miércoles, 10 de febrero de 2021

CAPÍTULO 130: LA CONSTANTE


CAPÍTULO 130: LA CONSTANTE

Papá estaba con Kurt en el anestesista y Michael y yo nos quedamos a cargo de unos niños que claramente habían tomado -no sé dónde ni cómo- demasiada azúcar. Ya habían terminado sus deberes y, desde que cerrarlos los cuadernos, no había forma de que contuvieran la energía. Que Alice y Hannah estuvieran inquietas y con ganas de correr por toda la casa era más o menos normal, pero que Cole y Dylan las siguieran era totalmente extraño y agotador. Ellos dos solían ser los tranquilos, que apenas levantaban la cabeza de sus libros y de sus dinosaurios y construcciones mecánicas.

En realidad, era entretenido verlos jugar, pero cada vez que se acercaban a las escaleras o a la cocina sufría un mini paro cardíaco. Les pedimos que se fueran al jardín y eso no mejoró demasiado la situación: Alice se cayó y se manchó el pantalón de césped y Dylan ya no pudo dejar de mirar la mancha, pues la ropa sucia, especialmente sucia de tierra, le molestaba sobremanera. Dejó de correr abruptamente y se empezó a rascar la mejilla. Michael me miró como diciendo “se nos ha roto, haz algo”, así que me acerqué lentamente a mi hermanito.

-         ¿Qué ocurre, Dy? – le pregunté, pese a que ya lo sabía.

 

-         Está m-manchado.

 

-         ¿El pantalón? – insistí, intentando trabajar en su capacidad de expresarse.

Mi hermanito asintió, sin dejar de rascarse.

-         Solo es hierba, peque.

Dylan no me respondió, pero era evidente que para él no era un asunto tan trivial. Pensando en sus nervios y en que de todas formas a Alice no le haría daño una muda limpia, me llevé a la enana para ponerle ropa nueva.

No había contado con que algo tan sencillo pudiera dar lugar a un berrinche.

-         ¡No, no, no! ¡Quiero “juegar”! – protestó la enana.

 

-         Ahora volvemos, pitufa. Solo vamos a ponerte otros pantalones.

 

-         ¡No! – chilló, y clavó los talones en el suelo.

Arrastrarla no me supondría mucho esfuerzo, pero no quería hacerle daño. Opté por cogerla en brazos, pero ella no se dejó.

-         ¡No, suelta, malo!

Entonces noté un mordisco en el hombro. Llevaba un jersey grueso, así que sus dientes no se hincaron en mi piel, pero aún así sentí un pellizco molesto.

-         ¡Alice! No se muerde.

Lejos de soltarme, se enganchó como una pequeña piraña, así que en un acto reflejo le di una palmada suave sobre el pantalón. Abrió la boca y se separó de inmediato y su rostro se convirtió en un enorme puchero adornado con un par de ojitos brillantes diseñados para triturar mi corazón y hacerme sentir un monstruo.

-         Snif… malo – me acusó y dos surcos de lágrimitas empezaron a recorrer sus mejillas en cuestión de segundos.

 

-         No soy malo, bebé, es que eso no se hace y no me estabas haciendo caso.

Besé su mejilla y pasé los dedos por debajo de sus párpados. Sabía que la palmada no podía haberle dolido mucho, apenas había sido un toquecito, pero ella no estaba acostumbrada a que fuera yo quien hiciera eso.

-         Me chivaré con papá – avisó.

 

-         Bueno.

 

-         ¡Y él te dará en el culito a ti! – me aseguró.

“No lo creo” pensé, pero decidí usar otra estrategia, a ver si así conseguía que lo entendiera. 

-         Está bien. ¿Me darás un besito después?

 

-         ¿Uh?

 

-         Un besito. Para que no llore.

 

Alice me miró con una perfecta “o” en los labios. Sabía que era una bebé buena y compasiva, así que adiviné su respuesta antes de que la dijera.

 

-         Shi – musitó, con aspecto culpable. – No quiero que llores… - añadió, con un nuevo puchero, esta vez de preocupación.

 

-         ¿No? ¿No quieres que esté triste, ni que tenga pupa? Entonces, ¿por qué me mordiste?

Desvió la mirada y se encogió entre mis brazos, apoyando la cara en mi jersey.

-         Te hice pampam porque tú te portaste mal, pitufa. Me mordiste y eso está muy feo. Yo solo quería cambiarte porque te manchaste la ropa.

 

-         Snif… Pero quería “juegar”.

 

-         Y yo no te dije que no, solo que primero había que cambiarte. No lo hice por malo, ni por fastidiarte, ¿entiendes?

 

-         Sí… Peyón… - murmuró, sin separarse de mi hombro.

 

-         Perdonada, peque. Ven, vamos a ponerte el pantalón azul que te gusta.

 

Dejé a Michael con los demás y entré con ella a casa para ir a su habitación. Le quité el pantalón sucio y busqué el nuevo. Alice se mostró bastante colaboradora y también mimosa. Se colgó de mi cuello en el segundo en el que terminé de vestirla.

 

-         ¿Ya no estás fadado? – murmuró, con un ligero temblor en la voz.

 

-         Ni un poquito, pitufa. Tengo prohibido enfadarme contigo. Mi corazoncito no me deja.

 

“Pero qué ñoño te vuelves cuando estás con los enanos”.

Regresamos con los demás. No habría estado dentro más de cuatro minutos, pero cuando salí al jardín, Hannah se había subido al árbol y Michael trataba de que bajara. De ese árbol había colgado un columpio hasta el año pasado, cuando se rompió, y papá nunca encontraba tiempo para poner otro.

-         ¿Si atamos a cada uno a una silla se consideraría maltrato infantil? – me preguntó Michael en cuanto me vio, medio en broma, medio en serio.

 

-         Hannah, baja de ahí ahora mismo – ordené, intentando imitar el tono de papá cuando se ponía serio. Debió de salirme bien, porque Hannah se deslizó habilidosamente por el tronco hasta llegar al suelo. – Es peligroso trepar como los monos, enana.

 

-         ¡Pero yo sé hacerlo!

 

-         Aún así.

 

-         ¡Eres un aburrido! – me acusó.

 

“Papá me dejó a cargo y voy a mantenerte a salvo cueste lo que cueste” pensé, con convicción. No iba a dejar que mi hermanita se hiciera daño. Además, Aidan no se merecía tantos sustos ni visitas al hospital como las que habíamos tenido últimamente. Con doce hijos, las visitas a urgencias no son un evento tan atípico, pero eso no quería decir que se hiciese más sencillo con el tiempo y la costumbre.

 

-         ¿Por qué no juegas con Dylan y Cole? – sugerí. Ellos estaban agachados junto al suelo, eso parecía considerablemente más seguro.

 

-         ¡Porque están buscando lombrices! – protestó Hannah, con cara de asco. Alice, en cambio, me abandonó para unirse a mis hermanos, interesada por aquella actividad exploratoria.

 

-         No creo que haya lombrices aquí, no está lo bastante húmedo – opinó Michael.

 

A mí, sin embargo, no era eso lo que más me extrañaba, sino que Cole se hubiera prestado a aquel pasatiempo tan peculiar. A Dylan le gustaban los insectos, pero Cole no solía entretenerse con esa clase de cosas. Me acerqué a curiosear y fue entonces cuando me percaté de en qué parte del jardín estaban: habían cavado un agujero en el “rinconcito de Harry”.  La parte del jardín en la que él había plantado algunas flores que de hecho estaban empezando a crecer. Estaba terminantemente prohibido reírse de él por aquel pasatiempo y tocar dicho rincón sin su permiso.

 

Como Harry se enterase se iba a armar la tercera guerra mundial.

 

-         ¡Chicos! No podéis cavar ahí.

 

-         N-no estamos haciendo nada m-malo – protestó Dylan.

 

-         Lo sé, peque, pero esas son las plantas de Harry. No creo que esté bien que remováis así la tierra, podéis dañarlas. Venid, vamos a jugar a algo – decidí que era mejor darles algo que les entretuviera a todos para evitar que el aburrimiento fuera mal consejero. - ¿Al escondite? – ofrecí.

 

-         ¡Alle! – aceptó Alice enseguida.

 

-         ¡Solo si jugáis Michael y tú también! – dijo Hannah.

 

-         ¡Eso! – apoyó Cole.

Miré a Michael para ver si él quería. Yo tenía que estar pendiente por si papá me escribía al móvil para que acercara a Harry y a Zach a la consulta, solo sí se le hacía tarde para volver a casa a dejar a Kurt entre medias. Pero tenía el móvil con sonido, así que eso no era realmente un impedimento para jugar.

-         Ni hablar – bufó Mike.

 

-         ¿Por qué no? – se entristeció Hannah, usando la infalible técnica de los ojitos brillantes.

 

-         Eso es de críos…

Sí que lo era, pero hay algo especial cuando juegas con un niño pequeño que lo vuelve interesante. Su alegría se contagia y de pronto te descubres esforzándote verdaderamente por no ser encontrado.

-         Michael juega – decidí yo por él, ganándome una mirada asesina de parte de mi hermano mayor y aplausos de los menores. - ¿Quién la liga? – pregunté, sin darle tiempo a objetar nada.

Lo echamos a suertes y le tocó a Dylan. Empezó a contar de cero a cincuenta y los demás corrimos a escondernos. Los límites eran el jardín, y la planta baja de la casa, incluyendo el garaje, pero excluyendo la cocina.

Dylan tardó diez minutos en encontrarnos a todos. Hubo cierto conflicto sobre si meterse dentro del armario valía, dado que no todos nosotros cabíamos ahí, pero se decidió que cada quien podía meterse donde cupiera.

En la segunda ronda, me tocó ligarla a mí, pues fui el primero al que encontró Dylan. Conté pegado al árbol y cuando abrí los ojos tuve que reconocer que mis hermanos se habían escondido bastante bien. No se veía el piececito de Alice por ningún sitio, ni la cabeza de Hannah.

De pronto, el corazón me dio un vuelco, me entró frío, y estoy seguro de que mis pupilas se agrandaron. Mi mente se puso en estado de alerta y sentí como si estuviera teniendo una pesadilla, estando despierto.

“No hay nadie. Huele raro, hay un ruido feo y papá no está”.

Sacudí la cabeza y me saqué aquella extraña sensación de encima. Una parte de mí supo que había sido un flashback. Otra no recordaba haber estado nunca en una situación semejante.

Decidido a alejar de mí terrores absurdos e invisibles, me concentré en el juego. Encontré a Michael en el garaje, a Hannah detrás del sofá del salón, a Dylan detrás de la puerta y a Alice debajo de la mesa, pero no había ni rastro de Cole.

Le busqué por varios minutos y después grité que me rendía, pero Cole no apareció. Los demás me ayudaron a buscarle entonces, pero tampoco hubo suerte. Michael estaba convencido de que se había cansado de jugar y se había ido a leer, pero tampoco estaba en su cuarto ni en ninguna habitación de la parte alta de la casa.

-         ¿Alguien ha visto a Cole? – pregunté, a los que no habían estado jugando, pero todos negaron.

 

-         Brillante idea la del escondite, Ted – me reprochó Michael. Los reproches no iban a ayudar a que mi hermanito apareciera, así que le ignoré. - ¿Seguro que no está en el jardín? – me preguntó después.

 

-         Ya he mirado, ahí tampoco hay tantos lugares para esconderse.

 

Nos recorrimos la casa entera varias veces y yo estaba comenzando a desesperarme. Se me estaban ocurriendo las ideas más descabelladas cuando Cole entró por la puerta principal.

 

-         ¿Dónde estabas?  - pregunté, aliviado.

-         En el jardín – respondió, sonriendo por su clara victoria.

 

-         No te vi.

 

-         Con que ahí ya miraste, ¿no? – dijo Michael, dándome un golpe en el hombro.

 

“Sí miré” respondí, en mi mente. “Y no estaba”.

 

-         Se la vuelve a ligar Ted, ¿no? Porque no nos encontró a todos – continuó Michael. Empezaron a salir de nuevo para jugar otra partida.

Apenas registré el hecho de que Mike estaba completamente metido en ello, pese a sus protestas iniciales. Agarré a Cole del brazo suavemente y le miré a la cara.

-         Dime la verdad, enano. ¿Dónde estabas? No había nadie en el jardín. La casita de juguete es demasiado pequeña para que quepas ahí y también miré.

 

-         ¡Un maestro nunca revela sus secretos!

 

-         Hablo en serio, Cole. No me voy a enfadar si me lo dices ahora. ¿Entraste a la cocina? ¿Estuviste ahí hasta que nos vinimos arriba y después saliste?

 

 

-         ¡No estuve en la cocina! ¡No te lo voy a decir, si te digo mi escondite ya no me vale para otra vez!

Esperé unos segundos. Estaba seguro de que me mentía, pero no tenía forma de demostrarlo. No es que me diera miedo que él estuviera en la cocina, al fin y al cabo, ya no era tan pequeño, pero los enanos podían imitarle. Además, esa era una norma de papá, no mía, yo solo me limitaba a cumplirla sin cuestionarla. Por otro lado, la idea de que Cole me mintiera no era agradable. Él siempre confiaba en mí.

“Ahí tienes un poco de tu propia medicina” me dije. “Tú también confías en Aidan y aún así a veces le mientes. Ahora ya sabes cómo se siente él”.

-         ¡Teeeed! – me llamó Dylan.

 

-         ¡Ya vamos! – respondí y lo dejé estar por el momento.

Nos reunimos con los demás y yo empecé a contar para una nueva partida, pero aquella vez mantuve los ojos abiertos, aunque me puse el brazo sobre la cara. De reojo, observé a dónde iba cada uno, decidido a descubrir el misterioso escondite de Cole. Asombrado, presencié cómo abría la verja del jardín… ¡y salía a la calle!

-         ¡Cole, vuelve aquí!

Se quedó congelado, con la cara exacta de niño pillado en mitad de una travesura, que era exactamente lo que él era en esos momentos. No sé cómo no había oído la verja antes, en ese instante me pareció que hacía un chirrido atronador. Me acerqué a él rápidamente.

-         ¡Dijimos que dentro del jardín! ¡No puedes salir a la calle!

 

-         ¡No me fui lejos! ¡Estaba en la casa de al lado!

 

-         ¿Dónde el señor Morrinson?

 

-         ¡No, la otra!

 

-         ¿¡Te metiste en la casa de otra persona!? – exclamé con incredulidad.

 

-         ¡No, solo en el jardín!

 

-         ¡COLE, NO PUEDES HACER ESO! – chillé, sin poderlo evitar.

Disparos imaginarios resonaron en mi cabeza. La gente tiene reacciones desproporcionadas cuando creen que están asaltando su propiedad. El señor Morrinson aceptaba de buen grado que invadiéramos su espacio, sabía que vivía al lado de una familia numerosa y no tenía objeciones a que mis hermanos le hicieran visitas imprevistas de vez en cuando. Pero no teníamos esa confianza con ningún otro vecino, y si alguien escuchaba ruidos en el jardín podía asustarse y pensar que se trataba de un ladrón. Quizá no se fueran directamente a por las armas, aquel era un buen barrio residencial, después de todo, pero yo también me asustaría si veía una sombra intentando esconderse entre mis setos. Quién sabe cómo podría reaccionar el señor Fiztigan, a quien por cierto no le gustaban demasiado los críos, ni siquiera los suyos, diría yo, y por eso no venían mucho a visitarle ahora que ya tenían esposas e hijos propios.
Siendo razonables, por más que estuviéramos en América, no todo el mundo tenía armas en su hogar, así que mi temor inicial había sido un poco exagerado. Aún así, nunca se es lo suficientemente precavido y en cualquier caso había otras posibles reacciones desagradables. Y, además de todo eso, no está bien entrar sin invitación en la propiedad de otra persona.

-         No me grites – protestó mi hermanito, débilmente. Respiré hondo, consciente de que tenía que tranquilizarme para hablar con él. Sus siguientes palabras, sin embargo, no me ayudaron. - ¡Dijimos el jardín, pero no especificaste cuál!

 

-         ¡Sabías perfectamente que me refería a ESTE jardín, así que no te hagas el listo, porque hasta Dylan, que se toma todo literalmente, lo entendió!

 

Cole se encogió y aparentó mucho menos que sus diez años.

“Cálmate. No le pasó nada”.

Suspiré y le di un abrazo. Solo entonces me planteé que debía hacer al respecto de lo que acababa de ocurrir. El primer paso era hacerle entender por qué estaba mal lo que había hecho y el segundo convencerle de que no lo hiciera nunca más. Ninguna de esas dos cosas tenía por qué implicar un castigo y todo en mi interior me impulsaba a desechar cualquier idea de hacer de juez y verdugo con mi hermanito. Pero en casa todos sabíamos que una desobediencia equivalía a un castigo y Cole había salido de la zona prestablecida… Y debía saber que no estaba haciendo lo correcto, porque me había mentido sobre ello…

No quería transmitirle a mi hermano el mensaje de “o haces exactamente lo que yo te digo o verás…”. No quería parecer un tirano autoritario ni romper toda buena relación que pudiéramos tener. No quería asustarle, ni crearle ningún resentimiento hacia mí, ni hacerle creer que no podía ser su compañero de juegos. Pero papá me había dejado a cargo y eso implicaba ocuparme de mantenerle a salvo y para eso necesitaba que me hiciera el mismo caso que le hacía a él.

Papá no quería soldados sin libertad de pensamiento, pero si creía en la necesidad de obedecer a una autoridad más sabia o que en ese momento es responsable de ti. El mundo tiene normas y enseñarle eso a un niño no es considerarle un ser inferior, sino mostrarle que habrá veces en las que será necesario hacer lo que nos dicen y no lo que nos apetece. Un niño debe obedecer a su padre y un hombre debe obedecer las leyes. Solo si estás son injustas será lícito que el hombre se rebele y aun así debe tener la madurez suficiente para entender las consecuencias de su rebelión, porque ahí está el meollo: todos los actos tienen consecuencias y eso es así le pese a quien le pese. La cárcel, una multa, el hospital, o un castigo de tu padre… o de tu hermano mayor…

Podía esperar a papá, pero ni Aidan necesitaba encontrarse con un problema nada más regresar del médico, ni Cole se beneficiaría de una espera larga. Eso de “así tiene tiempo para pensar” solía traducirse en “así tiene tiempo para ponerse ansioso y llenarse la cabeza con un montón de pensamientos negativos y erróneos”.

Ya una vez había hecho de “poli malo” con él, pero se sentía diferente. Cole había estado rabioso el día que hizo una especie de berrinche en el centro comercial, arrastrando a Kurt y negándome como hermano ante unos desconocidos. Estaba molesto conmigo y lo dejó salir en el momento menos indicado. Cuando le regañé fue una mezcla de regaño y lucha por recuperar su confianza.

En esta ocasión, Cole ni estaba molesto ni había tenido ningún tipo de mala intención y, sin embargo, había sido más grave, porque se había puesto en peligro y de paso me había mentido a la cara. Ya no era la primera vez que le castigaba, y eso hacía que dejara de ser una excepción. Si le castigaba entonces, dejaría de ser “algo que hice en una circunstancia concreta porque también regañé a Kurt y porque hiciste algo que me hirió directamente”, sino que estaría sentando un precedente. Estaría diciendo “cuando no esté papá, si no te portas bien, tendrás que responder ante mí”. Y odiaba eso. Era algo que ya sabía, y que creo que Cole también sabía, desde el primer momento en el que me había quedado a cargo, pero lo odiaba. Con él más que con los pequeños, porque con solo siete años de diferencia, castigar a Cole rozaba la línea de lo incómodo y lo antinatural. Y porque, aunque quería a todos mis hermanos por igual, con la misma intensidad -si es que tal cosa se puede medir en algo así como “centiamoritros”- Cole era mi hermano favorito, en el sentido de que teníamos una conexión especial que me daba miedo cargarme para siempre.

-         Lo siento, Ted – susurró, sin deshacer el abrazo, sacándome de mis pensamientos. – Ya no haré más trampas.

Casi tuve que sonreír por su inocencia.

-         Esto no es por hacer trampas en el escondite, Cole. No puedes salir sin permiso. No puedes entrar en la casa de alguien sin permiso. Y no me puedes mentir.

Me abrazó más fuerte, como si quisiera desaparecer y no tener que escuchar en voz alta la lista de sus errores recientes.

-         ¿Le vas a decir a papá que me castigue? – musitó.

“De perdidos al río”

-         No. Te voy a castigar yo.

 

Hubo un instante de silencio.

 

-         ¿Cómo la otra vez? – preguntó.

Lo que quería saber era si iba a darle palmadas o iba a pensar otra cosa, pero, aunque estaba casi decidido por lo primero, no quería precipitarme ni decírselo todavía, así que le contesté de otra manera. Me separé un poco de él y le sujeté la barbilla, como había visto hacer a papá cientos de veces. 

-         Con el mismo cuidado, la misma tristeza, y el mismo amor que la otra vez.

Se ruborizó.

-         ¿Estás enfadado? – siguió preguntando.

 

-         No, aunque sí algo sorprendido de que me mintieras – decidí ser sincero. – Eso me demuestra que sabías que no debías salir y por eso lo ocultaste.

Cole miró al suelo y asintió.

-         En realidad, es normal – admití, con una media sonrisa. – La mayoría de las veces que nos metemos en líos ya sabemos que nos estamos metiendo en líos y aún así lo hacemos, ¿verdad?

A veces, aun sabiendo perfectamente lo que pasaría después, decidíamos desobedecer, y -aunque era cierto que papá no era especialmente duro con nosotros- no se trataba de que el castigo no fuera lo suficientemente convincente, sino de que los cerebros de las personas jóvenes a veces les juegan una mala pasada y les hacen pensar que algo merece la pena o que se pueden librar de las consecuencias. Pero siempre podíamos contar, en el buen y en el mal sentido, con que papá pusiera un alto y nos recordara, al menos durante un rato, que uno nunca puede escapar de sus decisiones y que no, que no merece la pena. Era una realidad ineludible, una constante no deseada, pero, como todas las constantes, nos daba seguridad. En un sentido macabro, era tranquilizador saber que alguien estaba ahí para impedir que te salieras del camino, o que dieras siquiera un paso en la decisión equivocada.

Aquella tarde me tocaba a mí ser la constante.

-         Ve al cuarto, enano. Yo voy ahora. No tengas miedo. Me asusté antes y por eso te grité, pero cuando suba a hablar contigo no me quedará ni una miguita de enfado y te prometo que no habrá gritos.

Cole me dedicó una última mirada insegura y entró en la casa. Yo le seguí para buscar a Michael y decirle que siguieran jugando sin nosotros.

Mike estaba escondido detrás de las cortinas y, aunque no se le veían los pies, el bulto entre la tela le delataba bastante. Corrí las cortinas y me abstuve de hacer comentarios sobre lo mucho que se había implicado en un juego que había calificado como “de críos”.

-         ¡Por fin, tío! Has tardado mucho – me dijo.

 

-         Estaba hablando con Cole. Se estaba escondiendo en el jardín del vecino.

 

-         ¿El señor Morrinson?

 

-         El otro. No tenemos ninguna confianza con él y, en cualquier caso, no puede salir de casa y colarse en otra así porque sí.

 

Michael me miró con atención y perdió el aura infantil por la que se había dejado dominar en los últimos minutos.

 

-         ¿Le has castigado? – preguntó, preocupado.

 

-         No, lo voy a hacer ahora. Le mandé a su cuarto.

 

-         ¿Le vas a pegar? – siguió con el interrogatorio.

 

Me apoyé sobre la pared y dejé salir el aire en un suspiro.

 

-         No lo sé. Supongo que podría buscar otra cosa, aunque, si lo piensas, no hay mucho con lo que se pueda castigar a un niño como Cole. Papá a veces le manda tareas extra…

 

-         Pero no crees que eligiera eso para esta ocasión – concluyó Michael por mí. – Crees que él le daría unos az… le daría palmadas.

Sonreí un poco. A mí también me resultaba más fácil decirlo así, no sé por qué. Después me puse serio, y asentí, mirándole en busca de aprobación.

-         Un chico de trece años recibió un disparo en el pecho el otro día por colarse en una casa ajena a recoger una pelota – le expliqué.

 

-         La gente está muy loca – bufó Michael. – No me enteré de eso, pero estoy seguro de que ese chico era negro.

 

-         Era autista, de hecho – murmuré, en apenas un susurro. Dylan siempre se escondía detrás de la puerta, no cambiaba de escondite, aunque eso le perjudicara en el juego, así que no podía oírnos, pero aún así hablé en voz baja para extremar las precauciones. – Pero eso dio igual, y su edad también. Cuando la gente tiene miedo, dispara primero y pregunta después.

 

-         No creo que nuestros vecinos guarden un arma en el cajón…

 

-         El señor Morrinson la tiene – le contradije. – Es un hombre mayor que vive solo, así que guarda una por protección. Le dijo a papá dónde la tenía. Se supone que yo no lo escuché, así que no me delates – le pedí. Lo último que papá quería era que cualquiera de nosotros supiera dónde encontrar un arma.

 

-         Aidan no tiene, ¿no? – me preguntó Michael.

 

Le miré como si fuera idiota.

 

-         El hombre que no deja que sus hijos se acerquen a cinco metros de la cocina, va a tener un arma en una casa llena de niños – repliqué, con sarcasmo.

 

-         Vale, vale. Solo preguntaba.

 

-         A papá no le gustan las armas – le aclaré.

 

-         A mí tampoco - reconoció Michael. – Pero tampoco creo que nadie hubiera disparado a Cole…

 

No sonó muy convencido porque él, al igual que yo, sabía que las leyes de Estados Unidos amparaban a quien quisiera proteger su casa de un allanamiento, cosa que por otro lado era lógica, pero que podía llevar a muchas desgracias por malentendidos.

 

-         Eso no podemos saberlo. Pero aún así, no puede colarse en otra casa cuando le apetezca. Ni salir de la nuestra – argumenté.

 

-         Ni mentirnos – apuntó Michael. – Papá no sería muy duro con él – me hizo saber, no sé bien con qué intención.

 

-         Ni yo tampoco. ¿Crees que debería esperar a que viniera él?

 

-         Podrías dejarle decidir a Cole. Aunque estoy seguro de que preferirá que seas tú.

 

-         ¿Tú crees? – pregunté, inseguro. Después me asaltó otra preocupación. - ¿Querrá que sea yo porque piensa que seré más blando?

 

-         ¿Lo serás? – me tanteó. No supe qué responder, porque no siempre acertaba cuando intentaba adivinar cuál sería el castigo de papá ante una metedura de pata. – Ese no es el punto, de todas formas – continuó Michael. – Cole querrá que seas tú porque preferirá quitárselo de encima sin tener que esperar y porque estará desesperado porque le perdones.

 

-         Pero si ya le he perdonado…

 

-         Y papá a ti antes de castigarte y no por eso desaparece tu necesidad de reconciliarte con él, empezando por pagar por tu error.

 

Abrí la boca y luego la cerré, sorprendido porque me hubiera calado así de bien. ¿O tal vez estaba describiendo cómo se sentía él en esos casos?

 

-         Fue contigo con quien la cagó, así que es contigo con quien necesita hablar – concluyó Michael. – Y… él espera que sean palmadas. No estoy diciendo que la idea le guste, pero es lo que espera.

Me quedé en silencio, dejando que la pared sostuviera todo mi peso por unos segundos. No sabía si había acudido a Michael en busca de consejo o de permiso, pero de alguna manera había obtenido las dos.

-         Quédate con los peques. Yo voy a echar un vistazo a los demás y a hablar con Cole – dije, al final.

Subí al piso de arriba y llamé a la habitación de Barie y Madie. Estaban haciendo deberes, o más bien Barie los hacía y Madie los copiaba. Se lo hice notar con un carraspeo y Madelaine le devolvió el cuaderno a Barie, pero sabía que lo volvería a coger en cuanto me marchara. Bárbara no parecía molesta por ello, así que lo dejé estar, pensando que al fin y al cabo solo estaban aprovechando la ventaja de ir a la misma clase.

Después fui a la habitación de los gemelos. Harry y Zach también hacían deberes, pero ya estaban acabando. Me preguntaron cuándo venía papá y les respondí la verdad, que no lo sabía, pero que si en una hora no había vuelto yo les llevaría al psicólogo y le verían allí.

Finalmente fui a mi cuarto y allí me encontré con Alejandro sentado frente al escritorio y Cole tumbado en su cama, girado de forma que le daba la espalda al mundo. Jandro me miró a mí y después a Cole, como diciendo: “¿qué le pasa? ¿Tú lo sabes?”.

No sabía cómo darle una explicación por gestos, así que me limité a sonreír para indicar que todo estaba bien.

-         Alejandro, Michael está jugando al escondite con los peques, ¿quieres unirte?

Esperé que pillara la indirecta y por suerte lo hizo. Con cierta expresión de extrañeza, se levantó y nos dejó a solas.

Cole se giró en cuanto supo que no había testigos y pude ver que tenía los ojos llorosos. Me odié por ser el causante.

-         Hola, enano.

En lugar de esperar a que bajase de la litera, me subí y me senté a su lado.

-         Me han dicho que estás en líos – bromeé, intentando romper el hielo. Cole no mostró ninguna reacción ante mi pésimo intento de chiste. – Para una tarde que pasas fuera de la habitación… Ya es mala suerte, ¿no?

 

-         La suerte no tiene nada que ver – susurró.

 

-         ¿No?

 

-         No. Es que leer es mucho más seguro que jugar al escondite.

Sonreí y le apreté la pierna cariñosamente.

-         Definitivamente. Pero me alegro de que hayas salido a divertirte por un rato.

Cole volvió a quedarse en silencio, y yo suspiré.

-         Escucha… Necesito que entiendas dónde estuvo el problema – le dije.

 

-         Te mentí. Y salí de casa cuando dijimos que solo valía en el jardín y en el piso de abajo.

 

-         Más o menos. Cole, no estaríamos teniendo esta conversación si solo hubieras hecho trampas y hubieras venido a esconderte aquí, por ejemplo. Si estamos jugando a algo y te pillo haciendo trampas te haré cosquillas y nos reiremos los dos un rato, nada más. Pero no puedes salir de casa sin decirle a nadie, eso es peligroso, aunque vayas aquí cerca. Y no puedes entrar al jardín de otra persona a esconderte. Y me parece que necesito explicarte por qué.

 

-         No es de buena educación – respondió, ofendido por la insinuación de que no era capaz de entender algo.

 

-         Eso para empezar, pero hay otros motivos. ¿Cómo te sentirías tú si alguien entra de golpe en tu habitación en mitad de la noche y tú no sabes quién es o qué quiere?

 

-         Asustado…

 

-         Pues eso mismo le pasaría a quien viera una sombra en su jardín, ¿entiendes? Y la gente asustada puede reaccionar de forma impredecible. ¿Y si pensasen que eres un ladrón?

 

-         ¿Llamarían a la policía? – preguntó, nervioso de pronto.

 

-         Puede ser. O también puede que te echasen de mala forma… o incluso que te atacaran – le expliqué. No quería ser demasiado gráfico ni mencionar los disparos, pero necesitaba que entendiera. - ¿Sabes lo que significa “allanamiento de morada”? – le pregunté y él asintió – Pues es lo que hiciste, aunque tu intención no fuera mala, ni quisieses entrar a coger nada.

 

Cole entreabrió los labios.

 

-         ¡Yo solo estaba jugando, Ted, de verdad!

 

-         Lo sé, peque, ya lo sé. Pero el dueño de la casa no lo sabía. Y, si te hubiera visto, igual no se detiene a observar que eres un niño o igual no le importa. Podría… haberte hecho daño. Y eso yo no lo podría soportar y papá tampoco.

 

Cole agachó la cabeza y se miró los pies. Me deslicé para bajarme de la litera y estiré los brazos para bajarle a él, notando que cada vez me costaba más hacer cosas como esa porque el enano estaba creciendo.

 

-         No sabías del todo por qué estaba mal lo que hiciste, pero sí sabías que estaba mal o no me habrías mentido. Igual que no podíais entrar en la cocina por seguridad, no podíais salir de casa porque eso es algo que nunca se puede hacer sin permiso y sin avisar.  Esta vez tuviste suerte y no te pasó nada malo, pero cuando desobedecemos una norma hay una consecuencia. Ahora dime… ¿esta es una conversación que prefieres tener con papá, o quieres que continúe yo?

Cole juntó ambas manos y se frotó el antebrazo, nervioso.

-         Tú – murmuró, en apenas un susurro.

 

 Le acaricié el hombro y levanté su barbilla para que me mirara:

 

-         Para que no haya dudas, yo haré lo mismo que haría papá.

 

-         Lo sé.

 

Ya no había marcha atrás. Me senté en una de las sillas del escritorio y le coloqué delante de mí. Le examiné atentamente. Cole estaba tranquilo, pero muy triste y mi determinación flaqueó por unos segundos.

 

-         ¿En qué piensas? – susurré.

 

Sus ojos se abrieron con sorpresa, como diciendo “¿en serio me preguntas eso en un momento así?”, pero me respondió:

 

-         ¿Estás enfadado conmigo?

Cole tenía que ser el niño de diez años más adorable del universo y le iba a envolver en un plastiquito para conservarle intacto como los buenos artículos de colección.

-         No, enano. Ni un poquito.

Sonrió ligeramente y dio un pasito hacia mí. Me eché hacia atrás en la silla, con falta de práctica desde ese lado de la película. Le ayudé a tumbarse sobre mis piernas y respiré hondo.

“No hace falta que seas duro con él, te entendió, te prestó atención” me recordé.

“Ten cuidado, es tu hermanito pequeño” dijo una voz en mi cabeza, que sonó idéntica a la de papá. Me había repetido esa frase muchas veces a lo largo de los años y ahora mi cerebro la reproducía para mí, no lo fuera a olvidar en un momento tan importante.

Levanté la mano derecha y la dejé caer sobre su pantalón. Cole dio un respingo y se aferró a mi pierna.

PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS … mmm… PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS

Puse la mano sobre su espalda.

-         Ya está – murmuré, pero Cole no hizo ni el amago de levantarse. Intenté buscar su rostro para ver si estaba llorando. Al final, le levanté yo y le senté encima de mí. Tenía un par de lágrimas silenciosas, pero no estaba llorando exactamente. Se las limpié. – Ya pasó, enano.

 

-         No soy enano, Ted – protestó, ligeramente enfurruñado.

 

-         No, tienes razón. Pero soy el hermano mayor y eso me da derecho a llamarte enano para siempre.

 

-         Le diré a Michael que te lo llame a ti, entonces – me dijo, y se frotó los ojos.

 

-         ¿Estás bien?

 

Asintió e intentó levantarse. No percibí ninguna actitud de rechazo, sino solo algo de timidez, así que no le dejé.

 

-         Nada de eso, te quedas aquí para que pueda mimarte.

Se ruborizó, pero se acomodó mejor y apoyó la cabeza en mi hombro.

-         A veces me tratas como si tuviera la edad de Kurt – se quejó.

 

-         Y lo que te gusta. No tienes que hacerte el duro conmigo, Cole. Olvidas que yo puedo ser más mimoso que tú, si me lo propongo.

Eso pareció convencerle de abandonar toda pose de chico grande y se restregó contra mi jersey. Fue entonces cuando empezó a llorar, flojito, suavemente, llevándose mi alma y retorciéndola en el proceso.

-         Shhhh, ya está. Todo está bien, peque – susurré esas y otras incoherencias, frases hechas que pretendía que sonaran reconfortantes, mientras le acariciaba la espalda. Un par de minutos después, se calmó y pasó los brazos alrededor de mi cuello, en un abrazo. Tentativamente, con algo de torpeza, le besé la frente, como solía hacer papá. No era la primera vez que le daba un beso a Cole, pero toda aquella situación era embarazosa y ninguno de los dos sabía muy bien qué esperar del otro. El beso fue bien recibido e incluso recompensado con una pequeña sonrisa.

 

-         ¿Me dejas tu móvil? – preguntó, al final, como si quisiera cambiar de tema. Se lo di, y adiviné lo que iba a abrir antes de que lo hiciera: a Cole le gustaba cotillear entre mi música e investigar qué novedades había añadido desde su última inspección. Se levantó y se tumbó en mi cama, totalmente concentrado en mi teléfono.

 

-         Si llama papá me avisas, ¿vale? – le pedí y él asintió, dándole al play para que empezara a sonar la banda sonora de Los Miserables.

Con un último vistazo para cerciorarme de que estaba bien y entretenido, salí del cuarto y durante unos segundos me quedé en medio del pasillo, medio bloqueado. Terminé yendo a la habitación de papá, porque sabía que allí no habría nadie y podría estar solo.

Me sentí fatal. Terriblemente culpable y con la duda de si había hecho lo correcto. Me senté en la cama de papá, cada vez más convencido de que debía haber dejado que se encargara él. Cole era mi hermano y no mi hijo y además no había hecho nada tan malo. Suspiré y agarré la almohada de Aidan. Me fijé en un cuadernillo de su mesita. Papá no llevaba un diario exactamente, pero sé que a veces le gustaba escribir cosas para sí mismo, y no para publicarlas o para que alguien más las leyera. Quería algo que me distrajera y me ayudara a luchar contra la culpabilidad, pero sabía que ese cuaderno estaba fuera de los límites. Una cosa era cotillear su agenda y otra algo tan personal. Las cosas que papá dejaba a mi alcance podía curiosearlas, igual que Cole con mi móvil, pero lo que guardaba en su cuarto era privado, igual que lo que yo escribía en mi ordenador. Me conformé con coger un folio de su cajonera y me puse a hacer una redacción que nos habían mandado en sociales. El tema era “La influencia del feminismo en el hogar moderno” y no tenía ni repajolera idea de por donde empezar, dada la ausencia de roles femeninos en mi vida. El epígrafe del libro hablaba sobre la época en la que las mujeres empezaron a votar, así que supuse que con comparar aquel entonces con la actualidad bastaría.

 

-         AIDAN’S POV -

La consulta con el anestesista de Kurt fue más rápida de lo que había esperado. Nos atendieron nada más llegar, le midieron, le pesaron, me hicieron algunas preguntas y en menos de diez minutos estábamos fuera. Pensé que podía volver a casa antes de lo que había creído, pero Kurt me pidió si podíamos ir al parque y no fui capaz de decirle que no.

-         Un ratito solo, ¿vale, campeón?

 

-         ¡Bieeeeen!

Era realmente fácil hacerle feliz. Me parecía mal dejar a Ted y a Michael solos con el resto, pero necesitaba ver a Kurt disfrutando como un niño normal y sano y yo, por otra parte, tenía que apaciguar mis pensamientos. Se me venía el mundo encima… mi técnica de compartimentar y no pensar en las cosas malas empezaba a tener sus fallas, porque las fechas claves se acercaban. El momento de poner a mi niño en la camilla de un quirófano se acercaba.

Le observé mientras se deslizaba por el tobogán, le impulsé en los columpios y yo solo veía un niño maravilloso que no se merecía que le pasase nada malo.

-         Papi, ¿por qué este columpio suena y ese no? – me preguntó mi bebé, demandando mi atención, curioso como siempre.

 

-         Este debe estar un poco oxidado, campeón. ¿Recuerdas que te enseñé que a veces el hierro se pone naranja? Si eso pasa en un mecanismo que gira, hace ese chirrido.

 

-         ¿Y las personas también se oxidan?

 

Sonreí. Enano ocurrente.

 

-         En más de un sentido sí, peque.

 

-         ¿Cuando se hacen viejitas?

 

-         Algo así.

 

-         No te hagas viejito nunca, ¿vale, papi? – me pidió.

 

-         Haré todo lo posible – respondí, enternecido.

 

Kurt siempre conseguía ponerme de buen humor.

 

Estaba por escribir a Ted para ver cómo iba todo por casa cuando una chica entró como un torbellino y se sentó en un banco cercano. Había algo familiar en ella y enseguida descubrí que se trataba de Leah. Lloraba desconsoladamente, y al principio no sabía si estaba en pleno ataque de pánico. Luego comprendí que estaba rabiosa y herida y con razón… Cuando me contó lo que había pasado, comprobé una vez más lo mucho que esa niña había sufrido. Estaba en guerra con el mundo y lo peor es que este no le concedía una tregua.

Me preocupaba su agresividad, algo que ya había percibido en ocasiones anteriores y que Holly me había dejado entrever en nuestras conversaciones. Pero, en mi fuero interno, me sentí como un león orgulloso porque su cachorro ha hecho frente a un enemigo. Tal vez Leah no fuera “mi cachorro”, pero el caso es que, al escuchar que ese niñato la acorraló en el baño, se despertaron en mí instintos primitivos de desgarrar y destrozar. A Leah quería aplaudirla, felicitarla por su autodefensa… pero sabía que no era lo correcto. No del todo, al menos, o podía adoptar la filosofía popular de que era mejor tomarse la justicia por su mano y eso era algo que podía traerle muchos problemas. Además, sus ojos tenían una mirada de rabia que me asustó un poco. No siempre parecía capaz de controlar esa furia, por eso había golpeado a su tío… Aunque a Aaron habría que ponerle un esparadrapo hasta que aprendiera a usar la boca.  

Intenté hacerle entender lo excesivo de sus reacciones y me sorprendió lo fácil que resultó. Aún la estaba conociendo, pero comprendí que Leah era una persona muy razonable, cuando uno conseguía traspasar su coraza.

Me pidió que la llevara con su madre y me pareció lo mejor. El viaje hasta el periódico resultó… interesante. Desde que nos metimos en el coche, Leah se retrajo y pude adivinar que su mente se había ido muy lejos, tal vez recordando los terribles sucesos de aquel día. Viéndola así, encogida y con las manos apretadas entre las piernas, parecía más pequeña y más niña, a pesar de que su apariencia física era ya la de toda una mujer.

Volví a sentir que me hervía la sangre al recordar su relato. Agradecí que ella no pudiera leerme el pensamiento o iba a quedar como un gran y tremendo hipócrita, porque lo cierto es que una parte de mí quería rematar su trabajo de remodelar la cara de ese muchacho.

“Vale, este es el plan: la dejo en el periódico con Holly, les pido que cuiden de Kurt un rato, me vuelvo al coche, voy en busca de ese chico y….”

“Y cualquier cosa que estés pensando es ilegal: tiene catorce años”.

“Grrr. Ya lo sé. Solo es un crío estúpido. Pero si le tuviera delante ahora mismo, le dejaría sin su capacidad de sentarse por varios días”

“Ahá. Seguro que sus padres tendrían algo que decir al respecto”.

“Sus padres… Ellos son los verdaderos culpables”.

“Los críos hacen tonterías y eso no quiere decir que sean malos ni que sus padres tampoco lo sean”.

Una voz en mi cabeza se empeñaba en hacer de abogado del diablo.

“Ya, pero hay tonterías y tonterías. Mis hijos jamás harían algo así”.

“¿Y si lo hicieran? ¿Te gustaría que les rompieran la nariz?”.

“¡No, claro que no! Pero yo sé que no son peligrosos. Leah tenía miedo de ese mocoso, y con motivos… El chico podría no haberse conformado con el beso. Agh. Malditas apuestas. Maldita estupidez adolescente”.

“Maldita sociedad hipersexualizada”.

¿Qué clase de mundo es este donde los niños juegan a robarse besos? Esa clase de retos son, por desgracia, tan antiguos como la propia existencia. Aún recordaba con pavor cuando, estando en secundaria, se puso de moda entre los niños de mi curso el juego de la botella, donde dos participantes tienen que besarse cuando son señalados por el cuello del recipiente. Mi yo de trece años se había convertido en el rarito de la clase, que nunca hablaba ni se relacionaba con nadie, así que, obviamente, me obligaron a participar; para reírse un rato, imagino. Y me tocó besar a Cindy Straser, la chica más guapa de la clase. Nunca olvidaré su rostro angelical ni su mueca venenosa cuando me negué a completar el reto. Me hubiera gustado explicarle que en verdad tenía muchas ganas de besarla, pero que había un pequeño problema, y es que para besar a alguien en principio tienes que tocarle. Pasarían años hasta que pudiera aceptar el más mínimo contacto humano. Aunque todavía era un problema con el que tenía que luchar en determinadas situaciones, había logrado controlar mi fobia.

Cindy Straser no sabía eso y, por supuesto, se sintió ofendida. Así que me convertí en “Aidan el marica” durante unos cuantos años. La pubertad hizo maravillas en mí y a los dieciséis mi fama de inalcanzable se transformó en un aliciente para las chicas, en lugar de en un defecto. Sarah Collins se pavoneó durante un mes cuando me besó bajo las escaleras del gimnasio y fue entonces cuando me di cuenta de que según los estándares podía considerarme atractivo.

Hacía siglos que no pensaba en aquello. Mi primer beso.

“Yo no quería besarla, pero no me preguntó, exactamente. ¿Por qué me estoy acordando ahora de esto? Fue hace mucho tiempo”.

Pese a mi inexperiencia, no debí de hacerlo mal, porque Sarah se encargó de comentarle a todo el mundo que no le había parecido precisamente homosexual. No sabía si guardarle rencor o estarle agradecido porque hubiera hecho pública mi erección involuntaria. Al menos, mi sexualidad dejó de estar en boca de todos.

Cuando besé a Holly por primera vez, apenas tuve que pensarlo. Me salió del corazón y creo que fui algo torpe en la ejecución, pero sentí una conexión especial. El beso no obedeció a una necesidad física, sino a un deseo de expresarle mi afecto. Fue maravilloso.

“Es curioso lo diferente que un mismo gesto puede hacernos sentir, según el contexto”.

Esperaba que a Leah no le hubieran robado su deseo de experimentar algo así. En el cumpleaños de los trillizos, había podido atisbar su teoría de que el amor solo existía en las películas y demás productos de la fantasía. Aunque en un principio lo había achacado a su dolorosa vida familiar, con modelos masculinos que la habían decepcionado constantemente, tal vez había algo más. Tal vez se había fijado en cómo funcionaba una parte importante del mundo y se sentía asqueada, porque no quería limitarse a ser un trozo de carne o un simple medio para una apuesta juvenil, que venía a ser lo mismo.

“Ahora los niños aprenden lo que es el sexo antes de acabar de comprender por completo las implicaciones de amar a alguien” pensé. “Si no sabes amar, no sabes cuidar a la otra persona. El amor adolescente es egoísta, cercano a un capricho y tiende a pensar en el yo más que en el otro”.

Por eso, entre otras muchas razones, me preocupaba que Barie tuviera novio tan joven, aunque debía reconocer que Mark parecía un buen chico. ¿Sería capaz él de forzarla a hacer algo que ella no quería? ¿Entendería ese niño cuándo estaba siendo correspondido y cuándo no? ¿Sabría aceptar un no? Solo un padre sabe cuánto le cuesta a un adolescente aceptar un no. Es casi una palabra prohibida, como retarles a hacer aquello que se les ha negado.

También había cierta inocencia en los besos de niñez. No tenían por qué ser algo malo y dañino, si los dos implicados quieren. Aunque la inocencia, la inexperiencia y el no saber cómo actuar ante determinadas situaciones, a veces son parte del problema.

A mi mente vino un recuerdo de cuando Harry tenía nueve años.

Mi pequeño estaba inscrito en la actividad extraescolar de fútbol y su entrenador me llamó un día para que fuera a recogerle antes de la hora. Había habido un incidente. Al parecer, justo antes del entrenamiento mi hijo le había levantado la falda a una de sus compañeras. El entrenador amenazó con expulsarle permanentemente del equipo y, si no lo hizo, fue porque Harry se disculpó y prometió no volver a hacer nunca más algo así. Mientras volvíamos a casa, sin embargo, pude ver que mi niño estaba más confundido que otra cosa:

-         No lo entiendo, papá. Ellas estaban jugando a eso – me dijo.

 

-         ¿A levantarse la falda? – le pregunté.

 

-         ¡Sí! ¡Era solo un juego!

 

-         Es diferente cuanto lo hacen ellas – traté de explicarle.

 

-         ¿Por qué?

 

-         Bueno… para empezar, me parece un juego bastante estúpido de por sí, uno que espero que tus hermanitas no aprendan. Pero cuando juegan entre chicas, tiene otro significado. Si un chico le levanta la falda a una chica, significa algo más.

 

-         ¿El qué significa? – preguntó Harry.

 

-         ¿Recuerdas que hace tiempo te expliqué que nadie puede tocar ciertas partes de tu cuerpo? – inquirí y mi hijo asintió. – Tampoco puede mirarlas. Y eso es justo lo que pasa cuando levantas la falda de una niña. Expones sus braguitas y eso no está bien. A ti no te gustaría quedarte en calzoncillos delante de toda la clase, ¿no?

 

-         No…. Pero entonces… ¿por qué ellas lo hacen? – insistió.

 

Busqué la manera de explicárselo con palabras que él pudiera entender, aunque no era sencillo, porque lo que en verdad quería decirle era que nadie debería jugar a ese juego y punto.

 

-         ¿Y por qué Zach y tú os dais puñetazos en el hombro cuando vamos en el coche y veis un “coche rojo” o un “coche azul” o lo que toque ese día? – planteé.

 

-         Porque nos aburrimos… Es un juego.

 

-         Uno que no me gusta demasiado, porque podéis haceros daño. Pero lo que sabéis de sobra es que no podéis hacerlo con Kurt, porque aún es un bebé. Él no está incluido en ese pasatiempo tan… peculiar. Lo mismo en este caso, ¿bueno? Cuando un chico hace esas cosas a una chica, le hace daño.

 

-         ¡Bueno, pero yo no lo sabía! – protestó, cruzándose de brazos con indignación. Tuve que morderme una sonrisa ante lo adorable que se veía con esa pose.

 

-         Ya lo sé, campeón - le tranquilicé. No estaba enfadado con él, porque me había quedado claro que no había tenido mala intención. - Pero ahora sí lo sabes. Así que no lo hagas nunca más. ¿Prometido?

 

-         Sí, papi.

 

-         Hablo en serio, ¿vale? Es una promesa inquebrantable.

 

-         ¿Cómo las de Harry Potter? – preguntó, con los ojos muy abiertos. Estaba familiarizado con la palabra gracias a esos libros y películas, donde había un conjuro con ese nombre.

 

-         Más inquebrantable todavía.

 

-         ¡Vale! ¡Lo prometo!

En ese entonces, no recordaba que, según los libros de Harry Potter, romper un juramento inquebrantable significaba la muerte. Sin darme cuenta le hice jurar a mi bebé sobre su propia vida, lo cual jamás hubiera hecho de forma consciente, pero que sirvió para que entendiera hasta qué punto se trataba de algo importante.

El sonido de un móvil me llevó de vuelta bruscamente al presente.  Era el teléfono de Leah y lo estaba dejando sonar.

-         Cógelo, puede ser tu madre. Seguramente la han avisado y estará preocupada por ti – le dije.

Leah sacó su móvil del bolsillo y por primera vez me pregunté dónde estaba su mochila. Supuse que se la habría dejado en el colegio, tal fue la prisa con la que salió.

-         Es Blaine – me informó, justo antes de llevarse el aparato a la oreja. - ¿Sí? No, estoy yendo al periódico. Con… alguien. ¡No, Blaine, no tengo un puñetero novio! ¿Qué más te da? ¡Agh! ¡No es asunto tuyo! ¡Pues no haberme llamado! ¿Quién coño te lo pidió? ¡Que te jodan!

 

-         ¡Leah! – regañé, sin poderlo evitar. Pero qué piquito de oro. Miré a Kurt por el espejo retrovisor, esperando que mi enano no cogiera ideas de vocabulario.

 

-         Sí, ¡estoy con Aidan! ¿Ya estás contento, gilipollas? Bueno, vale… Perdona. ¿Qué? ¡Venga ya! ¿En serio? ¡No te creo! ¿De verdad? ¿Y qué pasó? Ya… ¡No! ¿Por qué hiciste eso? Bueno... Gracias… creo.

 

Después de aquella enigmática conversación, de la que yo solo pude escuchar las respuestas de Leah, colgó el teléfono.

 

-         Mi tío casi se lía a golpes con el padre de Benjamin – me contó Leah, saciando mi curiosidad. – Le ha dicho, que si va a denunciar, que denuncie con motivos.

 

“Empiezas a caerme bien y todo, Aaron” pensé.

 

“Creo que lo que quieres decir es que es un bruto violento”.

 

“Sí, sí, pero mejor que lo sea con ese tipo a con sus propios sobrinos”.

 

-         Después ha entrado en mi clase, en plan que se ha colado antes de que sonara el timbre, y ha hecho preguntas hasta que le han contado lo de la apuesta. Blaine dice que ha sido épico. Han amenazado con llamar a seguridad, pero hasta los guardias tenían miedo de mi tío. No sé si ha exagerado, Blaine es un poco peliculero con estas cosas, pero yo me lo imagino perfectamente.

 

La felicidad de Leah era evidente en su voz. Se sentía complacida por aquella fiera defensa. Entendía la sensación, porque era lo mismo que yo había sentido cuando tenía trece años y Andrew me defendió de Joseph: como que, en el fondo y pese a todo, me quería.

 

-         También se lo ha dicho a mis otros tíos… Ufff, qué pesados se van a poner – resopló.

 

-         ¿Los hermanos de tu padre? – pregunté, con suavidad, porque sabía que mencionar a Connor era un tema delicado.

 

-          Sí. Ahora viven en Escocia.

 

-         Pensé que tu padre era irlandés.

 

-         Lo era. De ahí son sus ancestros, pero él pasó casi toda su vida en EEUU y mis tíos también. Cuando… el negocio que tenían aquí fracasó, se mudaron. Mi padre no quiso ir con ellos, así que nosotros nos quedamos aquí.

 

“Y esa es la única decisión por la que le estoy agradecido o jamás habría conocido a Holly”.

 

-         ¿Mamá no te ha hablado de ellos? – me preguntó Leah.

 

-         Un poco – respondí.

 

Sabía que tenía cinco cuñados, que eran trillizos y gemelos -lo cual explicaba la tendencia de Holly a los embarazados múltiples, pues esas cosas suelen ser hereditarias, así que Connor lo llevaba en la sangre -. Sabía que uno de ellos era viudo y que los cinco habían tenido un criadero de caballos con el marido de Holly, hasta que este se salió después de haber mantenido relaciones con una de sus trabajadoras. Los hermanos se pelearon con él después de aquello y sabía que se fueron de Estados Unidos para poner tierra de por medio y porque les surgió una mejor oportunidad de negocio. No había sabido que se habían ido a Escocia, nada menos, y no tenía muy claro la relación que Holly tenía con ellos. Se expresaba con cariño sobre sus cuñados, pero creo que le recordaban demasiado a su difunto esposo.

 

-         El tío Jamie es el mejor. Te caerá bien. Le cae bien a todo el mundo – me aseguró Leah.

 

Me gustó el uso del futuro, como si diera por sentado que nos íbamos a conocer. Creo que estaba empezando a verme como una presencia más o menos permanente en su vida.

 

-         Si el tío Kenrick hubiera estado aquí, Benjamin tendría que buscarse piernas nuevas – continuó. Leah no era muy dada a parlotear y entendí que echaba de menos a sus tíos, por eso había sentido el impulso de hablar de ellos.

 

-         Vaya. Suena peligroso. ¿Es alguien de quien me deba cuidar? – bromeé.

 

-         Si le haces daño a mamá, sí – me advirtió. Después se encogió de hombros. – Pero Aaron ya haría un buen trabajo con eso. Creo que ya ha buscado un cajón donde enterrarte, no le caes demasiado bien.

 

Estuve tentado de responder “Es mutuo”, pero en lugar de eso sentí un aguijonazo en el pecho. Me sorprendió descubrir que quería caerle bien. Era una de las personas más importantes para Holly y habían vivido muchas cosas juntos. Su relación con él no distaba mucho de la mía con Ted, con la delgada línea entre la paternidad y la hermandan, aunque Ted y yo éramos más padre-hijo que hermano y hermano y, en el caso de Holly y Aaron, era al contrario.

 

-         ¡Nadie va a enterrar a mi papá! – protestó Kurt. No sé cuánto había entendido de la conversación, pero sintió que debía salir en mi defensa. Enano adorable.

 

-         Claro que no, bebé. Y no pienso hacerle daño a tu madre – le aclaré a Leah.

 

Llegamos al periódico en seguida y Holly nos estaba esperando, al parecer ya informada de la mayor parte de lo que había pasado. Estrechó a Leah en un abrazo fortísimo y yo me mantuve apartado, entendiendo que aquel era un momento íntimo entre madre-hija. Cuando terminó de achucharla, caminó hasta mí y… cogió a Kurt en brazos para darle un beso. Hay que ver: relegado a un segundo plano por mi propio mocoso. No podía culparla, yo también quería comerme a Kurt la mayor parte del tiempo. Le dio un beso en la mejilla y, entonces sí, se puso de puntillas para besarme a mí, pero en los labios.

 

-         Gracias por traerla.

 

-         No hay de qué. Nos encontramos en el parque.

 

Hablamos durante algunos minutos y después me despedí, pues ella tenía mucho que conversar con Leah y yo tenía que dejar a Kurt y recoger a Harry y Zach.

 

Regresé a casa con apenas quince minutos de sobra, los suficientes para saludar a mis hijos. Alice y Hannah prácticamente me asaltaron en la puerta y levanté a una con cada brazo, no sin cierto esfuerzo.

 

-         Hola, papi :3

 

-         Hola, princesas. ¿Os habéis portado bien?

 

-         - ¡Shi!

 

-         ¡Shi!

 

-         Cof, cof.

 

Michael emitió una tosecilla reveladora y Alice arrugó el labio.

 

-         Tete me regañó, papi. Pero no te enfades con él, después me mimó.

 

Michael soltó una carcajada, fascinado por la caradura de la pitufa. Yo también sonreí, sin poder evitarlo.

 

-         ¿Y por qué te regañó Tete? – pregunté.

 

-         Porque le mordí – respondió Alice, con un puchero.

 

-         Le dio una palmada – añadió Michael, creo que en un intento de disuadirme, por si acaso tenía planeado regañarla más.

 

-         ¿Le pediste perdón? – inquirí. Alice asintió vigorosamente. – No se muerde, ¿bueno?

 

-         Sí, papi.

 

-         Pues ya está, no más caritas tristes. ¿Habéis merendado?

 

-         Ted está haciendo la merienda – me informó Hannah. - ¡Papi, gané jugando al escondite!

 

-         ¿Sí? Qué bien, campeona. ¿Lo pasaste bien?

 

Escuché el relato de su última hora y media y después Kurt y ella se marcharon a jugar, llevándose a Alice medio a rastras. Yo fui a ver a Ted, para echarle una mano.

 

-         Hola, pa – me saludó.

 

-         Hola, canijo. ¿Qué estás preparando?

 

-         Batido de fresa.

 

-         Uf, eso suena genial – dije, repentinamente muerto de sed, al escucharlo.

 

-         Ah, ah. A esperar como los demás – me regaño, de broma, cuando me vio coger un vaso.

 

-         Por faaaa – le pedí, imitando el tono de los enanos cuando se ponían pedigüeños.

 

Ted sonrió, pero no me pasó inadvertido el hecho de que los ojos no se le iluminaron como solían.

 

-         Deberías ir a ver a Cole – me sugirió. El cambio repentino de tema me sorprendió.

 

-         ¿Pasó algo?

 

-         Yo le… le castigué.

 

-         ¿A él también? – pregunté. No pretendía que sonara acusatorio, solo me sorprendí. - Alice me contó.

 

-         Pensé que hacía lo correcto…

 

-         Entonces seguro que lo fue – le dije. - ¿Me cuentas que pasó?

Ted me resumió su tarde y se hizo evidente que se sentía culpable por haber castigado a Cole. Me tomé unos segundos para ver cómo me sentía yo al respecto. Le había dado permiso para hacerlo, así que no estaba enfadado. Tampoco creía que Ted hubiera sido injusto o demasiado duro, si las cosas habían ocurrido tal como él me lo había contado. De hecho, había sido más bien blando, recompensando la actitud arrepentida de Cole.

-         La cagué horrible, ¿verdad? – murmuró Ted.

 

-          A mí no me lo parece. Y, si Cole reaccionó como dices, a él no se lo parece tampoco.

 

-         Pero me siento fatal.

 

-         Eso es inevitable campeón – respondí, llevando la mano a su cuello y dándole un pequeño masaje. – Me temo que siempre te sentirás así. Pero fuiste amable y cariñoso y no sabes lo orgulloso que me siento de ti por querer tanto a tus hermanos.

Ted sonrió, mucho más relajado de pronto.

-         ¿Cómo te fue con el enano? – me preguntó.

 

-         Bien, nada nuevo.

 

-         Habéis tardado un poco.

 

-         En realidad, fue rápido, pero después fuimos al parque y pasó algo… curioso. Pero te lo cuento luego, que si no se me hace tarde. ¿Dónde están los gemelos?

 

-         En su cuarto, creo.

 

-         Les diré que bajen a merendar y nos vamos.

 

Subí al piso de arriba y pasé primero a ver a Cole. Estaba garabateando algo en un cuaderno mientras escuchaba música. Me saludó con la mano cuando me vio y el gesto le restó por lo menos tres años de vida.

 

-         Hola, campeón.

 

-         ¿Ya has vuelto? – respondió, mientras paraba la música.

 

-         Sí, pero me tengo que ir otra vez, con Zach y con Harry.

 

-         ¿Al psicólogo?

 

-         Sí.

 

-         Buf.

 

-         ¿Mmm? ¿Qué pasa, Cole? – me interesé, y me acerqué a él.

 

 

-         Solo sirve para meterte en problemas. Me aconsejó que dejara los libros de vez en cuando para jugar con los demás y me metí en líos.

Contuve una sonrisa, para que no pensara que me estaba burlando de él.

-         Pero eso fue casualidad. La próxima vez que juegues al escondite ya no saldrás de casa, ¿a que no?

 

-         ¿Ted te contó?

 

-         Sip. ¿Quieres contarme tú?

 

Se encogió de hombros y después se encogió sobre sí mismo.

 

-         No te voy a regañar – le tranquilicé. – Ted dice que ya te explicó por qué fue peligroso y que hiciste un gran trabajo escuchándole. También dijo que quisiste que fuera él quien hablara contigo.

 

-         Sí…

 

-         ¿Fue más bueno o más malo que papá? – le pregunté, cariñosamente, mientras le hacía un mimo en el pelo.

 

-         ¡Más bueno!

 

-         ¿Sí? ¿Así que papá es malo?

 

-         ¡Shi! ¡Un ogro de las cavernas! – bromeó.

 

-         Con que un ogro, ¿eh? – me indigné y le hice cosquillas.

 

Cole me recompensó con su risa desinhibida y todavía infantil y se retorció como una lagartija.

 

-         ¡Ay! Jijiji… ¡ya, papi!

 

-         Di que soy el mejor del mundo o no paro.

 

-         Jajaj… eres el mejor… jajaj… del mundo.

 

-         Y el más guapo – añadí.

 

-         ¡Y el más guapo! – chilló, jadeando.

 

-         Y el más divertido.

 

-         ¡Papi! – protestó, tapándose los costados. Me apiadé de él y me detuve, pero aún tardó unos segundos en recuperar su respiración normal. - ¡Y el más pesado también!

 

 

-         Pero mira el mocoso este – le giré y le di una palmadita cariñosa, con lo que él se rio más y decidí parar o el pobre terminaría haciéndose pis y sería solo culpa mía. Le acerqué a mí y le di un abrazo y Cole lo correspondió con ganas.

 

-         ¿Cuándo vuelvas podemos jugar al Pictionary? O al Monopoli – me pidió.

 

-         Me parece estupendo. Hace mucho que no hacemos una noche de juegos de mesa.

 

Con ese plan, me despedí y fui a buscar a Zach y a Harry. Las palabras “batido de fresa” les hicieron bajar bastante rápido y se lo bebieron con más rapidez aún. Después nos marchamos a la consulta.

 

Michael me preguntó cuánto íbamos a tardar y quizá esa pregunta debería haberme hecho sospechar, pero me pareció una duda inocente en aquel momento.

 

-         ¿Puedo salir a dar una vuelta?

 

-         Sigues castigado, campeón.

 

-         Es para comprar el regalo de Jandro.

 

-         Yo te acompañaré mañana – le dije y Michael puso una mueca, enfurruñado porque le negara el permiso. Uno de los motivos por los que no empleaba mucho lo de “castigado sin salir” eran precisamente esas miradas de niño desilusionado, diseñadas para romper mi corazón. Era demasiado blando como para mantener un castigo tan largo en el tiempo, pero sabía que no podía dejarme convencer. Intenté no prestar atención a su expresión decaída y quizá por eso me perdí alguna señal de lo que iba a pasar. Tal vez si me hubiese fijado con más atención, hubiera podido percibir la idea que se estaba fraguando en su cabeza.

 

 

-         MICHAEL’S POV –

 

Me sentí un poco fuera de lugar durante toda la tarde. Ted lo tenía todo controlado y no parecía necesitarme para nada. Sabía entretener a los enanos, sabía regañarles con la misma suavidad que Aidan e incluso les castigaba como él. Es cierto que vino a pedirme consejo para ver qué hacía con Cole, pero en realidad no lo necesitaba.

 

Convivir con Don Perfecto es difícil. De Aidan, cabía desear que lo fuera, pues todo el mundo ha soñado alguna vez en su vida con un padre ideal, que siempre supiera qué decir y cómo actuar. Pero Ted tenía diecisiete años y la verdad es que me hubiera sentido mucho mejor si de vez en cuando metiera la pata. Y no hablo de pequeños errores sin importancia como los que le había visto cometer en alguna ocasión, sino cagadas a lo grande, cagadas en mayúscula al estilo Alejando o al mío propio. La única vez que le había visto metido en problemas reales había sido cuando yo le llevé a los barrios bajos, y no ayudaba a mis propósitos el sentirme como la mala influencia que le había arrastrado por el camino del mal.

 

Me sorprendió comprender que estaba un poquito celoso, aunque no supe si eran celos exactamente o culpabilidad mal dirigida. Creo que era una cuestión de que no me veía capaz de estar a su altura. Podía entender sus ganas de complacer a Aidan, porque las compartía, pero eso no siempre era suficiente para mí. Está en la naturaleza humana querer sentirse libre y la verdad era que ya me habían privado demasiado de mi libertad en mi corta vida. Si Aidan se pensaba que me iba a quedar en casa un mes entero porque estaba “castigado” era un iluso o un inconsciente. Quería ir al campeonato de surf y el hecho de que Ted me hubiera insistido el día anterior para que no lo hiciera solo aumentaba mi determinación.

 

Aún así, yo intenté hacer las cosas bien. Intenté salir con permiso, pero Aidan no fue razonable. Se negó a dejarme salir, así que por supuesto busqué la forma de escaparme.

 

En realidad, iba a ser sencillo, dado que él no estaría en casa. Pero no quería que Ted me delatara y no quería poner al santurrón en una posición en donde tuviera que elegir entre su lealtad fraterna y su lealtad filial, porque tenía muchas probabilidades de salir perdiendo.

 

Por suerte para mí, teníamos muchos hermanos pequeños y además bastante mimosos y Kurt decidió que quería ver los dibujos con Ted, o más exactamente usarle de almohada mientras veía los dibujos. El enano todavía no se había dado cuenta de que, con su operación a la vuelta de la esquina, nadie podía negarle nada. Ted hubiera accedido a cualquier cosa que le hubiera pedido, y mucho más a algo tan sencillo como sentarse con él a ver la tele.

 

Aproveché que estaban en el sofá para salir por la puerta de atrás. Atravesé el jardín y caminé hasta la parada de autobús más cercana, que en realidad quedaba bastante lejos. Y para ir a la playa eran más de treinta estaciones. Dios, necesitaba un coche con urgencia.

 

El viaje se hizo un poco eterno y lo peor es que el bus no me dejó ni cerca del lugar exacto en el que se celebraba la competición. Tuve que pedir indicaciones un par de veces, pero finalmente llegué a la zona correcta. Ahí llegó mi segundo problema: no tenía pasta suficiente para alquilar una tabla de surf y dudaba que nadie estuviera dispuesto a prestarme una. La verdad es que me hubiera resultado muy fácil tomar alguna prestada en un descuido de su dueño, pero me había propuesto a mí mismo que jamás nadie me iba a obligar a robar de nuevo, así que tampoco estaba dispuesto a hacerlo por iniciativa propia. Podía ser cafre, pero no era un mal tipo. No quería serlo.

 

Tal vez debiera conformarme con ver la competición. Al fin y al cabo, Ted estaba convencido de que surfear sin experiencia podía ser peligroso.

 

-         Ey, chico, ¿te conozco de algo? – me preguntó un hombre rubio, en sus treinta, más o menos.

 

-         Lo dudo – repliqué, aunque su cara me sonaba ligeramente.

 

-         Sí, espera. Eres el hijo de Aidan, ¿no?

 

 

-         ¿Conoces a mi padre?

 

-         Soy Matt. He ilustrado alguna de sus novelas, trabajo para la editorial.

 

-         Oh, sí – recordé. Aidan me llevó allí un día, poco después de que empezara a vivir con él. Me presentó a un montón de gente.

 

-         ¿Has venido solo? – me preguntó. – Bueno, claro, ya eres mayor, perdona. Estoy acostumbrado a que Aidan siempre vaya a todos lados con sus críos. ¿Haces surf?

 

-         Sí – mentí, como un bellaco.

 

-         ¿Has venido a competir?

 

-         Sí…

 

-         ¿Sin tabla? – se extrañó. Bueno, ¿qué era eso, un puto interrogatorio? Iba a soltarle una bordería, cuando le vi sonreír. – Yo he traído la mía. Te la puedo prestar, si quieres.

 

-         ¿De verdad? – me ilusioné. El tal Matt se alejó unos segundos para ir con un grupo de hombres de su edad y regresó enseguida cargando con una tabla azul y plateada.

 

No podía creer mi buena suerte… y es que en realidad estaba gafado.

 

-         ¡Michael! – la voz de Aidan se alzó por encima del murmullo del gentío que se había empezado a congregar.

 

¿Sería posible que estuviese allí? Me giré lentamente. Sí, era posible, y no traía muy buena cara. Se acercó a mí rápidamente, antes de que pudiera pensar en un plan de escape.

 

-         ¿Matt? ¿Qué haces aquí? – preguntó, confundido.

 

-         ¡Aidan! He venido a la competición, igual que tu hijo – le explicó. Él no pudo percibir lo mucho que sus palabras me habían jodido. Aidan entrecerró los ojos al escucharlo, pero Matt siguió charlando alegremente. – Surf al atardecer, ¿hay algo mejor? Aunque, oye, chico, te habrás traído ropa, ¿no? Bañador o algo, pero te aconsejo un traje de neopreno, el agua está muy fría en esta época del año.

 

-         Hemos venido solo a mirar – respondió Aidan, quitándome la tabla de las manos. La brusquedad de su gesto fue reveladora, sin embargo.

 

-         El chico vino aquí sin permiso, ¿no? Debí suponerlo – dijo Matt, rascándose la cabeza con algo de culpabilidad.

 

Me ruboricé.

 

-         No necesito permiso, tengo dieciocho años - bufé.

 

Matt se rio.

 

-         Si tan solo eso le hubiera valido a mi padre. Cuando tenía tu edad y volví de la universidad para las vacaciones, pretendía que estuviera en casa todas las noches a las dos de la mañana…. ¡y llevaba un año saliendo hasta las seis! La mayoría de edad no viene con un carnet de independencia, chico.

 

-         Pero no son las seis de la mañana, son las siete de la tarde – protesté y me odié por lo infantil que sonó mi voz.

 

-         Sí, y tú tendrías que estar en casa. Vámonos al coche. Gracias, Matt. Te veo pronto. Suerte en la competición – se despidió papá.

 

-         ¿No os quedáis a verla? – preguntó el hombre, quizá queriendo salvarme de la gigantesca bronca que se me venía encima.

 

-         No, gracias. Nos esperan en casa. ¡Adiós!

 

-         ¡Adiós!

 

Creo que Aidan hizo un esfuerzo sobrenatural por no llevarme al coche a rastras. Me dejó caminar a mi ritmo y se contuvo de hacer comentarios. Claro que eso duró solo hasta que me senté en el asiento del copiloto y cerré la puerta.

 

-         ¿En qué rayos estabas pensando? ¿Sabes el susto que me llevé cuando volví a casa y no estabas?

 

¿Cómo había llegado tan rápido? ¿Es que acaso se teletransportaba? Maldito autobús y puñetero coche. Le había dado tiempo a ir y a volver del psicólogo mientras yo me recorría media ciudad en transporte público.

-         Te pedí que me dejaras salir – repliqué. Mala idea.

 

-         ¡Y yo te dije que no! ¡Igual es un concepto nuevo para ti, pero cuando te dicen que NO puedes hacer algo significa que NO puedes hacerlo!

 

-         ¡Pues no es un concepto nuevo, llevo escuchando que no puedo hacer cosas toda mi vida! ¡Estoy bastante acostumbrado a vivir en una prisión, pero pensé que tu casa no era una!

Aidan se echó hacia atrás, impactado por aquella acusación, y pude ver una sombra de dolor en sus ojos.

-         Es tu casa también. Y estás siendo injusto – me dijo. - Te estás victimizando. No estás en ninguna prisión, solo estás castigado por incumplir una norma.

 

-         ¡Un castigo estúpido para una norma estúpida!

 

Papá suspiró.

 

-         Seguiremos hablando en casa. Abróchate el cinturón.

 

Tiré con fuerza de la tela y lo abroché. Me contorsioné para quedar mirando hacia la ventanilla, dándole la espalda todo lo que podía.

 

El viaje de regreso fue mucho más corto que el de ida. De nuevo, puñetero coche.

 

Cuando llegamos a casa Aidan no se bajó inmediatamente y yo tampoco. Había sido un viaje silencioso, en el que los dos nos habíamos calmado un poco.

 

-         Siento que este castigo esté siendo duro para ti, pero creo que es más por orgullo que por otra cosa. No te impido salir de casa, conmigo y con tus hermanos. No se trata de quitarte tu libertad, Michael, pero la libertad hay que cuidarla. Hay que cuidar lo que se hace con ella. Tú elegiste beber alcohol aún sabiendo que no podías, y hoy has elegido salir de casa aún sabiendo que no podías, encima para ir a una competición de surf, que puede llegar a ser bastante peligrosa cuando uno no sabe lo que hace. No puedes enfadarte porque tus actos tengan consecuencias, así es como funciona el mundo. Es como enfadarse porque a veces hace sol y a veces hace frío.

 

Retorcí el cinturón entre mis manos.

 

-         Pues no me gusta cómo funciona – murmuré.

 

Papá me acarició la nuca en un intento de reconfortarme, creo.

 

-         Ted es un chivato – suspiré.

 

-         Ted se quedó callado hasta que llegué a casa, pero no sé qué esperabas que ocurriese cuando descubriera que no estabas. Era evidente que no me iba a quedar de brazos cruzados. Pero tu hermano no se chivó. Podría haberme llamado cuando se dio cuenta de que te fuiste y no lo hizo, porque no quería meterte en líos. Da gracias de que al final me dijo cómo encontrarte, porque si llegas a haberte subido a esa tabla de surf… Si llegas a haberte subido estarías en el doble de problemas de lo que estás ahora.  

 

-         No, si encima le tengo que dar las gracias…

 

-         ¿Qué ocurre? ¿Os habéis peleado? – me preguntó.

 

-         No… Pero es muy frustrante vivir bajo su sombra.

Pensé que vendría un discurso sobre “sigue su ejemplo” y “tú eres el mayor, deberías ser un modelo para él”, pero en lugar de eso Aidan siguió acariciando mi cuello.

-         Te has criado prácticamente solo, Michael. Sin normas, sin… sin padres. Y aún así te has convertido en una excelente persona, que sabe dónde está el bien y dónde está el mal. Es normal que tengas cosas que aprender y costumbres que cambiar. La vida de Ted tampoco ha sido un camino de rosas, pero yo he intentado darle constancia y seguridad. Está acostumbrado a seguir normas e incluso se siente cómodo con ellas. No debes compararte con él, porque sois personas diferentes. Yo espero lo mejor de cada uno de vosotros, pero no que seáis réplicas idénticas. Tú tienes tus propias virtudes y son esas las que tienes que trabajar, no las suyas.

Su discurso fue como un bálsamo para una herida abierta. Me dejé caer hacia un lado para apoyarme sobre su hombro y noté sus labios sobre mi frente. Me ruboricé, pero me quedé ahí por unos segundos.

-         Tu amigo Matt mola bastante. Apenas me conoce e iba a dejarme su tabla – le dije.

 

-         Es un buen tipo – reconoció. – Algo inmaduro a veces, pero de buen corazón.

 

-         Ah, entonces como tú – le chinché. Me picó el costado, pero apenas me inmuté porque no acertó en el punto débil.

 

-         Sabes que la conversación no se ha terminado aquí, ¿no? – me dijo.

 

-         ¿Por qué no? Si ya hemos dicho todo – probé, sabiendo de antemano que no iba a funcionar.

 

-         Sí, tienes razón, con la parte de hablar ya hemos terminado.

No sé qué expresión debí de poner, pero debió de ser muy parecida a los pucheros de Kurt porque papá me miró con el mismo amor y la misma adoración con la que miraba al enano.

-         Vamos, entra en casa, campeón. No podemos quedarnos aquí toda la vida.

 

-         ¿Mi cuarto o el tuyo? – pregunté con resignación.

 

-         El mío. Así estaremos más tranquilos.

 

Salí del coche y respiré hondo. En mi interior siempre había sabido que era así como terminaría mi escapada, aunque pensé que por lo menos habría podido darme el gusto de surfear primero… Eso me recordó algo:

 

-         Ted dice que si te lo pido me apuntarás a clases de surf – le dije a papá.

 

-         Si es lo que quieres, eso haremos… a partir del mes que viene.

 

Entendí la indirecta: seguía castigado. Rayos, a lo mejor hasta había aumentado los días y todo. Suspiré y entré en casa. Quería subir directamente, pero me encontré a Ted en el salón. Pareció relajarse al verme, como si hubiera estado preocupado por mí.

 

“Ha estado preocupado por ti, idiota”.

 

-         ¿Estás bien? – me preguntó.

 

-         Sí. No me dio tiempo a subirme a una tabla.

 

-         Lo siento – respondió y parecía sincero. – Pero también me alegro.

 

Rodé los ojos.

 

-         No me apetece que te quedes en silla de ruedas – insistió. – Créeme que no es agradable.

 

-         Ya sé… Gracias por cuidar de mí.

 

Me sonrió.

 

-         Es mi trabajo.

 

-         No, es el mío, enano – le chinché.

 

-         ¿Papá se ha enfadado mucho?

 

-         Sí, pero se le pasó por el camino. Si no vuelvo en media hora, manda un rescate – bromeé y subí a la habitación de papá.

 

Aidan no tardó en venir. Entró y cerró la puerta y así sentí que mi última posibilidad de escapatoria se esfumaba.

 

-         ¿Hay algo más que me quieras decir? – preguntó y yo negué con la cabeza. – Te saltaste un castigo, saliste sin permiso y sin avisar y tenías toda la intención de hacer una tontería enorme. Por esas cosas es que estás en líos.

 

-         Mmm…

 

-         ¿Qué?

 

-         Nada…

 

-         Si tienes algo que decir, ahora es el momento, Michael – me recordó.

 

-         También dejé tirado a Ted cuidando de los enanos. Aunque no es como si me necesitara…

 

Papá me levantó la barbilla para que le mirara.

 

-         Claro que te necesita. Y sí, eso tampoco estuvo bien. Pero no voy a castigarte por no realizar una tarea que me corresponde a mí. Cuidar a tus hermanos no es tu trabajo, en especial cuando son tantos. Te agradezco mucho por la ayuda que me prestas con eso y sé que de aquí en adelante lo harás estupendamente. Si hubieras dejado solos a los enanos, sería distinto, pero les dejaste con Ted.

Parte de las responsabilidades de un hermano mayor era cuidar de sus hermanos pequeños, así que sí era mi trabajo, cuando papá tenía que ausentarse por algo. Pero no iba a discutir con él. Una cosa menos en mi lista me beneficiaba.

-         No es la primera vez que hablamos sobre salir sin permiso – me hizo notar. – Sé que estás acostumbrado a tomar ciertas decisiones por ti mismo, pero ahora tienes una familia, Michael. No te mueves por el mundo por tu cuenta, sino que tienes gente a la que informar… y también a la que pedir permiso, al menos cuando estás castigado. Nunca te he negado salir en otras circunstancias.

Asentí, porque eso era cierto, todo ello. Aidan caminó hasta su cama y se sentó y me indicó con un gesto que me pusiera delante.

A esas alturas, ya estaba bastante acostumbrado a aquella situación. Era a la vez inquietante -porque lo odiaba con todas mis fuerzas- y tranquilizador, porque sabía lo que iba a pasar y lo que pasaría después, y sabía que no tenía que tener miedo. ¿Qué es lo que le había dicho a Ted sobre Cole? “No le gusta, pero es lo que espera”.

Me puse delante de él y esperé una orden en concreto, que no tardó en llegar:

-         Pantalones fuera, campeón.

“Incluso ahora no deja los motes cariñosos. Este hombre tiene azúcar en las venas y es super empalagoso”.

“Cállate, si te encanta”.

Me desabroché los pantalones y me los bajé. Desde que papá sabía lo que me había pasado en la cárcel, tenía mucho cuidado de no tocarme en la cadera, porque en una ocasión eso había provocado un flashback. Ahora se limitaba a agarrarme de la mano, lo cual me hacía sentir más pequeño. Noté un suave tirón y no me resistí. Me tumbé a medias sobre sus piernas y a medias sobre la cama, pensando con ironía que pasaba más tiempo con la cabeza apoyada sobre la colcha que sobre la almohada.

Papá dejó una mano sobre mi espalda y yo respiré hondo, sabiendo que esta a punto de empezar.

PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS

PLAS PLAS PLAS Auu PLAS PLAS PLAS PLAS Mmm… PLAS PLAS PLAS

PLAS PLAS PLAS PLAS Aich… PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS

Joder. ¿Por qué tenía que picar tanto? Cuando era con pantalón era más soportable.

PLAS PLAS PLAS … owww… PLAS PLAS PLAS PLAS Au… PLAS PLAS PLAS

Papá se detuvo un momento para decirme algo, lo cual no era corriente en aquellas situaciones, porque él no era de hablar mucho en esos casos.

-         Saltarse un castigo está mal, pero entra dentro de la normalidad adolescente. Escaparse de casa está peor, porque asustas a la gente que te quiere. Pero pretender meterse en el océano sin tener ni idea de surf es una tontería que no puede volver a pasar, porque la próxima vez igual no estoy ahí para impedirlo y entonces tendrías que preocuparte por mucho más que unas palmadas. Podrías terminar en el hospital, o peor, y eso simplemente no podría soportarlo, porque te quiero demasiado. Has llegado a mi vida para ponerla del revés, retorcerla y ampliarla, y ahora no puedes quitarme eso. Puedo tragar con mucho, puedo soportarlo todo, menos que os pase algo malo.

 

PLAS PLAS PLAS Snif… PLAS PLAS PLAS…. snif… PLAS PLAS PLAS PLAS

¿Llegaría el día en el que no me pusiera a llorar como un idiota cuando le escuchaba decir cosas así en un momento como ese?

PLAS PLAS… Bwaaaa…. PLAS PLAS PLAS… snif… Lo siento, papá… snif…  PLAS PLAS No lo haré nunca más… snif… PLAS PLAS PLAS

Me limpié las lágrimas contra su colcha en un esfuerzo inútil, porque llegaron muchas más. Papá me acarició la espalda y entendí que había terminado. Me dejó llorar por unos segundos, pero enseguida hizo fuerza para levantare, a pesar de que yo no colaboré demasiado. Me abrazó atrapándome entero, incluidos los brazos, así que no me pude frotar. Después me soltó para que pudiera colocarme la ropa.

-         Ya está, campeón. Tranquilo. Respira hondo, hijo.

Hice lo que me pidió y eso me ayudó a calmarme. Papá se echó hacia atrás y yo tomé ese gesto como una invitación para tumbarme y usarle de almohada. Era realmente cómodo apoyar la cabeza en sus piernas, lo había visto en cientos de películas cuando era niño y nunca había tenido ocasión de hacerlo.

Aidan empezó a hacerme mimos en el pelo.

-         ¿Mejor? – preguntó al cabo del rato.

 

-         Snif… sí.

 

-         ¿Quieres ser el primero para la ducha?

 

-         No. El último. Y quiero que me mimes – me soné aniñado y exigente.

 

-         Bueno, ya que lo pides así – sonrió Aidan. No le veía la cara porque tenía los ojos cerrado, pero sabía que estaba sonriendo. - ¿Qué más quiere mi príncipe?

 

“Un beso. Pero eso no lo voy a pedir, aún tengo algo de dignidad”.

 

-         Un padre con la mano más blandita.

 

-         Mmm. Pero sí es bastante blandita, mira – me dijo y para probar su punto me acarició la cara. Esa no podía ser la misma mano que me había castigado hacía solo unos momentos.

 

-         Mmmfggg – fue mi respuesta coherente, sintiendo que me adormecía a pasos agigantados.

 

Papá agachó la cabeza y me dio un beso, haciendo que mis labios se estiraran involuntariamente.

-         No te duermas, hay que ducharse y cenar. Después puedes venir a dormir aquí si quieres.

 

-         Roncas mucho – repliqué.

Uno no duerme con su padre a los dieciocho años. O tal vez sí, pero son de esas cosas que no se dicen, y que quedan en secreto, dentro de la familia.

-         Los dos sabemos que el que roncas eres tú – me respondió.

 

-         No siempre – me quejé.

 

-         Y en cualquier caso no me importa, así que te vienes aquí. No era una pregunta.

 

No discutí, porque me gustó la idea. Aidan siempre sabía cuándo presionar. Sabía cuándo quería algo, pero no me atrevía a decirlo. Y sabía cuándo necesitaba que fuera un poco duro conmigo…. y muy cariñoso después.


1 comentario:

  1. Gracias por actualizar! Me alegra que Michael ya no sea grosero con aidan

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