aquellas intenciones.
El día que cumplí dieciocho años,
Connor vino a buscarme de madrugada. Lo habíamos planeado durante meses. Me iba
a llevar a su casa y me iba a ayudar a conseguir la custodia de Aaron. No
resultaría difícil, habíamos reunido suficientes pruebas. Aaron no quería que
pusiera una denuncia, pero sí estaba deseando venirse conmigo. El pobre no pudo
resistir la tentación de despertarse para despedirme, a pesar de que ya nos lo habíamos
dicho todo la tarde anterior. Me abrazó y me retuvo unos minutos, unos valiosos
minutos que sirvieron para que mis padres sintieran un ruido y se levantaran.
Entendieron enseguida lo que estaba
pasando. Llevaba una mochila con mis cosas, estaba vestida y no en pijama. Me
estaba yendo. Sabían que me iba con Connor, desde hacía algunos años éramos
inseparables. Sorprendentemente, mi madre se lo tomó mejor. Las mujeres tenemos
un instinto que nos permite ver los finales antes de que sucedan. Mi padre fue
más lento, pero cuando procesó la escena, montó en cólera.
-
¡Estás embarazada! – gritó.
No lo estaba, Connor no me había
tocado ni quería hacerlo hasta que nos casáramos. Pero sabía que esa era la
conclusión a la que llegaría todo el mundo. Una niña de dieciocho años se
escapa con su novio mucho mayor porque está esperando un hijo. El hecho de que
me embarazara de Blaine y Leah enseguida solo contribuyó a afianzar aquella
versión entre el vecindario.
Mi padre me golpeó en la cara y me
tiró al suelo. Se desabrochó el cinturón repitiendo varias veces las palabras
“puta” y “sinvergüenza”, pero entones Aaron le embistió, apartándole de mí. Mi
hermanito se había creído la acusación y no iba a dejar que mi padre me
lastimara a mí o a mi bebé.
Aquella fue la primera vez -y,
afortunadamente, la última- que nuestro padre utilizó los puños para pegarle.
Estaba fuera de sí, hasta mi madre intentó detenerle, pero ninguna de las dos
era rival para su fuerza. En el forcejeo, choqué contra la pared y perdí la
consciencia.
Desperté en un hospital. Connor había
entrado a por mí, al ver que no salía a la hora acordada. Creo sinceramente que
esa noche salvó a mi hermano de la muerte. Aaron estaba tan herido que lo
dejaron en el hospital por tres noches. La trabajadora social se escandalizó.
Ya nunca más regresó con mis padres.
-
AARON’S POV –
Tal vez lo del restaurante no había sido tan mala
idea, después de todo. Tras la última experiencia en la pizzería, pensé que mi
hermana se había vuelto loca cuando habló de reunirnos a todos en un buffet de
comida china. Pero la cosa estaba marchando bien. Debía reconocer que los niños
de Aidan sabían comportarse y dudaba que Sean diera problemas: el chico ya
sabía que estaba con el agua al cuello.
Le
enseñé a West a enrollar los tallarines ayudándose con una cuchara y después me
levanté a llenar mi propio plato. Fue entonces cuando reparé en que una lapa me
seguía a todos lados. Al principio pensé que la niña quería servirse algo más e
iba a ayudarla con su platito, pero me di cuenta de que no llevaba ninguno.
Simplemente venía detrás de mí, y, cuando la miré, me sonrió.
-
Olla :3
-
Hola – saludé de vuelta. Parpadeé. – Alice, ¿verdad?
-
Shi.
-
¿Necesitas algo?
-
Ah, ah – negó.
-
¿Ya cogiste tu comida?
-
Shi, papá me puso :3
-
Y… ¿no deberías estar comiendo? – tanteé.
-
Ajá :3
Pese a su respuesta, no se movió y siguió mirándome
fijamente hasta que de pronto se acercó más, me pegó algo en el dorso de la
mano, y salió corriendo a su sitio con una risita. Me miré y vi la pegatina de
un unicornio. Quise arrancármela, pero la niña seguía observándome e imaginé
que eso heriría sus sentimientos. ¿Era una especie de regalo? Se la daría a
Scarlett cuando la mocosa estuviera distraída.
La busqué por la mesa y la encontré hablando con
Bárbara. Le hice un gesto a Sam, para que estuviese pendiente de que Scay
comiera. Era una lucha continua.
Después busqué a Holly y la vi con uno de los hijos de
Aidan encima de las piernas. Suspiré. Mucho me temía que Aidan había llegado
para quedare. Daba igual lo que yo pensase al respecto, porque él la hacía
feliz… Un momento, ¿por qué no estaba feliz? Cuando el niño se levantó de su
regazo, Holly perdió toda expresividad en el rostro, como si su mente estuviera
en algún lugar lejano.
Le
pedí a Leah que me hiciera un hueco y me senté al lado de mi hermana.
-
¿En qué piensas? – pregunté.
-
En nada.
-
Ahá. ¿Y “nada” te está quitando el apetito? – planteé, al ver
que no estaba comiendo.
-
No. Que mi hijo casi se ahogue y mi hermano le abofeteé,
humillándole delante de un montón de gente, sí.
-
Tu hijo te humilló a ti con ese comportamiento – rebatí.
-
Basta, Aaron, no quiero discutir contigo.
-
Fuiste tú quien sacó el tema – le recordé, pero yo tampoco
quería que peleáramos. - ¿Así que no estás triste, sino solo enfadada? No me lo
trago. Siempre estás enfadada y nunca tienes esa cara.
-
No estoy siempre enfadada, Aaron…
-
Conmigo sí.
-
Por algo será – me gruñó. Sin embargo, luego me tomó de la
mano. Se fijó en la pegatina del unicornio, pero no dijo nada. – Sabes que te
quiero mucho, ¿no?
Se me formó un nudo en la garganta. ¿A qué venía eso?
-
Claro…
-
¿De verdad? – insistió.
-
Lo sé – susurré, bastante incómodo. – Y yo a ti también.
Anda, dime, ¿en qué pensabas? Te compro tus pensamientos, si hace falta.
¿Siguen valiendo un caramelo?
Sonrió, por ese pequeño juego de nuestra
infancia.
-
Estaba recordando – admitió al final.
Instintivamente, tiré de mi mano para
recuperarla. Intuía que no eran buenos recuerdos.
-
Aaron… - empezó.
-
No – la corté. – No mis recuerdos.
La foto de un coche destrozado quiso implantarse en mi
memoria, pero la rechacé. Un anillo, una cuna. Dos cunas, una oscura, y vieja,
casi borrada ya de mi cerebro. Otra nueva, recién comprada, recién montada.
Llena de ilusiones y vacía de todo lo demás.
-
Voy al baño – murmuré y me levanté bruscamente, pero ella me
agarró del brazo.
-
Cuando te saqué de casa, la idea era darte una vida mejor –
me susurró.
Oh. Las imágenes de mi cabeza cambiaron. El cuerpo de
Holly sobre el mío. Por fin, cuando fui lo bastante grande, el mío sobre el
suyo.
-
Lo hiciste – le aseguré.
-
No, no lo hice. Connor también te pegaba.
-
¡Oh, vamos, Holly! Siete veces, todas ellas merecidas, y
nunca como papá. Connor era un gran hombre, me trató como a un hijo y le debo
todo – argumenté. Después, respiré hondo. – Ya sé… ya sé que no se portó bien
contigo… al final… Pero ya no era él mismo.
Holly me miró a los ojos. Como tantas otras veces,
tuve la sensación de que me estaba ocultando algo, algo sobre Connor.
-
La cuestión es que yo quería darte un hogar lleno de amor –
musitó.
-
Me lo diste. Nadie me ha querido tanto como tú – respondí,
ligeramente ruborizado. – Y Connor me enseñó a pescar, me enseñó a afeitarme,
me pagó la carrera, me llevó de camping…
-
Tuvo sus buenos momentos – reconoció, a su pesar, como si le
costase admitir que su marido pudo hacer algunas cosas bien.
-
Y me diste diez sobrinos maravillosos.
-
Once – me bufó. Lo hizo sonar como una amenaza. – Once
sobrinos.
-
Sam me odia.
-
Sam no te odia y, si te odiara, seguiría siendo tu sobrino.
-
Once – acepté. Yo al chico le quería mucho. Le querría aunque
no lo fuera, pero además era un buen muchacho. Le raparía entero y le rasparía
todos los tatuajes, pero estaba orgulloso de él. – Ya ves. Todo eso me has
dado.
Esbozó una pequeñísima sonrisa y luego suspiró.
-
Pero no ha sido suficiente. Aaron, aquella noche…
Volví a ponerme rígido.
-
Aquella noche es un tema prohibido – le espeté.
-
Pero…
-
No – la advertí. – Jane está fuera de los límites.
Decir
su nombre en voz alta fue un error. Su rostro se me apareció con toda claridad.
El anillo. La cuna.
Me
levanté. Holly y su jodida manía de remover el pasado.
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