Desde el momento
en el que John les abrió la puerta al niño negro y a sus padres supo que iban a
traer problemas. No por nada, parecía una familia encantadora, pero la mujer
estaba notablemente embarazada y en esas condiciones difícilmente iba a poder
continuar viajando. Se tendrían que quedar en la aldea por lo menos una
temporada y no todo el mundo iba a reaccionar igual que la señora Howkings ante
su presencia.
La posadera les
recibió con gran júbilo, les ofreció su mejor habitación y les trató con mucha
amabilidad, quizá demasiada, porque para ella eran clientes exóticos que venían
a traer un poco de aventura y emoción a su rutinaria vida. En cuanto comprobó
que eran personas educadas y que no tenían nada que ver con las historias y
rumores que algunos individuos difundían sobre los negros, exhibió sus dotes de
anfitriona y de enfermera al mismo tiempo, regañando al marido por haber
emprendido un viaje con su mujer en estado.
John no
necesitaba conocer su pasado para saber que habían tenido una vida difícil. El
hombre aparentaba edad suficiente como para haber crecido en una plantación
esclavista. Como sheriff, les recibió cordialmente. Como ser humano, deseó
internamente que la gente del pueblo supiera acogerles, especialmente cuando se
enteró que la familia buscaba asentarse, sino allí, en alguna de las aldeas
vecinas.
El niño
respondía al nombre de William y él y James congeniaron de inmediato.
Inicialmente, los recién llegados se mostraron algo cautelosos, acostumbrados
seguramente a malas experiencias de rechazo y discriminaciones, pero al ver la
cordialidad con la que James trataba a su hijo, acabaron por alegrarse.
William tenía
doce años y se había convertido instantáneamente en el único y mejor amigo de
James. Durante la primera semana después de su llegada fue prácticamente
imposible separarles.
- ¡Padre, Spark
y yo vamos a la posada! – gritó James el domingo, ya desde la puerta.
- Hoy no, hijo.
Tenemos que ir a la iglesia. No pongas esa cara, verás a William allí.
James se fue de
mala gana a su habitación para ponerse el traje de los domingos. Se le había olvidado
por completo qué día era. Arrastró los pies y refunfuñó durante todo el camino
hasta su cuarto. John dejó pasar esa actitud, así como dejaba pasar otras
pequeñas malcriadeces, porque sabía lo que era tener trece años y porque le
gustaba que James hubiera hecho un amigo. Desde el fallecimiento de sus padres
le costaba socializar con gente de su edad.
Cuando la
familia de William entró en la iglesia, se levantó una ola de murmullos no
demasiado amistosos. Para entonces, todo el pueblo sabía que había una familia
de negros alojándose en la posada, pero para algunos verles entrar en la
iglesia fue demasiado.
- Qué osadía –
le oyó decir John a un hombre que se sentaba cerca de ellos.
- ¿Si ese niño
me toca me volveré oscuro como él, madre? – preguntó una niña.
James apretó los
puños al oírla, pero John le calmó poniendo una mano en su hombro.
- No les
escuches – le susurró. – Están equivocados, pero ya se darán cuenta.
James resopló y
asintió. El resto de la ceremonia transcurrió sin más incidentes. Al salir del
templo, los niños se pusieron a jugar como era la costumbre, y James corrió
junto a William como si llevaran siglos sin verse en lugar de un solo día.
Ningún otro muchacho se acercó a jugar con ellos.
El padre de
William, George, se acercó a John apretando su sombrero entre las manos.
- No he tenido
ocasión de agradecerle por permitir que su hijo trate con el mío.
- No tiene nada
que agradecer – le aseguró John. – Al contrario, soy yo quien se alegra de que
James disfrute de la compañía de su hijo. Me temo que está siendo un año
difícil para el chico. No sé si ya habrá escuchado que no soy su verdadero
padre.
- Mi mujer ha
oído algo – confesó George.
- Sus padres
fueron asesinados hace casi dos meses – le explicó. A John le parecía más
tiempo, pero cuando se paraba a pensarlo se daba cuenta de que era todavía algo
muy reciente. El muchacho estaba haciendo un gran trabajo por seguir adelante.
- Pobre chico.
Tiene suerte de tenerle a usted.
- No, soy yo
quien tiene suerte – le aseguró, con una sonrisa. - ¿Cómo está su mujer?
- El doctor la
revisó ayer. Cree que el niño nacerá en esta semana. A la próxima como mucho.
- Qué gran
noticia – le felicitó. Sabía lo especial que era recibir a un recién nacido. –
Si necesitan cualquier cosa, no duden en decírmelo.
- Pues, en
realidad, señor, hay un asunto…
John entendió
que ese era el verdadero motivo de que se hubiera acercado a hablar con él.
- ¿En qué puedo
ayudarle?
- Me han dicho
que tiene una granja que está interesado en vender.
Al principio,
John no supo a qué se refería, pero luego recordó la granja de los Olsen, la
casa de James. El niño no quería volver a ese lugar.
- Aún no la he
puesto en venta. En realidad no es mía, sino de James – le aclaró. Lo pensó
unos segundos y tomó una decisión. – Si está interesado en comprarla, debe
hablarlo con él. Yo solo vigilaré que sea un acuerdo justo, pero no por James,
sino pos usted: ese muchacho es listo como un lince.
George sonrió,
dejando ver una hilera de dientes blancos. Otras personas tal vez se habrían
ofendido ante la idea de hacer negocios con un mocoso de trece años, pero aquel
hombre supo verlo como lo que era: el reconocimiento de los derechos del
muchacho y de sus propiedades. Era su casa, por tanto él debía decidir si
quería venderla y quedarse con el dinero, aunque John se ocuparía de que lo
metiera en el banco.
- Lo hablaré con
él, entonces. ¿Hoy sería un buen momento?
- Claro, permita
que le llame… - empezó John, pero se interrumpió cuando, al mirar en busca de
James, le vio encarándose con otro muchacho. Frunció el ceño ante la escena y
se acercó justo a tiempo para escuchar una frase de lo más hiriente:
- Dile a tu
esclavo que nos devuelva la muñeca de mi hermana. Vale más que él.
- ¡William no es
un esclavo y él no ha robado nada! – chilló James, furioso, y le asestó un
puñetazo a su rival.
John le conocía,
era un chiquillo del pueblo, algo mayor que James. Se llamaba Geoffrey y, según
tenía entendido, no era mal chico, aunque sí algo rápido con los puños. Era más
grande que James y por eso supo que tenía que frenar la pelea cuando antes, su
muchacho tenía todas las de perder. Lamentablemente, antes de poder decir nada,
Geoffrey le embistió, tirándole al suelo y los dos chicos empezaron a rodar en
una lucha salvaje.
- ¡James,
suficiente! – gritó. Su hijo le escuchó y se distrajo para mirarle y eso sirvió
para que Geoffrey se pusiera encima y le asestara dos puñetazos.
John les separó
como pudo y en seguida recibió la ayuda de otro hombre, al que identificó como
el padre del chico. Mientras él examinaba los daños en el rostro de James,
escuchó más que vio cómo aquel hombre se sacaba el cinturón y golpeaba a
Geoffrey allí mismo, delante de todos los que acababan de salir de la iglesia.
ZAS
- ¡Au! ¡Padre,
él empezó!
ZAS
- ¡Ay!
- ¡Me da igual
quién empezara! Te advertí que no quería más peleas.
ZAS ZAS ZAS
- Discúlpate
ahora mismo, continuaremos en casa.
- Snif… snif…
Lo… snif… lo s-siento James… snif…
Antes de que
James pudiera dar una respuesta, el hombre agarró a Geoffrey del cuello y le
arrastró lejos de allí. John sintió lástima por el chico, sería la comidilla de
la aldea por unos cuantos días. Todos habían presenciado su castigo y sus
lloriqueos. De hecho, algún muchacho se estaba burlando de cómo se había tomado
el castigo y John sintió ganas de darles un correazo o dos para ver si no
lloraban ellos también.
A su derecha,
George regañaba a William quedamente por no haber acudido en defensa de James,
pero le envolvió con un brazo y se lo llevó de allí en cuanto vio la forma en
la que algunas personas comenzaron a mirarle, como si le culparan de la pelea.
La mayoría de aquellos testigos ni siquiera sabían el motivo del conflicto –la
muñeca perdida-, pero automáticamente culpaban a William como si su sola presencia
sembrara la discordia.
John observó
todo esto, que sucedió en muy pocos segundos, hasta que un ruidito llamó su
atención. James soltó un sollozo, solo uno, y se llevó la mano a su propio
cinturón.
- ¿Qué haces? –
le preguntó John.
- Tú llevas tirantes
– respondió James, en un susurro, mientras tiraba del objeto y se lo tendía,
con una sumisión y una tranquilidad admirables.
John lo cogió por
automatismo, aunque no tenía ninguna intención de utilizarlo. Algunas personas
se habían acercado con curiosidad morbosa.
- No voy a
pegarte, James. No así, no aquí.
- ¿Quieres que
me apoye en el árbol? - murmuró el niño.
- No. Quiero que
vengas aquí y me des un abrazo – le exigió y, como sabía que el chico podría
negarse delante de tanta gente, tiró de él y le estrechó en sus brazos antes de
que tuviera tiempo de objetar. – Vámonos a casa.
Un joven de no
más de dieciocho años recogió el cinturón de James del suelo. Estaba furioso, y
John reconoció al primo de Geoffrey.
- ¡Si usted no
va a castigarle lo haré yo! – bramó el joven. -
¡Yo vi la pelea, James dio el primer golpe! Y mi primo solo estaba
reclamando la muñeca de su hermana.
- ¡William no la
cogió! Padre, William no la cogió. Estuvo conmigo todo el rato.
- Te creo,
James. Muchacho, suelta eso – ordenó John, con calma.
- ¡No! ¡Mi tío
castigó a Geoffrey, él también merece un castigo!
- Eso no te
corresponde a ti decidirlo, su padre soy yo. He dicho que lo sueltes.
- ¡Usted no es
su padre! ¡Solo es un niño huérfano que cree que puede salirse con la suya
porque todo el mundo le tiene lástima! ¡Pero yo no! – exclamó el joven y
blandió el cinturón con tal fuerza que, cuando John interpuso su brazo para
proteger a James, tuvo que contener un grito. Se enroscó el cinto en la muñeca
y le obligó a soltarlo.
John era
consciente de la diferencia de años entre ambos. El chico ni siquiera tenía la
mayoría de edad, fijada en los veintiuno en el estado de Maryland. Por eso
mismo, y porque quería ser un buen ejemplo para James, cualquier pelea estaba
fuera de discusión. Pero no iba a permitir que saliera airoso de sus actos y
sus palabras. Avanzó hacia él y le agarró de la oreja, rebajándole de pronto en
altura y estatus. Le obligó a caminar hasta donde se encontraba su madre,
puesto que a su padre no le localizaba en ese momento.
- Mi hijo no es
huérfano – enunció, pausadamente. – Yo decidiré qué castigo merece y cuándo
dárselo y le quiero conceder a usted la misma oportunidad porque no creo en los
escarmientos públicos. Ahora bien, espero una disculpa o de lo contrario le
pido permiso para repasar con Anthony los modales que estoy seguro que usted le
ha enseñado – decretó John, deteniéndose únicamente para recordar el nombre del
chico.
La mujer
parpadeó, sin saber qué hacer ni qué decir. Finalmente pareció reaccionar y se
dirigió a su hijo con voz seria.
- Anthony,
discúlpate con el sheriff ahora mismo.
- ¡Pero madre!
- ¡Ahora, o
pediré prestado su cinturón!
- Perdón,
sheriff. Lo lamento – musitó el chico, visiblemente ruborizado. Seguramente
hubiera recobrado la sensatez de pronto, dándose cuenta de que golpear al
sheriff no era la mejor de las estrategias.
John se dio por
satisfecho y soltó la oreja del muchacho. Volvió con James como si no hubiera
pasado nada, y caminó con él hasta alejarse de la vista de los allí reunidos.
- N-nunca te
había visto tan enfadado – se atrevió a decir James, cuando estuvieron solos.
- Si tú le
hablas alguna vez a un adulto como ese chico me habló a mí, puedes esperar una
zurra allí mismo, ¿quedó claro?
- Sí, sí señor.
James guardó
silencio y al cabo de unos segundos John decidió explicarle el verdadero motivo
de su enfado.
- Eres mi hijo,
no eres huérfano y sus palabras estuvieron fuera de lugar. No me gusta la gente
que va a hacer daño. Por eso entiendo que te enfadarás con Geoffrey, sus
palabras fueron a hacer daño también, pero liarte a puñetazos no es la
solución.
- Lo sé, padre.
James agachó la
cabeza y justo en ese momento llegaron a su casa. Spark salió a recibirles con
un gran lametón a cada uno. John fue a por un trapo y agua fría y le limpió la
cara a James, ya que había sangrado ligeramente por la nariz. Cuando acabó de
limpiarle, se le quedó mirando fijamente.
- Siempre estaré
orgulloso porque defiendas a un inocente, pero hay formas correctas y formas
incorrectas de hacerlo.
- Perdón, padre.
Me enfadé mucho y no lo pensé. William no es un esclavo.
- No, James, no
es un esclavo. Pero habrá mucha gente que se lo llame a lo largo de su vida. No
es cierto, no es justo y no debería pasar, pero me temo que a algunas personas
les costará aceptar que William es como cualquiera de nosotros.
James asintió y
se acercó tímidamente, dejándose caer sobre su pecho, pidiéndole un abrazo con
sus gestos en vez de con sus palabras. John le complació de buen grado.
- ¿Sabes lo que
tampoco es justo? – susurró John. – Que Geoffrey se haya llevado unos cintazos
y tú te vayas a librar con unas pocas palmadas. Tira para tu cuarto, mocoso con
suerte.
James corrió a
su habitación, temiendo que John se arrepintiera. Esperó un par de minutos
sentado sobre su cama, sin atreverse a mover apenas más músculos que los
párpados. Cuando John entró, lo hizo con las manos vacías, y James suspiró con
alivio, porque no hubiera cambiado de idea. Pero la duda le carcomía y no era
alguien acostumbrado a callarse lo que pensaba.
- ¿Por qué me va
a ir mejor, si yo inicié la pelea? – quiso saber. No es que fuera suicida, pero
temía que John tuviese otra cosa en mente. Algo peor que una paliza.
- Diste el
primer golpe, pero no empezaste la pelea – corrigió John. – Yo soy tu padre, no
el de Geoffrey, así que elijo tu castigo, no el suyo. Tampoco hubiera sido tan
duro con él. Además, en todo momento has asumido las consecuencias de una forma
que no solo me llena a mí de orgullo, sino también a tu padre que te observa
desde el cielo.
James abrió
mucho los ojos ante esa declaración y sintió que le escocían, pero no quería
empezar a llorar tan pronto. Se levantó de la cama y John ocupó su lugar.
- ¿Tienes alguna
pregunta? – le preguntó, como siempre. James empezaba a reconocer los patrones
y le daba seguridad saber qué esperar a cada momento.
- Solo una –
murmuró James. - ¿Tú crees que William pudo coger la muñeca?
John no se
esperaba aquella cuestión y la meditó cuidadosamente.
- No sé cuándo
pudo hacerlo, porque, como tú dices, estaba contigo. Físicamente, tal vez si pudo,
sin que tú le vieras. Pero no me parece un ladrón. Creo que sus padres le han
educado bien, aunque todavía no les conocemos mucho. Si lo hubiera hecho, no
debes pensar mal de él. Todo el mundo se equivoca a veces, ¿no? – le dijo.
- Pero hay
errores más grandes que otros – protestó James.
- ¿Sabes lo que
el maestro de mi escuela solía decir, cuando alguien le decía algo como eso? –
preguntó John, divertido ante el recuerdo. – Hay paletas más duras que otras.
¿Sabes lo que quería decir?
- ¿Cuándo más
grande es el error, más dura será la paleta?
- Muchacho listo
– respondió John, y le revolvió el pelo. – Sé que no suena demasiado bien, pero
hasta cierto punto es un consuelo. Significa que cada acto tiene su
consecuencia en proporción. Por grande que sea el error, después de la
consecuencia, todo está perdonado. ¿Alguna pregunta más?
- ¿Alguna vez me
pegarás con una paleta? – se le ocurrió, de pronto.
- Esos
instrumentos del infierno se los dejo al maestro – le tranquilizó.
- El de aquí no
suele usar la paleta. Utiliza sobre todo la vara – murmuró James.
John se
estremeció.
- ¿Te metes en
muchos líos en la escuela? – le preguntó. Quedaban apenas un par de semanas
para que acabaran las vacaciones.
- No quiero
responder a eso cuando estás a punto de castigarme – protestó James.
- Solo era una
pregunta inocente – se justificó John, enternecido por lo infantil que sonó el
chico. – No recuerdo que te regañaran mucho en el año anterior.
- La mayoría de
las veces, no se lo contaba a mi padre. Me hubiera pegado él también si le
decía que el maestro me castigó.
John se
sorprendió. El chico no era de meterse en muchos líos y le encantaba leer,
pensó que le iría muy bien en la escuela.
- Yo no te
castigaré por algo por lo que ya hayas sido castigado, pero si lo haré si me
mientes o me ocultas lo que ha pasado, ¿entendido?
- Sí, señor.
- ¿Más
preguntas?
James negó con
la cabeza y se llevó las manos al pantalón para bajárselo. John se dio cuenta
de que habían dejado su cinturón en la entrada y recordó la escena frente a la
iglesia. James era un muchacho muy valiente. La forma en que le había ofrecido
su propio cinturón para que le pegara le había conmovido mucho.
- Eres un gran
chico, James. No voy a ser muy duro contigo, serán solo quince palmadas.
Después quiero que vengas conmigo a casa de Geoffrey para disculparte.
- Sí, pa… Sí,
señor.
- Padre está
bien – respondió John, tirando un poquito de él para ayudarle a tumbarse encima
de sus piernas. – Así entre nosotros, podrías probar otras combinaciones. Papá,
Pa.
- Eso es para
niños pequeños – se quejó James.
- O para niños
mayores que están en problemas y quieren ablandar a sus padres.
- Sí, papá.
John sonrió. En
muy poco tiempo había construido una relación muy especial con James.
Rodeó su cintura
con un brazo y levantó la mano que tenía libre para dejarla caer sobre su ropa
interior. James dio un pequeño respingo, pero no se movió, ni con esa, ni con
todas las demás.
PLAS PLAS PLAS
PLAS PLAS
PLAS PLAS PLAS
PLAS PLAS
PLAS PLAS PLAS
PLAS… Aich… PLAS
- Perdón…
Algo en la forma
de decirlo le dijo a John que no se estaba disculpando por el motivo del
castigo, sino por haber dejado escapar ese pequeño sonidito de protesta. Para
confirmarlo, le levantó y le miró a los ojos.
- ¿Te dolieron
esos azotes? – le preguntó. James se ruborizó mucho y asintió, sin entender el
motivo de la pregunta.
- Sí, señor. No
demasiado, pero algo – matizó, pensando que lo mejor era ser sincero.
- Entonces, es
perfectamente normal que te quejes, incluso que llores, si necesitas hacerlo.
- Si hacía mucho
escándalo, padre solía decir que me daría verdaderos motivos para llorar.
John apretó los
puños y respiró hondo. No iba a insultar la memoria del difunto señor Olsen.
- Conmigo puedes
hacer todo el escándalo que quieras, mientras no des patadas.
- Pero ni
siquiera me diste con el cuero.
- No hay un
límite de “castigo lo bastante fuerte como para que tengas permitido llorar”.
Si te sale llorar, lloras, incluso aunque te dé solo una palmadita.
- Bueno. Pero
ahora no quiero llorar, solo quiero un abrazo.
John sonrió y le
envolvió posesivamente. Le colocó la ropa sin hacer ningún comentario y le
levantó para llevarle hasta la mecedora, donde aprovechó para balancearse un
poco con él entre los brazos.
- La voy a
llamar la mecedora de los castigos – murmuró James.
- Mmm. Yo
prefiero la mecedora de los abrazos.
Le tuvo un rato
así y al separarle un poquito notó que tenía los ojos húmedos. Ya había notado
que a veces James lloraba con retardo. Le pasó el pulgar por debajo de los ojos
y le revolvió el pelo. Después se levantó y abrió la puerta del cuarto.
- ¿Listo para ir
a disculparse?
James asintió,
acarició a Spark y salieron. Caminaron un par de minutos hasta la casa de
Geoffrey. Llamaron a la puerta y les recibió el padre del chico.
- Buenos días,
señor. Quería disculparme con Geoffrey por la pelea que hemos tenido antes –
murmuró James.
- No hace
falta - respondió Geoffrey, asomándose.
Tenía los ojos algo rojos, de haber llorado, seguramente. – Encontramos la
muñeca de mi hermana, estaba en su cuarto. Siento haber acusado a tu amigo.
James suspiró
con alivio. Hubiera odiado que su nuevo amigo fuera un ladrón. Le consolaba
saber que se había peleado y metido en líos por alguien que merecía la pena.
Lamentablemente aún ahí racismo por no tener el mismo color de piel .
ResponderBorrarMe encantó John en la firma que llevo la situación , y tú otra historia no se puede leer ������
No inventes tenía un montón que no leía de ellos.. me gusta mucho la relación que formaron ellos!!
ResponderBorrarSe nota que se quieren mucho y bueno esa sumisión de James no sé porque siento que se va a acabar y se volverá rebelde jajaja es que se debe reconocer que antes le metían mucho miedo y límites que ahora ya no tiene!!
Que mal la descriminación a la nueva familia que llegó!!