martes, 14 de enero de 2014

Capítulo 24 Durante mucho más que siempre


Capítulo 24 Durante mucho más que siempre

“Me caeré. Si doy un paso más, me caeré.”

Sabía que estaba soñando, pero no me podía despertar.  En mi pesadilla, algo me perseguía y yo corría para despistarlo, pero enfrente de mí había un barranco. Lo que sea que me estuviera persiguiendo tenía que darme mucho miedo, porque elegí seguir corriendo pese a saber que me caería. Y caí…y caí…

-         ¡Oh!

Desperté bruscamente, casi esperando encontrarme en el suelo. Pero no. Estaba en mi cama, pegado a la pared, y era imposible que me hubiera caído porque Cole hacía de muralla al otro lado. Le miré dormir, pero entonces observé algo raro. Cole no era Cole, sino mi amigo Fred. ¿Fred? ¿Qué hacía él en mi cama? Entonces comprendí que seguía soñando. Luché por despertarme, pero no lo conseguía. Mi yo onírico se levantó de la cama, y salió de mi cuarto, pero el pasillo de mi casa no se acababa. Corría, y corría, y no llegaba nunca al final.

El papel pintado de las paredes de mi casa pasaba junto a mí a una velocidad vertiginosa. Me empezó a faltar el aliento, pero no dejé de correr, como si algo me empujara a hacerlo. Me pareció ver entonces un reflejo en la pared derecha, y giré la cabeza.  Lo vi después al otro lado. Enseguida los reflejos fueron definiéndose… Eran caras… caras que se reían de mí. Rostros de payaso, que nunca se han contado entre las cosas que me agradan. De niño me daban más repelús que otra cosa, la verdad. Y de mayor, me di cuenta de que en realidad ser payaso es bastante triste: la gente se ríe de ellos para aliviar sus penas…. y les dejan con ellas, tirándoselas a la cara en forma de carcajada.  ¿Quién hace de payaso para un payaso? Me vino a la cabeza un poema que me enseñaron una vez en clase, y entonces los rostros comenzaron a hablar, reproduciendo aquellos versos, cada vez más y más alto, hasta que al final del poema, ya gritaban:

“Viendo a Garrik - actor de la Inglaterra-
el pueblo al aplaudirle le decía:
«Eres el mas gracioso de la tierra
y el más feliz...»
Y el cómico reía.

Víctimas del spleen, los altos lores,
en sus noches más negras y pesadas,
iban a ver al rey de los actores
y cambiaban su spleen en carcajadas.

Una vez, ante un médico famoso,
llegóse un hombre de mirar sombrío:
- Sufro -le dijo -, un mal tan espantoso
como esta palidez del rostro mío.

»Nada me causa encanto ni atractivo;
no me importan mi nombre ni mi suerte
en un eterno spleen muriendo vivo,
y es mi única ilusión, la de la muerte».

- Viajad y os distraeréis.
- ¡Tanto he viajado!
-Las lecturas buscad.
-¡Tanto he leído!
- Que os ame una mujer.
- ¡Si soy amado!
- ¡Un título adquirid!
- ¡Noble he nacido!

-¿Pobre seréis quizá?
- Tengo riquezas
-¿De lisonjas gustáis?
- ¡Tantas escucho!
- ¿Que tenéis de familia?
- Mis tristezas
- ¿Vais a los cementerios?
- Mucho... mucho...

- ¿De vuestra vida actual, tenéis testigos?
- Sí, mas no dejo que me impongan yugos;
yo les llamo a los muertos mis amigos;
y les llamo a los vivos mis verdugos.

- Me deja - agrega el médico- perplejo
vuestro mal y no debo acobardaros;
Tomad hoy por receta este consejo:
sólo viendo a Garrik, podréis curaros.

- ¿A Garrik?
- Sí, a Garrik... La más remisa
y austera sociedad le busca ansiosa;
todo aquél que lo ve, muere de risa:
tiene una gracia artística asombrosa.

- ¿Y a mí, me hará reír?
- ¡Ah!, sí, os lo juro,
él sí y nadie más que él; mas... ¿qué os inquieta?
-Así  - dijo el enfermo - no me curo;
¡Yo soy Garrik!... Cambiadme la receta.

¡Cuántos hay que, cansados de la vida,
enfermos de pesar, muertos de tedio,
hacen reír como el actor suicida,
sin encontrar para su mal remedio!

¡Ay! ¡Cuántas veces al reír se llora!
¡nadie en lo alegre de la risa fíe,
Porque en los seres que el dolor devora,
El alma gime cuando el rostro ríe!

Si se muere la fe, si huye la calma,
Si sólo abrojos nuestra planta pisa,
Lanza a la faz la tempestad del alma,
Un relámpago triste: la sonrisa.

El carnaval del mundo engaña tanto,
Que las vidas son breves mascaradas;
Aquí aprendemos a reír con llanto
Y también a llorar con carcajadas.”*

No era consciente de saberme el poema completo. Creo que es de esas cosas que se te quedan grabadas en el subconsciente, sin que lo sepas. 

Las voces no se callaron al terminar el poema. Siguieron riéndose, y hablándome, repitiendo a veces  fragmentos del poema, y amenazando con volverme loco.  No podía entender por qué no me despertaba. Por lo general, cuando llegas a la conclusión de que estás en un sueño es cuando te despiertas.


“No despertarás nunca”

“Jajajaja”

“Cuantas veces al reír se llora”

Aquí aprendemos a reír con llanto
Y también a llorar con carcajadas.”

“Jajajajaja”


Me tapé los oídos con las manos, y dejé de correr, para agazaparme en un rincón. ¿Qué clase de sueño era ese?

-         ¡Ted, Ted!

-         Aidan´s POV –

Michael llevaba cuatro días en casa, y habían sido cuatro días en verdad maravillosos. Le tenía para mí por las mañanas: empezaba a conocerle bien a fondo, y era un fondo que me gustaba. Por las tardes, sus hermanos se le repartían, aunque la pelea siempre estaba reñida entre Hannah y Ted. La pequeña se adhería a él como un imán, y Ted pululaba a su alrededor como buscando una cercanía que no acaba de conseguir, por el simple hecho de que ninguno de los dos sabía cómo hacerlo.

En esos días, todo parecía estar bien con Cole. Cualquier problema con Michael había quedado en el olvido y las cosas en el colegio mejoraron para él con la nueva clase. Recuperé a mi niño dulce que, aunque nunca ha sido muy sonriente, volvía a ser feliz. Todos mis hijos parecían felices, en realidad, y contentos con la llegada de Michael. Y es que él sabía hacer muchas cosas. Tenía una habilidad especial como imitador, y no sólo de letras y manuscritos, sino también de voces, de gestos, y de posturas. Clavaba mi voz. En serio: cuando se ponía a jugar con los pequeños hablando como yo, dudaba que no estuviera usando una grabadora.

Nadie se había metido en problemas, ni siquiera los más enanos, y eso tenía que ser una especie de record. Cuatro días seguidos sin oír llorar a alguno de mis hijos, y sin ser yo el que provoca ese llanto eran casi purificadores. Lo único que hubo en aquél tiempo fueron buenos momentos. Hicimos un montón de cosas juntos para que Michael se integrara en la familia, y jugar al Twistter fue una de las mejores. La risa de mis hijos, de todos ellos, me limpiaba el alma. También jugamos a la play, y creo que Alejandro y Ted habían deseado que Michael me ganara, porque se decepcionaron cuando no lo hizo.

Como efecto de todo eso, me inundaba una enorme felicidad, pero aquella noche al acostarme no pude evitar sentir como gusanitos en el estómago, al pensar en ciertas cosas pendientes. Michael aún no había firmado los papeles. Los tenía bien guardados, y le había sorprendido observándolos varias veces, pero no se decidía a firmarlos. Aunque estaba intentando tener paciencia, la espera me inquietaba. ¿Cuál era el problema? Había intentado que se sintiera parte de todos sin agobiarle en exceso. Mis hijos me habían quitado la idea de hacer una fiesta en casa, porque Ted creía que a Michael le iba a hacer sentir incómodo, que esperara un poco más… Yo no podía evitar pensar que a Michael le gustaba vivir con nosotros, pero que no se consideraba hijo mío. Y no podía culparle. Es decir, en algún lugar tenía un padre y yo no era más que un desconocido con pretensiones. Pero, después de aquellos días, ¿seguía siendo un desconocido?

Pensé que lo que le faltaba a Michael era creérselo un poco. Había hecho algunas compras para aumentar en algo sus escasas posesiones, y de dejar constancia en la casa de su presencia. La nevera estaba repleta de cosas que él podía comer y ya me había ocupado de revelar y enmarcar alguna foto en la que él también saliera. Sólo faltaba la litera, que llegaría aquél lunes según nos dijeron en la tienda.

El lunes también era el día en el que Michael empezaba a trabajar con la policía, y, aunque el asunto nunca me había gustado, había algo que sólo sumaba factores a mi inquietud: no habíamos recibido ni una visita, ni una llamada, ni un triste “hola” por parte del oficial Greyson. Michael decía saber todo lo necesario, pero yo no estaba tan seguro. No era ningún experto, pero algo me decía que ese no era el procedimiento habitual….Alejandro decía a veces que yo actuaba como un paranoico, y en ese momento tuve que darle la razón. Seguro que todo eran impresiones mías.

Pensando en Alejandro me acordé de su examen, que también era el lunes. Nunca le había visto estudiar tanto, y aunque una parte de mí se sentía orgullosa, otra temía que no fuera producto de que por fin me hubiera entendido, sino de que yo le hubiera metido demasiado miedo. Un poco de “voy a hacer las cosas bien para que no me castiguen” estaba bien, pero demasiado era signo de que yo me había excedido en algún momento.

Aunque quizá se estaba esforzando tanto para que yo no cambiara de opinión respecto a la fiesta de John. Era al día siguiente, el domingo, justo el día antes de su examen. Le había dicho que volviera pronto, que tenía que dormir, que al día siguiente tenía colegio, pero era incapaz de decirle que no fuera. Su comportamiento había sido aceptable, en su línea habitual pero sin armarla demasiado, y había hecho cosas bastante buenas. Le había dejado ir y no me iba a echar atrás. Aunque me había pasado aquél sábado diciéndole que no hiciera tonterías, tales como beber, y que esa vez me hiciera caso de verdad, si sabía lo que le convenía.

Al día siguiente era también la fiesta de Ted. ¡Vaya Domingo y Lunes me esperaban! Porque tenía muy claro que no iba a respirar tranquilo hasta que los dos estuvieran en casa, y hasta que Michael volviera de su primer día con la policía. Yo no me consideraba un padre que tuviera a sus hijos en una jaula de cristal, prohibiéndoles hacer casi todo, pero eso no quitaba que me comiera la impaciencia hasta saber que todos los pájaros estaban de vuelta a salvo en el nido. Era sobreprotector. Lo sabía, lo asumía, y me daba igual: me preocupaba lo que pudiera pasarles en esas fiestas. Sobretodo a Alejandro, siendo sinceros, porque en su caso había que sumar el factor de que decidiera pasar de mis advertencias.

La fiesta de Ted, al fin y al cabo, era en el colegio. El chico era responsable y nunca en su sano juicio se le ocurría beber cuando tenía que conducir. Alejandro en cambio iba a ir en autobús, iba a una casa al otro lado de la ciudad, iba a haber alcohol (y quién sabe si otras cosas) e iba a estar rodeado de gente que no me convencía del todo como compañía para mi hijo. Si le dejaba ir era por darle un voto de confianza. Porque esa fiesta siempre le había hecho mucha ilusión y yo nunca le había dado permiso. Él fue sincero conmigo, así que yo le di eso a cambio, con la esperanza de que estuviera a la altura de lo que esperaba de él. Podía pasárselo bien sin emborracharse.

“Aidan, siempre has sido un idealista, pero ahora estás siendo imbécil. ¿En serio crees que un adolescente se lo puede pasar bien sin alcohol?”

“Sí. Hay un montón de cosas divertidas que no implican emborracharse.”

“Pero un chico de quince años no se da cuenta de eso”

“Por supuesto que se da cuenta. Alejandro sabe que no neces-…”

“Claro, y tú eres el mejor ejemplo de ello. Tenías la edad de Zach y Harry cuando empezaste a beber”

 Joder. Era verdad. No me podía imaginar a Harry o Zach bebiendo. Aún eran muy críos. No eran como esos chicos de trece años que casi tienen la mente de un adulto… ellos eran más bien niños, sobretodo Zach. Pero, lo cierto es que en las noticias salían chicos de la edad de los gemelos bebiendo y fumando como si eso fuera un signo de madurez. Y que a la edad de Alejandro las estadísticas eran un claro argumento para pensar que mi hijo iba a beber en aquella fiesta.

“Pero no se emborrachará. Ya lo probó una vez, y odió las náuseas…”

Prefería pecar de iluso que de desconfiado. Mi hijo tenía derecho a que yo le diera una oportunidad. Iría a esa fiesta, se lo pasaría bien, y luego volvería a casa. Lo que tenía que hacer era dejar de agobiarme yo sólo por tonterías y dormir de una santa vez. Ese sábado habíamos hecho una gymkana en el jardín, y lo que es yo estaba molido.

Estaba acomodando mejor mi almohada cuando escuché un grito muy fuerte. Me levanté sobresaltado y corrí hacia la fuente del sonido. Era Ted. Cuando entré en su cuarto y encendí la luz, los otros tres inquilinos de esa habituación se despertaron, pero Ted no. Él se revolvía, y sudaba, y gemía, y gritaba, en lo que tenía que ser una horrible pesadilla.

-         ¡Iros! ¡Dejadme en paz! ¡Marchaos! – balbuceaba, hablando con alguien que sólo debía estar en su cabeza.

Cole salió de la cama y miró a su hermano con preocupación, zarandeándole pero sin conseguir que Ted abriera los ojos. Corrí hacia ellos y me hice un hueco en la cama, incorporando a Ted y agarrándole en algo que era tanto un abrazo como una forma de sujetarle. Se despertó bruscamente y respiró con jadeos sonoros, mientras intentaba ubicarse.

-         Tranquilo, hijo, tranquilo…

Tras unos segundos pareció entender dónde estaba, y se calmó visiblemente, dejando de moverse.

-         Sólo era un sueño, Teddy…

Debía de estar realmente afectado, porque en vez de molestarse porque le llamara Teddy me agarró la mano con mucha fuerza.

-         Tío, ¿estás bien? – preguntó Alejandro. Ted asintió y luego nos miró a todos. No sé qué cara tenía yo en ese momento, pero Cole, Michael y Alejandro le miraban como si fuera un extraterrestre.

-         ¿Qué soñabas? – le pregunté suavemente, mientras le acariciaba la cara. Sudaba mucho.

-         Era una tontería, en realidad. No era nada tan horrible, pero no me podía despertar.

Le di un beso en la frente y le miré lleno de cariño y algo de empatía. El de los terrores nocturnos solía ser yo.

-         Te traeré un vaso de agua… - dije, con la esperanza de que me pidiera que me quedara con él. Pero Ted tenía que ser el invencible, el mayor, el que no necesitaba a papá por una pesadilla…

-         Gracias. Siento haberos despertado…

-         Ni se te ocurra disculparte – mascullé. Odiaba que se disculpara por cosas que no eran culpa suya. Me recordaba demasiado a mí, y a una vida que quería dejar atrás.

Le llevé el agua, arropé a Cole, le di un beso a los cuatro (aunque el único que pareció desearlo era Cole ¬¬) y apagué la luz. Cuando me metí en mi cama escuché con atención. Si tenía pesadillas de nuevo me daba igual lo mayor que se creyese: le metería en mi cama como hacía con los peques.

- Alejandro´s POV -

Compartir el cuarto tenía desventajas. Una clara falta de intimidad, por ejemplo. Hermanos que hablan en sueños… Ahora bien, una cosa eran los balbuceos sin sentido que Ted soltaba a veces, de los que apenas me enteraba, y otra los gritos que soltó aquella noche. Así no había quien durmiera…

El domingo empezó realmente bien.  Esa noche iba a ir a la fiesta de John y si era la mitad de genial de lo que todos decían, iba a ser increíble. Otro punto positivo es que esa noche me libraba de Ted. No le tendría ni como chofer, ni como guardaespaldas, ni como espía, ni nada, porque él tenía su propia fiesta. La del colegio. Pfff. Los de mi curso también podían ir, pero, en serio, ¿cuál es el concepto de “fiesta” si es en el colegio? En fin, Ted era un calzonazos sin remedio.

Pero antes de la noche está el día, y aquella mañana papá se propuso seguir con lo que yo había bautizado el plan “un lobo en la perrera”. Básicamente, se trataba del hecho de que papá se encargaba de que no pasáramos ni un maldito segundo libre sin hacer cosas ñoñas que hicieran que Michael se sintiera incluido en la familia. En los últimos días habíamos jugado al Twistter, al Trivial, a la play, al Monopoli, al Pictionary… habíamos hecho un gymkana, una ronda de chistes, un “adivina quién soy”… Pensé que papá se habría quedado sin ideas, pero nunca subestimes la mente de un hombre entrenado por once hijos.

Esa mañana, después de desayunar, nos sacó a todos al jardín. Hizo que nos pusiéramos en línea recta, mirándole a él, por orden de edades. Estábamos todos menos Ted. Y entonces empezó el teatro. Papá frunció el ceño y nos habló como si estuviera muy enfadado. La bronca bien pudo durar cinco minutos.

-         …y es que no hacéis las tareas, no recogéis nada, os da igual todo lo que os digo…. – decía, y según hablaba Michael se iba poniendo muy muy blanco. En fin, él no se podía poner blanco, pero ya me entendéis, es una forma de hablar.  – Parece que soy muy blando con vosotros, y que sólo me entendéis cuando me enfado. Bien, ¡pues lo habéis conseguido! Espero que no hayáis hecho planes esta mañana porque todos vosotros estáis en muchos problemas.

Según papá se enfadaba más, Michael se ponía más nervioso, y Alice también parecía algo inquieta, aunque le miraba sobretodo con curiosidad. En concreto, Michael no quitaba la vista de la raqueta que papá había sacado no se sabe de dónde, y creo que en ese momento le creyó capaz de usarla para golpearle, o algo. La verdad, a mí papá me parecía un pésimo actor, no sé por qué Michael se lo creía tanto.

Entonces, Kurt soltó una risita.

-         ¿Es que es suicida? – me susurró Michael. - ¿Por qué se ríe? ¿No ve que Aidan no está para juegos?

Decidí no responderle y dejar que lo averiguara por sí mismo. Era más divertido.  Papá siguió con su perorata y Cole giró la cabeza para mirar detrás nuestro, pero papá le llamó la atención.

-         ¡Cole! ¡Estoy aquí delante! ¡Cuando yo hablo me miráis a mí! ¿Es que ni siquiera respetáis las normas de educación básica? Bla bla bla bla….

En fin, papá tenía práctica en echar broncas, así que no le fue difícil fingir una bronca falsa como aquella.

Oh, porque era falsa.

¿Qué por qué lo sabía? En primer lugar, porque estábamos en el jardín, y no en el salón. En segundo lugar, porque Ted no estaba,  y se estaba perdiendo la bronca colectiva. En tercer lugar, porque papá estaba empuñando una raqueta. Y en cuarto lugar, porque sabía lo que iba a pasar segundos después.

Efectivamente, de pronto y sin ningún aviso empezaron a llover tomates desde algún punto a nuestra espalda, y con una puntería asombrosa, papá los destrozaba con la raqueta. El resultado era un puré rojo que nos salpicaba y nos ponía perdidos a todos. Como si fuera una señal, todos empezaron a correr, a reír, y a gritar, intentando esquivar el puré de tomate. *

Hicieras lo que hicieras, te escondieras donde te escondieras, corrieras lo rápido que corrieras, terminabas pringado de tomate hasta en el pelo. Por alguna extraña razón a los enanos les encantaba. Alice sólo había participado una vez, cuando papá consideró que era lo suficientemente mayor como para no hacerse daño, y Michael no lo había hecho nunca, claro.

El procedimiento era sencillo: papá nos obligaba a mirarle mientras fingía estar muy enfadado, y mientras tanto a nuestra espalda Ted preparaba un cargamento de tomates para, a una señal imperceptible de papá, empezar a lanzarlos hacia él para que los espachurrara sobre nosotros. Alice no se acordaba muy bien, o no estaba muy segura, pero el resto teníamos ya una larga experiencia en aquél juego, así que no nos creímos el enfado de papá ni por un segundo.  Era sólo parte del juego.

La cosa se prolongó durante varios minutos y entonces Ted se pasó a nuestro bando, repartiendo tomates a cada uno para que se los tirásemos a papá.

-         ¡Pequeños traidores! ¡No permito motines en mi barco!  - dijo papá, y empezó a perseguir a los enanos para hacerles cosquillas. Vale, un poco divertido sí era. Sólo un poco.

Está bien, era genial. Era genial que papá se tomara tiempo en planear esas cosas, que se despreocupara de lo mucho que pudiéramos ensuciar, que consiguiera tal cantidad de risas en tan poco tiempo…

-         ¡Ted está limpio! – protestó Barie. La pobre era, sin duda, la que más manchada estaba.

Aquello se transformó entonces en un “a la caza de Ted”, y le cazamos, ya lo creo que le cazamos.

-         ¡Ey, ese tomate no está aplastado! – se quejó Ted, cuando Kurt le acertó en pleno estómago. No tenía escapatoria. Papá le bañó por completo en una salsa roja y al final, entonces sí, todos estuvimos listos para ir de cabeza a la ducha.

Acabamos tirados por el césped, sin aliento, escuchándose aún algunas risas prolongadas.

-         ¿Qué… ha sido…eso? – preguntó Michael, al final, con una sonrisa enorme. Sus dientes blancos, a decir verdad, parecían la única parte de su cuerpo que se había librado del tomaticidio.

-         Eso, claro está, ha sido nuestra peculiar forma de bautizarte como un Whitemore – dijo Zach, levantando la cabeza para mirarle. – Ahora sólo te falta asistir a una de las aburridas presentaciones literarias de papá, y serás un miembro de pleno derecho.

-         ¡Ey! ¡Mis presentaciones no son aburridas!

-         ¡Sí lo son! – respondimos todos a la vez. Más risas. Si era verdad eso de que reír aumentaba la esperanza de vida, allí más de uno iba a ser bicentenario.

Papa hacía que fuera divertida hasta la parte de limpiarse aquél mejungue.

-         Muy bien, fuera zapatos, móviles y relojes – avisó, y tras unos segundos nos regó con una manguera para limpiarnos superficialmente. A Kurt le encantaba esa parte, y se ponía delante de papá para que le empapara. Aquél día no hacía mucho frío, y supuse que por eso lo había elegido papá. Cuando todos estuvimos lo suficientemente limpios como para no poder perdida la casa, cerró el grifo. - ¡Todos a la ducha y a vestirse! El primero que esté listo para ir a misa come macarrones.

Los enanos empezaron a protestar, porque si había turnos para ducharse el que tuviera el último jamás sería el primero, pero papá sonrió y les dio largas. Yo rodé los ojos: era evidente que todos íbamos a comer macarrones. No había por qué darse ninguna prisa. Aún así, todos salieron en estampida. Todos, menos papá, Michae, Ted, y yo. Yo porque tenía el último turno, y no tenía ningún sentido que me afanara por llegar primero a la ducha. Ted, supongo que para ayudar a papá a recoger aquél desastre. Y Michael, creo que no sabía muy bien lo que hacer.

-         ¿A misa? – preguntó.

-         Sí, es domingo.  – aclaró papá, como quien dice algo evidente.

-         Mm. Zach ha dicho que esto … ha sido como mi bautizo. Lo cierto es…que…yo no estoy bautizado de verdad.

-         Oh. Ya. – dijo papá, un tanto sorprendido. – Así que….¿no eres creyente?

Michael se encogió de hombros, lo que más bien venía a significar que no, o que no se preocupaba del asunto.

-         Vale – respondió papá, con una media sonrisa. - ¿Tú vas a venir hoy, Alejandro?

Lo preguntó deseando que dijera que sí pero yo negué con la cabeza. Sinceramente, ir a la iglesia me aburría bastante. Mis visitas eran esporádicas porque no estaba seguro de ver las cosas de la misma forma en la que las veía Aidan. Si había Alguien superior a nosotros, no había hecho nunca nada por mí.

“Darte a Aidan. Once hermanos. Un hogar. ¿Te parece poco?”

“Calla, conciencia. Nadie te ha pedido opinión.”

En realidad mi problema era que estaba enfadado con Él. ¿No se supone que era bueno? ¿Qué lo podía todo y era compasivo? ¿Entonces por qué me dio una madre que no me quería? ¿Por qué no podía ser el hijo biológico de Aidan?

Papá me miró de esa manera que no me gustaba nada. De esa forma que decía “eres libre, pero realmente me apena que no nos acompañes”.

-         Puedes quedarte con él – le dijo papá a Michael.

-         Mm… Tal vez vaya con vosotros… por curiosidad… La última vez que fui a la iglesia tenía seis años.

-         Como quieras – respondió Aidan, intentando sonar impersonal, pero en realidad parecía contento. Nunca nos presionaba en ese sentido, y a veces yo no estaba seguro de si prefería que lo hiciera o que no.

Por alguna razón, esa vez no quise quedarme sólo en casa. Tal vez porque estábamos haciendo cosas todos juntos y no quería dejar de hacer también aquello. Así que fuimos todos a misa y Michael pareció algo extrañado por el hecho de que Barie y Madie formaran parte del coro, y Ted hiciera una de las lecturas.

Después volvimos a casa, y comimos, y por supuesto hubo macarrones que era la única comida en la que papá sabía que ninguno de nosotros iba a poner pegas. Además, a él la pasta le salía bastante bien.

Por la tarde, yo conté las horas hasta el momento de irme. Me  fui pronto, porque iba a tardar en llegar, pero no salí de casa sin que papá me repitiera lo que ya me había dicho un millón de veces:

-         Ya sabes que nada de alcohol. Vuelve antes de las once, que mañana tienes clase, y examen, para más inri. Vuelve en bus ¿eh? Nada de montar en coches de gente que yo no conozca y muchísimo menos en moto. Ten cuidado con lo que haces ¿vale? Y hazme el favor de…

-         …de no dar problemas, que sí, vale, pesado….

-         …de pasártelo bien. – concluyó papá, y me dio un beso. Rodó los ojos. Me miraba como si acabara de darse cuenta de que yo ya no era un niño.

“ Como dijera algo así como ‘hay que ver lo que has crecido’, echo la pota” pensé.

-         ¿Cuándo has crecido, que yo me lo he perdido?

“¡Si es que soy adivino!”

-         Papá, por favor… voy a una fiesta, no a mi graduación…

Como toda respuesta papá me dio un abrazo. Si se ponía así porque iba a una fiesta, más me valía contratar un médico para el día de mi boda.

Ya libre de padres ñoños, fui hacia la parada del autobús. Tal vez, si hubiera sido un poco más perspicaz, me habría dado cuenta que lo que le pasaba a papá no es que fuera cursi, si no que estaba preocupado por lo que yo pudiera hacer aquella noche, aunque había decidido confiar en mí.

Mi intención no era liarla. De verdad. No era algo que me hubiera propuesto. Yo…emmm… en verdad no sé lo que quería. Pasarlo bien, claro, pero hacer eso en casa de John, sin sus padres, con un montón de gente más…. Sí, era igual a problemas. Nada más llegar a la casa del cumpleañero, escuché música a todo meter a un volumen que amenazaba con dejarme sordo. Cuando me abrieron la puerta, no era John, sino un par de chicos a los que no conocía. Allí todo estaba lleno de gente, de más gente a la que nadie en su sano juicio invitaría a su cumpleaños.

Había cajas de pizza tiradas por el suelo. Una pareja en una esquina se estaba dando el lote, o tal vez se estuvieran haciendo la respiración asistida, porque no parecía que ninguno de los dos estuviera respirando en ese momento. El alcohol corría por doquier y detecté un olor agrio…¿porros? 

Sé lo que habría hecho Ted: salir de allí a la primera de cambio. Pero, quizá porque es lo que habría hecho Ted, yo no lo hice. En lugar de eso me adentré en la boca del lobo, y busqué a John, para saludarle. Caminé sobre vasos de plástico, colillas, cosas pegajosas y en definitiva un montón de porquería que me alegraba de no tener que limpiar. Le encontré en el salón, junto al equipo de música.

-         ¡Alejandro! Llegas pronto, tío.  Esto aún es un muermo. – me dijo.

Abrí los ojos hasta casi desencajarlos. ¿Que eso era un muermo? Pero si el ruido me estaba mareando.

-         Ten, pilla una birra.

-         No, gracias, no me apet…

-         Vamos, no seas tonto. Pago yo ¿no? Si no te gusta la cerveza tengo vodka también.

En ese momento pasaba un chico con una botella en la mano y aspecto de haber bebido ya demasiado. John se la quitó y me la ofreció, y yo di sólo un sorbo, para que se estuviera contento. Dios, esa cosa sabía a rayos.

-         ¡Pero échale fanta, animal! ¡No te lo bebas a palo seco!

Ah. Tal vez fuera por eso. Mezclé la bebida con un refresco y probé otra vez. Vale, así estaba mejor. De hecho, hasta me gustaba. Di un sorbo más, pero luego aparté el vaso. Le había prometido a papá que no iba a beber.

Me mezclé con la gente, saludé a un par de amigos, tomé un trozo de pizza, me reí de un par de tipos con dos copas de más que se habían puesto a bailar haciendo el estúpido, y entonces, como reaccionado a una señal que yo no había percibido, alguien bajó la música y la gente se empezó a reunir. John entró al salón con un pastel muy grande.

“Oh, una tarta” pensé. No imaginé que en ese tipo de fiestas hubiera tarta de cumpleaños pero ¿por qué no? Era lo normal.

Enseguida me di cuenta que pasaba algo raro con la tarta. Todos estaban como demasiado entusiasmados. Me recordaban a mi hermano Kurt, y allí nadie tenía seis años. John empezó a repartirla, y algunos se mostraban inseguros antes de probarla, como si tuviera veneno.

-         John, ¿es que la has hecho tú, y por eso nadie quiere comerla? – pregunté, bromeando.

-         No, tío, la ha hecho mi hermano, con la receta de un colega de su universidad. Es una tarta “adobada”   y estos idiotas no la prueban porque son unos cagados.

Adobada. Tardé unos segundos en traducir aquella jerga. Tarta adobada = Marihuana. Droga. Oh.

Oh. Oh.

-         Tú no eres un cagado, ¿verdad Alejandro?

Buena pregunta. ¿Era un cagado? Si la pregunta era “¿te da miedo probar marihuana” la respuesta era “no demasiado”. Ahora bien, si la pregunta era “¿te da miedo que tu hermano-padre sobreprotector  pueda enterarse de que has probado marihuana” entonces la respuesta era “¡SÍ, MUCHO!”

Miré el plato que John me entregaba como si tuviera hormigas. ¿Cómo de mala podía ser la marihuana cuando estaba en una tarta? ¿Era igual que fumársela? ¿Y cómo sabría?

-         Mirad, al que no la pruebe, no vuelvo a invitarle a mi fiesta.

Mierda. Si no la probaba era como mi suicidio social. Vi que todos a mí alrededor le daban una mordida, y yo hice lo mismo. Noté algo raro en el sabor, pero mayoritariamente sabía a chocolate. Tal vez tuviera muy poca proporción, y no pasara nada. Le di otra mordida.

A los cinco minutos, por alguna razón, estaba llorando con las piernas encogidas, con todo dando vueltas a mi alrededor. Ya no escuchaba la música y en lugar de eso todo parecían sonidos extraños como de ultratumba. John me dijo algo, pero tardé en entenderlo.

-         Ey, tío, ¿qué te pasa?

-         No debería haber probado esa cosa…

-         Pues no haberlo hecho, joder. Muchos no lo hicieron, idiota. ¿No ves que no iba en serio? Nadie te obligaba, macho.

Irracionalmente, aquello me hizo reír mucho.  John era muy gracioso, y los colores que daban vueltas cerca de su cabeza, también. Y así pasé del llanto a la risa con la naturalidad de los alucinógenos.

A la media hora, me sentía algo mejor.  Me fijé en que a mí alrededor todos parecían sentirse peor. Habían bebido y tomado mucha más cosa de esa que yo. Tan sólo un par de chicos y yo parecíamos razonablemente bien y nos dimos cuenta de que alguno de los presentes necesitaba atención médica.

-         Alejandro, llama a tu hermano. – me dijo Walter.

-         ¿Qué? ¿Por qué?

-         Porque él se mosqueará menos que nuestros padres. Necesitamos un adulto aquí… Alguien con coche, o con edad de conducirlo.

-         No, lo que necesitamos es una ambulancia.

-         Sí llamamos a una ambulancia por un caso de sobredodis vendrá también la policía. ¡Y a ninguno nos conviene que nos pillen en un sitio con alcohol y drogas cuando no estamos ni cerca de la edad para poder beber!

-         Si llamo a mi hermano soy hombre muerto. Diréis lo que queráis, pero a todos los efectos él es mi padre. Y el cabreo que se cogería es monumental. 

-         No, tío, no el más mayor, sino el otro.

Ah. Se estaban refiriendo a Ted. Por un segundo me pareció una buena idea, pero luego me di cuenta de que llamar a Ted era como llamar a Aidan. El muy traidor se lo diría a papá.

“¿Y si llamo a Michael?” pensé.  “Él me cubriría”.

Pero, aparte del hecho de que no sabía si podía contar en él para esa clase de situaciones,  él no tenía coche ni carnet. Y lo que necesitábamos, fundamentalmente, era un coche para llevar a un chico con aspecto de estar bastante mal. Los otros sólo tenían un pedo considerable, que se les pasaría en algún momento.


Mi lado cabrón pensó en desentenderme de aquél asunto, volver a mi casa, y todos tan tranquilos. Esos pensamientos fueron silenciados en un segundo, porque si a ese chico le pasaba algo por no llevarle al hospital, yo no me lo perdonaría en la vida. Con la esperanza de que Ted estuviera calladito por una vez, marqué su número. 

-         Ted´s POV –

Alejandro se fue algo antes que yo, porque tuve que pelearme con el traje y con la corbata.  Mi traje era azul marino, pero por alguna razón creo que a mi tono de piel le hubiera ido mejor el blanco. Fui al baño a echarme colonia, pero mi perfume me parecía… demasiado informal.

-         Papá, ¿puedo usar tu colonia? – le pregunté cuando le vi pasar.

Aidan se apoyó en la puerta del baño y me miró con una mueca divertida.
-         ¿Quieres oler bien para Mike y Fred?

Me ardieron hasta las orejas. No. Quería oler bien para Agustina.

No sabía qué responderle a papá, pero no tuve que responderle nada. Se acercó a mí, y me colocó bien la corbata.

-         ¿Quién es ella? – me preguntó.

-         ¿Tan evidente es?

-         Para mí sí, porque soy tu padre – dijo, y sonrió un poco – O mejor aún, porque soy tu hermano. Estaba condenado a averiguarlo, por una cosa o por la otra.

A mi pesar sonreí también, y tragué con algo de dificultad. Estaba nervioso.

-         Vaya. Tiene que ser alguien importante. – comentó Aidan, al ver que no era capaz de responderle. Sacó su colonia y me la dio. – Ten, no te eches demasiada. Es fuerte.

Me eché un poco y la volví a guardar con cuidado en la caja. Me miré en el espejo, y en el reflejo vi que Aidan me observaba sin perder detalle.

-         ¿Entonces? – insistió.  - ¿Quién es?

-         Se llama Agustina.

-         ¿Sales con ella?

-         Ya me gustaría…

-         ¿Se lo vas a pedir?

-         Tiene novio…

Papá me miró con algo parecido a la compasión. Colocó el cuello de mi camisa y luego dobló cuidadosamente las mangas, de forma elegante.

-         Si hay algo que sé, Ted, es que siempre consigues lo que te propones – me dijo, con confianza. – Sólo… ten cuidado con lo que te propones ¿vale? Por difícil que sea, no debes meterte entre dos personas que se quieren…

-         Lo sé…

-         No te pongas triste. Tú pásatelo bien ¿de acuerdo? La vida da muchas vueltas.

-         Ahá.

-         Y ahora escucha, que el pesado de tu padre tiene algunas recomendaciones.

-         No beber, en casa a las once, no meterme en problemas. Lo tengo. – me adelanté.

-         No, eso son advertencias, y venían después. Lo que quiero decirte es que no te quites la chaqueta aunque tengas calor: luce mucho, y saldrás mejor en las fotos.  Bebe refrescos en vez de ponche, o te pasarás toda la noche yendo al baño. Y vence la vergüenza y baila un poco: te lo pasarás bien.

Le sonreí, aunque me apunté cuidadosamente lo del ponche y lo de la chaqueta. No quería salir en las fotos con una camisa llena de lamparones de sudor.

-         Y sí, efectivamente, te quiero lejos de toda cosa con alcohol. ¿Estamos?

-         Sabes que sí. – me quejé.

-         Sí, sí lo sé – aceptó, sonriendo, y me dio un beso en la frente.

Poco después salí de casa y cogí el coche. Pasé por casa de Fred, para recogerle. Mike llevaba su propio coche. Fred también llevaba traje, y le quedaba mejor que a mí.

-         Mira, parezco tu novio, que te vengo a recoger a la puerta de casa – bromeé, y él, por alguna razón, pareció incómodo. ¿Broma inapropiada? Decidí cambiar de tema.  - ¿A qué hora tienes que volver? Yo tengo que estar pronto en casa. Tal vez quieras volver con Mike.

Dijo que se venía conmigo, y luego estuvimos hablando de tonterías. Omití decir que había soñado con él, porque hubiera quedado muy gay. Recordé la extraña pesadilla, y sacudí la cabeza.

La fiesta era en el gimnasio del colegio. Estaba todo adornado con luces y serpentinas. La entrada costaba cinco dólares, y la recaudación iba para un colegio de África. Nos encontramos con Mike en la puerta principal, y entramos los tres juntos.

Mis ojos pasearon involuntariamente por toda la sala, hasta dar con Agustina. En ese momento sonaba una canción lenta y ella estaba bailando con Jack. Ese fue el primer puñetazo metafórico en el estómago de la noche.

Mike y Fred se dirigieron como flechas hacia la zona de la comida, y yo hice lo mismo, pero no dejé de mirar a Agustina. De pronto se me cortó el apetito al ver como ella y Jack se besaban.

“Ted, despierta, hombre. Esta con él. Es su novia. Llevan un año. Ya lo tenías asumido. ¿Por qué te afecta tanto?”

Quizá porque últimamente se percibía cierta tensión entre ellos, y yo me había hecho ilusiones.

De pronto vi que Jack y Agus se encaminaban hacia mí, y disimulé un poco, para que no fuera tan evidente que les había estado observando. Me concentré en una empanadilla, como si fuera la cosa más interesante del mundo. Pero puse el oído.

-         ¿Me sirves un poco de ponche? – pidió Agustina.

-         Tienes manos ¿no? – contestó Jack. Me pareció maleducadamente rudo.

Agustina se acercó a la mesa, a la zona de las bebidas, y para eso tuvo que pasar muy, muy cerca de mí. Su sola presencia aceleró el ritmo de mi corazón. Mike me dijo algo, pero no le escuché. Yo estaba pendiente de la pareja en la que tenía tanto interés.

-         Ya que estás, sírveme un poco a mí – dijo Jack.

-         Tú también tienes manos ¿no? – contraatacó Agustina, pero se lo sirvió. Se tropezó con algo, sin embargo, y prácticamente se cayó encima de Jack. Pero él no la recogió de forma romántica y bonita, sino que se apartó haciendo que por poco cayera al suelo. Como resultado del tropiezo, el traje y la corbata de Jack acabaron manchados de ponche rojo.

-         ¡Serás idiota! ¿Has visto cómo me has puesto? – bufó Jack.

-         Lo siento… Espera, que te limpio… - susurró ella.

-         No, no me toques. – ladró él, y se quitó la chaqueta. Se la dio a Agustina de malas maneras, con demasiada agresividad en el gesto.  – Llévala a tu casa, lávala, y plánchala.

-         Joder, no hace falta ponerse así ¿no? Fue un accidente.

-         Accidente o no está sucia, así que la lavas.

-         Pero Jackie, yo no sé planchar un traje. Creo que tu madre lo haría mejor que yo… o llévalo al tinte… yo con gusto te lo pago…

-         ¡Ya lo creo que me lo pagas, estúpida!

Vale, tuve suficiente. Me di la vuelta, y me encaré a ellos.

-         No la insultes.  – ordené, mirando directamente a Jack.

-         ¿Qué dijiste?

-         No la llames estúpida. Fue un accidente. Y si tú hubieras sido un caballero en primer lugar, trayendo su bebida, no habría pasado esto.

-         Métete en tus asuntos, Whitemore – me espetó él.

-         Tiene razón – dijo Agustina – Estás siendo muy antipático conmigo.

-         Soy exactamente como te mereces.

-         No la trates así – dije, furioso.

-         ¿Ahora eres defensor de causas perdidas? – se burló Jack.

-         No necesito que nadie me defienda. Jack, estás siendo un imbécil – dijo Agustina.

-         Tú cierra el pico y ve aprendiendo a planchar si quieres seguir saliendo conmigo.

Agustina cerró la boca, y yo me frustré mucho. Agarré a Jack de la solapa de su chaqueta, conteniéndome para no soltarle un puñetazo.

-         No sabes las ganas que te tengo… - susurré, entre dientes.

-         Menos de las que yo te tengo a ti, negro de mierda.

De la impresión le solté. Nunca me habían insultado por el color de mi piel. Ni yo era negro del todo, ni la nuestra era una época donde el racismo abundara entre la gente de nuestra edad. No sabía cómo responder a ese insulto. Me pillo tan de sorpresa, que de sorprendido no estaba enfadado.

-         No – dijo Agustina.

-         ¿Qué? – preguntó Jack.

-         Que no voy a aprender a planchar, porque soy yo la que ya no quiere salir contigo. Eres un imbécil.

La cara de Jack era digna de verse. Creo que no se esperaba que alguien se atreviera a dejarle nunca. Debía de pensar que no era humano, o algo así.

-         ¿Qué has dicho?

-         Me escuchaste perfectamente. Que te jodan, Jack.

Glup. Agustina tenía carácter ¿no? No iba a decir aquello de que hasta las palabrotas sonaban bien en sus labios, pero aquella en particular me sonó estupenda, porque Jack se lo merecía.

El aludido abrió y cerró la boca como un pez, y se marchó de allí, indignado y rabioso. Se giró para hacerle un gesto obsceno a Agus con el dedo.

-         No eres tan guapa, zorra.


Evidentemente, Jack no tenía ojos en la cara. Agustina tenía la piel bronceada, los ojos rasgados, el pelo negro y en unas ondas imposibles, y era la chica más guapa que yo había visto en mi vida. En ese momento, con aquél vestido de gasa a medio escote, aparecía ante mis ojos como una diosa a la que los hombres debían adorar, y no insultar.



Quise perseguir a Jack y obligarle a disculparse por lo que la había llamado, pero algo me lo impidió. Fueron los ojos color miel de Agustina, que de pronto estaba acuosos. Parecía a punto de llorar.

-         ¿Es… estás bien?

“Cerdo cabrón hijo de…¡La ha hecho llorar!”

-         Sí – respondió, con un hilo de voz. Me sentí algo incómodo, sin saber qué decir, ni qué hacer. Lo primero que se me ocurrió fue coger un vaso nuevo y servirle algo de ponche. Ella lo cogió y me dedicó una sonrisa triste. – Gracias.

-         Es un idiota. – respondí, a modo de ánimo.

-         Pero era MI idiota – replicó, algo apenada. Se quedó mirando el ponche con  aire pensativo, y de pronto abrió mucho los ojos. – Y ahora, ¿cómo me vuelvo a casa? Me ha traído él.

-         Yo te llevo – ofrecí, sin dudarlo. Luego caí en la cuenta de que iba a llevar a Fred, e iba a ser una situación curiosa, esa de llevar a uno de mis mejores amigos y a…ella.

-         No es necesario que…. – empezó, pero no la dejé seguir.

-         Yo te llevo – repetí.

-         Gracias, Theodore.

-         Por lo que más quieras, llámame Ted. – supliqué, y no sé qué tono debí de emplear, porque ella se rió.

-         Está bien. Ted. ¿Ellos vienen contigo?

Giré la cabeza, y vi que Mike y Fred nos observaban con mucho interés y poca discreción. Sonrieron incómodos y dieron un paso adelante. Se conocían de vista, pero nunca habían tenido una conversación larga, que yo supiera. En realidad, ella y yo tampoco habíamos tenido una de esas.

-         Hola – saludó Mike – Veo que por fin te has deshecho de ese imbécil.

-         ¡Mike! – exclamé, para que se callara. Que acababan de romper, jobar.

-         Debería haberlo hecho antes – dijo ella – No soporto a los hombres que me hablan dándome órdenes y tratándome como si fuera… una cosa. Pero por donde no voy a pasar, es por salir con un racista.

Entonces me di cuenta que ella había roto… por mí. No sabía si sentirme encantado o culpable. Luego me llamé egocéntrico. Ella era mestiza. No sabía bien de qué razas, pero mestiza. Probablemente se hubiera sentido ofendida por el insulto, aunque fuera dirigido contra mí, y  por eso reaccionó así, no porque se metiera conmigo.

-         Di que sí. Eso ya no se lleva. Lo que está de moda ahora es meterse con los islámicos…

-         ¡Mike! – repetí. Yo conocía su ácido sentido del humor, y sabía ver la ironía de sus palabras, pero no todo el mundo tenía por qué verlo así.

-         No saldré con un chico que se meta con alguien por el hecho de ser diferente – sentenció Agus, no supe si ignorando a Mike o precisamente como respuesta a su comentario.

-         Encanto, entonces nunca saldrás con ningún chico. Lo llevamos impreso en los genes.

-         Michael, si no sabes tener una conversación normal… - farfullé.

-         Sólo la estoy preparando. Yo, por ejemplo, no soporto a los tipos esos que se ponen expansores en las orejas. Me parece antiestético.

-         Anda, Mike, ve por ahí un rato a ver si te consigues una novia… - sugerí, empujándole un poco. Mike me guiñó un ojo y luego se fue, y Fred le siguió.

-         Tu amigo es un poco raro. – comentó Agustina.

-         Es parte de su encanto. Pero algo de razón tiene. La personas, y no sólo los hombres, nos la pasamos criticando a los demás…

-         ¿Y tú a quién criticas? – me preguntó.

-         A tu novio. – respondí, con sinceridad.

-         EX-novio – enfatizó. – Y a él haces bien en criticarle.

Sonreí un poco y la observé comer. Me gustó que no fuera de esas chicas que fingen no tener hambre nunca, como si quedara mal que comieran, o temieran engordar medio gramo por cada cosa que se llevan a la boca. Estaba pensando cómo iniciar una conversación, pero no tuve ocasión.

-         No quiero estar aquí – me confesó. – No me apetece. Él me ha quitado las ganas.

Vi a donde estaba mirando y me di cuenta de que Jack no se había ido de la fiesta, sino que seguía allí,  rodeado de alguno de sus “seguidores”. Nos miraba, y era probable que estuviera hablando de Agustina con sus amigos, poniéndola verde.
-         ¿Quieres que nos vayamos? Tengo el coche fuera. ¿Te llevo a casa?

-         Por favor.

Fui un segundo a hablar con Fred, y le dije que me volvía antes de lo previsto, y que si podía volverse con Mike. Él asintió, así que volví con Agustina y salimos de allí. Apenas había estado en la fiesta, pero me daba igual. Ese escenario era mucho mejor de cualquiera de los que había imaginado: yo sólo, con Agustina, en mi coche. Y no penséis mal, que no iba a intentar nada raro.

Me dijo donde vivía, y mientras conducía hablamos de un par de asignaturas que teníamos en común. Se ofreció a ayudarme con geografía. Ella sacaba muy buena nota en todo, así que me pareció una muy buena oferta. Aparte del hecho de que implicaba pasar más tiempo con ella, claro. Vale, sobretodo por ese hecho.

Encendió el equipo de música del coche, y  alzó una ceja cuando empezaron a sonar canciones infantiles.

-         Es por mis hermanos – aclaré.

-         Tienes muchos ¿verdad? Como ocho, o así…

-         Doce. Pero uno de ellos es mi padre, así que once.

-         Oí que tu hermano era quien cuidaba de ti… - susurró. - ¿Qué…qué les pasó a tus padres?

-         Me abandonaron – respondí, secamente. Ella se quedó algo cortada por esa respuesta, así que decidí añadir algo. – Al menos, mi padre lo hizo. Lo de mi madre no me queda claro. Murió al nacer yo, pero tenía otra familia. Oye, si quieres un día te pongo al día. Seguro que la mitad de los rumores que escuchas por ahí no son ciertos, pero la otra mitad probablemente lo sean.

-         Espero que no sea la mitad que dice que vivís en una madriguera. – comentó, y tras un par de segundos, yo me reí.

-         No. Al menos no era así la última vez que miré, aunque entiendo la analogía con los conejos.

Ella se rió un poco y ya no hizo más preguntas sobre mi familia. Seguí recorriendo calles según ella me iba indicando.

-         Para aquí – me pidió.

-         ¿Ya hemos llegado? – pregunté.

-         No. Sólo quiero hablar un rato. No está bien sacarte de la fiesta y tenerte de chófer.

-         No me supone ningún problema.

-         Espero que tampoco te lo suponga hablar un rato conmigo.

-         N-no, claro que no. – respondí. Caray. ¿Era yo, o hacía calor de repente?

“No te aproveches, Ted. Acaba de romper con su novio. Está sensible. No te aproveches”

-         ¿Y…de…de qué quieres hablar? – balbuceé. Ella soltó esa risita. ¿Se reía así aposta, para volverme loco y mandar a la mierda todos mis buenos propósitos?

-         ¿Estás nervioso? – preguntó.

-         N-no.

-         ¡Sí lo estás! – concluyó, un tanto sorprendida. - ¿Por qué?

Me impuse mirar hacia cualquier lado que no fueran sus ojos, su sonrisa, sus labios tentadores… Aparté la vista y miré por la ventana.

-         Apenas… apenas habíamos hablado hasta esta noche – conseguí decir.

-         Es verdad. Es una lástima ¿no crees?  Pero a Jack nunca le has caído bien… así que supongo que no se dio el caso…

-         ¿Y a ti? – pregunté, y me obligué a mirarla,  y a resistir el poder de su mirada. - ¿A ti te caigo bien?

-         Mejor que bien.

Se acercó a mí. Se acercó mucho a mí y me pregunté si quería besarme. ¿De ser así, debía apartarme? No quería apartarme, por supuesto, pero ¿quedaría como un salido si la besaba a la primera de cambio?  ¿Y si resulta que estaba imaginando cosas y ella no quería un beso? ¿Y si se enfadaba? Ay, madre…Me quedé muy quieto, y comprobé que ella sólo quería abrazarme.

-         Gracias por no dejarme sola – susurró, y entonces empezó a llorar.

Ahí estaba yo, haciendo de pañuelo para unas lágrimas que iban destinadas a un idiota como Jack. Por suerte para mí, tenía práctica en consolar a mis hermanas, y aunque lo último que quería es que Agustina me viera  como un hermano, acaricié su pelo como hacía con el de Barie. Lo tenía igual de suave, por cierto, pero más fuerte.

-         Gracias por permitir que te acompañe – respondí, suavemente.

Ella se desahogó durante algunos segundos, y luego se separó un poco. Me miró con aquellos ojos celestiales que iban a condenarme al infierno y…. mi móvil vibró, y se rompió la magia. Ffffs.

Me ladeé un poco para sacar el aparatito y vi que quien llamaba era Alejandro. ¿Qué se habría olvidado esta vez? ¿Se habría ido sin dinero y me llamaba para que fuera a llevarle algo? ¿No le apetecía coger el bus y quería que le fuera a recoger? Mi hermano sólo me llamaba cuando necesitaba algo. Descolgué y le hice un gesto a Agustina con la mano, indicando que tardaba poco.

-         Dime. – dije, por el altavoz.

-         Ted, tienes que ayudarme.

-         ¿Qué pasó? ¿Perdiste las llaves de nuevo?

-         No… Escucha, tienes que darme tu palabra de que lo mantendrás en secreto. – me pidió.

-         ¿Qué?

-         Lo que te voy a decir. No puedes decírselo a papá. Promételo.

-         Eso depende. ¿Papá me preguntará al respecto?

-         Sólo si nos pilla…

-         Alejandro, no le voy a mentir. ¿Cuál es el problema?

-         ¡Ted, joder, te lo estoy pidiendo!

-         Y yo voy a ayudarte, pero lo que no voy a hacer es mentir a papá. – dije, y le oí resoplar. Dudé un segundo y luego añadí. – A menos que sea algo serio de verdad.

-         ES algo serio de verdad. Ted, necesito que traigas el coche y conduzcas al hospital.

-         ¿QUÉ? ¿QUÉ NARICES HA PASADO? ¿ESTÁS BIEN? ¿POR QUÉ ME HAS LLAMADO A MÍ Y NO A PAPÁ? ¿TE  DUELE ALGO?

Agustina me miró con algo de alarma, al oírme gritar así por el teléfono.

-         ¡Ted, cálmate, no te pongas histérico! No me ha pasado nada ¿vale? No es para que reacciones así.

-         ¡Pues explícate mejor! ¿Por qué tienes que ir al hospital?

-         Yo no… un amigo.

-         Alejandro, como no me cuentes ya mismo lo que está pasando…

-         Que ya va, ¡jobar! Mira, sólo ha bebido demasiado ¿vale? Y puede que… puede que haya tomado algo de marihuana…

-         ¿QUÉ? ¿PERO ESTÁ LOCO? ¿MEZCLAR DROGAS Y ALCOHOL? ¿QUIÉN ES? ¿JOHN? ¿LUCAS?

-         No es alguien que tú conozcas… De hecho casi ni le conozco yo, es un amigo de un amigo.

-         Pues vaya amigos tienes – espeté, y entonces se me cruzó una idea horrible por la cabeza. – Alejandro… ¿no lo habrás hecho tú también?

-         ¿El qué?

-         ¡SABES PERFECTAMENTE EL QUÉ! ¡NO TE HAGAS EL IMBÉCIL Y RESPÓNDEME! ¿HAS FUMADO MARÍA?

-         No la fumé… la comí… estaba en una tarta….

Cerré los ojos y los mantuve cerrado un tiempo, deseando que mi hermano jamás hubiera pronunciado esas palabras. No dije nada, porque dudaba ser capaz de hablar en ese momento. Los segundos pasaron, y al final Alejandro volvió a hablar, inquieto por mi silencio.

-         ¿Ted?

-         Has cometido un error al llamarme a mí. ¿Pensaste que sería mejor que llamar a papá? Te equivocaste.

-         Ted, ya me gritarás luego, pero…

-         NO, ¡VOY A GRITARTE AHORA! ¿HAS PERDIDO LA MALDITA CABEZA? ¿TIENES IDEA DE LO QUE HAS HECHO?  ¡JODER ALEJANDRO! ¿QUIERES QUE PAPÁ TE MATE? ¿QUIERES MORITE TÚ, POR INTOXICACIÓN?

-         ¡Ted! ¿Me vas a ayudar o no?

-         ¡NO LO SÉ! ¡AHORA MISMO QUIERO MATARTE!

-         Pues decídete pronto porque a éste tipo hay que llevarle a un hospital…

Me mordí la lengua para no empezar a insultarle en todos los idiomas que conocía, que eran muchos. Alejandro tenía que dar gracias de que estuviera con Agustina, porque eso fue lo único que me impidió desahogarme hasta quedarme a gusto. En lugar de eso, como no quería que ella me tuviera por un cavernícola agresivo y con malos modales, respiré hondo. Y volví a respirar. Y respiré de nuevo.

-         Esto tengo que decírselo a papá. No, escucha. Tú no lo entiendes. Cuando lleguemos al hospital, y todos seamos menores,  nos atenderán, pero luego querrán llamar a algún adulto. A los padres de tu amigo. Después, cuando él de positivo en drogas y alcohol seguramente querrán comprobar si los demás también hemos consumido, y si te niegas eso levantará sospechas. De una forma u otra terminarán llamando a papá. Es como ir de visita a la cárcel con una pistola en la mano y pretender que no te hagan preguntas, Alejandro. Sois menores. Habéis comido una tarta de marihuana. Todo el que lo haya hecho corre riesgo de sufrir una intoxicación. Os pedirán una lista con todos los implicados y al responsable le caerá una buena multa, si es que no algo más.

Creo que Alejandro entendió la lógica de mis palabras, porque le escuché gemir al otro lado de la línea.

-         Pero… me va a matar… me va a matar de verdad…

-         Posiblemente – admití. – Por eso te interesa ser tú mismo quién se lo diga, aguantar que te grite un rato por teléfono, y hacer esto de la mejor forma posible, dadas las circunstancias.

-         ¿Estás loco? No soy suicida…

-         ¡PUES NADIE LO DIRÍA ALEJANDRO, JODER! ¡NADIE LO DIRÍA!

-         ¡Deja de gritarme!

-         ¡No me da la gana! ¿Vas a llamar a papá, o no?

-         No.

-         Bien, pues lo haré yo.

-         ¡No! ¡Espera! Jolín, Ted, ¿por qué tienes que ser así?

-         ¿Así cómo? ¿Protector con mi hermano pequeño que de pronto decide consumir una cosa que puede hacerle daño?

-         No. Gilipollas.

-         Eso, tú insúltame.  – dije, con sarcasmo, pero me di cuenta de que la llamada se había cortado. Más exactamente, de que Alejandro había colgado.

“Lo mato, juro que hoy lo mato”

“Calma, Ted, que eso ya lo va a hacer papá. Mejor tú estate ahí para recoger los pedazos”.

Suspiré.

- Agustina, tengo que dejarte. ¿Me dices cómo llegar a tu casa, por favor? – pregunté, en un tono excesivamente amable, con el que quería ocultar mis nervios y mi preocupación extrema.

-         ¿Qué ha pasado?

-         Tengo que ir al funeral de mi hermano. – respondí, y sonreí un poco, pero ella no le vio la gracia, así que decidí explicarme mejor. – Alejandro está en un lío de pelotas y me ha pedido ayuda.

-         ¿Por qué a ti?

-         Pues… porque soy su hermano mayor  - respondí, sin entender.

-         ¿Y eso significa que eres su esclavo?

-         Eh…no, su esclavo no.  Su hermano mayor – repetí, bastante perdido. ¿Se suponía que no debía ayudarle?

-         Hace un segundo parecía que le querías descuartizar, y aún así vas a ir a ayudarle.

-         Por supuesto. Ambas cosas no son incompatibles. – dije, y Agustina sonrió.

-         Eres un buen hermano.

Carraspeé, algo incómodo. Cada vez que ella decía algo bueno de mí, mi estómago se ponía a saltar como con vida propia. Arranqué el coche y la llevé a su casa. Me sentí algo extraño cuando abrió la puerta del coche, como si todo el vehículo protestara porque ella fuera a abandonarnos. Mi bebé empatizaba con mis emociones. Acaricié la tapicería en un gesto involuntario, como si de verdad el coche estuviera vivo y yo quisiera confortarle.

-         ¿Nos vemos mañana? – me preguntó.

-  Si tú también vas a clase, sí – respondí sonriendo. Entonces ella estiró la mano para darme algo. Parpadeé asombrado al ver que se trataba de mi móvil. ¿Cómo y cuándo lo había cogido?

-         Mi número – explicó, indicando que lo había guardado en la agenda. Después, se alejó a pasos apresurados y observé cómo se metía en su casa. Saqué el móvil y busqué en la agenda. No tuve que bajar mucho. En la “A” había una nueva entrada. Ponía Agus, y al lado un emoticón con un guiño de ojos. Mi estómago dio tantos botes que amenazó con salirse de mi cuerpo.

Me di sólo unos segundos más para recrearme en el hecho de que ella me había sonreído y dado su número,  y luego  traté de llamar a Alejandro otra vez, pero no me lo cogió. Insistí, y  como a la tercera descolgó.

-         ¿Qué? – espetó con enfado.

-         No me has dicho donde vive John, Einsten.

-         ¿Vas a venir? – preguntó, esperanzado.

-         Claro que voy a ir, imbécil.

-         ¿Sin papá?

-         De momento sí. Pero si no le llamas tú lo haré yo en cuanto me asegure de que estás bien.

-         Estoy bien.

-         Ah, ¿quieres que le llame ahora?

-         No, Ted, por favor…

-         Alejandro, no pienses en eso ahora. Sólo dime a dónde tengo que ir, anda.

Anoté la dirección, y me puse en marcha. Frente a la casa de John no había coches de policía, ni bomberos, ni ambulancias. Eso era una buena señal ¿no? Aparqué el coche y me acerqué a la puerta. Antes de poder llamar al timbre Alejandro me abrió. Debía de haber estado mirando por la mirilla, signo de que estaba nervioso.

Le miré de arriba abajo. No sabía lo que esperaba encontrar, pero no vi en él nada que me preocupara. No parecía encontrarse mal.

-         Gracias por venir.

-         Como si pudiera hacer otra cosa. ¿Has llamado a papá?

-         No…

-         ¿Lo vas a hacer?

-         No quiero… - gimoteó. Dios, sonó tan infantil. Un puto crío, eso es lo que era. Un crío que tonteaba con alcohol y marihuana.

Antes de poder decir nada, reparé en el estado de la habitación en la que estaba. Había basura y gente repartidos por igual en el suelo. Otros dos chicos eran los únicos aparte de Alejandro en estar de pie. Había uno tumbado en el sofá, que supuse que era el chico al que había que llevar al hospital.

-         Muchos se han ido a su casa. Otros se han quedado dormidos.  – me explicó Alejandro, al ver la dirección de mi mirada.

-         Alejandro, toda esta gente necesita atención médica.

-         ¿Qué? No. Sólo tienen un pedo…

-         La marihuana ingerida es peor que fumada. Los efectos vienen más tarde, y duran más tiempo. Si encima lo han mezclado con alcohol…

-         Pero yo también lo he hecho  y estoy bien…

-         No me lo recuerdes ¿quieres? ¿Cuánto has tomado?

-         Muy poco, de las dos cosas.

-         Más te vale. Escucha, los peores efectos vendrán en un rato. Empezarán a devolver y esto puede convertirse en un lugar realmente asqueroso. Tiene que verles un médico. Hay que llamar a una ambulancia.

-         Pero…

-         Lo haré yo. – dije, y saqué el móvil.

-         No, espera, Ted…. Nos meterás en un lío…

-         Ya estamos metidos, Alejandro. – respondí, y marqué el número de emergencias.

 Ni Alejandro ni sus amigos me lo impidieron, creo que asumiendo por fin de una maldita vez que aquello no era algo que simplemente pudieran tapar.

-         Bien, y ahora lo más difícil – dije, después de colgar. – Llamar a papá.


Alejandro me suplicó con la mirada que no lo hiciera, pero él no lo entendía. Eso no era algo en lo que yo pudiera o quisiera encubrirle. Era algo serio, que ponía en riesgo su salud… Yo no iba a permitir que mi hermano tonteara con drogas, y Aidan menos. Además, en ese punto alguien acabaría por avisar a todos nuestros padres. A Aidan le sentaría especialmente mal que un desconocido le avisara de aquello, en vez de su propio hijo. 

-         Aidan´s POV-

Se habían ido sólo dos de mis hijos. Me quedaban diez, y aun así me sentía como vacío, porque mis niños ya no lo eran. Alejandro iba a su primera fiesta (entiendo fiesta como “fiesta” y no sucedáneo infantil con cosas de críos) y Ted estaba enamorado. No tuvo que decírmelo: lo vi en sus ojos, en el dolor que sentía por el hecho de que ella tuviera pareja. Me sentí mal por él, y pasó a encabezar mi lista de preocupaciones, recluyendo a Alejandro al segundo lugar.

Puse la cena para los demás, ya que ellos dos tomarían algo fuera, y no tuvo tan buena acogida como los macarrones de la comida. La cena consistía en ensalada lenguado, y me valió una mirada de desprecio absoluto por parte de la mayoría de mis hijos.

-         Ey, no me miréis así, jo. No podemos comer a base de hidratos de carbono todo el día – me defendí.

Me puse muy cerca de Alice, porque aunque en teoría  le habían quitado todas las espinas al pescado, no iba a  arriesgarme a que mi niña se clavara alguna. La peque comió poco a poco, con mucha miga de pan ya que le gustaba mucho, y puso más pegas por la ensalada que por el pescado.

Michael fue el primero en acabar. Si la cena le desagradó, no dijo nada ni lo demostró de ninguna otra manera. Los más mayores fueron acabando también. Dylan se negó a probar bocado, y se dedicó a machacar el pescado con el tenedor.

-         Dylan, no hagas eso – reprendí suavemente. Él sabía comer sólo, y yo  quería que lo hiciera, para que ganara algo de independencia.

Entre Dylan y Alice ocuparon mi atención, y apenas me fijé en Hannah y en Kurt, pero sí me di cuenta de pronto de que el plato de Kurt estaba lleno. Alice se acabó su  plato, así que yo acerqué mi silla a la de Kurt.

-         Vamos, campeón. Te estás quedando el último.

-         Me da igual. No me gusta.

-         A ti no hay nada que te guste, enano – dijo Madie. Era cierto: si por Kurt fuera se alimentaría sólo a base de chucherías, chocolate, pizza, macarrones y hamburguesa. 

Kurt le sacó la lengua a su hermana, y se cruzó de brazos, en un claro signo de “no me lo voy a comer”. Le insistí con paciencia, pero sin éxito.

-         Kurt, si te comes todo serás tan alto como Aidan – intervino Michael. Era la primera vez que  le escuchaba dar algún consejo a alguno de los peques. Le sonreí con gratitud y orgullo.

-         Nadie puede ser tan alto como papá – replicó Kurt. Para él yo debía ser como un gigante. Bueno, y para mucha gente también, en realidad. No era mi culpa ser alto.

-         Ey, que yo estoy cerca – replicó Michael. - ¿Y sabes por qué?  Porque como mucha verdura y mucho pescado.

Kurt le miró intentando descubrir si le estaba engañando. Pareció realmente encandilado por estas palabras, y creo que por fin se iba a decidir a comer, pero en el último momento se lo pensó mejor.

-         Prefiero ser bajito. – declaró. Barie soltó una risita ahogada. Intentó ponerse seria, sobretodo cuando la miré con el ceño fruncido, pero realmente la costó un gran esfuerzo.

Decidí sacar el postre como incentivo para que Kurt quisiera terminar su cena. Había helado de chocolate, y no se lo daría hasta que no se comiera  lo demás. Me miró con enfado, como si estuviéramos jugando a algún juego y yo hubiera hecho trampa.

Los demás prácticamente devoraron su helado. Había comprado helados sin azúcar especiales para diabéticos y aunque pensé que tenían que estar asquerosos, a Michael parecía gustarle. Cuando todos acabaron, me pareció injusto  tenerles esperando a que Kurt se decidiera a comer, así que les dejé irse a sus cuartos o al salón a ver la tele, y yo fui a limpiar a  Alice, que tenía manchas de chocolate por toda la cara y las manos. Ella se agarró a mi camisa, poniéndola toda perdida, y cuando se lo hice notar, puso una carita adorable.

-         Ups.

La di un besito en la nariz, y la lavé en el baño. Después volví a seguir mi pelea con Kurt, dispuesto a no enfadarme. Al final terminaba comiendo, sólo era cuestión de tener paciencia. Él terminaba por aburriese de estar sentado a la mesa, y sabía que yo no le dejaría levantarse hasta que el plato no estuviera vacío.

Sin embargo, cuando bajé, pillé a Kurt in franganti, de pie, con el plato en la mano, vaciando su contenido en la basura. Él no se dio cuenta de mi presencia hasta que se dio la vuelta, y entonces por poco se le cae el plato.
-         ¡Kurt! ¿Cómo se te ocurre tirar la comida? ¡Eso no se hace! – regañé. Él se quedó muy quieto, aún sorprendido por haber sido descubierto con las manos en la masa. Dejó el plato en la mesa y me miró como para ver lo que yo hacía.

Me acerqué a él  y le volteé un poco, y él tuvo muy claro entonces lo que yo iba a hacer.

-         ¡No, papi!

-         ¡Sí, papi! La comida que te pongo en el plato te la comes, y nunca, nunca, la tiras. – remarqué, y le di cuatro  palmadas, con una intensidad que consideré normal para su edad.

PLAS PLAS PLAS  PLAS

-         Bwaaaaaaaaaaaaaa

Kurt emprendió un llanto medio gritado y se tiró al suelo. No me quedó claro si era una pataleta, pero en cualquier caso intenté abrazarle y  no me dejó.

-         ¡Tonto, tonto, tonto! ¡No te quiero, malo!  - me gritó.

-         Seré todo lo malo que quieras, pero ni pienses que no vas a cenar. Te vas a sentar ahí, te voy a preparar otro plato, y te lo vas a comer. – sentencié. Le puse en la silla y empecé a cocinar de nuevo, algo molesto por tener que hacerlo otra vez. Al poco rato Kurt dejó de llorar. No le veía, porque estaba de espaldas a él, mirando la sartén, pero dejé de oírle.

-         Papi… - me dijo.

-         Te lo vas a comer, Kurt, así que ni lo intentes. – corté, con cierta brusquedad.

Dos minutos después me di la vuelta para coger la sal y… me di cuenta de que Kurt no estaba. Algo enfadado porque se hubiera ido, fui a buscarle, pero empecé a preocuparme cuando no le encontré. Subía al piso de arriba y le busqué sin éxito, hasta que le encontré en mi cuarto. Tenía una mochilita que usaba para el colegio, y estaba guardando en ella un marco que tenía una foto mía con los dos mellizos.

-         Pero ¿qué haces? – le pregunté, y entonces se largó a llorar y corrió a abrazarme. – Bueno, bueno, shhh. ¿Qué pasa? ¿Qué hacías con esa foto?

-         Me la guardo.

-         ¿En la mochila? ¿Para qué? – seguí preguntando, mientras le acariciaba el pelito.

-         Para llevármela.

-         ¿A dónde?

-         Conmigo.

-         ¿Ibas a algún lado?

-         Es que…es que ya no me quieres – gimoteó. Le di un beso en la cabeza y le abracé más fuerte.

-         ¿Crees que ya no te quiero porque te obligo a comerte el pescado? Te quiero mucho, mi amor, por eso lo hago.

-         Pero… pero… yo quería un abrazo – protestó.

Para mí, las palabras de mi niño no tenían sentido. Le colgué de mi cuello y le mecí hasta que se calmó, mientras le daba vueltas a lo que me había dicho. Entonces recordé que cuando estábamos abajo me había llamado, y yo había supuesto que era para pedirme que no le hiciera comerse eso, pero por lo visto había sido para pedirme un abrazo, una vez se le había pasado la rabieta. Le di un beso en la frente.
- Si quieres un abrazo de papá, vienes y se lo das, que yo siempre, siempre, voy a querer abrazarte, cariño. – le susurré. Por alguna razón con mis hijos más pequeños a veces hablaba usando una combinación extraña de la primera y la tercera persona.

Kurt me miró con sus ojos azules llorosos y pareció creerme.

-         Perdón por haber tirado la cena – me dijo, con un puchero.

-         Perdonado, campeón.

-         No es verdad que no te quiera.

-         Ya sé que no. Tú me quieres mucho, pero no tanto como yo a ti – le aseguré, y él sonrió.

Le hice unos pocos mimitos más, y luego me agaché para coger su mochila del suelo.

-         ¿Así que ya estabas haciendo el equipaje? – pregunté, medio divertido.

-         Pensé que no me querías…

-         Pues pensaste mal, bebé. – respondí, y le di un beso más, conmovido por lo vulnerable que era mi niño. Estaba metiendo las “cosas importantes” en una mochila,  para irse, porque yo no le había dado un abrazo. Miré a ver las cosas que mi niño consideraba indispensables para huir de casa. Estaba la foto, un caramelo, su  muñeco de spiderman (¡no podía faltar en una misión de escape!) y un móvil de juguete, relleno de chicles. Sonreí ante un contenido tan tierno y le acaricié la nariz.  – Si hubieras llegado a salir por la puerta estarías en un mundo de problemas, renacuajo. Tú no te alejas de papá. Sería como un pirata sin tesoro.

Bajé con él a la cocina, y le miré, incapaz de mostrarme serio con él.

-         ¿Vas a ser bueno, y te vas a terminar la cena? – pregunté, y él asintió, despacito. – Ese es mi niño.

Me senté con él y le observé comer a mordisquitos muy pequeños. Cuando había comido más de la mitad me miró como pidiéndome que le perdonara lo que faltaba, de forma semejante al preso que pide una reducción de condena.

-         Está bien – accedí. -  Anda, vamos a la cama. Planear una fuga tiene que dar mucho sueño.

Kurt puso un puchero, al entender que no habría helado, pero no dijo nada. Sabía que si hacía un berrinche se quedaba sin premio. Aún así, sin que él lo viera, cogí una galleta del tarro y me la escondí en el bolsillo. Le llevé a su cuarto,  le ayudé a ponerse el pijama y me dijo que aún no quería dormir, que era pronto. Ninguno de sus hermanos se había acostado todavía. Sonreí, y le senté entre mis piernas.

-         ¿Y qué quieres hacer, entonces?

-         ¡Un cuento! – pidió, con los ojos abiertos llenos de ilusión. Oye, a mí no tenía que pedírmelo dos veces. Tenía un graaaaaaaaaaaan repertorio, propio y ajeno.

-         Érase una vez – comencé, y él automáticamente se llevó el dedo a la boca. Ya era algo mayor para hacer eso, pero se veía muy tierno  y no era nada malo, así que le dejé - … un príncipe de un reino muy, muy lejano, que era el tesoro más valioso para su padre el rey, a pesar de que tenía un salón repletito de monedas de oro. El príncipe era un poco travieso, y a veces se olvidaba de las cosas que su papá le había prohibido hacer. No lo hacía aposta, es que tenía la mente llenita de trastadas y por algún lado tenían que salir. Cuando el príncipe se portaba mal, su papá le regañaba, sobretodo cuando hacía algo que era peligroso para él. Lo hacía porque le quería mucho, y no quería que su hijo se hiciera daño y porque el principito necesitaba aprender las cosas que estaban bien y las que estaban mal. Un día, sin embargo, el principito se enfadó después de que su papá le regañara y cuando todos dormían en el palacio se escapó para nunca volver. El príncipe recorrió todo el reino, buscando un lugar en el que se sintiera tan a gusto como en su palacio, pero donde no hubiera un papá que le castigara cuando se portaba mal. Por más que buscaba, sin embargo, no lo encontró por ningún lado, pero un día tropezó con un mago que estaba atrapado debajo de unas rocas. El príncipe tenía muy buen corazón, y aunque los magos le daban algo de miedo, se dispuso a ayudarle. Como recompensa, el anciano mago le dijo que le concedería un deseo.

-         ¿Pidió volver con su papá? – preguntó Kurt. Se había hecho un huequecito entre mis brazos, medio tumbado sobre mí.

-         Sin duda, eso es lo que tendría que haber pedido, pero el príncipe aún no había entendido del todo lo que tenía que aprender de aquella aventura, y pidió un papá que nunca se enfadara con él, ni le castigara.

-         ¿Y qué hizo el mago?

-         El mago le dijo que  eso era imposible. Que lo que le estaba pidiendo no era un papá. Que un papá tenía que quererle mucho, y por tanto decirle cuándo hacía las cosas mal. Así que el principito pidió otra cosa, y deseó un palacio como aquél en el que vivía. “Eso sí puedo concedértelo” le dijo el mago, y agitó su varita. El príncipe tuvo entonces un palacio enorme, más grande incluso que el de su papá, hecho enteramente de chocolate y lleno de juguetes, y dulces que nunca se terminaban.

-         ¡Alaaa! ¡Qué morro! – exclamó Kurt, y yo sonreí un poco.

-         Pues, a pesar de todo, el príncipe no era feliz.

-         ¿Por qué no?

-         Porque le faltaba algo. Cuando se hacía de noche, y todo quedaba en silencio y daba mucho miedo, él no  podía ir sigilosamente a la cama de su papá, ni saltar a sus brazos como hacía antes. No podía llamarle para que le trajera un vaso de agua cuando estaba en la cama y tenía sed. Y, cuando después de comer muchos pasteles le dolía la tripita, no podía acurrucarse junto a su papá para que le mimara.

Kurt me apretó el brazo con fuerza.

-         ¡Pobrecito!

-         El príncipe se puso muy triste y comenzó a llorar. Tanto lloró, que las paredes de chocolate del castillo empezaron a derretirse. Cuando todo el castillo se había convertido en poco más que un montón de chocolate líquido, el mago apareció ante él, y le preguntó qué le pasaba. “¿Es que no te gusta el palacio que hice para ti?” le preguntó. El príncipe respondió que le daba igual tener mil palacios, si no tenía a su papá. Y el mago, sonrió, y le dijo  “Eso mismo me respondió tu padre, cuando le pregunté por ti”. Tanta lástima le dio ver cómo lloraba el principito, que utilizó su magia para llevar al niño junto a su papá. El rey apenas podía creerse que su niño estuviera de vuelta, y le abrazó, muy, muy fuerte.

-         ¿Y le castigó? – preguntó Kurt.

-         Mmm. A lo mejor. Creo que el principito ya habría aprendido la lección, de que el mejor lugar en el que podía estar era junto a su papá, porque él siempre, siempre, le iba a querer.

Kurt se incorporó un poco y me miró con sus ojos inteligentes.

-         ¿Y tú? ¿Siempre, siempre me vas a querer?

-         No, Kurt. Yo voy a quererte durante mucho más que siempre – le dije, y  entonces metí la mano en el bolsillo, escondí la galleta en mi manga, y fingí que la sacaba de su oreja. Kurt la miró como si fuese de oro y la cogió con sus manos para examinarla por todos lados, convencido de que esa galleta era mágica.

-         ¡Papá! ¡Eres como el mago del cuento! – me dijo. Le sonreí con cariño y observé cómo se comía la galleta a mordisquitos muy pequeños. En ello estaba cuando vino Hannah, acalorada porque había estado corriendo por ahí. Vino hacia nosotros y se escondió detrás de mí.

-         ¿Qué haces, princesa? – pregunté, pero ella se llevó el dedo a los labios, y se rió.

Al poco entró Alice, y supe que estaba buscando a Hannah. Creo que vio su inconfundible cabecita y se subió de un salto a la cama de Kurt.

-         ¡Te pillé! – exclamó, triunfal, atrapando a su hermana.

-         No, yo os he pillado a vosotras – anuncié y las hice cosquillas por todo el cuerpo.

Jugué con mis tres enanos durante un rato, y me detuve sólo cuando entró Dylan, muerto de sueño y bostezando.

-         Hora de dormir para los renacuajos. – declaré, y me levanté de la cama.

-         Noooooo.

-         Síiiiiiiiiii. – respondí, imitándoles.  – Que mañana hay cole.

Acosté a Kurt y a Dylan cada uno en su cama, y luego me llevé a las dos enanas a su cuarto. Alice se quedó dormida casi nada más tumbarse. Me quedé con Hannah hasta que ella también se durmió, porque yo era algo así como su talismán contra los fantasmas.  Después fui más o menos por orden acostando a todos, aunque Zach y Harry protestaron un poco.

-         Alejandro y Ted aún no han vuelto. ¡Ellos aún no se duermen!

-         Alejandro y Ted son mayores – repliqué – Y tienen que estar en casa dentro de veinte minutos.

-         Hasta que vuelvan – pidió Zach. Él muy manipulador era perfectamente consciente de que yo no podía decirle que no cuando me ponía esa mirada.

-         Está bien – acepté, pensando que era un blando sin remedio.

Los gemelos sonrieron y bajaron corriendo al salón, donde estaba Michael viendo la tele. Yo había intentado hablar con Michael varias veces, acerca de su colaboración con la policía al día siguiente, pero él siempre me esquivaba. Actuaba como si no le preocupara, pero algo sí debía importarle porque se había negado a ir tanto a la fiesta de Ted como a la de Alejandro, a pesar de que los dos se lo habían ofrecido. Miraba la pantalla pero no como quien ve algo que le entretiene, sino como quien busca algo que le ayude a no pensar.

-         Mañana serán todo presentaciones – le dije. – Te dirán lo que tienes que hacer y seguramente será un día tranquilo.

Zach y Harry nos miraron con curiosidad, pero no dijeron nada. Michael asintió brevemente con la cabeza, como toda respuesta. Grrr. Por lo visto, era más reservado aún que Ted.

Los veinte minutos pasaron, y  ni Ted ni Alejandro habían llegado. Enseguida me puse de mal humor. Había pensado que al menos Ted nunca volvería a llegar después de su hora; no tras la última vez.  Les di de margen cinco minutos. No iba a ponerme en plan intransigente de “exactamente a las once en punto, cero segundos”. Aceptaba las once y cinco, e incluso las once y diez, sabiendo que podía haber tráfico, o que podían alargarse con las despedidas. Pero dieron las once y cuarto, y ninguno dio señales de vida. Al menos podrían llamar… Justo en ese momento sonó el teléfono. ¿Quién de los dos sería?

-         ¿Diga?

-         Hola, papá.

Resultó ser Ted.

-         Ted, tenías que estar en casa hace quince minutos.
-         Lo sé, y lo siento, pero tengo una buena explicación. En realidad, me he pasado gran parte de la noche conduciendo.

-         ¿Dónde estás?

-         En casa de John.

-         ¿En la fiesta de Alejandro? – pregunté, extrañado. ¿Qué había pasado con la suya?

-         Sí. Escucha…¿Sería… sería posible que vinieras aquí? Creo que en cuanto venga la ambulancia no nos dejarán irnos si un adulto no viene a recogernos.

-         ¿Ambulancia? Ted, ¿pero qué coño ha pasado? ¿Está bien tu hermano? ¿Le ha pasado algo a Alejandro?

-         Está bien, papá, tranquilo. Sólo… déjame escoger bien las palabras…

-         ¡ESCOGER UNA MIERDA, THEODORE! ¿QUÉ RAYOS HA PASADO?

-         Siempre me grita por tu culpa – le oí decir, y supe que estaba hablando con Alejandro. – Papá, no te asustes. La mayoría de los invitados han bebido demasiado y parecen necesitar atención médica. Uno de ellos, en concreto, está bastante mal.

-         ¿Y tu hermano?

-         Él… está bien.

-         Pero, ¿cuánto hay que beber para tener que llamar a una ambulancia? – inquirí. Que uno se emborrachara, bueno. Pero, ¿un emborracho masivo?

-         No es… sólo alcohol. Había una tarta de marihuana.

-         ¿QUÉ HABÍA QUÉ? ¿HABEÍS PERDIDO EL JUICIO? ¿QUIERES DECIR QUE UN GRUPO DE CRÍOS HA COMIDO UNA TARTA  HECHA CON DROGA? ¿Y LO HAN MEZCLADO CON ALCOHOL? ¿PERO ES QUE NO TENEÍS NADA EN EL CEREBRO?

-         Ya sé… ya sé que es bastante malo, papá, pero…

-         ¡PERO NADA, TED! ¡ESOS CHICOS SON IDIOTAS! – grité, pero entonces empecé a pensar, y una idea que estaba flotando en mi cabeza se asentó plenamente en mi cerebro. - ¿¡Y TU HERMANO!? ¿¡EL HA TOMADO DE ESO!? TED, JODER, RESPÓNDEME, PORQUE SI NO ME LO DICES…

-         Sí, papá, él ha tomado. Pero dice que muy poco, y se encuentra bien.

-         ¡QUE SE ENCUENTRA BIEN! ¡ESO ES PORQUE AÚN NO LE TENGO AQUÍ DELANTE!

-         Papá, por favor, no grites, empiezas a asustarme…. – me pidió Ted. Estuve a punto de soltar otro bufido, pero entonces me di cuenta de que Ted no tenía culpa de nada. Probablemente Alejandro le había sacado de su fiesta para pedirle ayuda y el muy cobarde ni siquiera había sido capaz de llamarme él mismo. Ted estaba dando la cara por él, y encima se estaba llevando él la bronca. Algo que, por otro lado, era casi una costumbre cuando Alejandro la cagaba a lo grande. 

-         ¿Está bien de verdad? – pregunté, aplacando mi enfado por la enorme preocupación que sentía.

-         Parece estarlo.

-         Joder, Ted. ¿Y ahora qué se supone que tengo que hacer? ¡Drogas!

-         Me dice que es la primera vez, papá, y yo le creo. El hermano de John le hizo una tarta de marihuana y todos probaron un trozo, pero él no se terminó el suyo.

-         ¡Y da gracias a Dios! ¿Te das cuenta de que se ha podido intoxicar?

-         Lo sé… Me llamó para llevar a un chico a urgencias, pero cuando vine entendí que todos necesitaban un médico. Así que he llamado a una ambulancia, pero creo que tendrás que venir a recogernos, porque es probable que le hagan un test a Alejandro, y que dé positivo.

-         ¿Y tú? – pregunté. Uno ya tenía que asegurarse. Jamás pensé que mis hijos pudieran drogarse, así que ahora estaba con la duda de que todos lo hicieran.

-         ¡Claro que no! Papá, yo vine cuando me llamó. No he probado esa cosa, ni alcohol, ni nada. Te lo juro.

-         Te creo. Dile a Alejandro que se ponga, por favor.

-         Mmm. No… no quiere.

-         Me la suda, Ted. Que se ponga. – dije, y creo que el hecho de que yo hablara de una forma que nunca les permitía le impactó lo suficiente como para hacerme caso.

-         Ponte… - le oí decir – Joder, que te pongas. No quieres hacerle enfadar más, créeme.

Esperé, y medité cuáles iban a ser mis primeras palabras. Descarté los gritos. Esos vendrían luego.

-         ¿Pa…papá?

-         ¿Cómo estás? ¿Has devuelto? ¿Tienes náuseas?

-         N-no.

-         ¿Has tenido alucinaciones?

-         Creo que… un poco.

Suspiré.

-         Alejandro… - susurré, sólo eso, conteniendo en esa palabra todo mi miedo, toda mi rabia, toda mi impotencia… Creo que él lo percibió, porque su voz sonó de pronto como si tuviera ganas de llorar.

-         Yo no quería, papá.

Suspiré otra vez.

-         Dame la dirección. Estaré allí lo antes posible.

Anoté los datos, y cuando colgué el teléfono permanecí unos segundos con la cabeza entre las manos, sintiendo que me iba a dar un ataque cardíaco. Total, tenía hipertensión. No era tan improbable.  Esperé unos segundos, pero el ataque no vino, así que abrí los ojos. Zach, Harry y Michael me miraban con preocupación. No sé de lo que habían podido enterarse, al  oír sólo mis respuestas y no las de Ted, pero evidentemente se habían percatado de que ocurría algo grave.

-         Michael, me tengo que ir. Todos están durmiendo. Harry y Zach se van a ir a dormir ahora mismo.  Nadie tiene por qué despertarse, pero a lo mejor los enanos me buscan y no me encuentran. Hazte cargo, por favor. Volveré pronto. Siento dejarte sólo con todo, pero no hay más remedio.

-         Pero, ¿qué ha pasado? – preguntó Zach.

-         No ha pasado nada. A la cama, vamos.

-         Papá, no somos idiotas. Dínoslo – dijo Harry.

-         A la cama – insistí, con firmeza y a punto de perder la poca calma que conservaba.

-         No hasta que nos digas qué ocurre. – dijo Zach. Ese era un mal momento para llevarme la contraria. Me acerqué a él y estuve a punto de darle un azote, pero me frené a tiempo.

-         A la cama, mientras aún puedas dormir bocaarriba. De todas formas los veinte minutos pasaron hace mucho. – repliqué, y le di un beso.  Le dirigí a las escaleras y le impulsé con una palmada suave. Zach  subió, y Harry le siguió.

-         ¿A mí me lo vas a decir? – preguntó Michael cuando nos quedamos solos.  – Aunque creo que ya lo sé. He oído algo de una tarta de marihuana…

-         Alejandro llamó a Ted y Ted me llamó a mí – expliqué. – Te quedas con todos, ¿vale, Michael?

-         No sé si voy a poder…

-         No tengo tiempo ni son horas de llamar a nadie. El vecino es un hombre muy mayor. Michael, por favor, no quiero discutir.

-         Está bien pero no tardes. Nunca he cuidado niños.

Cogí las llaves y la chaqueta y salí escopetado de casa. Nunca he pisado tanto acelerador ni estado tal a límite de la velocidad permitida. La casa de John estaba en el quinto pimiento respecto de la mía. Cuando llegué, había dos ambulancias en la puerta. Dejé el coche, y me acerqué. Ni siquiera tuve que pasar del jardín. Ted estaba hablando con dos  hombres de chalecos reflectantes. Médicos de ambulancia.

Ted me señaló y los hombres giraron la cabeza. Llegué junto a ellos.

-         ¿Es usted su tutor? – me preguntó uno.

-         Sí.

-         ¿De estos dos menores? – insistió, y señaló a Ted y a Alejandro, que estaba un poco más allá, sentado con un tercer médico, esta vez mujer, que le estaba dando un vaso con agua, o tal vez algún medicamento.

-         Sí.

-         El más joven ha dado positivo en drogas y alcohol, pero no en una cantidad alarmante. Si firma aquí puede llevárselo a casa. El mayor está limpio.

Firme un volante médico y me dieron una copia. Alejandro se levantó, y caminó hacia mí lentamente.

-         ¿Qué pasará con los demás? – preguntó Ted.

-         Mis compañeros se llevaran al que está peor y atenderemos al resto mientras tratamos de localizar a sus padres – respondió uno de los médicos.

- Gracias por todo – mascullé, sin levantar los ojos de Alejandro. Él mantuvo las distancias, y eso me enfureció. En ese momento de la casa salía un hombre medio arrastrando a un chaval, supongo que sería otro padre, que había llegado antes que yo. El hombre gritaba como un descosido y yo no podía culparle, porque tenía ganas de hacer lo mismo. Lo que no me pareció tan bien, aunque supe entenderlo, fue el hecho de que le cruzara la cara ahí mismo, sin dejar de gritarle.

Miré la escena como si se tratara de una película, y luego miré a Alejandro con rostro impersonal. El silencio se prolongó durante un rato.

-         Papá, por favor, dime algo. ¡Grítame, pégame, lo que sea, pero no me mires así! – suplicó. Di un paso hacia él y se encogió un poco, hasta que vio que lo que pretendía era darle un abrazo.

-         No vuelvas a hacer esto en tu vida. – dije, con vehemencia.

-         Vale.

-         Voy a matarte. – le aseguré, con unas ganas enormes de echarme a llorar.

-         Bueno. – me respondió, algo asfixiado por mi manera de abrazarle, y sin saber qué decir en realidad.

-         Te quiero.  – concluí.

-         Y yo.

Respiré hondo, y me separé. Le eché entonces una mirada mucho más furiosa.

-         Vamos a casa. Tú en mi coche. -  ordené. Le di un  abrazo a Ted antes de que se metiera en su coche y me metí con Alejandro en el mío.

El camino a casa fue silencioso. Yo apretaba el volante con tal fuerza que se me marcaban los nudillos.  Lo mejor que podía hacer Alejandro en ese momento era estar callado, en realidad, así que iba por buen camino, hasta que llegamos a casa y frené el coche en la puerta.

-         Sólo fue un pedazo de tarta – dijo, como para defenderse. Golpeé el volante con rabia, y le hice dar un respingo. Creo que no se había dado cuenta hasta ese momento de cuán enfadado estaba.

-         Sube… a…mi cuarto – mascullé, separando mucho las palabras.

-         ¿Qué?

-         Sube a mi cuarto.

-         Pero…

-         No, Alejandro, no lo has entendido. No tienes derecho a decir “pero”. No tienes derecho a interrumpirme, a expresar tu opinión o a pedirme que lo reconsidere. Lo único que puedes hacer es cerrar la boca, subir a mi cuarto, y pensar en una frase mejor que “sólo fue un pedazo de tarta”. Sube. ¡AHORA! – le ordené.

Alejandro salió del coche a toda prisa, creo que algo asustado, y le vi echar a correr. Pero no corrió dentro de casa, sino calle a bajo.

-         ¡Maldita sea! – siseé, y puse el coche en marcha de nuevo. Le perseguí, dispuesto a cortarle el paso, pero se metió entre las casas, por donde el coche no cabía. Quité el contacto y bajé del vehículo a toda prisa, persiguiéndole.

La parte trasera de  aquél barrio residencial no estaba iluminada. Era algo espeluznante y, sobretodo, no se veía ni lo que tenías delante. Le perdí la pista enseguida.

-         ¡Alejandro! – grité. - ¡Alejandrooooooooooooo!

Saqué el móvil y le llamé, pero me salía “apagado o fuera de cobertura”. Gruñí.

- ¡Alejandroooooooooooooo!

Seguí buscando, y minutos después escuché algo. Pensé que podía ser él, pero era Ted, que nos había visto desaparecer y nos había seguido.

-         ¿Qué ocurre? – preguntó.

-         Se ha ido. No sé dónde se ha metido.

-         ¿Qué le has hecho?

-         Nada. Aún.

-         ¡Algo has tenido que hacerle para que salga corriendo así! – me increpó Ted. – Oye, te llamé porque pensé que ibas a saber manejarlo, pero…

-         ¿MANEJARLO? ¿Y CÓMO MANEJO QUE MI HIJO BEBA Y SE DROGUE, PONIENDO SU SALUD EN RIESGO? ¿CÓMO MANEJO ESO, EH? ¡¡TE ASEGURO QUE ESTOY HACIENDO UN PUÑETERO ESFUERZO DE AUTOCONTROL CON ESTO, Y ÉL NO ME LO ESTÁ PONIENDO NADA FÁCIL!!

-         ¡¡PERO SE HA IDO!! – me gritó Ted, a su vez. Él no solía gritarme. Joder, que potencia de voz. - ¡¡SE HA IDO Y NO TIENES NI DEA DE DÓNDE ESTÁ!! ¡AHÍ DETRÁS HAY UN BOSQUE Y COMO SE HAYA METIDO AHÍ NO VAS A ENCONTRARLE EN TODA LA NOCHE!




Entonces, repentinamente los dos nos miramos,  porque sus palabras nos habían dado una idea. Echamos a correr casi a la vez rumbo a ese bosque, que estaba en la parte trasera de la urbanización.





Lo que de día era un lugar hermoso, de noche tenía un aspecto tétrico. Ted corría más rápido que yo, pero se frenó en seco cuando  al llegar a los árboles  dejó de llegarle la escasa luz de la luna. Le alcancé entonces, y vi cómo sacaba el móvil, para que diera algo de luz. Puso una aplicación “linterna”, pero no iluminaba demasiado.

-         ¡ALEJANDROOOO! – gritó. - ¡ALEJANDROOOOO!

Algunos minutos después, Ted encontró algo. Se  trataba de la cartera de Alejandro, lo que quería decir que había estado por ahí. Pero de él ni rastro. Tenía que oírnos. Estoy seguro de que nos oía, pero no quería responder.

Pasé toda la noche buscándole. Le dije a Ted que volviera a casa y él no quiso, pero al final le convencí de que Michael podría necesitar ayuda. A las cinco de la mañana, yo volví también, dispuesto a llamar a la policía. El sol ya iluminaba algo, a punto de salir, y ni bajo esa luz logré dar con mi hijo. Entré en casa, y vi que ni Ted ni Michael estaban durmiendo. Me miraron esperanzados cuando entré, pero enseguida se abatieron cuando mi expresión delató que no había tenido éxito.

Subí un momento al ver al resto de mis hijos, lo necesitaba, y de haber podido hacerlo  hubiera sonreído al ver lo tranquilos que parecían así, dormiditos. Justo cuando iba a bajar, para intentar ver qué rayos iba a hacer a continuación, escuché un ruido. Agudicé el oído y supe que venía del cuarto de Ted, en el que en ese momento sólo dormía Cole. El sonido se volvió a escuchar y me asomé por la ventana al ver que venía de fuera.

Allí, intentando escalar, estaba Alejandro. Entrando por la ventana. ¿Acaso pretendía entrar, tumbarse en la cama, y hacer como que no había pasado nada?

Le estaba costando mucho, y de pronto me vio y casi se suelta de la impresión. Me alarmé al pensar que podía caerse.

-         ¡No te muevas! – le dije, pero no me hizo ni caso. En vez de subir, empezó a  bajar. ¿Estaba huyendo de mí? ¿Pensaba huir para siempre? Durante unos segundos me quedé observando cómo bajaba casi dos pisos de pared, y luego salí corriendo, bajé las escaleras, y abrí la puerta principal. Rodeé la casa hasta llegar a la pared lateral por la que estaba bajando Alejandro. Llegué justo cuando él tocaba el suelo, afortunadamente ileso.

Me acerqué a él antes de que echara a correr otra vez.

-         ¿TE HAS VUELTO LOCO? ¿TIENES IDEA DEL SUSTO QUE ME HABÍAS PEGADO? – grité, y sin poder, ni querer contenerme, le di seis azotes muy fuertes, haciéndome daño en la mano.

PLAS PLAS ¡Auuu! PLAS PLAS ¡Ya! PLAS PLAS ¡Basta, papá!
-         Oh, no, en realidad acabo de empezar – le dije. – Entra en casa. Volando. ¡Entra o te juro que te castigo aquí mismo!

Alejandro echó a correr, esta vez en dirección a casa, pero yo le retuve del brazo y le acerqué a mí para abrazarle.

-         Casi me muero. ¿Lo entiendes? Casi me muero. Estaba seguro de que te encontraría, pero no aparecías. ¡Cinco horas! ¡Cinco horas buscándote por ese maldito bosque y ni una señal de que estabas bien! Sé que por aquí no hay lobos, pero empezaron a pasárseme todo tipo de ideas por la cabeza. Y ahora te veo subir por la ventana. ¡Por la ventana, hijo!

-         Estabas muy enfadado…- dijo, a modo de justificación.

-         ¡Si esta noche te parecía enfadado, no quieras saber cómo estoy ahora! –  respondí. - ¿En qué pensaste que ibas a mejorar las cosas por salir corriendo?

-         Es que no pensaba volver… - susurró. Eso me dejó helado. Imaginar que mi hijo se iba para siempre, y nunca volvía a verle dolió tanto que sucedieron dos cosas: una, pensé si Andrew había sentido lo mismo cuando lo hice yo, y dos, abracé a Alejandro con mucha fuerza.

-         ¿Qué te hizo cambiar de idea? – murmuré, sin soltarle.

-         Pensar un poco – respondió, y solté una pequeña risa, más nerviosa que otra cosa.

-         Pues a ver si lo haces más a menudo. Lo de pensar, me refiero.  No vas a volver a irte en la vida.

No fue una pregunta, ni una petición, sino la confirmación de algo de lo que estaba seguro, porque si hacía falta lo ataba a la pata de la cama.

-         ¿Por qué te fuiste? – pregunté, haciendo que sonara como una súplica.

-         Ya te lo he dicho: estabas muy enfadado.

-         Drogas, Alejandro. ¿Esperabas que estuviera contento?

-         No, pero… Me asusté.

Suspiré, y le acaricié el pelo.

-         Nunca te haría daño.  Mis instintos homicidas se quedan ahí, en instintos. Me corto los brazos antes de lastimarte.

Entramos en casa y, tal vez porque me oyeron gritar, o porque me habían visto salir corriendo, Ted y Michael estaban esperándonos. Ted le dio un abrazo a Alejandro, y luego un puñetazo en el brazo. Michael se limitó a saludarle con la cabeza, y a sonreír un poco por la forma exagerada en la que Alejandro se frotaba el golpe de Ted.

-         Auu.

-         ¿AUU? ¡Agradece que papá está delante, que sino te despellejo!

-         Papá puede cerrar los ojos – comenté, pero Ted se limitó a volver a abrazarle.

-         Eres un idiota, estúpido, sin cerebro y te quiero demasiado. – dijo Ted, aguantándose las ganas de llorar. Alejandro se quedó sin palabras y se dejó abrazar, impactado por el amor que desprendían cada uno de los poros de la piel de Ted.

-         ¿Has dormido algo? – le pregunté a Alejandro. Negó con la cabeza. – Duerme. Vosotros dos también 

-         Yo tengo clase – dijo Ted.

-         Y yo también. Y examen – dijo Alejandro.

-         Y yo… tengo que ir a la  estación de policía. – dijo Michael.

Mierda al cubo. Puñetero lunes.

-         Tú no vas a ir al colegio – le dije a Alejandro.

-         ¿Y el examen?

-         Te haré un justificante para que te lo repitan.

Alejandro tragó saliva, y escuché cómo le preguntaba a  Ted “¿tan malo va a ser?”.

-         Sí, Alejandro, tan malo va a ser, pero sobretodo no creo que el examen te salga demasiado bien si espero hasta que vuelvas para que “charlemos” ¿verdad? Estarías nervioso todo el día. Ahora sube a tu cuarto, duerme un par de horas y cuando tus hermanos se hayan ido al colegio iré a buscarte.

-         Sin testigos. El crimen perfecto. – dijo Michael, y se rió. Le fulminé con la mirada, pero no pareció achicarse por eso.

Alejandro subió a la habitación y me quedé sólo con Ted y Michael.

-         Deberíais haber dormido algo.

-         Mira quién fue a hablar – respondió Michael.

-         Yo tenía que buscar a Alejandro. Y vosotros teníais que dormir.

-         Como que hubiera podido – replicó Ted.

Yo estaba demasiado cansado para discutir, así que lo dejé estar. Fui a la cocina, y vi que los sándwichs del almuerzo ya estaba preparados.

-         En algo me tenía que entretener – explicó Ted.

-         Por la tarde hablaremos de todas las cosas buenas que has hecho desde ayer, Ted, porque no voy a dejarlas pasar.

-         Caray, casi  suenas como si fuera algo malo…

En lugar de responder, le di un beso en la frente.

-         Papá, Michael y yo haremos el desayuno y despertaremos a los peques. Tú te has pasado toda la noche corriendo, y la verdad, hueles a sudado, así que ¿por qué no te das un baño y ya de paso te relajas para no asesinar a mi hermano?

En cualquier otro momento hubiera rechazado la oferta, pero como signo de lo agotado emocionalmente que estaba en ese instante, accedí.  Me bañé, y casi me duermo en la bañera,  pero empecé a oír jaleo, señal de que Ted y Michael estaban movilizando a los demás.  Había algo lógico en lo que yo no había pensado hasta ese momento:  ellos dos hacían un buen equipo y eran lo suficientemente capaces como para que yo no tuviera que dividirme. Esa noche había podido ir a buscar a Ted y Alejandro porque Michael se había quedado con los demás. La presencia de Michael iba a suponer un desahogo para Ted… y para mí.

Me vestí, y bajé, y el desayuno ya estaba hecho. Me sentí algo culpable por dejar que ellos hicieran todo eso. Me dije que era porque es anoche había sido rara y me propuse no hacerlo una costumbre. El padre era yo. Yo les hacía el desayuno. Yo les despertaba. Yo les cuidaba a ellos, y no al revés. Ted me hablab con suavidad, casi como si tuviera miedo de que yo perdiera la cabeza en cualquier instante.
No comí nada, porque no tenía hambre. Ya desayunaría después, si eso, con Alejandro. Llevé a mis hijos al colegio y a Michael a la estación de policía, pero quise hablar con él antes de que se bajara.

-         Serán tres meses, Michael, sólo tres,  y tengo la esperanza de que todo sea papeleo aburrido y seguro.

-         Pues yo espero que no. Me gustaría algo de acción.

-         No lo digas ni en broma. No quiero que te pase nada.

-         Tranquilo, Aidan. Sé cuidar de mí mismo.

Me reservé mis opiniones al respecto.

-         ¿Sabes? Podrías…podrías llamarme de otra manera… y…. y firmar ciertos papeles – sugerí, poco sutilmente.

-         No te gusta que te llame tío.

-         No me refiero a eso y lo sabes – protesté. Él sólo sonrió y bajó del coche.  Suspiré – Ten un buen día.

-         Y tú no te cargues a Alejandro. Me cae bien, el chaval.

-         No prometo nada.

Michael metió la cabeza por la ventanilla abierta.

-         En serio Aidan, no… no hagas que te odie. Ted me estuvo contando anoche algo de vuestra historia familiar y me dijo que odias a tu padre. No hagas que… que tu hijo te odie a ti.

Esas palabras me sorprendieron mucho, y me dejaron sin respuesta durante un segundo.

-         Yo no odio a mi padre – susurré. – Simplemente llegó un momento en el que tuve que elegir qué clase de persona iba a ser, y elegí no cerrar los ojos. Fue un padre de mierda casi todo el tiempo.


Michael me miró con curiosidad, pero no dijo nada más. Hizo un saludo gracioso con la mano, y se fue. Mientras conducía de vuelta a casa, le di vueltas a lo que me había dicho. ¿Cómo podía hacer que Alejandro no me odiara, si yo mismo iba a odiarme  si era la mitad de duro de lo que él se merecía? Por orden cronológico, Alejandro había bebido alcohol a pesar de que yo le había dicho y reiterado que no lo hiciera, había ingerido marihuana, se había escapado y había subido por la ventana cuando no hacía ni un mes que yo le había recordado que las ventanas estaban únicamente para mirar por ellas. Nada de todo eso me daba la oportunidad de ser blando con él. No podía serlo. No iba a permitir que empezara a consumir droga, o que se rompiera la crisma por entrar y salir por la ventana. No iba a consentir que empezara a beber cuando no tenía edad de hacerlo, ni que huyera de sus problemas en vez de enfrentarlos.  Y tampoco era la primera vez que se escapaba, por cierto, aunque nunca había estado tanto tiempo fuera, ni me había asustado tanto. 

Pese a todo, no pude quitarme esas malditas siete palabras de la cabeza: “No hagas que tu hijo te odie”. ¿Qué rayos significaba eso? ¿Dale un abrazo, una palmada en la espalda, y tan amigos?

Cuando aparqué el coche enfrente de mi casa aún no había encontrado la respuesta. Entré, dejé las llaves, y subí al piso de arriba. Alejandro ya estaba despierto, le oía moverse. Entré en su cuarto, y le vi estirarse. No me sentías capaz de prolongar más aquello.  En las últimas horas había temido la posibilidad de no poder volver a ver nunca a ese chico que se estiraba como un gatito y eso era algo que simplemente no podía soportar. Me acerqué a él, y  vi que se ponía rígido.

“Prefiero que me odie” pensé.  “Prefiero que me odie, si eso significa que está vivo para hacerlo. Prefiero que me odie a que empiece a drogarse. Prefiero que me odie a que se haga dependiente de la bebida como lo era yo. Prefiero que me odie a que se rompa la cabeza por escalar paredes en vez de usar las puertas.”

Sin siquiera saludarle, le di una única orden, seca:
-         Quítate los pantalones.

Esperé unos segundos, hasta que se llevó las manos al botón de los vaqueros, y entonces salí de la habitación. Fui a la mía, y abrí mi armario. En la repisa de arriba yo guardaba mis corbatas… y mis cinturones. Me quedé mirando esos objetos sin atreverme a coger ninguno de ellos. Mi determinación flaqueó.

Alargué la mano y desenrollé uno de ellos. Era de tela, lo cual no lo hacía tan malo como si fuera de cuero, y ni muy fino ni muy grueso. Lo cogí, lo examiné, y luego lo tiré al suelo. ¿En qué mundo era yo capaz de pegar a mi hijo con eso? Apoyé la espalda contra la puerta del armario y me fui escurriendo hasta acabar sentado en el suelo, junto al cinturón. Hacía mucho tiempo que ese objeto sólo representaba para mí una forma de sujetar mis pantalones, pero no siempre fue así….

Tenía trece años. La casa entera, y eso que era considerablemente grande, apestaba a alcohol. Papá estaba tumbado en el suelo del salón, de una forma en la que parecía más inconsciente que dormido. Me acerqué a él y le moví suavemente con el pie. Él balbuceó algo, se dio la vuelta, y siguió durmiendo. Bien, así sabía, al menos, que seguía vivo.  Recogí algunas botellas que había por el suelo. Había una medio llena. Era tequila. Yo ya había probado eso antes, y me gustaba. Me gustaba la sensación de después de beberlo, cuando todo mi cuerpo ardía y mi mente empezaba a estar borrosa,  haciendo que olvidara que vivía con un hombre que no sabía querer. Sabía que no debía beber alcohol, pero el hecho de que estuviera mal visto lo hacía más atractivo para mí. Bebía delante de Andrew y él no me decía nada. Ni con eso conseguía llamar su atención.

Le di un trago a la botella y luego la dejé en un mueble. Ya no me molestaba en tirarlas porque siempre venían más, y más, inagotables como el dinero de Andrew. Luego fui a la cocina. Llené un barreño de agua y estuve tentado de tirárselo a papá encima, de golpe y porrazo, pero me agaché y me puse junto a su cabeza. Mojé mis manos un poco, y las pasé suavemente por su cara. Repetí el proceso hasta que él empezó a despejarse.

-         Son las tres de la tarde – le dije, cuando abrió los ojos.  – Hice la comida.

Se sentó, agarrándose la cabeza que debía dolerle  considerablemente.

-         Ha llegado otra carta de los abuelos. Quiero ir a verlos. – dije. Hacía un mes que nos estaban llegando cartas desde Ohio. Yo sólo había visto a mis abuelos una vez en mi vida y Andrew no parecía dispuesto a llevarme otra vez.

-         ¿Para qué? – respondió con pereza.

-         Son mi familia.

-         Te pegó, Aidan.

-         Me monté en su caballo sin permiso.

-         No voy a llevarte.

-         Me debes trece regalos de cumpleaños y  trece regalos de Navidad. Los compensas todos si me llevas.

-         ¿Te debo? ¿Es que es mi obligación hacerte regalos? – preguntó, con sorna. Me ruboricé un poco.

-         Pues…¡pues no! ¡Pero eres rico! El dinero está para algo más que para gastárselo en alcohol!

-         También me lo gasto en mujeres, no te preocupes – me soltó. Y ese era mi padre.

-         Si no me llevas a verlos iré por mi cuenta – amenacé.

-         Buena suerte comprando los billetes de avión. – se burló. Me dio tanta rabia… Estaba tan enfadado con él… Aunque en casa no había ni un solo adorno, aunque no había preparado una comida especial, estábamos en Año Nuevo. Se supone que esas fechas son para pasarlas en familia. Los abuelos nos habían invitado a su casa y papá ni se había dignado a responder. Yo tenía buenos recuerdos de aquél lugar. Allí me sentí querido por primera vez en mucho tiempo. Sentí que papá y yo conectábamos un poquito. Quería volver a sentir eso. Quería que ese fuera mi regalo de Navidad.

-         ¡Eres un idiota! – le grité.

Entonces, sorprendentemente rápido para un hombre con resaca, se puso de pie y se encaró conmigo.

-         ¿Qué me has llamado? – siseó. Me agarró de la solapa de la camiseta y me levantó del suelo, como si yo no pesara nada. – A mí me respetas, mocoso de mierda.

-         ¡Para eso primero respétate a ti mismo! – le dije, demasiado furioso para tener miedo.

Sus ojos brillaron de furia un momento, y al segundo siguiente me estaba arrastrando por toda la casa. Sabía a dónde me llevaba.

-         ¡Ya no quepo ahí! – le dije. Ya no cabía en el armario.

-         ¿Y por eso crees que puedes perderme el respeto?

-         ¡Nunca te lo he tenido!

Andrew me soltó, y me miró más extrañado que furioso.

-         ¿Qué rayos te pasa? – preguntó, seguramente pensando que mi comportamiento no era normal. Que yo solía mostrar al menos un poquito de miedo cuando él se enfadaba.  No le respondí. Me zarandeó demasiado fuerte, y sentí que iba a desencajarme todos los huesos. Al final no pude más, de rabia contenida, y se lo solté.

-         ¡Quiero que vuelvas a abrazarme! – le grité - ¡Quiero sentir que alguien se preocupa por mí, como lo hace el abuelo!

Por un segundo pensé que iba a abrazarme… yo acababa de gritarle que era eso lo que quería… pero él sólo me soltó, y me miró más calmado.

-         Está bien. Iremos. Tal vez así te des cuenta de qué clase de personas son.

Dos días después nos subimos a un avión, nos montamos en un coche durante cuarenta y cinco minutos, y nos presentamos en la casa de los abuelos. Era tan bonita como la recordaba, y creo que había más caballos que la última vez. Me propuse no tocar ninguno sin permiso.  El abuelo no era como papá: a él no le daba igual lo que yo hiciera.

La abuela me recibió con un abrazo, y hacía tanto tiempo que nadie me daba uno que casi me echo a llorar. Eso era lo que yo quería. ¿Por qué papá era incapaz de dármelo?

Ese primer día todo fue estupendo. Cenamos todos juntos y, aunque papá y el abuelo no se hablaban, todo el mundo hablaba conmigo. No me sentía ignorado, y esa era otra novedad. No me trataban como algo molesto que estaba ahí, casi como si fuera parte de la decoración. Hasta papá estaba más normal. Esa casa parecía tener un efecto positivo sobre nosotros. Por eso yo había querido ir.

Como la vez anterior, papá se negó a dormir allí, y durmió en el coche, pero a mí me dieron una cama en el piso de arriba. La abuela me arropó y me dio un beso. Quise decirle que ya era mayor para eso, pero una parte  de mí me lo impidió. La parte de mí que había deseado aquello durante toda su vida.

A la mañana siguiente el breve cuento de hadas se terminó. Al despertarme, miré el reloj. Eran las dos de la tarde. Qué raro que nadie me hubiera despertado. Tal vez quisieron dejarme dormir. Allí yo no tenía que hacer el desayuno, ni que lavar, planchar, ni hacer todo lo que hacía en casa. Allí podía dormir hasta la hora que quisiera, o eso pensé. Me levanté con una sonrisa y bajé a ver si había alguien  en la casa. Vi al abuelo con los caballos, y no había signo de papá ni de la abuela. Tenía hambre, así que me acerqué donde el abuelo.

-         ¡Hola!

-         Hola, Aidan. ¿Ya te levantas? ¿No crees que dormiste demasiado?

-         Nadie me despertó.

-         ¿Es que alguien debe despertarte? Yo me levanté a las seis para dar de comer a las gallinas.

-         Lo…lo siento. En casa tengo un despertador.

-         Está bien, pero mañana levántate temprano. Quiero enseñarte a hacer algunas cosas. Tu padre y tu abuela se han ido a dar una vuelta. Tenían cosas de las que hablar. ¿Tienes hambre?

-         ¡Mucha!

-         En la cocina hay fruta. Coge la que quieras.

Dicho y hecho.  Arramplé con varias  uvas y un plátano. Me fije, sin embargo, en una olla que había sobre el fuego. El agua bullía a borbotones.

“Se va a salir” pensé. Me acerqué, y bajé un poco la intensidad.  Sentí curiosidad por lo que la abuela estaría cocinando y levanté la tapa. Estaba cociendo patatas. Miré a mi alrededor y vi un recipiente en el que alguien había batido mayonesa casera. Patatas más mayonesa, en mi cabeza hicieron igual a ensaladilla rusa.  Pensé que podía terminar de cocinar yo, para que la abuela no tuviera que hacerlo al volver. Saqué una lata de atún, y pensé que a esa ensaladilla le faltaban verduras, pero en realidad cada persona tiene una receta, así que no le di más vueltas y me puse a ello.

En eso estaba cuando entró el abuelo.

-         ¡Aidan! ¡Pero qué haces!

-         La comida.

-         ¿Quién te dio permiso? – me gritó. Sonaba enfadado.

-         Na-nadie. Lo siento. Sólo quería ayudar. En casa cocino yo… No me he quemado ni nada….Tengo cuidado con el fuego…

-         ¡Me estropeaste la comida!

-         ¿E-eso hice? Pensé… pensé que la abuela estaba haciendo ensaladilla rusa…y quería que se la encontrara hecha al volver… Ella ha sido muy amable conmigo…

-         No, YO, estaba haciendo patatas ali-oli.

Oh. La salsa no era mayonesa, sino ali-oli. Y era el abuelo el que cocinaba, y no la abuela. Me había confundido.

-         Perdón…

-         ¿Siempre haces lo que se te antoja?

-         Pues… sí… - respondí, y vi que el abuelo se enfadó mucho. Me agarró del brazo con mucha fuerza, y me di cuenta de que me había mal interpretado. Yo no lo dije para ser impertinente, sino con total sinceridad. No había nadie cuidando de mí o diciéndome lo que tenía que hacer, así que cuando estaba sólo yo decidía lo que hacía y lo que no, de forma independiente.

El abuelo tiró de mí, y me pregunté si allí también tendrían un armario. A lo mejor  papá me encerraba ahí por experiencia propia.

-         No, abuelito, no, no me has entendido. ¡No he hecho nada malo!

No me respondió, y me llevó a una habitación con aspecto de despacho. No había armarios por allí, sólo una mesa y estanterías, así que me sentí más tranquilo. Aunque la tranquilidad sólo me duró un momento, porque vi como se desabrochaba el cinturón.

-         Pero, abuelito… Lo siento mucho… No tenía mala intención…

-         Vas a aprender a no tocar el trabajo de los demás.

-         Sólo quería ayudar… Abuelo, no me pegues, por favor…- dije, apunto de llorar.

-         Basta. Ya eres un muchacho, no lloriquees como una niña.

Respiré hondo, y me tranquilicé. No podía ser tan malo.

“Dolerá un poco” me dije. “Pero puedes soportarlo. Ya lo probaste una vez”

“Sí, pero esa vez me lo merecía y ahora no” protestó mi cerebro. No le hice caso, y me acerqué al abuelo lentamente.

-         Bájate el pantalón. – me ordenó.

-         ¿Qué?

-         Que te bajes el pantalón. Y también el calzoncillo y te inclinas sobre el escritorio.

Le miré sin moverme. Yo no iba a hacer eso. No iba a desnudarme delante de él. Era humillante. Hubo un pulso de miradas, y vi que el abuelo se enfadaba, porque consideró aquello un desafío. Volvió a agarrarme y tiró de mi ropa, pero yo se lo impedí.

-         ¡No, abuelo, no!

A pesar de mis intentos, él era más fuerte que yo, así que al final, y dado que yo llevaba unos pantalones de cordones, sin botón, logró bajarme la ropa. Sentí tanta vergüenza que  me paralicé. El abuelo me manejó con insultante facilidad y me apoyó sobre la mesa.  Enseguida sentí el primer cintazo, y sobre la piel desnuda fue algo realmente insoportable.

¡ZAS!

-         ¡Auuuu!

¡ZAS!

-         ¡Aah!

El cinturón hacía un sonido horrible al vibrar justo antes de tocar mi piel, y yo no podía levantarme porque el abuelo me sujetaba por la espalda.

¡ZAS!

-         ¡Ay! Basta, abuelo, por favor. Ya te he dicho que lo siento mucho.

Pero el abuelo no se detuvo. Siguió golpeándome con esa cosa una y otra vez, y yo aguanté como pude, hasta que sentí que me golpeaba con la hebilla.

¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS!
-         ¡Aah! ¡Duele mucho! – lloré, y me agarré a la mesa con fuerza. ¿Por qué no se detenía?

Empecé a gritar con verdadera fuerza. No sé los que me dio. Perdí la cuenta en el número cuarenta. Todo lo que sé es que sentí una herida, y que cuando conseguí llevarme las manos atrás, me manché de sangre. Me asusté, y luché con fuerzas renovadas por soltarme, pero no podía.

Entonces, escuché un ruido al otro lado de la puerta, como si alguien la estuviera aporreando.

-         ¡Aidan!

Papá había vuelto.

-         Papáaaa – le llamé, llorando. El abuelo no dejó de pegarme, y yo ya ni siquiera era consciente de lo que decía. Decía cualquier cosa con tal de que me dejara en paz de una vez.

¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS!

-         Por favor, ya no más, me duele mucho….Papiiii. Papi, haz que pare.

¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS!

- Papiiiiiii

-         ¡Déjale en paz, cabrón! – gritó papá, sin dejar de golpear la puerta.

Debía de estar cerrada con llave. Entonces escuché un ruido más fuerte y supe que papá estaba intentando derribarla. Al final, lo consiguió. Entró en la habitación, y de un empujón tiró al abuelo al suelo.  Entonces, aunque no de la forma que hubiera deseado, conseguí lo que quería y papá me abrazó. Me giró un poco y me tocó los muslos con la mano.

-         ¡LE HAS HECHO SANGRE, HIJO DE PUTA!

Me asustó oírle gritar y me encogí un poco.

-         No, no, cariño, tranquilo. No llores. Bueno, llora. Llora todo lo que quieras, cielo. – decía papá, e intentó cogerme en brazos, pero yo pesaba demasiado para él. Entonces, me agarró de las piernas y así si pudo cogerme, apoyando mi vientre en su hombro como si fuera un saco de patatas. Me sacó de allí y no supe a donde me llevaba, hasta que llegamos a un baño. Me metió en la bañera, y abrió el grifo de la ducha.

-         Pa…snif…papi pero si estoy ves…snif…vestido.

-         No voy a mojarte la camiseta, Aidan. Esto te va aliviar – me dijo, y efectivamente, cuando el agua mojó la zona donde me habían castigado, se sintió un poco mejor. En ese momento me dio igual que papá me viera desnudo. Me lavó las heridas con cuidado y luego me secó con más cuidado aún.

Entonces, juro que aún estábamos hablando de mi padre, me dio un beso. Empecé a llorar con más ganas.

-         Papiiii.

-         ¿Qué ocurre, Aidan? ¿Te duele más? – preguntó, alarmado.

-         Nooo. Es que me has dado un beso – lloré, y me abracé a él.  Me costaba respirar y sentí que le estaba llenando la camiseta de mocos, pero no pareció importarle. Me consoló durante quién sabe cuanto, hasta  que empecé a respirar un poco mejor, aunque no dejé de llorar. Aún me dolía mucho, y no entendía nada. ¿Por qué todo el mundo me trataba mal?

Cuando me encontré un poco mejor, papa tiró de mí.

-         ¿Puedes andar?
-         Sí. Pero duele.

-         Lo sé. Dolerá por unos días. – me dijo, y me llevó a la que era mi habitación en aquella casa. Cogió unos calzoncillos y me ayudó a ponerlos, pero dolió demasiado.

-         No, papi, no…

-         Está bien, shhh, tranquilo. Sin pantalones ¿de acuerdo? Nos vamos de aquí. Es para que nadie te vea desnudo.

Me llevó entonces hasta el coche, y a mí me extrañó que el abuelo no nos hubiera interrumpido, y que no nos siguiera.

-         ¿Y…y…snif…y el  abuelo?

-         Le encerré en su despacho. – me dijo.

Ah. Eso lo explicaba. Me tumbó en el asiento trasero del coche, pero se detuvo antes de arrancar.

-         Aidan, por favor, deja de llorar. Vas a matarme, hijo. Tú nunca lloras así.

Lo intenté, pero no tuve mucho éxito.

-         ¿Por…por qué? – pregunté al final. No dije nada más, pero había muchas preguntas detrás de esa. ¿Por qué duele tanto? ¿Por qué me ha hecho esto el abuelo? ¿Por qué tú estás siendo amable conmigo? ¿Es que el mundo se ha vuelto loco?

Papá suspiró.

-         Quería robarte. La abuela me lo estaba contando, y entonces vine corriendo, intuyendo lo que iba a pasar. El abuelo quería robarte de mi lado. Cree que no soy un buen padre para ti.

-E…snif…eres mejor que él – gimoteé. Me pasé la manga por la cara para limpiarme. - ¿Por qué…sniff… por qué iba a querer quedarme con él después de esto?

-         No te pegó para que decidieras  quedarte con él, Aidan. Fue para darme una lección a mí. Para que firme los papeles renunciando a tu custodia. De eso fue de lo que hablamos mi padre y yo en nuestra última visita, y no le gustó que le dijera que no. Me amenazó con desheredarme, pero yo no necesito el dinero, así que atacó a lo único valioso que hay en mi vida.

-         No lo entiendo.

-         No me hagas caso. Lo que importa es que él no te quiere ¿lo entiendes? Sé que pensaste que sí, pero él sólo te quiere como si fueras una posesión. Como si fueras un caballo más. Quiere que le pertenezcas, al igual que yo le pertenecía.  Le encanta usar esa cosa y lo hará por cada pequeña cosa que hagas. Según él, tienes que crecer siendo un hombre duro para heredar todo esto algún día.

-         Quiere…¿quiere que yo lo herede?

-         Sí.

-         Pero yo no pienso volver aquí. No voy a volver nunca, nunca más – aseguré.

Sin embargo, no cumplí mi promesa. Volví una vez más, en cuanto me di cuenta que mi padre era un monstruo mayor aún que mi abuelo. Y al final terminé odiándolos a los dos. Aquella experiencia hizo que tachara a mi abuelo de mi lista de ídolos, pero aún no le taché de mi lista de familia. Eso vendría años después, cuando fui a buscar su ayuda y descubrí, por fin, la clase de tipos de los que yo procedía.

Papá tuvo razón: aquello me dolió durante días, pero sobretodo, me hizo una persona asustadiza, durante muchos meses. Fue una experiencia traumática, aunque con los años entendí que mi abuelo  me pegó porque estaba enfadado contra mi padre, y la pagó conmigo. No es que eso estuviera bien, pero  al menos sirvió para que yo pudiera entender lo que pasó aquella mañana. No tuvo nada que ver con la ensaladilla. No tuvo nada que ver conmigo. Él estaba enfadado y yo me crucé en su camino.

Me sentía incapaz de utilizar un cinturón con Alejandro. Yo no era tan bestia. Jamás le golpería con la hebilla, ni le haría sangre, y tendría mucho cuidado. Doblaría el cinturón por la mitad, y no usaría toda mi fuerza. Pero, aún con todas esas precauciones imaginarias, yo era incapaz de pegar a mi hijo con eso, de la misma forma que era incapaz de encerrarlo en un armario y de subir a un ascensor.

Me encontré entonces ante una encrucijada. Sólo por beber le había dado un castigo de los grandes. Después de todo lo que había hecho se merecía mucho más que eso, pero no era capaz, simplemente no era capaz.

“Pues tienes que serlo. Tú no eres como tu abuelo, pero tampoco vas a ser como Andrew. No vas a dejarle sólo, sin una guía. Tu trabajo es educarle”.

Me puse de pie, y le di una patada al cinturón, aunque tal vez Alejandro me hubiera agradecido que lo usara en vez de lo que tenía planeado. Tal vez para él hubiera sido menos malo.

Fui a su habitación y le encontré sentado en su cama, muy rígido. Se había quitado las deportivas y los pantalones, y me miró como un pajarillo asustado. En ese momento yo iba a poner aprueba la teoría de que se puede ser duro sin dejar de ser cariñoso.

-         Aquí – le dije, señalando un punto enfrente de mí.

Alejandro se puso de pie y se acercó, dócilmente, creo que consciente de que el horno no estaba para bollos. Se movía tan despacito… como el condenado que quiere alargar su camino hacia la horca. Cuando estuvo delante de mí, le di un abrazo, y él se sorprendió, porque no era eso lo que se esperaba.

-         Voy a ser muy duro contigo. Sé que no podrás evitarlo, pero aunque me digas que pare, no lo haré, y no quiero que pienses que soy cruel o insensible. Lo de hoy no vas a olvidarlo nunca, pero tampoco quiero que olvides que te quiero.

Alejandro asintió, mirándome fijamente como hipnotizado. Me senté en la cama de Ted, y pensé que cuando llegara la litera ya no iba a poder hacer eso sin darme en la cabeza. Puse a Alejandro frente a mí y coloqué mis manos en su cadera, para bajarle el calzoncillo. Él me sujetó las manos por impulso, nervioso ante algo que yo no había hecho nunca antes.

-         Va a ser sin calzoncillo. – le informe. – Necesito ver que no te hago daño.

Alejandro, poco a poco, soltó mis manos, pero cerró los ojos, muerto de vergüenza. Supe que estaba haciendo un gran esfuerzo por no mostrarse desafiante.

-         Por favor, no. – me suplicó. Recordé entonces sus complejos y cambié de método. Le tumbé primero sobre mis rodillas, y luego bajé ese último reducto de protección, de tal forma que no vi nada que no debiera de ser visto. El respiró, como si le hubiera quitado un gran peso de encima.

-         Papá… - susurró, antes de que empezara.

-         Dime.

-         Nada. Sólo quería decirlo. Papá.

Se me formó un nudo en la garganta. Le froté la espalda con cariño, y luego suspiré. Eso iba a ser difícil.

Levanté mucho la mano y la bajé con fuerza.

PLAS

Alejandro dio un respingo e inhaló aire sonoramente. Le dolió, y además creo que no se esperaba una sensación así. Después de todo, nunca le había pegado sin calzoncillo.


PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS Ufff PLAS

Alejandro se movió incómodo, tratando de aguantar y se agarró a las sábanas.

PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS Owww PLAS PLAS PLAS

PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS Au  PLAS PLAS PLAS Ffuu PLAS PLAS

PLAS PLAS PLAS PLAS Arggh PLAS PLAS PLAS PLAS Auuu PLAS PLAS

Para entonces Alejandro ya se movía como una lagartija, y le escuché llorar, aunque no supe si había empezado desde antes.

PLAS PLAS PLAS Auu PLAS PLAS PLAS Ayy PLAS PLAS PLAS Auu  PLAS
PLAS PLAS Papá…PLAS PLAS PLAS Auuu PLAS PLAS Lo siento, sé …PLAS Ay PLAS PLAS… sé que soy un idiota.

-         No eres idiota. – respondí, y lo remarqué con una palmada especialmente fuerte.

PLAS ¡Ayy! PLAS PLAS PLAS Papá… PLAS PLAS Papi….PLAS PLAS PLAS Auuu PLAS
PLAS PLAS Lo siento, papá…PLAS PLAS Auu PLAS PLAS Aiii PLAS PLAS Igfgs PLAS PLAS
PLAS Auu PLAS PLAS Auu PLAS PLAS Lo…snif… PLAS…snif… PLAS lo siento PLAS PLAS PLAS
PLAS Amsgh  PLAS Auu PLAS PLAS Aiii PLAS PLAS PLAS Auuu PLAS PLAS Aaah PLAS

Subí su calzoncillo, sin poder evitar  notar el contraste entre el tono bronceado de su piel, y el tono colorado de su trasero.

-         De pie – le dije. – No hemos terminado.

-         ¿Q-qué? – lloriqueó Alejandro, y empezó a frotarse, importándole un bledo que yo estuviera ahí mirándole. – Papi, me duele mucho…

Evité responder a eso, y me mostré algo frío, porque no podía mostrarme de otra manera. El “papi” era un golpe bajo.

-         Ya tuvimos esta conversación y no me hiciste caso: no puedes beber alcohol. Repítelo.

-         Papá…

-         Repítelo, Alejandro.

-         No puedo beber alcohol.

-         Bien. Avísame cuando estés preparado para que continuemos.

-         Papá, me duele… - volvió a decir, y empezó a llorar más. Lo asocié con el hecho de saber que iba a haber más azotes. Nuevamente,  no respondí, y esperé, sin dejar de mirarle. Creo que le ponía nervioso que le mirara.  – Papi, duele…

Le volví a ignorar, aunque apreté fuertemente los puños para reunir fuerzas. Finalmente, Alejandro pareció entender que iba a suceder de todas formas, así que suspiró.

- Estoy listo.

Le tumbé sobre mis rodillas otra vez y volví a bajarle el calzoncillo. Lógicamente, aún lo tenía rojo. Esa tanda fue algo más fuerte que la anterior.

PLAS PLAS Afgs PLAS PLAS Arggh PLAS PLAS PLAS PLAS Auuu PLAS PLAS
PLAS Amsgh  PLAS Auu PLAS PLAS Aiii PLAS PLAS PLAS Auuu PLAS PLAS Aaah PLAS
PLAS Papá… PLAS Lo siento, papá… PLAS PLAS Aiii PLAS PLAS PLAS Auuu  PLAS PLAS Aaah PLAS Auu

 Se estaba moviendo demasiado, así que pasé mi pierna sobre las suyas, para sujetarle.

PLAS Amsgh  PLAS Auu PLAS PLAS Aiii PLAS PLAS Ifgss PLAS Auuu PLAS PLAS Aaah PLAS
PLAS PLAS Lo si…snif…PLAS  Lo siento PLAS Auu PLAS PLAS Aiii PLAS PLAS Igfgs PLAS PLAS
PLAS PLAS Papi… es muy fuerte…PLAS PLAS Muy fuerte, papi… PLAS PLAS Aiii PLAS PLAS Afggs PLAS PLAS
PLAS Oww  PLAS Afgs PLAS PLAS Arggh PLAS PLAS Aiii PLAS PLAS Auuu PLAS PLAS

Me llamó la atención que dijera mi nombre, protestara, se disculpara, pero no pidiera que parase. Tal vez era porque yo ya le había dicho que no iba a hacerlo.

PLAS PLAS Paa…snif snif PLAS PLAS Papi… PLAS PLAS PLAS Ayyy PLAS PLAS PLAS
PLAS PLAS Amf PLAS PLAS Ayyy PLAS PLAS ¡Ay! PLAS PLAS Umff PLAS PLAS
PLAS Aww PLAS Amf PLAS Owww PLAS Ayyy PLAS PLAS ¡Ay! PLAS Aii PLAS Auuu PLAS PLAS

Dejé la mano quieta un segundo sobre él, para respirar hondo. Alejandro no era el único que estaba llorando. Cuando estuve seguro de ser capaz de controlar mis emociones, le subí el calzoncillo de nuevo y le ayudé a incorporarse. Él no dijo nada y sólo lloró, muy fuerte. Esperé un segundo a que se calmara un poco. 

La razón de levantarle después de cara tanda era doble: primero, le daba un tiempo para recomponerse un poco. Segundo, me permitía mirarle a los ojos mientras le hacía repetir el motivo de ese castigo.

-         No puedes tomar drogas. Repítelo.

-         No…snif…no puedo…snif…no puedo tomar drogas.

-         Las drogas causan graves problemas de salud. Repítelo.

-         Las…snif…Las drogas…snif… causan g-graves problemas de salud.

-         Eres demasiado valioso como para depender de una sustancia tóxica.

-         Soy de-demasiado va-valioso….snif…para depender… de una sustancia tó-tóxica. 

-         Si vuelves a acercarte a algo remotamente parecido a una droga, te zurraré diariamente durante un mes. Repítelo.

-         Papá…

-         Repítelo.

-         Si vuelvo a acercarme a algo remotamente parecido a una droga, me zurrarás diariamente durante un mes.

-         Me alegro de que esté claro. – dije, y le agarré de la mano para tirar de él. Al percibir mis intenciones, se revolvió un poco.

-         Papi, no más, me duele mucho.

Le ignoré de nuevo y seguí tirando. Él me agarró la mano, pareciendo un niño pequeño. Se fijó entonces en que mi mano estaba muy roja también, y puso su palma contra la mía, en un gesto que se me antojó tierno. Entonces, aunque ya se había calmado un poco, rompió a llorar con fuerza otra vez. Sin que yo dijera o hiciera nada, él sólo se tumbó encima de mí, totalmente abatido.

Algo me oprimía el pecho mientras le bajaba los calzoncillos una vez más, y veía el rojo intenso que teñía cada milímetro de piel que alguien pudiera usar para sentarse.

PLAS Auuu PLAS Papi, ya … PLAS Ya, papi, por favor. PLAS Auuu PLAS Me duele, papi. PLAS PLAS Auu PLAS Papito… PLAS Papi…PLAS para…

Ya no podía continuar más, y dudaba que debiera hacerlo. Le subí la ropa, le incorporé y le miré a los ojos.

-         No vuelvas a escaparte nunca. Y no subas ni bajes por la ventana.

Esa vez no esperé a que lo repitiera y le envolví en un abrazo. Alejandro me agarró tan fuerte que escuché cómo las costuras de mi camisa se rasgaban un poco. Eso no le pareció suficiente y apoyó todo su peso en mí, así que me eché para atrás en la cama y le hice un hueco.

-         Shhhhh. Ya, mi vida, ya.

Para Alejandro ni ya, ni después. Saqué un armamento de kleenex y aun así no fueron suficientes. Le acaricié el pelo, porque eso siempre le había calmado y luego le froté las piernas, sin atreverme a subir hacia aquella zona en aquél momento tan sensible. Casi sin pretenderlo, empecé a hablarle en el tono infantil que ponía con Kurt.

-         Ya está, cariño, ya está. Ya no se llora ¿sí?

-         Me duele…

Glup. Le di un beso en la frente y me moví un poco de tal forma que él se pusiera tumbar en la cama. Una vez lo hice le mimé en la espalda.

-         Papá…perdó…snif…perdóname.

-         Claro que sí, Alejandro. Estás más que perdonado.

-         Mí…mímame – pidió entonces.

-         Ah, pero ¿qué estoy haciendo? – me quejé, y remarqué mis palabras  recorriendo su columna vertebral con mis dedos. Luego me agaché un poco, y le besé en la cabeza, que tenía ladeada, para mirarme. – Te quiero.

Él puso un puchero.

-         Has sido muy malo conmigo – se quejó.

Que estuviera mimoso era una buena señal. No se había enfado, como otras veces.

-         Malo del todo – concordé, y le di otro beso.

Me recosté con él, sin dejar de acariciarle, porque cada vez que paraba él movía mi mano para recordarme que seguía ahí. Tras unos minutos, vencido por la agotadora noche, me quedé dormido.

Cuando desperté, una media hora después, Alejandro me estaba mirando. Tenía los ojos algo rojos por la llorera que se había pegado y una carita algo triste. Al verme despierto se  pegó a mí y  restregó su cabeza contra mí, imitando a Kurt  intencionadamente. Sonreí, contento porque no estuviera por ahí refunfuñando e insultándome en arameo. Creo que al final había conseguido lo que me había dicho Michael:  que no me odiara.

-         ¿Quieres desayunar?  - pregunté, cuando escuché lo que parecía su estómago rugiendo. Pero él negó con la cabeza. - ¿Seguro? ¿Y si es un desayuno en la cama?

-         ¡Siii!

-         Ah, ya lo sabía yo.

Baje a la cocina, preparé una bandeja con su desayuno y con el mío, y lo subí a su habitación. La dejé en la mesa, y miré a Alejandro. No se había vuelto a poner los pantalones, y dudaba que lo hiciera.

-         Vamos, siéntate para comer.

-         No, que me duele.

-         Usa un cojín.

-         Bueno. ¿Te he dicho ya que eres malo?

-         Ahá – respondí, y le pasé un vaso de cola-cao. - ¿Te he dicho ya que ayer casi me infartas? Soy joven para un paro cardíaco.

-         Mentira, ya estás mayor.

-         ¿Qué?

-         Viejo – dijo, y me sacó la lengua. Era extraño ver a Alejandro tan aniñado, pero era muy dulce. Me estaba llamando viejo, pero era dulce. Le sonreí, pero luego me hice el ofendido.

-         Creo que he sido demasiado blando, si te sientes con ánimos de meterte conmigo.

-         ¿¡BLANDO!? He…he tenido que batir un record – se quejó.

-         Pues sí, pero es que a veces parece que te propones superarlo.

-         Si crees que tú estás enfadado, tenías que haber visto a Ted… - gimoteó.

-         Eso es porque te quiere mucho.

-         ¡Te llamó a ti!

-         ¿Lo ves? Otra prueba de que te quiere mucho. Si yo hubiera estado en su lugar, te descuartizo, te meto en el maletero, y luego digo que yo no sé nada. En vez de asesinarte él me llamó a mí.

-         Para que tú me mataras.

Sin previo aviso, aprovechando que había soltado el vaso, le abracé por detrás.

- Pero yo te mato con cariño – le dije, y le besé en la cabeza.





***

N.A.: El poema se llama “Reir llorando” y es de Juan de Dios Peza. En youtube hay muchos videos en los que lo recitan. Me encanta en concreto el del usuario David Espunya, por si le queréis echar un vistazo. 

La “pelea de tomate” no es algo totalmente inventado. En una película, que en mi país tiene el nombre de “Doce en casa” y en algunos países de Latinoamérica el de “Más barato por docena”, el padre hace algo parecido con manzanas. Si elegí tomates es en honor a una tradición de mi país. Se llama la “Tomatina”, y podéis buscarlo en internet (en Wikipedia viene muy bien explicado), pero básicamente consiste en una fiesta de la localidad de Valencia en la que la gente se tira kilos y kilos de tomate. La “batalla” coincide con la fiesta del santo patrón de la ciudad que se celebra en el transcurso de una semana, en la que tienen lugar diferentes actividades y celebraciones previas que culminan con esta batalla de tomates que da fin a las fiestas. Yo no soy de allí y siempre lo veo por televisión, pero tiene pinta de ser muy divertido.


Lo de “la falsa bronca” es algo que hacemos en un campamento al que voy como monitora todos los años. Se trata de distraer a los niños mientras otro prepara globos de agua y se los lanza a traición xDDD  

10 comentarios:

  1. No justifico a Andrew pero con ese padre....que horror, lo bueno que Aidan es todo lo contrario :D y cuando fue a su armario casi me da un paro cardiaco jaja lo bueno que al final se arrepintió de usar la esa cosa fea y bueno Micharl dando consejos :3 yo entre los niños y Aidan no se quien sea mi favorito pero ese Alejandro mimoso me dio mucha ternura
    Geniales capítulos :D
    Att.miranda

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  2. Anoche no pude comentar... estaba muertaaaaaaaaa gracias por el capitulo he dicho ya que Alejandro es mi favorito... pues es mi favorito y este capitulo ha estado como un margar de dioses mira que por quedarme leyendo las 76 hojas hoy no me podía levantarrrrrrr y si me preguntas si valió la pena solo he de responder que si hubiesen sido mil hojas y tengo que ir a trabajar sin dormir GUSTOSA LO HUBIESE HECHO... y este cap lo reclamo como regalo de las 500000 visitas :D porfiiiii actualiza pronto :D

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    1. Por suuesto, lady, para ti, FELICIDADES!!!!!!

      y... 76? EN SERIO OCUPÓ TANTO? o.o

      Definitivamente, paso demasiadas horas en vela. La proporción de las pags es mayor cuanto más insominio tengo xD

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    2. en letra 14 sip es lo que ocupo... pero YO NO QUERÍA QUE SE ACABARA, ve a descansar :D

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  3. Jajajaj Dream como siempre te luciste... Me encanta que Michael se preocupe por sus hermanos, que se integre pero me preocupa que pueda pasarle en el trabajito ese, Adoro a Alejandro... pero que JO...de dañarles los pocos buenos momentos de adolescentes de TED, yo de pana me vengo...JAJAJA. Aidan que decir... lo amo.

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  4. jajjaajaja, me encanta ver el lado infantil de alejandro, también estuvo hermoso el poema, y ver como se están integrando las cosa.....

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  5. Me encnata MIchel, es muy observador y creo que ayudara mucho a Aidan solo epsero que no se meta en lios con la policia.......
    Ahora ALejandro, pues que te digo lo adoro es un crio intenso
    y mucahs gracias por publicar a mis clonador demonios lose xtrañaa muchisimo

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  6. Excelentísimo capítulo, desde la primera parte hasta la última!!! Pero te juro que hubo un momento en que quise meterme en el relato y apretarle el cuello con mis manitos a ese abuelo de m..... grrrrr.... qué malvado!!! También has despertado mi curiosidad... qué fue de la vida de Andrew con un papá asi?!!...

    Aidan no deja de sorprenderme y enamorarme; es tan genial, tan encantador, con ese corazón lleno de sentimientos!! Me alegró que no hiciera uso del cinto y más que nada que estuviera tan pendiente de las reacciones de su hijo, bueno, eso lo hace siempre =P

    Me encantó Alejandro mimoso, ay qué tierno!!! =D

    Espero con emoción la actualización de tan preciosa historia!!

    Camila

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  7. Maravilloso los capítulos ese Alejandro no sale de una y ya anda en más de dos y peores me encantó ver ese lado mimoso de Ale es tan lindo así y como es que una persona que sufrió como Aidan sea tan lindo y cariñoso eso es salir adelante, ja y ya quiero ver que pasa con Michael en su nuevo trabajo seguro que ahísurge algo bueno me agrada que muestre preocupación por sus hermanos excelente historia Dream

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  8. Anónimo14 de enero de 2014, 4:48
    :O pobre Aidan ahora si se paso Alejandro
    Y lo peor que ni lo disfruto :/ jaja
    Ya se que Aidan tiene ganas de cometer homicidio pero xfavor que no sea tan tan severo con Alejandro el pobre ya hasta a de ver aprendido la lección jeje
    Me encanto eso de la guerra con los tomates definitivamente Anidan hace magia y risoterapia con sus niños :3
    Me gustaron mucho los capítulos
    Eres una genio dream jaja pero xfavor que aidan se ablande un poquito
    Ok ya me callo :D
    Saludos
    Arte.Miranda

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