CAPÍTULO 128: EL RATÓN Y EL GATO
Estar en una sala de espera con varios niños pequeños
no es exactamente la experiencia más relajante del mundo. Tienen muy poca
tolerancia a los tiempos muertos y se aburren enseguida, así que pueden ponerse
berrinchudos o, si tienen mucha imaginación, como mis hermanitos, se inventan
un juego que en pocos segundos puede volverse ruidoso o peligroso, por lo que
hay que estar muy pendiente.
Al menos, aquel día teníamos la sala de espera para
nosotros solos, por lo que no tenía que preocuparme de que molestasen a otros
pacientes. Mientras esperábamos a que nos llamaran, Alice, Hannah y Kurt se
dedicaron a dar vueltas sobre sí mismos, en un ejercicio de reglas
sencillas: ganaba el que tardase más en
marearse. No era su idea más ingeniosa, pero resultaba muy tierno verles girar
mirando al techo mientras reían. Les dejé hacerlo por un rato, y luego les
llamé:
-
Ya, enanos. Después os
vais a encontrar mal.
Alice se cayó de culo en ese momento, incapaz de
sostener el equilibrio, pues el mundo debía moverse en su cabeza después de
haber girado tanto. No se hizo daño, al contrario, se rio sonoramente,
sacándome una sonrisa por la simpleza de su filosofía. Era feliz con muy poco.
Me levanté y la cogí en brazos, para después sentarla
encima de mis piernas. Como atraídos por un imán, Hannah y Kurt se acercaron a
nosotros.
-
¿Y Michael? – me preguntó Hannah.
-
Está en el piso de arriba, peque – le recordé.
Mi psicóloga, y la que iba a ser también psicóloga de
mis hermanos más mayores y creo que de mi padre, pasaba consulta en otra planta.
Michael había subido para no dejar plantada a la pobre mujer y avisarle de que
papá, Alejandro y yo seguramente tardaríamos un rato.
-
Quiero que juegue al escondite conmigo – protestó mi
hermanita.
-
Aquí no se puede jugar al escondite, princesa.
-
Buh.
-
¿Cuándo viene Jandro? – dijo Kurt.
Los enanos no se habían enterado bien de toda la
cuestión. No sabían que mi hermano había decidido fugarse o quizá no entendían
la situación del todo.
-
Papá le traerá enseguida – respondí. No sabía a quién quería
convencer, si a él o a mí.
-
¿Estará bien? – intervino Barie, mirándome con preocupación.
-
Hasta que papá le encuentre, sí – replicó Harry.
Le fulminé con la mirada.
-
Claro que estará bien, Bar.
Alice se removió sobre mis piernas,
para ponerse más cómoda y quedó de lado, apoyando su mejilla sobre mi camiseta.
No pude resistir la tentación de apretarla entre mis brazos y darle un beso en
la cabeza. Ella me sonrió e hizo un ruidito infantil que sonó a medio camino
entre una risita y un ronroneo. Era una cosita pequeña y adorable, y en
cualquier momento me la iba a comer.
-
Quiero que venga papá – me pidió Kurt, a punto de poner un
puchero. Me pregunté si aquella sala de espera le resultaba familiar y le traía
recuerdos de todas las citas médicas que había tenido recientemente. Eso
explicaría su mirada insegura.
-
Ya no va a tardar – le prometí, deseando que fuera cierto.
-
También quiero a Cangu – añadió, cada vez más triste.
Según creía, papá llevaba el peluche en el maletero,
pero con todo lo que había pasado no se había acordado de sacarlo. Tampoco
estaba cien por cien seguro de que el peluche estuviera allí, quizá papá se lo
había dejado en casa, así que no quise darle falsas esperanzas a mi hermanito. Y
no me parecía oportuno llamarle para recordárselo, ya que Aidan tenía otras
cosas en las que pensar en ese momento. Lo más que podía hacer era escribirle
un Whatsapp diciéndole que si lo tenía en el coche lo trajera con él. Pero eso
iba a llevar un tiempo y el enano estaba disgustado ya, por lo que tenía que
hacer algo más.
-
Ven aquí, peque – susurré. Le agarré con un poco de esfuerzo
y le senté al lado de Alice, de modo que sostuve a cada uno con una pierna. Mis
músculos protestaron ante tanto maltrato, pero los ignoré. – Traeremos a Cangu
la próxima vez. Por hoy puedes abrazarme a mí, ¿mm? No soy tan blando como un
peluche, pero papá siempre dice que soy un osito.
Kurt sonrió y me rodeó con los brazos.
-
Eres super cursi – me informó Madie.
-
No lo soy – protesté.
-
Sí lo eres, pero no he dicho que sea algo malo.
-
No soy cursi, soy cariñoso – insistí.
-
Solo con los peques – se quejó Barie.
Sonreí.
-
Uy, estoy viendo una princesa celosita. Yo pensé que de tanto
fijarte en Blaine y Sam te habías olvidado de mí.
-
¿Quién es el celoso ahora? – se rio y se acercó a mí. Se
colocó en el asiento que había libre a mi derecha y se puso a Hannah encima, de
tal manera que los dos quedamos hechos un “bocadillo de enanos”.
-
Cuidado con la mano – advertí, tanto a ella como a Hannah, ya
que Barie seguía teniendo el dedo inmovilizado. - ¿Te duele?
Barie negó con la cabeza y se miró la férula, perdida
en alguna clase de pensamiento privado. Hannah le dio entonces un besito sobre
el dedo lastimado.
-
Ahora ya sí que sí no
me duele nada – sonrió Bárbara. - ¿Ves, Ted? Alguien que sí me quiere.
Estiré el brazo y le coloqué un mechón de pelo detrás
de la oreja.
-
También soy cariñoso contigo, princesita mimada – repliqué y,
para reforzar mi punto, acaricié su mejilla. Ella ladeó la cara para prolongar
el contacto y después se apoyó sobre mi hombro.
-
No soy mimada – musitó.
-
Solo un poquito – susurré, en su oído.
-
Que no – gimoteó y me di cuenta de que aquello la fastidiaba
de verdad.
-
Bueno, no – cedí, sin querer hacerle rabiar. De todas formas,
no lo pensaba en serio. Barie estaba tan consentida como todos: papá babeaba
por cada uno de nosotros y no se esforzaba en disimularlo. Pero mi hermana no
tenía ningún problema de conducta y no era caprichosa. - ¿Por qué te molesta? –
me interesé. Nunca antes había dado muestras de que aquella clase de
comentarios le disgustaran.
Tardó unos segundos en responderme.
-
Mi profesor de gimnasia dice que puedo correr perfectamente,
que me estoy aprovechando de lo del dedo porque soy una mimada – respondió, al
final.
¿Pero quién coño se creía ese tipo para hablarle así a
mi hermanita?
-
Pues la próxima vez le dices que vaya a hablar con el médico
o con tu padre y que se meta sus opiniones por el culo – bufé.
-
Si le digo eso me expulsan…
Respiré hondo.
-
Mejor no se lo digas – acepté. Lo último que quería era
meterla en problemas. – Pero a papá sí se lo tienes que decir, verás que le va
a dejar suave, suave.
-
Es que dice que en los pies no me pasa nada…
-
En los pies no te pasa nada, pero si te caes y te haces daño
en la mano, ¿qué? Además, no debes hacer movimientos bruscos. Cuando corres, no
puedes mantener el brazo pegado al cuerpo, precisamente. Un profesor de
gimnasia debería saber eso – resoplé. – En cualquier caso, conoces a papá. No
te dejará hacer deporte hasta que la fisura sea un recuerdo lejano en tu
memoria. Y hace bien – añadí, dispuesto a aplicar la misma sobreprotección con
Barie que todos aplicaban conmigo.
-
La clase entera se rio – me confesó, concentrándose en sus
pies para no tener que levantar la cabeza.
Apreté los puños. Estaba buscando las
palabras adecuadas, pero se me adelantaron.
-
La gente que se ríe de otros es mala – opinó Kurt. Había
estado escuchando. – Bueno, no es mala. Pero se porta mal. Y tendrían que
hacerles pampam.
-
Muy bien dicho, enano - aprobé.
Antes de que pudiéramos continuar con la conversación,
se abrió la puerta de una de las consultas y una mujer salió leyendo un papel.
-
¿Harry Whitemore? – preguntó.
La espera había acabado. Era nuestro turno y papá y
Jandro todavía no habían llegado.
“Bueno, al menos empieza por los
mayores”.
Miré a mi hermano y esbocé lo que pretendí que fuera
una sonrisa de ánimo.
-
¿Quieres que entre contigo? – le ofrecí. No era papá, pero al
menos no le dejaba solo en una situación que sin duda tendría que serle
extraña.
Harry miró a los peques significativamente,
indicándome que no podía dejarles para entrar con él. Esa no era la respuesta
que esperaba. Levanté a Kurt y a Alice con cuidado para poder ponerme de pie y
me acerqué a la mujer.
-
Buenas tardes. Harry es mi hermano. Creo que mi padre habló
con usted.
-
Sí, cómo olvidarlo. No solemos ver a tantos miembros de una
misma familia.
-
Él vendrá ahora, ha habido un imprevisto.
-
Nos gustaría que hubiera un adulto con los menores de diez –
me explicó.
-
No hay problema, si pasan primero los mayores… ¿Van a llamar
a varios a la vez?
-
De dos en dos, uno conmigo y otro con mi compañero – me
explicó. – Yo voy a ver a Harry, a Madie, a Cole y a Hannah.
-
Se lleva a los mejores, ya lo verá - bromeó Harry.
-
¿Ah, sí? – sonrió la mujer. – Es bueno saberlo. ¿Quieres
pasar?
Harry dudó solo un segundo y después asintió. Me
indicó con un gesto de la mano que no me preocupara. Supuse que iba a estar
bien, pero no me gustaba que entrara solo. Papá siempre nos acompañaba a toda
clase de médicos, incluso a mí, a pesar de que varios de mis amigos ya iban
solos cuando se trataba de consultas sin importancia. Un psicólogo no era
exactamente un médico, mi hermano no estaba enfermo, pero aun así…
La puerta se cerró frente a mí mientras aún intentaba
hacer las paces con el hecho de que Harry no tuviera a papá a su lado en aquel
momento. Alejandro había escogió un muy mal día para hacer de las suyas.
“Es como si se propusiera complicarle
la vida a papá a propósito… Tal vez tiene eso que llaman ‘el síndrome del
hermano mediano’. Busca atención de la mejor forma que sabe…. “
“Sí bueno, ni que fueras tú el
psicólogo ahora” me autorrepliqué. Mis voces mentales tenían muchos matices
diferentes. La mayoría de las veces, mis pensamientos me sonaban como Aidan.
Otras, escuchaba mi propia voz, diciendo cosas que no me atrevería a decir en
voz alta o estableciendo una especie de monólogo interno. Pero en algunas
ocasiones, como aquella, sonaba como Alejandro.
“Si estuviera aquí, me diría algo así
como que yo tengo el síndrome del hermano pesado” pensé, y sonreí, visualizando toda
una discusión imaginaria. “Espero que no le haya pasado nada”.
Se asomó un hombre joven, saliendo del despacho que
estaba frente a la habitación en la que había entrado Harry y llamó a Zach.
Menos lanzado que su gemelo, mi hermano me miró con preocupación.
-
Todo va a ir bien. Recuerda lo que nos dijo papá, puedes
hablar de cualquier cosa que ocupe tu mente estos días.
-
¿De Holly? – susurró.
-
Si es lo que quieres, desde luego.
-
¿De Dean y Sebastian?
-
También.
-
¿Del libro que me acabé ayer?
-
No veo por qué no – respondí, conteniendo una sonrisa,
convencido de que solo estaba tratando de hacer tiempo.
-
No creo que papá pague una millonada para que me siente a
hablar de libros – replicó Zach.
-
Oye, si son los suyos, encima le haces publicidad gratis –
contesté, y le apreté el brazo. – Todo va a ir bien. Hoy solo vas a
presentarte.
-
¿Y qué digo? ¿Cómo me presento?
Si le respondía en serio, llevaría demasiado tiempo. “Cuéntale
lo que te gusta… Lo friki que puedes llegar a ser, cuando crees que Harry no
está mirando. Que lees enciclopedias por diversión, pero las escondes debajo de
tu cama como si fuesen algo prohibido. Que estudias los videojuegos hasta
descubrir los trucos y los comandos secretos, pero aun así casi siempre
pierdes, y hay que ver lo poco que te gusta perder. Que aún duermes con
peluches y que estoy seguro de que tienes un nombre para cada uno de ellos. Que
cualquier cosa que pueda volar, explotar o correr no es segura en tus manos,
pero que por alguna razón te fascinan. Dile cómo eres. Extrovertido casi
siempre, tímido en algunas ocasiones. Noble. Valiente. Dulce. Cariñoso.
Inquieto. Un grano en el culo, eso también, pero como todos los hermanos
pequeños. Algo rencoroso. Inseguro. Inteligente, demasiado inteligente. Bueno.
Esencialmente bueno y sensible, incapaz de soportar que te hablen si quiera un
poquito mal”.
-
Podrías empezar explicando que tu nombre no es culpa tuya,
sino de tu padre, que tiene muy mal gusto – le sugerí, en lugar de todo eso, y
le hice sonreír.
-
Zachary no es tan malo como Theodore – me recordó, más
animado, y se dirigió hacia la puerta que el hombre había dejado abierta para
él.
- AIDAN’S POV –
Pude notar cómo Alejandro se iba cerrando sobre sí
mismo y alejándose metafóricamente conforme pasaban los segundos. Después de
regañarle había habido un breve momento de paz, incluso se había permitido
hacer un par de bromas, pero la expresión de su rostro me indicó que eso había
pasado y que en el momento presente me guardaba rencor.
Sin perder de vista el volante ni la carretera, estiré
la mano derecha para ponerla sobre su pierna, pero él la apartó bruscamente,
impidiendo todo contacto. Suspiré.
-
¿Cómo te fue en el colegio? – intenté iniciar una
conversación amistosa, pero no recibí respuesta. No me rendí. - ¿Has vuelto a
tener problemas con el profesor que te puso la nota? No sé por qué no quieres
que hable con él – le dije, porque me había ofrecido a pedir una cita, pero él
se había negado en rotundo. – No armaría ningún espectáculo, si es lo que te preocupa.
Solo seríamos dos adultos teniendo una conversación civilizada. Prometo no
arrancarle la cabeza por ser injusto con mi hijo – bromeé.
-
Serías un hipócrita, porque tú eres más injusto que él.
Suspiré de nuevo. Al menos, por fin me contestaba.
-
¿Lo soy?
Más silencio.
-
Así que… tú me dejas plantado, te marchas sin permiso y sin
avisar, no me dices a dónde vas, te saltas un castigo y me insultas, pero yo
soy injusto por regañarte. ¿Debería haberte dado un premio? – planteé.
-
No, pero tampoco hacía falta que me pegaras así.
Su reproche se clavó en mi pecho como un puñal
afilado.
“Siempre que os castigo me siento
culpable, no quiero causaros ninguna clase de dolor o tristeza, pero las
acciones tienen consecuencias y haría mal en enseñaros lo contrario. Ojalá
algún día puedas entenderlo, aunque creo que ya lo entiendes; simplemente no te
gusta”.
-
Debería haber esperado a estar en casa – admití. – Pero eso
no ocurrirá hasta dentro de varias horas y creí que sería peor. Nunca te ha
gustado esperar.
-
Claro, lo has hecho pensando en mí – bufó, con sarcasmo.
-
Todo lo que hago lo hago pensando en ti, campeón. Me
equivoque o no, nunca pongas en duda que tu felicidad es el centro de todas mis
decisiones.
-
Ahá – respondió, aún en ese tono de incredulidad.
Ya estábamos entrando en el aparcamiento de la
clínica, así que esperé a dejar el coche para continuar la conversación. Apagué
el motor y me quité el cinturón. Le miré fijamente.
-
Estaba asustado, de hecho no creo que el susto se me pase por
un buen rato, porque no tenía ni idea de dónde o con quién estabas, y hay por
ahí gente muy peligrosa que no dudaría ni un segundo en hacerte daño. No sabía
si estabas en alguna clase de problema, si alguien te había amenazado o
arrastrado contra tu voluntad a algún sitio, ni se me ocurría una respuesta
razonable para que no estuvieras en la salida del colegio con tus hermanos. No
respondías al teléfono y no sabía si era porque no querías o porque no podías. Entré
en pánico, que es una emoción que he sentido demasiado en los últimos tiempos y
me hace esperar lo peor de cada situación – le expliqué. - No es excusa, pero
tu actitud tampoco contribuyó mucho a calmarme. Así que puede que mi reacción
haya sido muy fuerte, porque es muy fuerte lo que siento por ti, mocosito, y no
soportaría que te pasara nada malo. Aun así, creo que no he sido cruel contigo.
-
Si tú lo dices…
-
Te escuché y escuché tus motivos y creo que es más de lo que
has hecho tú, porque estás obcecado con que tienes razón y ninguna explicación
que te dé parece satisfacerte.
-
Tú también estás “obcecado” en que tienes razón – gruñó,
poniendo énfasis en un término que debía de resultar extraño, pero cuyo
significado había captado perfectamente.
-
Puede ser – me propuse ser la parte conciliadora. - ¿Crees
que sí he sido cruel?
Alejandro volvió a quedarse callado, que es una de las
cosas que más me frustraban. Cuando te estás abriendo frente a otra persona y
solo recibes silencio, te sientes estúpido, pero en ese momento no importaba
cómo yo me sintiera, sino cómo se sentía mi hijo.
-
¿Crees, con el corazón en la mano, que he sido injusto?
Se removió en su asiento, y el sonido
del cuero sintético al plegarse fue todo lo que se escuchó.
-
Creo que fui brusco – respondí, al final, en vista de que él
no iba a decir nada. – Ya no estaba enfadado, pero todavía estaba alterado y
frustrado porque seguías poniendo excusas. Creo que debería haber dedicado más
tiempo a rebatir tus excusas, así me hubiera llevado diez minutos o dos horas.
Tiempo es algo que ahora mismo no tengo, pero tendría que haberlo buscado,
tendría que haber pensado mejor cómo y dónde iba a tener lugar esa
conversación. El coche no era el sitio ideal, pero era lo más cercano, la única
posibilidad si no quería dejarlo para la noche. Creo que debería haberlo dejado
para la noche, aunque para ti y para mí hubiera sido muy difícil, y tal vez
entonces habrías estado más dispuesto a escucharme. De todas esas cosas me
puedes acusar, hijo, pero de ser injusto, no.
Alejandro permaneció en silencio, pero era otro tipo
de silencio. Percibí cierta aceptación por su parte.
-
No habría sido tan duro contigo si hubieras cuidado tus
formas un poco – añadí. – No puedes decirme que te coma el nabo cuando te estoy
castigando.
Se ruborizó, al escuchar sus palabras textuales. Me
arriesgué a estirar la mano de nuevo y aquella vez me dejó ponerla sobre su
pierna. Apreté los músculos que rodeaban su rodilla cariñosamente.
-
Somos como Tom y Jerry tú y yo, ¿mm? Todo el día peleando – exageré,
buscando aligerar el ambiente.
-
¿Y yo qué sería, el ratón o el gato? – preguntó.
Sonreí.
-
El gato, sin duda el gato. A veces te estiras igual que Leo.
-
Ah, por eso pierdo siempre – suspiró. - Siempre ganaba el
ratón en esos dibujos.
-
No gana nadie si tú estás triste – musité, acariciando su
cuello. – Siento haber sido tan bruto, ¿vale? Lo siento de verdad. ¿Me
perdonas?
Los ojos de Alejandro se abrieron más allá de lo que
creía posible.
-
¿Tú me estás pidiendo perdón a mí? – se extrañó. – Pero si…
quiero decir… ¡No te perdono!
Sonó realmente infantil y mimoso, así
que pensé que no iba en serio.
-
¿No? ¿Y si te doy un beso?
-
¡Tampoco!
-
¿Y si te doy dos?
-
¡No!
Me incliné sobre él para llenarle de mimos, pero en su
lugar recibí un empujón. No fue un empujón de juego, sino fuerte, como de
“quita, no te acerques”. Me sorprendí. Me había parecido que estábamos
avanzando, que habíamos llegado a una especie de tregua.
-
…Entiendo que estés enfadado. Pero no hace falta ponerse
agresivo – le dije y saqué las llaves del contacto. – Vamos. Tus hermanos nos
están esperando.
Bajé del coche y esperé a que él
también lo hiciera. Le noté arrepentido por su reciente exabrupto y esperé que
lo verbalizara de alguna manera. Abrió la boca un par de veces, pero al final
no dijo nada. Saqué el móvil para mirar la hora y vi un mensaje de Ted,
recordándome que cogiera el peluche de Kurt. Se me había olvidado por completo.
“Gracias, campeón”.
Abrí el maletero y cogí el canguro al
que mi hijo se había unido tanto.
-
A mí no me dejabas sacar de casa a mi tigre – me reclamó
Alejandro.
-
¿Cómo que no? Si se te llenó de tierra en el parque.
-
Pero no me dejabas llevarlo al colegio.
-
Ni a Kurt tampoco. Lo puede perder… o se lo pueden quitar. Y
entonces quedaría destrozado. Como tú cuando…
-
No hablemos de eso – cortó, aún sin superar la trágica muerte
de su tigre de peluche, que quedó atrapado en la podadora, siendo brutalmente
destripado. Le compré otro, pero me fue imposible encontrar uno exactamente
igual. – Ya sé de qué le voy a hablar a la psicóloga.
-
¿De Rayitas? – sonreí.
-
¿Te acuerdas del nombre? – se sorprendió.
-
Claro. Durante muchos años fue tu mejor amigo.
Le vi sonrojarse.
-
Qué cosas dices. Mi mejor amigo no era un peluche.
-
Ajá. Lo que tú digas.
-
Grrr. ¡Qué no!
-
Claro, claro.
Me sacó la lengua.
-
Tus cambios de humor me desconciertan, hijo – tuve que
admitir. – Primero te enfadas, luego bromeas, después me empujas y ahora estás
de buenas otra vez. Podrías darme un aviso, así al menos sé qué esperar.
Me sentía dolido por ser la diana de su mal genio,
cuando solo quería hacerle sentir mejor.
De pronto, sentí sus brazos rodeándome por la espalda.
-
Perdona – susurró.
Me relajé y me giré para poder devolverle el abrazo.
Le di un beso en la frente.
-
Perdonado. Vamos a entrar ya, los demás estarán preocupados.
Con un peluche bajo un brazo y Alejandro bajo el otro,
me dirigí hacia el edificio, consciente de cuánto les tenía que agradecer a Ted
y a Michael por haberse quedado con todos en un momento así.
Cuando nos reunimos con ellos, Zach y Harry estaban
dentro de las consultas, pero no debía de quedarles mucho para salir. En la
clínica habían decidido hacer sesiones breves de presentación, para verles a
todos en un mismo día y hacerse una idea del panorama de mi familia. Después,
nos darían citas en días separados, para dedicarle a cada uno la hora de rigor,
que era la medida de tiempo con la que solían trabajar.
-
¡Papi! – me saludó Alice.
-
¡Papi! ¡Cangu! – exclamó Kurt.
-
Sí, sí, y a mí que me den – refunfuño Alejandro.
-
¿Dónde estabas? – preguntó Barie.
-
De paseo – replicó él, sin entrar en detalles. - ¿Qué me he
perdido?
-
No mucho.
Algunos de mis hijos se pusieron a hablar con él
mientras yo le daba su peluche a Kurt. Mi enano abrazó su canguro y luego
levantó la mano que le quedó libre, para que le alzara. Le di un beso y le
colgué de mi cuello, sintiendo el mismo calor de siempre ante la facilidad con
la que los peques me entregaban su afecto.
Ted se acercó a hablar conmigo y me puso al día,
aunque no tenía mucho que contarme, aparte de un encontronazo de Barie con su
profesor de gimnasia. Quisiera Alejandro o no, pensaba ir al colegio a
enterarme de qué rayos estaba pasando con mis hijos, y de por qué estaba
sintiendo que cada vez les trataban peor.
Después, Ted y Alejandro subieron a la planta de
arriba, con Michael, y yo me quedé con los pequeños. Harry y Zach salieron a
los pocos minutos, ambos con cara seria, perdidos en sus propios pensamientos.
Les sonreí y entonces se dieron cuenta de que ya había llegado y corrieron a
abrazarme. Wow. Abrazos espontáneos y públicos. No siempre podía tener uno de
esos por parte de mis mocosos de trece años.
-
Hola, canijos. ¿Cómo ha ido?
-
Bien – respondieron a la vez.
-
Adam tiene un documental sobre la Prehistoria en su casa – me
informó Zach.
-
¿Adam?
-
El psicólogo. Me ha dicho que me lo puede prestar el próximo
día.
-
¿Y le has dado las gracias?
Zach asintió y se separó del abrazo. Harry, en cambio,
se quedó un poquito más.
-
¿Y tú no me cuentas nada?
-
Hemos hablado de Holly – compartió. – Era más fácil hablar de
ella que de Andrew.
Le apreté contra mi pecho y le acaricié el pelo, cada
día más largo hasta el punto de que ya podía hacerse una coleta pequeña, si
quería.
-
Siento no haber estado, campeón.
-
No importa. No ha estado mal. Me ha dejado comer un bombón de
los que me gustan.
-
¿Los que tienen nata por dentro? – pregunté y él sintió. –
Caray, esto debe ser cosa del destino – bromeé, pero él volvió a asentir, como
si estuviera convencido.
Le apreté una vez más antes de
soltarle y después me acerqué a hablar con los dos profesionales. Me disculpé
por la tardanza y les puse al tanto de ciertas cosas, como de nuestra peculiar
historia familiar. El chico, el doctor Graham -o Adam como le había llamado
Zach- me preguntó por Dylan, pues contaba un niño más de los que ponía en su
lista. Le expliqué que él tenía su propio terapeuta, porque era autista, aunque
no le veía tan a menudo como a mí me gustaría. Se ofreció a verle también. No
era experto en autismo, pero había trabajado con chicos del espectro años
atrás. Aquello me sorprendió, porque aparentaba ser bastante joven, pero debía
tener más edad de la que creía.
Me dieron buena impresión, los dos, y
quise creer que mis hijos estaban en buenas manos.
Michael bajó a los pocos minutos,
después de terminar su propia consulta.
-
Puedo ver por qué a Ted le gusta – fue lo primero que me
dijo. – No te interrumpe y te deja hablar todo lo que quieras. Aunque yo no
dije mucho.
En mi opinión, Michael era de los que más cosas
necesitaban sacarse del pecho. Había sufrido demasiado en su corta vida. Pero
hablaría cuando estuviera preparado.
Mientras esperábamos en aquella sala enorme, intenté
que cogieran sus cuadernos de la mochila e hicieran los deberes, porque no
sabía a qué hora íbamos a llegar a casa. Debo decir a su favor que todos
colaboraron bastante. Como recompensa, les cogí una barrita de chocolate de la
máquina expendedora que había en el pasillo, a modo de merienda. La verdad era
que no había mucho más donde elegir.
Pasaron los minutos y mis hijos fueron entrando y
saliendo de las diversas consultas. Yo acompañé a los más pequeños, que solo
tuvieron que hacer un dibujo mientras respondían un par de preguntas sobre sí
mismos. Cuando los pequeños terminaron, Ted ya había vuelto. Se sentó a mi lado
y me sonrió, tímidamente, lo que interpreté como una señal de que le había ido
bien. Él iba a tener una cita semanal; los demás, bisemanales o mensuales,
según nos dijeran.
Alejandro había sido el último en entrar y por tanto
sería el último en salir, ya que su cita era de una hora completa. Nos
trasladamos todos al piso de arriba a esperarle, pero lo que salió de la
consulta fue una bolita de llanto. Tal vez por la conversación que habíamos
tenido antes, me recordó a su reacción cuando su tigre Rayitas se rompió. Era
la misma forma desgarradora de llorar.
-
ALEJANDRO’S POV –
La mierda esa duraba una hora y yo llevaba cuarenta
minutos en completo silencio. Tenía que estar allí por obligación, pero nada
podía forzarme a hablar.
“No estás obligado. Papá te dijo que
no tenías que entrar…”
“Ya, pero se iba a poner super
pesado”.
Quien no estaba pesada era la psicóloga. Tras los
primeros cinco minutos, había dejado de intentarlo y se había limitado a
observarme, sin hacerme preguntas ni tratar de iniciar una conversación.
Estuve tentado de sacar el móvil, pero me pareció
demasiado descarado. Era una falta de respeto hacerlo en su cara.
El problema era que, sin nada que hacer, me aburría
muchísimo. Me puse a pensar en mi pelea con papá de aquella tarde. En lo
absurda que había sido, como casi todas, y en que genuinamente parecía asustado
cuando me encontró.
“Me pregunto qué pensaría esta tipa
de eso. Seguro que me diría que es uno de esos padres helicóptero que quieren
controlarlo todo. Tengo casi dieciséis años. Debería poder estar un par de
horas fuera de casa sin que se acabe el mundo”.
“Papá no se alteró por eso y lo
sabes. No tiene problema en dejarte quedar con tus amigos CUANDO no estás
castigado, sabe con quién vas y no teníais un compromiso previo. Le dejaste
plantado, vamos a ver”.
Sabía que mi conciencia tenía razón. La verdad era
que, cuando me fui con Liam y Trevor, no me había parado a pensar en lo mal que
lo iba a pasar papá. Pensé que estaría enfadado, lo daba por supuesto, pero no
conté con que pudiera asustarse.
El silencio en aquella consulta empezaba a ser
agobiante. ¿Es que acaso a esa mujer la pagaban por estarse callada? ¡Pues qué
fácil! Así cualquiera se hacía psicólogo.
Por fin, hubo un cambio, y la mujer se levantó a bajar
la persiana, pues fuera, en la calle, ya había oscurecido. Lo hizo sin mirarme,
casi como si yo no estuviera allí. Como si fuera parte del mobiliario.
Ah, con que íbamos a jugar a eso. Ignorarnos
mutuamente, ¿no? Bien.
Entonces, de pronto, su cabeza se alzó y me encontré
de frente con sus ojos negros. No pude escapar a esa mirada. Fue como si me
dijera: ¿te has cansado ya de hacer el tonto?
Me miré las manos y respiré hondo. ¿Y si trataba de irme?
Nadie me lo impedía, ¿no? Pero papá se extrañaría de verme salir antes de
tiempo. Y me haría preguntas.
Siempre tenía preguntas. Pero yo a veces no tenía
respuestas.
Cuando ya no pude aguantarlo más, me incliné hacia
delante y apoyé los codos en las rodillas.
- Tengo una facilidad enorme para meterme en problemas
- comencé. - Cuando era pequeño, solía
envidiar a mi hermano, Ted, porque él… bueno, él siempre sabe hacer lo
correcto. Supongo que es lo que todo padre desea, el hijo perfecto. Pero no
perfecto de una manera que moleste, ¿sabe? Eso es lo peor. No era de los que te
acusaban para meterte en líos o de los que te restregaban que él tenía postre y
tú no… De hecho, no recuerdo una sola vez que se alegrara cuando me llevaba un
castigo, incluso aunque yo acabara de romper su juguete favorito. Así que ni
siquiera podía enfadarme con él ni odiarle en silencio. Pero sí creo que le
observaba mucho, tratando de descubrir su secreto, y así aprendí que mi hermano
en realidad también era muy trasto. También pasaba horas en la esquina o sobre…
o en otra clase de problemas… pero siempre eran travesuras sin maldad, sin la
intención de hacerle daño a nadie y, si por casualidad terminaba lastimando a
alguien, se arrepentía tanto que cualquier castigo se quedaba pequeño ante su
sentimiento de culpabilidad. Además, no soporta que mi padre se enfade con él,
es como si le doliera físicamente. Me recuerda a mi otro hermano, Kurt. Si les
conociera, entendería que son hermanos, cualquiera lo sabría enseguida, aunque
uno sea negro y el otro blanco. Por fuera no lo sé, pero por dentro son dos
gotas de agua. Jamás se lo pienso decir, pero no creo que nadie pueda querer
tanto a un hermano como yo a ellos… a los once… doce… Bueno, mi familia es algo
complicada, pero eso no viene al caso ahora. La cosa es que yo debería haberme
propuesto ser como él, ¿entiende? Y no hacerle daño a la gente – reflexioné y
me quedé pensando. – Tampoco creo que sea un cabrón, que disfrute causando
problemas. Pero me iría mejor si pensase un poco las consecuencias antes de
cagarla. Las consecuencias reales, y no solo la posible bronca… Impulsivo… Papá
dice que soy impulsivo. Y que él también lo es. Pero yo no creo que él y yo nos
parezcamos mucho. No, él es como Ted. Y sé que debería seguir queriendo ser
como ellos, pero en realidad no quiero. Porque en esta mierda de mundo en el
que vivimos, parece que a las buenas personas les va peor. No es que mi vida
sea tan mala, ¿sabe? Sé que no. Tal vez mi madre me abandonó, tal vez Andrew no
me quisiera, pero no me ha faltado una madre ni un padre, aunque fueran la
misma persona. Pero dígame qué tiene de justo que a Ted le abrieran la cabeza,
que a Kurt le vayan a operar del corazón, que a Aidan le robaran la infancia, y
la adolescencia, y la vida entera, joder. Qué tiene de justo que, siendo una de
las personas más inteligente que conozco, mi padre no pudiera estudiar una
carrera. Que tuviera que vivir en la miseria durante años, gastándose en
pañales el dinero de la comida cuando él ni siquiera metió el pene donde no
debía. ¿Qué tiene de justo que lo único que de verdad le he visto desear en
mucho tiempo, la única mujer a la que ha amado en toda su vida, tenga
prácticamente los mismos hijos que él, haciendo que cualquier unión resulte una
locura? ¿Por qué no tiene derecho a casarse? ¿Y por qué yo no tengo derecho a
una madre? ¿Por qué tienes un hijo si después lo vas a dejar tirado? ¿Por qué
pasa todo eso, por qué a mí me abandonan mientras que gente como Andrew puede
beber, follar y disfrutar sin preocuparse por nada? ¿Por qué me tengo que
tragar ese cuento de que los actos tienen consecuencias si los suyos no las
tienen? – estallé. En ese punto, tenía los puños apretados sobre la tela del
pantalón y las mejillas húmedas por culpa de un par de lágrimas traicioneras. -
¿Me tengo que creer que hay un dios observando todo esto y que no hace nada?
¿Un dios que permite que un chico inocente crezca de reformatorio en
reformatorio mientras otros se lucran de su inocencia? ¿Un dios que es Padre,
pero que no interviene cuando hay gente que claramente no merece tener hijos? Lo
peor es que me lo creo, sí que creo que existe un dios, pero que es cruel y que
le importa todo un rábano. Que no recompensa las buenas acciones ni castiga las
malas – argumenté, notando que mis ojos cada vez rebosaban más y mi respiración
se aceleraba. - Y otras veces, en cambio,
le estoy agradecido, por la familia que me ha dado. Por tener un padre que me
soporte… que no es fácil soportarme, ¿eh? … snif… Y tal vez por eso he
terminado con Aidan… snif… porque era la persona adecuada para cuidar de mí….
snif… y la verdad… snif… es que no le cambiaría por nada del mundo…. snif…
aunque yo… snif… no se lo demuestre…. snif… Solo espero… snif… que no se harte…
snif… de tener un hijo resentido… snif… que no aprende nunca… snif…
Me levanté y salí corriendo de aquella habitación. No
veía por dónde iba, así que prácticamente me estampé contra mi padre, que salió
a mi encuentro.
-
AIDAN’S POV –
Tal vez aquello había sido una mala idea. Sujeté a
Alejandro entre mis brazos, impactado por aquel sofoco inesperado. Nada que le
hiciera llorar así podía ser bueno. Acaricié su espalda y me sentí muy culpable
por hacerle pasar por eso.
-
Hey. Tranquilo. Tranquilo, Jandro, tranquilo.
La psicóloga le había seguido e hico ademan de
intervenir, pero le pedí con un gesto que nos dejara. Mi pequeño había acudido
a mí. Era mi consuelo el que quería.
No sabía qué decirle, porque no sabía qué había
desencadenado aquella oleada de llanto, así que me limité a lo básico:
-
Estoy aquí… Shhh…. Ya está, pequeño, ya está… Estoy aquí.
-
Snif… ¿y no te irás?
-
Nunca. Nunca, mi vida.
-
¿Ni aunque te cases? – insistió.
¿Se trataba de eso?
-
Jamás.
-
Snif… ¿Ni aunque te canses de mí?
-
Nunca me voy a cansar de ti – le aseguré.
-
Snif… No sé por qué te busco tanto las cosquillas… snif… no
soy masoquista, ni nada de eso.
No pude contener una carcajada.
-
Ya lo sé.
Pasé los dedos por debajo de sus ojos y me di cuenta
de que no estábamos solos.
-
No llores, Jandro – pidió Hannah, agarrando a su hermano del
pantalón. Él sonrió, o lo intentó por lo menos, y se separó de mí para agacharse
y abrazarla a ella.
-
¿Estás bien? – susurró Ted.
-
Sí… perdón…
-
Nunca pidas perdón por llorar – le dije. - ¿Qué pasó?
-
Nada… Solo me puse a hablar… y me puse tonto.
-
No digas eso – le pedí. Odiaba cuando se insultaban. Le
acaricié la mejilla. - ¿Estás bien?
Asintió, pero me volvió a abrazar y
frotó la mejilla que acababa de acariciar contra mi jersey. Mi gatito mimoso.
-
A lo mejor… si necesitaba hablar… un poquito… - susurró, en
mi oído, tan bajito que apenas pude escucharle.
Sonreí y le di un beso.
-
Me alegro de que lo hicieras. ¿Te sientes mejor?
Asintió. Después de un rato, hablé
brevemente con la psicóloga y me disculpé por aquella escena. Estaba excusando
a Jandro de próximas citas cuando él me agarró del brazo.
-
No, papá. Tal vez… Tal vez sí quiera venir, después de todo.
Sentí que el peso de mis hombros se aligeraba un poco.
No me había equivocado. Mi niño tenía muchos sentimientos guardados, todos
juntos y embutidos. Quizá, poco a poco, pudiera ayudarle a liberarlos, pero la
ayuda de alguien externo le sería muy útil.
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N.A.: La verdad es que este capítulo
se ha escrito prácticamente solo. No lo tenía planeado tan largo, pero ha
salido así.
Gracias por leer y de nuevo por
vuestra paciencia. A los que leéis mis otras historias, sé que debo muchos
capítulos. Me comprometo a que lo próximo que actualice sea Heterocromía, lo
siguiente Alma salvaje y lo siguiente Lazos inesperados.
Me encanto esta trilogia la leí de una jejejej también pedirte si puedes continuar una historia antigua tuya se llama formando un hogar creo
ResponderBorrarAmo mucho la manera en que relatas la historia, las emociones que logras transmitir son indescriptibles, de verdad te admiro.
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