martes, 30 de julio de 2019

CAPÍTULO 12


CAPÍTULO 12

En su berrinche destructivo, Gabriel se había hecho daño en la costilla que aún estaba sanando. Marcos se dio cuenta por los gestos del niño, pero cualquier intento de examinarle recibía como recumpensa un gruñido y un empujón.

Rubén y él terminaron de recoger la habitación que el chico había desordenado y después Marcos se puso a preparar la comida. Cogió una sopa de sobre, pero cuando estaba poniendo el agua a hervir, Rubén le interrumpió:

- ¿No irás a darle eso de comer? Mira, si a mí me envenenas me da igual, pero el niño necesita comida de verdad. ¿No me constaste que estaba malnutrido o algo así? Hazle una ensalada y un filete – sugirió.

- No le gusta demasiado la carne.

- Me importa un pimiento lo que le guste o lo que le deje de gustar – replicó Rubén. - ¿Qué te pasa? Si vas a ser su padre, sé su padre.

- No soy su padre, solo su tutor temporal – respondió Marcos. Decirlo en voz alta le provocó un cosquilleo en el pecho, como si alguien le hubiera pellizcado el corazón.

- ¿Y por eso no vas a cuidar de él? - le increpó Rubén, pero al ver que su hermano no respondía, suspiró. - Te lo dije antes: en más de un sentido sí eres su padre. Le quieres como si fuera tu hijo. Por eso debes darle todo lo que necesite. Ojo, lo que necesite, no lo que quiera, porque si por ese chico fuera seguramente viviría en un árbol o algo así.

Marcos gruñó.

- Ahora mismo lo que necesita es una crema desinflamatoria para sus costillas, pero ni siquiera me deja acercarme a mirar – resopló. - Le haré pechuga de pollo y unas judías verdes. ¿Contento?

Rubén asintió y le dejó hacer mientras iba al botiquín del baño a buscar Voltadol.

- ¿Es esta la crema que decías? - le preguntó.

- Sí. Gabi tiene una costilla rota. Se está curando y los médicos dijeron que no tenía por qué haber problemas, pero no puede hacer deporte ni levantar peso.

Rubén fue al salón a buscar al niño. Al verle, Gabriel se sentó en el sofá, como si allí estuviera a salvo del malvado hombre gigante, pero al sentarse puso una mueca de dolor y se llevó la mano al costado. Rubén se acercó con preocupación e intentó poner las manos sobre su pecho, dado que el niño no llevaba camiseta. Hacía demasiado frío para que estuviera solo en pantalones, era otra cosa que tendría que hablar con Marcos, pero cada cosa a su tiempo. Sabía que su hermano hacía lo que podía: tenía edad de salir de fiesta no de cuidar de un semiadolescente asilvestrado.

En cuanto sus dedos rozaron la piel del muchacho, este dio un salto y se puso de pie sobre el sofá, con un grito de dolor que transformó en un rugido agresivo.

- ¡Basta! Te vas a hacer daño, copón. Solo voy a ponerte crema. Estáte quieto.

Gabriel le siseó, como si fuera una serpiente y Rubén se dijo que esa era una de esas ocasiones en las que la dulzura de su hermano podí ser una mejor estrategia. Empezó a hablarle con suavidad, buscando que su voz le calmara.

- Tranquilo, pequeño. No te voy a hacer daño. No te voy a hacer daño. Puedes confiar en mí, ¿vale? No tienes nada que temer.

Acercó la mano lentamente, muy lentamente, y Gabi le dio un manotazo. Rubén dejó escapar el aire con un sonido gutural de frustración.

- Vale, pues tú mismo – resopló y dejó el bote de crema sobre la mesa de mala manera, para ir a la cocina a ayudar a Marcos con la comida. - Misión imposible. Es más terco que una mula.

- Mira, en eso se parece a ti – río Marcos, pero luego se puso serio. - Luego lo intentaré yo otra vez. Me preocupa que no sane bien. Una rotura es una rotura. Ayer estuvo bastante tranquilito, pero hoy está muy agitado.

Cuando la comida estuvo lista, Marcos y Rubén pusieron la mesa. Gabriel se acercó muy despacio, con hambre, seguramente y reconociendo ya que aquel era el lugar de la comida. Olfateó su plato con desconfianza. Cogió una judía con la mano, pero apartó el pollo, sacándolo del plato.

- No, nada de eso – dijo Rubén y levantó el filete de la mesa, volviéndolo a poner en el plato del niño.

Gabriel hizo un ruidito que se pareció demasiado al lloriqueo de un bebé.

- Te lo vas a comer, a mí me da igual cómo te pongas.

- No le hables en ese tono. Tu tono es lo único que entiende y siempre que le hablas suenas enfadado – protestó Marcos.

Rubén se pasó una mano por la cabeza y pidió paciencia a todos los espíritus de los hermanos mayores.

- Cuando muerde, gruñe, o hace pataletas claro que le hablo enfadado. Ojalá sea verdad que entiende el tono y así se da cuenta de lo que no quiero que haga.

- Bueno, pero tenle paciencia.

- Claro que se la tengo, Marcos. ¿Es que no lo entiendes? No se trata de que me enfade de verdad o crea que lo hace a malas. No es como si pensara que todo lo hace para fastidiarnos o que es capaz de comportarse mejor y simplemente decide no hacerlo. Sé perfectamente que a este niño hay que compadecerle más que otra cosa, pero ¿qué quieres que haga? ¿Que me quede en la compasión, como haces tú? ¿Que como no sabe comportarse no le enseñe a hacerlo? Quiero que coma, que se deje curar, que no nos agreda. Son cosas que necesita hacer, por su propio bien y por el tuyo. Si supiera hablar, se lo explicaría, pero no sabe. No me comprende. Así que si tengo que ser el ogro que le habla enfadado todo el rato, lo seré – declaró.

- Pero así solo se va a pensar que le odias. Le estás dando a entender que no te gusta nada de lo que hace y él ni siquiera sabe por qué está mal.

Rubén supo ver el punto de su hermano y llegó a la conclusión de que los dos tenían razón. Para Gabriel tenía que ser muy confuso escuchar un montón de regaños sin significado por cosas que para él eran naturales, como defenderse de un contacto no deseado o rechazar una comida extraña. Suspiró y le sirvió al niño más judías.

- Al menos estas te las comes.

Gabriel miró su plato, extrañado por la mágica aparición de más verduras y empezó a comer usando sus manos como cubiertos. En un determinado momento, sin embargo, se detuvo y se llevó las manos a los ojos.

- ¿Está llorando? - preguntó Rubén.

- Pobrecito, debe de dolerle mucho. Espera, tengo una idea. Voy a esconderle un ibuprofeno dentro de un plátano. Eso ayudará a que le baje la inflamación.

Marcos se levantó y puso en marcha su plan. Pelo un plátano e incrustó una pastilla en la fruta, para después dársela al niño. Gabriel la olisqueó, dio un mordisco, peor después s emetió los dedos en la boca y sacó la pastilla, con asco. Rubén soltó una risita.

- Es listo, el mocoso.

- Demasiado – corroboró Marcos. - No puedo darle un antinflamatorio en pastilla, no puedo darle un antinflamatorio en crema, ¿qué se supone que haga, dejarle llorar de dolor?

Rubén notó que su hermano comenzaba a alterarse, a punto de perder los nervios.

- Intentaremos la crema otra vez después de comer – le dijo, para calmarle. - Al menos está comiendo, oye.

Gabriel se terminó el plátano y las judías y luego se fue al sofá a sentarse con algo muy parecido a un puchero, con evidentes molestias. Marcos se acercó, conmovido y el niño se apoyó sobre él, como si su presencia le consolara. Gabi empezó a hacer una serie de ruiditos guturales.

- Creo que está hablando contigo – susurró Rubén. - Hablando a su manera.

Marcos le acarició el pelo y el niño no puso ninguna objección. Aprovechando que estaba dejando que le tocara, Marcos se estiró para coger el bote de crema de la mesa y probó a ponérsela, pero el niño se la quitó de las manos y apretó el tubo, derramando el contenido por todo el sofá.

- ¡Gabi! - exclamó Marcos, y le agarró del pelo como había hecho ya otras veces. - No.

Le miró a los ojos y repitió la palabra.

- No.

El niño estiró el cuello, echando la garganta hacia delante y produjo un sonido gutural que poco a poco se transformó en uno bilabial, algo parecido a una m o incluso a un “um”. Después, abrió la boca, y exclamó algo parecido a una “o”, pero con la voz demasiado grave, como si tuviera la lengua echada para detrás. Repitió el sonido agarrando el pelo de Marcos.

El instante fue mágico. El tiempo se detuvo unos segundos y de pronto Marcos abrazó a Gabriel y empezó a llorar.

- ¿Qué pasa? - preguntó Rubén, desconcertado.

- Ha sido su primer intento de palabra – le explicó. Sus estudios de filólogo le permitían procesar lo que acababa de pasar. - Ha tratado de imitar lo que le he dicho. Dudo que sepa lo que significa, pero acaba de repetir “no” y lo ha asociado con que le agarre el pelo. No coloca bien la lengua ni los labios pero sabe que son necesarios para hablar. Eres un chico muy listo, ¿sabías? Muy muy listo – le alabó, acariciándole la cara.

Gabriel repitió el sonido otra vez, y sus ojos inteligentes buscaron los de Marcos, como intentando averiguar si le gustaba cuando hacía eso. Marcos le sonrió y, con cuidado, tanto por la lesión del niño como por su carácter asustadizo, le agarró por debajo de las axilas y le levantó para sentarle encima suyo, en una especie de abrazo de koala. Gabriel apoyó la cabeza en el hueco de su cuello y se dejó mimar. A los pocos segundos soltó un bostezo y Marcos decidió tumbarle en el sofá, pero el niño tenía otros planes y no se quiso soltar.

- ¿Sería ofensivo si le llamo monito? - susurró, mirando a su hermano.

- Oye, papá me llamaba piojo. No hay reglas escritas para los apodos cariñosos. Además, creo que le sienta bien. Es como un monito agarrado a su árbol. Solo que ahora no creo que vaya a dejarte ir.

- Por mí está bien – murmuró Marcos, agachando la cabeza para aspirar el aroma del pequeño. - Que no me suelte nunca.

1 comentario:

  1. Demasiado lindo su monito. Marcos le va a enseñar a hablar. Continua porfis

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