CAPÍTULO 10
Después del grito de Rubén, costó un poco que Gabriel volviera a
acercarse a él o aceptara estar siquiera en la misma habitación. Se encogió en
un rincón del salón y ya no prestó atención a nada ni a nadie. Marcos miró mal
a su hermano porque consideró que había retrocedido varios pasos en el proceso
de ganarse la confianza del niño.
- No era necesario que le regañaras así – le
reprochó. - No lo hace aposta, él todavía no sabe cómo comportarse.
- Y si le pasas todo, nunca lo sabrá – replicó
Rubén. - Eso no fue un regaño, solo le dije que no.
- Está asustado – protestó Marcos.
- Siento oírlo, pero pronto entenderá que no
tiene que tener miedo de nosotros, no realmente. Ahora, si le da un poco de
miedo verme enfadado, mejor que mejor, así hará caso de lo que le digo.
Marcos bufó. Su hermano podía ser tan neandertal a veces.
- ¡Es que no entiende lo que le dices, Rubén! Es
imposible que te haga caso si no entiende tus palabras.
- Entendió que me enfadé cuando te arañó. Con
eso es suficiente – replicó su hermano. - Se le pasará enseguida. Jaime y Pedro
también se enfurruñan a veces cuando les regaño y luego vienen en busca de un
abrazo.
Marcos no quiso seguir discutiendo, sabía que Rubén y él no iban a
llegar a un acuerdo, así que en lugar de eso se concentró en Gabriel y en cómo
sacarle de la esquinita en la que él solo se había encajado.
- Vamos, Gabriel, no pasa nada. Ven conmigo – le
llamó, agachándose a su lado y extendiendo la mano hacia él. No conforme con la
cercanía, Gabriel le dio un mordisco.
- Deberías darle un azote cuando haga eso – dijo
Rubén.
- ¡No le voy a pegar! - se escandalizó.
- No muy fuerte. Solo una palmada, que entienda
que no puede morderte.
- No todo en esta vida se arregla con gritos y
golpes, ¿sabes? - gruñó Marcos. - Este chico lo ha pasado muy mal.
- Eso ya lo sé y estoy deseando llenarle de
mimos, pero para eso tiene que dejar que te acerques a él sin agredirte.
- No veo cómo golpearle va a ayudar a que se
deje.
- No es golpearle. Es un toquecito de atención.
Que entienda que no vas a dejar que le hagas daño, pero tú tampoco se lo vas a
hacer a él – le explicó Rubén.
- Encuentro más de una contradicción en eso – le
bufó.
- Oye, ahora no finjas que nunca te llevaste una
palmada, que papá te dio más de una delante de mí – le recordó Rubén.
Marcos se ruborizó, pero trató de responder como el adulto que se
suponía que era, en lugar de mandar a la mierda a su hermano, que es lo que le
apetecía.
- Sí, y no aprendí nada de ellas.
- ¿Ah, no? Pues yo recuerdo perfectamente a
cierto niño de cuatro años obsesionado con subirse a los muebles que dejó de
hacerlo después de una charla con papá. Fue tu primera zurra, si no recuerdo
mal y te pasaste toda la tarde haciendo un drama, cuando no fueron más que dos
palmaditas. Mucho mejor que haberte caído de la estantería y haberte roto la
cabeza.
Ese es el problema de tener hermanos mayores, que recuerdan
perfectamente tus momentos más incómodos y embarazosos de la infancia y no
tienen reparos en lanzártelos a la cara a la mínima ocasión.
- No voy a pegar a Gabriel – respondió, tajante.
- Y no quiero que le vuelvas a gritar.
- Está bien. La próxima vez dejaré que te arañe,
que te muerda, que te de una patada en los testículos y, por qué no, que te
escupa también. Que haga todo lo que quiera, seguro que así aprende a actuar
como un chico de su edad en lugar de como un animalito.
Marcos no le respondió y caminó hasta la cocina para alejarse de él. Se
sintió algo culpable, su hermano había recorrido cientos de kilómetros para ir
a verle y lo primero que hacían era discutir. Se puso a limpiar la encimera con
la conciencia remordiéndole todo el rato. Sintió los pasos de Rubén a sus
espaldas, pero no se giró.
- ¿Tan bestia crees que soy? - le preguntó su
hermano. - ¿Crees que yo golpeo a mis
hijos?
- No, claro que no...
- Alguna vez les he dado un azote – continuó
Rubén. - Y siempre que estabas tú cerca hablabas en su favor, pero pensé que
solo estabas haciendo el papel de tío consentidor, no que realmente te
repugnara tanto mi forma de reprenderles.
Marcos suspiró. Genial, Rubén se lo había tomado como algo personal.
- Nadie en este mundo quiere a Jaime y a Pedro
más que tú y nunca te he visto sobrepasarte. Jamás les has hecho daño. Pero yo
no quiero hacerlo de la misma manera con Gabi. Ni siquiera sé por cuánto tiempo
me voy a quedar con él... me dijeron que un par de semanas. Él no es mi hijo,
Rubén, así que ni siquiera tengo que plantearme cómo le quiero educar...
- Oh, creéme, lo único de todo esto que tengo
claro es que ese monstruito ES tu hijo – afirmó Rubén. - Solo hay que fijarse
en la forma en que le miras, la forma en la que te mira él y el hecho de que
seas capaz de aguantar todo lo que te haga y tu única preocupación sea su
bienestar.
Marcos se sintió algo incómodo por esa forma de describir sus sentimientos
en voz alta. No intentó contradecir a su hermano, porque era verdad: había
empezado a querer al mocoso con más intensidad de lo que pensaba que era
posible querer a alguien y sabía que separarse de él iba a suponer el mayor
dolor de toda su vida.
- Mi hermanito de veinticuatro años está
cuidando una fierecilla de doce – murmuró Rubén. - No sé quién me da más
lástima de los dos.
Indignado, Marcos le tiró el trapo a la cara.
- Vale, retiro lo dicho, él me da más lástima.
Marcos iba a responder, pero su vista periférica captó una manchita
rubia. Gabi estaba en la puerta de la cocina, observándoles con sus ojos
inteligentes. Marcos le hizo un gesto a Rubén de que se quedara muy quieto y
callado. Gabriel dio un par de pasos en su dirección, y luego otro y otro más,
hasta que finalmente se apoyó en una pared, cerca de ellos.
- No le gusta estar solo – susurró Rubén y Marcos asintió. Ya se había
dado cuenta de eso.
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