lunes, 8 de julio de 2019

CAPÍTULO 71: EL DÍA ANTES DE NAVIDAD



CAPÍTULO 71: EL DÍA ANTES DE NAVIDAD
Nochebuena en mi familia siempre es un gran evento. En los últimos tres o cuatro años siempre seguíamos la misma rutina: por la mañana íbamos a la iglesia, pero no para la misa, sino para participar de las actividades que organizaba el párroco. Empezábamos con una función de teatro y yo tenía asignado de forma vitalicia el papel de Baltasar. Después se anunciaba la familia ganadora del concurso de belenes, para lo cual había que llevar fotos y vídeos y dejar que un jurado decidiera. 
El fallo del jurado se emitía en uno de los salones de la parroquia y mi familia y yo fuimos allí con todos los demás a esperar el veredicto. Barie se había encargado de entregar todo un photobook. Estaba decidida a llevarse el premio. A mí me hacía gracia verla tan ilusionada en aquella tontería, pero era una prueba más de que mi hermanita era pequeña aún. 
- Verás como no ganemos, el disgusto que se va a llevar – murmuró papá. – Está convencida de que quedaremos entre los tres mejores. No tendría que haberla dejado participar. 
- ¿Qué? No, papá, ¿pero qué dices? Barie tiene buen perder, no pasará nada.
- Eso es porque tú no viste la cara que puso cuando fuimos a ver a Papá Noel – me dijo. 
Después de la visita de Kurt al médico papá había estado un poco muy sobreprotector con el enano y le había tenido dos días enteros bajo cuidados de camita y mimitos, como decía él. Yo sospechaba que aquello no tenía tanto que ver con su tripa y si con la preocupación de la cita del cardiólogo. Todos estábamos algo preocupados por eso, pero el enano parecía estar bien, así que finalmente papá había tenido que dejarle salir de la cama, del cuarto y de la casa, y habíamos ido al centro comercial, donde los peques habían podido “conocer” a Papá Noel. 
- ¿Qué cara? – pregunté, confundido. Hasta donde yo sabía, ese día había sido un éxito. Toda la última semana había sido un éxito, llena de juegos y momentos divertidos… y una cita con Agus que había ido increíblemente bien… Incluso papá había visto a Holly y, a juzgar por la sonrisa con la que había vuelto a casa, había ido estupendamente. 
- Es el primer año para tu hermana, Ted – me recordó papá y entonces lo entendí. Era el primer año en el que Barie no creía en “la magia de la Navidad”. Lo había descubierto por culpa de unos compañeros del colegio. Grrr. Malditos metiches deslenguados rompeilusiones. 
Maddie lo sabía desde hacía dos años, pero Barie había seguido creyendo en Papá Noel hasta hacía unos meses. Papá no quería que ese descubrimiento empañara aquellos días festivos para ella.
- Bueno, pero ¿qué tiene eso que ver con el concurso de belenes? – me extrañé.
 - Pues que no quiero que nada más le estropeé la Navidad. 
- Papá, si no recuerdo mal, fuiste tú quien me enseñó que la Navidad es mucho más que regalos. Es estar con la familia, celebrar el nacimiento de Jesús, tener una excusa para comer mucho chocolate. Y Barie entiende eso mejor que nadie. De las tres cosas – dije y me reí, al recordar cómo había llenado el carrito de bombones diciendo que “mejor que sobren y no que falten”. Papá sonrió también, a su pesar.
- Ya sé. Pero yo quería que conservara esa inocencia un poquito más. Como Zach. 
Le miré y me mordí el labio.
- Papá, yo creo que Zach ya lo sabe. Ya es demasiado mayor. Solo finge porque le hace ilusión. Además, los niños a esa edad son muy crueles y se meten mucho con los que tienen más de diez y aún creen en Papá Noel. No es lo normal, ¿sabes? Descubren la verdad sobre los siete, o los ocho… Los nueve, con suerte.
- Ah, no, pues a Cole que lo dejen en paz – gruñó. – Tengo cinco bebés que aún creen en Santa Claus y pienso mantenerlo así por muchos años.
Sonreí. Papá tenía más ilusión que cualquier niño. No es que le diera importancia a lo material, es que él de pequeño no había podido disfrutar de aquellas fiestas y por eso se proponía que todo fuera perfecto para nosotros. Lo que él no sabía es que ya era perfecto porque estábamos con él.
  • AIDAN’S POV –
  •  
Tenía una montaña de regalos en el garaje esperando para ser envueltos. Algunos los envolvían en la tienda, pero otros no, porque yo tenía que montarlos primero. Había conseguido tenerlo todo listo a tiempo, aunque aún me faltaban algunos detalles en el unicornio de madera de Alice. Quería echarle purpurina en el cuerno. 
Dejé de pensar en todo eso cuando mis enanos se subieron al escenario para la función. Dylan y Cole eran unos pastores adorables, Barie era la Virgen María más hermosa y Ted estuvo espectacular, las ropas de Rey Mago le quedaban muy bien, aunque creo que él se sentía mayor para esas cosas. Tenía que enseñarle a decir que no, nadie le obligaba a participar en la obra, pero creo que mi niño siempre tenía deseo de agradarle a todos. 
Cuando acabó la representación fuimos al salón a esperar los resultados del concurso de belenes. Charlé un rato con Ted y una vez más tuve que enfrentarme al hecho de que mis bebés estaban creciendo. Sabía que era todo un récord que algunos de ellos hubieran llegado a los once o doce años creyendo en Papá Noel, pero a mí me seguía pareciendo poco. Barie siempre había dejado leche con galletas para los renos y si aquel año lo hacía sería solo por seguir la tradición para sus hermanitos. Ya no habría más preguntas incansables sobre si Rudolf se había comido el bastoncito de caramelo. 
Me sorprendí al ver que Barie no había presentado solo un álbum con las fotos del belén, sino también un pequeño vídeo, grabado con su tablet no sé cuándo. Lo proyectaron delante de todos los participantes. En él salía ella con mis tres enanos, Alice, Kurt y Hannah, mientras les explicaba cada elemento del portal. Mi hija era demasiado lista, sabía que el factor adorabilidad le haría ganar puntos en el concurso. 
- ¿Y por qué no está el bebé Jesús? – preguntaba Alice en el vídeo. 
- El bebé Jesús se pone el 25 o el 24 por la noche, cuando ya ha nacido – respondía Barie. 
Busqué a Bárbara, la del presente, pero no la encontré por ningún lado.
- Se habrá escondido para que no la regañes – dijo Harry.
- ¿Y por qué la iba a regañar?
- Por sacar en vídeo a los peques. 
- Mientras no lo suba a internet no pasa nada – le aclaré. La parroquia era un entorno seguro, conocíamos a todo el mundo. – Así que ve a buscarla y dile que venga aquí a dar la cara. No puede hacer algo tan bonito y luego esconderse de las felicitaciones. 
Harry sonrió y fue a buscar a su hermana.
- Está en el baño, papá – me dijo, ya de vuelta. – Creo que le da vergüenza. 
Meneé la cabeza. Princesita tímida fuera de casa y atrevida dentro de ella. 
El vídeo fue muy bonito y a los jueces les gustó mucho, así que quedamos los segundos en el concurso de belenes. Nos dieron una medalla y muchas galletitas de jengibre.
- Barbie debería estar aquí recogiendo el premio – dijo Maddie y le di la razón. 
- Pues sí, cariño. Ni siquiera se enteró de que hemos ganado y fue todo gracias a ella. Ten, toma la medalla. Vamos a buscarla y se la damos. 
La estuvimos buscando durante un rato, pero no la encontramos y ahí fue cuando me empecé a preocupar. Todos mis hijos colaboraron en la búsqueda y yo maldije mi estúpida norma de que no se llevaban móviles a la iglesia. 
- Harry, campeón, dime la verdad. ¿Estaba realmente en el baño? No me voy a enfadar. 
- Sí, papá, llamé a la puerta y todo. Me dijo que en cuanto acabase el vídeo entraba – me respondió Harry y pude ver que era sincero. 
De eso hacía ya un buen rato. Salimos a buscarla por los alrededores de la parroquia. Algunos niños jugaban al futbol en el césped, pero eso a Barie no le gustaba. Había un par de niñas jugando con los escasos restos de nieve, pero no mi hija. Y entonces la vimos, despidiéndose de un hombre. De un hombre rubio. De un hombre rubio con rizos. 
- ¡Andrew! – le grité, pero me ignoró. 
Corrí hacia Barie, para comprobar que no le había hecho nada. No sé de qué tenía miedo, Andrew no era peligroso. Excepto para las mujeres guapas. Pero no para su propia hija. No para su propia hija, ¿verdad? No, claro que no. Barie tenía solo doce años. Ni siquiera él miraría con esos ojos a una niña de doce años y menos a su hija. 
- ¡Papi! – me saludó, con timidez. Iba cargada con varias bolsas.
- ¿Qué hacías hablando con él? – le ladró Alejandro, antes de que yo pudiera decir nada. Él y Michael me habían seguido. Ted se había quedado algo apartado con los demás. 
- Yo… Salí un momento a tomar el aire y le vi. Le vi a lo lejos. Me hizo un gesto para que me acercara y…
- ¿Y tú te acercaste?  Pero ¿cómo se te ocurre?  – le increpó Alejandro. Entonces, sin que pudiera esperarlo, la abofeteó. Fue un golpe fuerte, que nos pilló, a ella y a mí, totalmente desprevenidos. Barie perdió el equilibrio y se cayó al suelo, llevándose una mano a la mejilla. Sus ojos se inundaron de lágrimas instantáneamente.
Tardé unos instantes en reaccionar y para entonces Barie ya había empezado a llorar abiertamente. Me agaché junto a ella y la ayudé a levantarse. Examiné su carita, preguntándome si le iba a salir un moratón. 
- ¡¡ALEJANDRO!!  - bramé. Mi hijo dio un saltito, asustado por el volumen. Quienes aún no nos estaban observando, clavaron su mirada en nosotros en ese momento. 
- ¡Habló con Andrew! – protestó, como si eso lo justificara. Como si el raro fuera yo por no entender que le hubiera cruzado la cara a su hermanita. 
- ¿Y ESO TE DA DERECHO A GOLPEARLA? -  le chillé. No sé ni cómo conseguía encontrar las palabras, mi cerebro estaba cegado por la ira. Sentía que hasta veía las cosas de color rojo.
- Papi… snif… snif… solo quería darme esto… snif… Andrew solo quería darme esto… BWAAAAA – lloró, y me enseñó las bolsas, bastante cargadas de paquetes que parecían ser regalos, que se habían caído y desperdigado a su alrededor. – Me… snif… me dijo… snif… que se alegraba de verme… snif… y me preguntó por Ted… snif…. BWAAAAAA ¡No hice nada malo, papi!
- ¿Qué no hiciste nada malo? – preguntó Alejandro, visiblemente enfurecido. Le dio una patada a uno de los paquetes, enviándolo lejos. - ¡Te juntaste con ese bastardo hijo de puta! ¿Es que te reúnes con él en secreto?
Barie se escondió detrás de mí, asustada, como temiendo otro golpe de su hermano. Ese fue mi límite. 
- ¡¡ALEJANDRO GONZÁLEZ WHITEMORE VOY A CERRAR LOS OJOS UN SEGUNDO Y CUANDO LOS ABRA NO ESTARÁS AQUÍ Y TE IRÁS DERECHITO A CASA!!
Alejandro no se movió y me miró muy asombrado.
- Nu-nunca me has llamado así – murmuró. De la sorpresa se le había ido todo el enfado, pero a mí no. 
- ¿ES QUE NO ME HAS OÍDO! ¡A CASA, AHORA!
- Alejandro, será mejor que le hagas caso a papá – susurró Ted. No sé en qué momento se había acercado, había sido sigiloso como un pajarito. – Ve con Michael, él te acompaña.
Alejandro no dijo nada durante unos segundos, hasta que por fin reaccionó y miró a su hermano con desprecio. 
- Son solo tres calles, Ted. No me voy a perder.
Echó a andar y tuve que contener muchísimo para no agarrarle del hombro y zarandearle hasta que la sangre le llegara a la cabeza o la cabeza se le saliera del cuello. No tenía claro cuál hubiera sido mi objetivo y por eso sabía que era mejor que me centrara en Bárbara por el momento, para no hacer ni decir tonterías. 
Lo cierto es que mi princesita me necesitaba. Respiraba con dificultad, como si estuviera por sufrir un ataque de pánico y se había pegado a Ted o mejor dicho trataba de fusionarse con él, de lo fuerte que le agarraba.
- Shh, shhh, calma princesita. Déjame ver. ¿Te duele mucho?
- ¡Papiiii! – lloró y se abrazó a mi cuello. Por primera vez en unos dos o tres años, la levanté y la cogí en brazos. Tal vez lo hubiera hecho en alguna otra ocasión, jugando en casa, pero desde luego hacía tiempo que ella no me permitía hacerlo en público. Aquella vez no pareció importarle quién pudiera estar mirando. 
- Ya, bebé. Papá te tiene. 
La llené de besos en la mejilla y poco a poco se fue calmando. La marca de los dedos de Alejandro se notaba en su piel y eso me hacía apretar los dientes. 
- Vamos a casa que te de pomada, corazón. 
- Papá, Jandro me odia – lloriqueó. 
- No te odia, cariño. Tu hermano te quiere mucho. Solo se le cruzaron los cables, pero papá ya se los va a desenredar – prometí y la di otro beso. 
- ¿Estás enfadado conmigo?
- No, mi vida. Más tarde hablaremos bien de lo que pasó con Andrew, pero no estás en ninguna clase de problema, ¿bueno?
Ella asintió y apoyó la cabeza en el hueco de mi cuello.
- Vámonos, papi, tengo vergüenza – susurró en mi oído.
- Ya nos vamos, cariño. ¿Sabes que ganaste el concurso? Hay una cajita de galletas esperándote. 
Eso la hizo sonreír un poco, pero fue una sonrisa sin ganas. Eché a andar sin soltarla, girando la cabeza para comprobar que los demás nos seguían. 
- Papi, los regalos – me recordó Barie, señalando los paquetes. Ted los reunió todos diligentemente y los metió en las bolsas. - ¿Se han roto? 
- No parece – respondió Ted. Se le notaba bastante shockeado y al resto de mis hijos también. 
Caminamos en silencio durante un par de minutos. Yo intentaba concentrarme solamente en mi pequeña. 
- Papito, ya bájame, puedo caminar – susurró. En contra de mi voluntad, la dejé en el suelo. – Qué vergüenza, no voy a poder volver allí nunca más.
- El único que debe sentir vergüenza es tu hermano. 
- Papá… - empezó Ted.
- Ni lo intentes, Ted, esta vez ni lo intentes. Tu hermano se ha ganado la madre de todas las zurras y aquí delante de todos lo digo. Hace unos días ya le perdoné por pegaros a ti y a Dylan, pensé que solo necesitaba un poco de comprensión, pero ya vi que me equivoqué.
- No, papá. Ahora necesita un poquito más de comprensión. Y paciencia.
- Oh, voy a ser muy paciente. Voy a estar como media hora siendo paciente con él y con cierta parte de su cuerpo.
- Hablo en serio, papá – protestó Ted. – Sabes que no es racional cuando se trata de Andrew.
Andrew era un pensamiento que estaba intentando esquivar en mi cabeza, aunque él había sido el desencadenante de todo. En las últimas dos semanas le había bloqueado de mi mente. No quería hacerle frente al hecho de que no era mi padre biológico. No quería pensar en él ni en Greyson, ni asociar la palabra “padre” con Greyson, que tanto daño le había hecho a uno de mis hijos. 
Sabía que Andrew había estado haciendo lo mismo, esquivando el tema, y por eso no habíamos vuelto a tener noticias suyas. Por eso, seguramente, había recurrido a Barie en lugar de acercarse a mí.
- Nada de lo que digas le va a librar de esta, hijo – le respondí, finalmente.
Ted agrandó sus pasos hasta adelantarme para hablar frente a frente conmigo.
-  No te voy a dejar – declaró.
- ¿Cómo dices? 
- Que no te voy a dejar que hables con él hasta que entiendas algo.
- ¿Qué no me vas a dejar? – le gruñí, furioso. ¿Había olvidado quién de los dos era el padre? - ¿Y qué vas a hacer para impedirlo?
- Suplicarte o ganarme un castigo en su lugar, me da igual. No voy a dejar que le des la tunda que estás pensando en darle el día antes de Navidad. 
- Mira, mocoso, porque me parece tierno que des la cara por tu hermano, que si no…
- No pretendo ser tierno – me interrumpió. – Solo que me escuches. 
- Escúchame tú a mí: no te pases de listo que no está el horno para bollos y no quiero pagarla contigo. 
Ted se quedó en silencio el resto del trayecto y en seguida llegamos a casa. Abrí la puerta y mis hijos entraron, pero Ted se quedó fuera.
- No voy a entrar hasta que me atiendas – me dijo. 
- Sin amenazas, Ted, o no te gustará el tipo de atención que te preste.
No me respondió y se sentó en el suelo frente a la puerta. ¿Qué era aquello, una huelga? 
- Levanta de ahí, no hagas el ganso. 

Ted se levantó, obediente, y se sentó entonces en un altillo de piedra en la casa del vecino. Se quitó el abrigo y me esperó. No sé si lo del abrigo tenía que terminar de convencerme. Algo así como “si no quieres que me resfríe tendrás que venir aquí y complacerme”. 
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Su determinación me causó rabia, orgullo y gracia al mismo tiempo. Mocoso cabezota. Dejé la puerta abierta y me puse delante de él con los brazos cruzados, pero no ayudaba a mi pose de padre enfadado el hecho de que quisiera escapárseme una sonrisa. 
- ¿Quieres dar un espectáculo delante de los vecinos? No tengo ningún problema en repasar la conversación de “a papá no se le chantajea”. 
- Nunca tuvimos esa conversación.
- Pues se ve que te hizo falta.
- No es chantaje, pa. Solo quiero hablar contigo.
- ¿Qué te dio últimamente por decirme “pa”? – pregunté, con curiosidad.
- Es como “papi”, pero sin que me arda la cara cada vez que lo digo. 
Sonreí. 
- Así que es tu forma de buscar enternecerme, caradura. A ver. ¿Qué defensa vas a utilizar esta vez para que no te deje sin hermano? – le dije, sentándome a su lado. 
- Ninguna defensa, papá, solo la verdad. 
- A ver, oigámosla. 
- Pues en primer lugar, lo más evidente: que le quieres mucho, que es Nochebuena y que está prohibido castigar a nadie en Nochebuena.
- ¿No me digas? Me perdí ese memorándum – respondí, sarcástico.
- Pues les llegó a todos los padres, estoy seguro, mira bien en el correo. Y en segundo lugar, ¿te has fijado en que si quitamos el ataque a Dylan del otro día, Alejandro lleva un tiempo sin armarla? No es solo para que notes que no se ha metido en líos, sino para que pienses por qué. No ha sido porque hayas estado siendo más duro con él, sino al contrario. Si le tienes paciencia reacciona mejor, pa.
- Mira, Ted, yo le puedo tener paciencia en que no recoja el cuarto o de alguna que otra mala contestación, pero no cuando le mete semejante golpe a tu hermana.
- Lo que me lleva al punto tres: Ale ya me contó que quieres que vea a un loquero para que le ayude a controlar la rabia.
- Psicólogo se llama - corregí.
- Lo mismo da. Yo creo que es una buena idea. Pero todavía no tuvo cita, deberías darle por lo menos la oportunidad de ver si funciona. Se puso así por Andrew, papá. Para él es muy difícil. Es el hombre que le abandonó.
- También te abandonó a ti y no vas por ahí pegando a la gente – repliqué, pero ya no me soné tan convencido como antes. Sus palabras se estaban abriendo paso. - ¿Qué pretendes que haga, que lo felicite?
- No, pa. Sé que lo tienes que regañar y castigar un poquito. Es más, si no lo haces, probablemente se sentirá muy culpable después y entonces sí que se pasará toda la Navidad triste. Pero si te dejaba entrar tal como venías me lo matabas. 
Suspiré y después de suspirar sonreí y después de sonreír le abracé. Todo mi cuerpo sentía que no podía hacer otra cosa. 
- Eres un chico muy especial, Teddy. Muy descarado, muy cabezota, pero muy especial.
- Anda, justo como mi padre – replicó, con una sonrisa con la que enseñó los dientes. Después, se puso serio y me miró con sus ojos marrones algo temblorosos, como si tuvieran vida propia. - ¿Te hice enfadar?
- No, canijo. 
- Tenía que picarte un poquito, es que no me escuchabas. 
- Pues ten cuidado no me piques demasiado y te pique yo a ti, ¿eh? – le chinché y le apreté el costado. Soltó una risa muy fuerte, me encantaba cuando Ted se reía así. - Venga para dentro, que me estoy quedando pelado y tú también. Mira que quitarte el abrigo. Por eso sí que debería enfadarme. 
- Ah, pero no puedes, ahora estás enfadado con Alejandro y no puedes enfadarte con dos a la vez – me dijo y corrió a entrar en casa, no sé si porque se estaba quedando frío o para huir de posibles represalias. Me tenía comiendo de su mano el microbio ese. Necesitaba alguien que le pusiera en su lugar, pero estaba claro que no iba a ser yo. 
Una cosa era clara: mi niño estaba recuperando su alegría, esa que no solo había perdido en el hospital, sino en la adolescencia. La alegría infantil de Ted en su mente y cuerpo de adulto era la mejor combinación del mundo. 
Entré detrás de él y más de uno de mis hijos me miró con curiosidad, preguntándose por qué habíamos tardado. 
- Barie, cariño, ven a la cocina, que te pongo hielo. Luego te doy la crema. Ted, te quiero cerca de la calefacción, ¿eh? No te muevas de ahí en cinco minutos.
Barie vino conmigo y Ted puso el puf al lado del radiador. Cuando volví al salón con Barie y con el hielo, Alice miraba a Ted con mucha curiosidad. 
- ¿Papi te ha puesto en la esquina, Tete? – le preguntó. 
Yo contuve una risita y Barie directamente la soltó, pero luego se tapó la boca con las manos, mientras me miraba, entre curiosa y divertida. Para Alice, que siempre que la poníamos mirando a la pared la dejábamos sentadita, aquella imagen tenía un gran parecido, aunque nunca era con el puf, en el que prácticamente se tumbaban más que sentarse. 
- Sí, enana. Porque me quité el abrigo en la calle – respondió Ted, guardando su móvil y abriendo los brazos. – ¿Me haces compañía un ratito?
Alice me miró, insegura, pero yo asentí así que corrió a meterse entre los brazos de su hermano. Más monos. 
- Cinco minutos, Ted. Michael, vigílale el tiempo – dije, con falso tono serio. Ted rodó los ojos y yo le puse una mueca. Le lancé un cojín para que estuviera más cómodo y si lo dejé a dos metros para que tuviera que estirarse a cogerlo fue solo pura casualidad, de verdad. 
- A veces no sé quién es el adulto responsable aquí  – murmuró Barie. 
- Tú, por supuesto – me reí y la indiqué que subiera las escaleras. No sé si estaba paranoico pero su mejilla me empezaba a parecer más violeta que roja. El hielo bajaría la inflamación, pero la crema haría el resto. 
Antes de desaparecer en el piso de arriba, todavía pudimos escuchar a Alice. 
- Oye, tu esquina es mejor que la mía. Papá te deja hablar y juegar. 
- Ventajas de ser mayor, enana. 

  • BARIE’s POV -
  •  
Tener tantos hermanos mayores me había enseñado a aguantarme el dolor. A los seis años Alejandro me pilló la mano con la puerta. A los ocho Zach me hizo sangre en la nariz por un juego demasiado rudo. A los nueve Ted me dio un balonazo. A los diez, Harry me hizo la zancadilla, me caí y me hice un chichón. Todas esas veces yo había intentado retener las lágrimas para que papá no les echara la bronca, aunque nunca tuve demasiado éxito. Solo hubiera conseguido encubrir a Ted y el muy buenazo fue corriendo a decírselo a papá, preocupado porque le había hecho daño a la princesa. La verdad es que todos solían tener cuidado conmigo. Yo sentía que me protegían y casi siempre me gustaba esa sensación.
Tal vez por eso el golpe de Alejandro me dolió tanto. Porque no había sido un accidente. No había sido un juego infantil o un enfado de niños.  Me había pegado porque me odiaba, porque yo había hablado con Andrew.
Mientras papá me echaba la crema se me escapó una lágrima y él se percató y me la limpió con el dedo.
- Ey, no, no, princesita. ¿Te hice daño? Ya casi termino, mi amor. 
- Papi, antes te dije un mentira – le confesé. Ya me odiaba Alejandro, no quería que me odiara él también, pero tarde o temprano se acabaría enterando y sería peor. 
- ¿Cuándo, tesoro? 
- Antes – lloriqueé. No era mi intención sonar tan infantil, pero no podía evitarlo. – No salí a tomar el aire. Cuando me encontré con Andrew estaba con un chico.
Creo que papá dejó de respirar por unos segundos. No dijo nada y eso me asustó. 
- No me odies, papito, por favor. 
- ¿Odiarte? Eso jamás, Bárbara. Justo lo contrario, te quiero mucho mucho – me aseguró y me dio un beso en la frente. - ¿Quién era ese chico? 
- Papi, si preguntas así casi parece que le vayas a mandar investigar.
- No es mala idea – respondió e hizo como que lo pensaba.
- No hace falta, porque le conoces. Es Mark, de la parroquia. Canta conmigo en el coro. 
- ¿Y qué pasó con ese muchachito de tu clase? Kevin, creo que era – me dijo. Me sorprendió que se acordara, si le había nombrado alguna vez había sido de pasada. 
- Él es solo un amor platónico, papá. Ningún chico así saldría conmigo. 

Papá frunció el ceño.
- ¿Qué quieres decir?
- Pues que es guapísimo.
- Y tú también – declaró. Resoplé y él me sujetó la barbilla para hacer que le mirara. – Tú también. 
- Si tú lo dices…
- Lo digo – zanjó, con fiereza. Cualquiera le llevaba la contraria. – ¿Bueno y entonces este chico, Mark, es un cardo del desierto o qué?
- ¡Papá! – me reí. – Mark es bastante mono. Muy infantil, pero Maddie die que todos los chicos lo son. 
- ¿Y cuáles son sus intenciones con mi princesa? – me interrogó. Estaba de broma, pero algo en su mirada me indicó que tenía que avisarle a Mark para que anduviera con cuidado. 
- No sé. De momento solo hablamos. Me lo encontré al salir del baño, me dijo que ya se iba y me dio un beso en la mejilla – le dije y me ruboricé. 
- Ese es el único lugar donde te puede besar hasta los quince, ¿me oyes? 
- ¡Papá! – protesté. – No soy una niña, ¿sabes? Y no me digas lo de que siempre seré tu niña porque eso ya lo sé, pero si tu niña tiene novio no te queda más remedio que aceptarlo. 
- ¿Así que es tu novio? – me preguntó y me volví a ruborizar.
- Todavía no. Pero me gustaría – susurré, avergonzada. 
Papá me envolvió en un abrazo y yo lo acepté aunque no sabía muy bien a qué venía. Creo que para él era difícil aceptar que hubiera otro chico en mi vida, aparte de mis hermanos.
- Habrá que hacer algo al respecto, entonces. Podrías invitarle a casa algún día. Nunca ha venido, ¿no? 
- No – le confirmé. – Pero no sé si invitarle, ¿qué le vas a hacer?
- Nada, princesa. Tienes un papi sobreprotector, pero si él se porta bien contigo no tiene nada que temer. Ahora, como te haga daño, no va a tener lugar en el que esconderse. 
Sonreí. Se lo había tomado mejor de lo que esperaba. 
- ¿No estás enfadado?
- No. Pero ¿por qué no me lo has querido ocultar? Sé que soy celosito, princesa, pero espero que sepas que es medio en broma. No me voy a molestar porque te guste un chico, aunque sí tendremos que hablar de algunas cosas. 
- La charla de las flores y las abejas no, ¿eh?
- Oh, sí, esa charla al completo. Y la de los abejorros y cómo tratar con ellos también. 
- ¡Ay, papiiii! – protesté, y me tapé la cara con la almohada, pero me hice algo de daño y la saqué. – Au. 
Los ojos de papá se oscurecieron.
- Después de comer te daré un analgésico, tesoro.
- Ya duele menos, papi – le mentí, pero su mirada seria me indicó que no me creía. 
- El bruto de tu hermano vendrá luego a disculparse contigo y se ofrecerá voluntario para hacer tus tareas de casa por una semana. 
- Pero si apenas tenemos tareas, papi. Déjalo, así me perdona antes. 
- ¿Perdonarte? ¿Él a ti? – me preguntó, con incredulidad. 
- Le molestó mucho que hablara con Andrew.
- Vamos a dejar algo claro: da igual con quién hables, con quién vayas o lo que hagas, eso no le da derecho a golpearte de esa manera y es él quien te tiene que pedir perdón. 
- Pero le hice daño. No fue planeado, papi, de verdad. Andrew me hizo una seña y estuve a punto de ir a por ti, pero tenía miedo de que se fuera. Tenía miedo de que si entraba a buscarte podía marcharse. Apenas hablamos, me dijo que se alegraba de verme, que si Ted estaba bien, que te diera los regalos y que me cuidara. Yo ni recuerdo lo que le contesté, ni sé si le contesté algo. Creo que me quedé en blanco, pero cuando se marchó me sentí como llena…. Como si por fin le importásemos... Pensé… pensé que era el mejor regalo de Navidad. Tú te estás viendo con Holly y Andrew se preocupa por nosotros – le dije, hablando tan rápido que no sé cómo me entendió. Después escondí la cabeza en su pecho, llena de vergüenza y algo de miedo. 
Al acercarme a Andrew, no pensé en las consecuencias. No pensé en las cosas negativas. No pensé en que a Alejandro o a cualquiera de mis hermanos aquello les parecería traición. No recordé lo mucho que dolían los días del padre, o cuando algún profesor decía “necesitamos la firma de tu tutor”. Y es que la gente es muy imbécil, todos saben que Aidan es mi padre a todos los efectos que importan, pero luego no tienen ningún cuidado en lo que dicen. Recordé la primera y única vez que me llevaron al despacho del director, cuando tenía siete años. Las palabras revoloteaban en mi cabeza, imposible olvidarlas: “¿Le darás esta tarjeta a tu hermanito, Barie? Eso está muy bien, él te quiere como si fuera tu papá”. “¡Él es mi papá, so imbécil!”. “Señor Whitemore, no podemos permitir que su hija le hable así a un profesor”. “Perdón, papi, perdón”. “¿Cómo me has llamado, cariño” “Papi”. ¿”Y por qué?” “¡Porque eres mi papi!”. “Entonces no tiene que importarte lo que nadie diga, princesa. Solo tú sabes quién es tu papá”. 
Todos esos momentos no habrían tenido lugar si Andrew hubiera estado a la altura, pero entonces yo no tendría la familia que tenía. Las decisiones de Andrew me habían hecho daño, pero también me habían dado una vida con papá. No le estaba agradecida ni mucho menos, pero tampoco me consumía el rencor como a Jandro. Si Andrew quería otra oportunidad se la podía dar, aunque jamás iba a ocupar el lugar de papá. 
-No hiciste nada malo, princesa – susurró papá, acariciándome el pelo. – Nuestras acciones a veces causan dolor a los demás, pero eso no quiere decir que sean malas. 
- Si algo hace daño es malo – susurré.
- No siempre, cariño. A veces las cosas ni son buenas ni malas, solo son. Como cuando Alice quiere jugar contigo pero tú tienes que terminar los deberes y le dices que espere. A veces la enana llora, porque no quiere esperar para jugar contigo. Pero tú no eres mala por terminar tu tarea, ni quieres que llore. Lo que nuestras decisiones provocan en los demás no siempre es culpa nuestra. 
Papá tenía la virtud de saber explicar muy bien las cosas. A veces usaba un lenguaje muy infantil, pero así lograba que siempre le entendiera. Ted también había cogido esa manía. Tanto niño les volvía cursis, pero yo no me iba a quejar, porque me encantaba. Eso era lo que me gustaba de Mark, en realidad, que también era un poco cursi, pero sin pasarse. 
- Entonces, papi si te da un infarto porque me haga novia de Mark tampoco será culpa mía – bromeé.
- Mira, mocosa, eso será cien por cien culpa tuya – replicó, y me hizo cosquillas. Después se puso serio. - De eso quiero que hablemos, Bar. 
- Que sí, papi, que ya sé cómo funciona lo del polen y la cigüeña y…
- No estoy jugando ahora, cariño – me dijo y me separó un poco para que me sentara a su lado. – Hace falta ser muy madura y responsable para tener novio a tu edad.
- ¿Por qué?
Papá lo pensó durante unos segundos, como si estuviera buscando las palabras adecuadas. 
- No estoy seguro de poder explicártelo – dijo al final. – Yo veo las cosas de una manera y tú las ves de otra. Son de esas cosas por las que dirás que “no te entiendo”, cuando a lo mejor eres tú quien no me entiende a mí. 
- Pruébame – protesté. 
- Con doce años todo se siente mucho más fuerte, corazón. Las cosas buenas y las cosas malas. Y cualquier relación tiene mucho de ambas. 
- Bueno – acepté. Eso tenía lógica. 
- Tienes que ser capaz de mantener un equilibrio. Seguir con tu vida, seguir sacando las mismas buenas notas que siempre me traes, seguir creciendo como una niñita, perdón, como una señorita de tu edad. Es normal que te apetezca mucho mucho estar con él y verle a todas horas, pero no por eso puedes aislarte de los demás, ¿mm? De tus amigos. De tu familia.
Asentí. Había visto eso en algunas chicas de mi clase: estaban todo el rato con su novio y si no era de la misma clase hablaban por el móvil con él, no prestaban atención, las regañaban mucho… Y en el caso de los chicos, era aún peor. A veces las manoseaban mucho. Si Mark ponía la mano donde no debía, se la cortaba, o mejor se lo decía a Maddie para que ella le cortara dedito a dedito. ¿Era eso lo que le preocupaba a papá?
- Conmigo puedes hablarlo todo, ¿lo sabes, no? No necesitas mentir, ni ocultarme cosas. Si quieres quedar con Mark no te lo impediré, peor necesito saber dónde estáis y qué estáis haciendo. 
- Papá, no te voy a hacer abuelo tan joven – le tranquilicé. – Ni siquiera estoy segura de que Mark sepa cómo se hacen los niños, en cuanto hables con él te darás cuenta. 
Yo tampoco lo sabía demasiado bien, la verdad. Sabía algunas cosas que nos habían explicado en ciencias, pero no con muchos detalles. Y la idea de que alguien o algo entrase en mi cuerpo era de lo más desagradable. 
- ¡Bárbara! – me regañó.
- ¿Qué? Dijiste que fuera sincera.
- Sinceridad y franqueza sin filtros no es lo mismo, caramba – gruñó y respiró hondo. Pobrecito, que se me moría. - Solo porque le conozco un poco y sé que es un buen niño es que no me he desmayado.
- No te desmayes, papito – respondí, cariñosa, y me tiré encima de él como cuando era más pequeña. – De momento no es mi novio así que sigues siendo el único príncipe de mi vida, ¿sí?
- ¿No que yo era el rey y los príncipes tus hermanitos? Él tendrá que conformarse con ser el mariscal. 
- Bueno. Pero si se porta bien le ascendemos a príncipe, ¿vale?
- Si se porta muy muy bien y dentro de muchos muchos años – refunfuñó. 

  • AIDAN’S POV -
  •  
¿Cómo de caro sería un billete de avión a la Antártida y cómo podría hacer que Mark se subiera en él? Sabía que eso no solucionaba nada, habría muchos más Marks dispuestos a robarse la infancia de mi pequeña. 
Las ganas de prohibirle cualquier relación hasta que fuera más mayor eran muchas, pero sabía que eso no serviría de nada, si acaso para empujarle a los brazos de ese chico con mayor velocidad. Tenía que confiar en mi niña y en los valores que le había enseñado. Y ese chico lo había conocido en la iglesia, eso tenía que contar para algo. 
¿Por qué crecían tan rápido? Lo notaba especialmente con las niñas, quizá porque yo nunca había sido una. 
Iba a tener cincuenta ojos encima de Bárbara. Me planteé la conveniencia de compartirlo con Ted y Michael para que estuvieran pendientes también, pero aparte de que era cosa de Barie el decidir si quería compartirlo, tenía un poco de miedo sobre cómo de protectores podrían resultar ellos dos. Igual asustaban al crío para que no se acercara a su hermanita nunca mal. Aunque… ¿era eso una mala idea? Lo medité cuidadosamente cuando salí del cuarto de mi princesa, pero no tuve tiempo de llegar a ninguna conclusión, porque me encontré con Harry y Zach que sujetaban a Madelaine en el pasillo. 
- ¡Que me soltéis! ¡Que le voy a reventar! – gritaba ella. Entendí que se refería a Alejandro. 
- ¡Así solo conseguirás que papá os castigue a los dos! – le decía Zach.
- Escucha a tu hermano, que es muy sabio – intervine.
- ¡Papá! – saludó Madie. - ¡Grr! ¿Viste el golpazo que le dio?
- Sí, cariño, y ahora voy a hablar con él, pero no compliques más las cosas. 
- Menudo capullo, hermano de mierda – barbotó.
- ¡Madelaine, ese lenguaje! 
Madie se puso detrás de Harry y asomó solo la cabeza. ¿Desde cuándo Harry era tan alto como para que ella pudiera esconderse detrás? 
- Se me escapó, papi.
- Pues a ver si a mí se me va a escapar la mano. Cinco dólares al tarro, señorita. 
- No tengo, papi – gimoteó. – Me lo gasté todo en regalos.
Miró a sus hermanos con algo de desesperación.
- Nosotros tampoco tenemos nada, Mad – respondieron los gemelos al mismo tiempo, con perfecta sincronización.
- ¿Seguro? Si me prestáis os lo devuelvo con la paga. Si no papá me va a castigar – puchereó. 
- Ven, Madie – la llamé.
- No, papi, espera, espera – me suplicó. 
- Ven, princesa, no te voy a comer. 
- A comer no, pero a hacerme llorar sí – protestó, pero vino conmigo y me abrazó. Besé su cabecita, que quedó más o menos a la altura de mi pecho. 
- Tampoco. En Nochebuena no se llora. Pero me vas a hacer copias como tus hermanitos pequeños, a ver si así aprendemos a no decir palabrotas. 
Arrugó la cara con indignación y se veía realmente adorable, pero supe que si se lo decía solo conseguiría enfadarla. Entré con ella a su habitación y cogí un par de folios. Barie nos observó con curiosidad. 
- Cincuenta veces: no diré palabrotas ni insultaré a mis hermanos aunque no estén delante – la dicté. 
- ¡Esa frase es muy larga, papi! ¡Y cincuenta veces son muchas!
- ¿Prefieres otro tipo de castigo? – pregunté, alzando una ceja.
- ¿Uno en el que cierras la puerta, te sientas en mi cama y eres malo conmigo? – preguntó, con un mohín sobreactuado. No hizo falta que respondiera. – No, papi. Pero sigue siendo mucho por una palabrota chiquitita.
- Dos palabrotas y nada de chiquititas. Ya hemos hablado de tu vocabulario muchas veces, princesita. Vamos, si empiezas ahora te da tiempo a terminar antes de comer y hasta te sobra. 
Se enfurruñó un poco, pero no estaba enfadada de verdad. 
- A veces creo que me confundes con Hannah – me dijo.
- Oh, no, te aseguro que no, tesoro. Si Hannah hubiera hablado así se hubiera llevado unas palmadas ahí mismo, delante de tus hermanos. 
- Malo – protestó, con voz infantil. Me gustaba verla así, no siempre se permitía actuar como una niña. 
- El más malo entre los malos – garanticé y le di un beso en la frente. – Mímame a tu hermana – la pedí y acaricié la pierna de Barie al pasar, intentando no mirarla mucho a la cara o todo el trabajo de calmarme que había realizado Ted se iría al traste. 
Ya no podía posponerlo más: tenía que hablar con Alejandro. No estaba en su cuarto, sino que se había ido directamente al mío. Estaba tumbado en mi cama con la cara escondida en la almohada. Se giró un poco al escucharme entrar. No estaba llorando, pero lo había hecho. Sus ojos rojos le delataban. 
- Has tardado – me acusó. El reclamo me pilló un poco desprevenido.
- Lo siento, campeón, me entretuve con tu hermana. 
- ¿Le hice daño? – murmuró, desviando la mirada.
- A lo mejor le sale un cardenal. Pero está bien.
Alejandro no dijo nada más y yo caminé hacia él y me senté en el borde de la cama. Esperé durante un rato, quería que él fuera el primero en hablar, que me dijera lo que estaba pensando. Estiré la mano y le acaricié el pelo y al hacerlo, me di cuenta de que estaba tenso y él lo tenía que notar. Me impuse más suavidad en mis movimientos, nada de ser frío con mi hijo. 
- Me llamaste González. Alejandro González Whitemore – susurró, al final.
Fue una forma de hacerle reaccionar, de hacer que me hiciera caso y entendiera que se había pasado. Pero no había tenido en cuenta cómo ese nombre le podía afectar. 
- ¿Te molestó? – le pregunté. 
- Es el nombre que uso en el colegio – respondió. – Pero en casa siempre soy Whitemore. 
He ahí un gran tabú, un tema no tratado, una realidad silenciosa en mi familia: no todos mis hermanos tenían el mismo apellido legal. La madre de Alejandro me le había dado directamente a mí, cuando decidió que ella no podía hacerse cargo. Un juez me había nombrado su tutor, en vistas de que Andrew no reclamó su custodia. En su partida de nacimiento ella le había inscrito con su apellido y yo no podía hacer nada al respecto. Aunque tal vez pudiera, si finalmente se daba el caso en que les pudiera adoptar. Pero, ¿qué apellido les daría entonces? ¿Whitemore? ¿Greyson? ¿Hijodenadie? ¿Bastardo de mierda criado por un imbécil y nacido de otro aún mayor? 
Los casos de cada uno de mis hermanos tenían sus propias particularidades. Ted y Dylan habían sido dados en adopción y yo técnicamente no les podía adoptar, así que estaban conmigo en condición de “casa de acogida”. Durante los primeros cuatro años, había tenido miedo de que me quitaran a Ted, pero me explicaron que, al ser pariente directo, podía vivir conmigo. Andrew había renunciado directamente a la custodia de Alice, poniéndome a mí como su tutor legal. Y el resto de mis hermanos, incluido Alejandro, también habían sufrido su renuncia, pero yo tuve que reclamar su custodia y fue un juez el que tuvo que hacerme su tutor. Únicamente Jandro, Barie, Hannah y Kurt tenían otro apellido, pero a Barie no parecía importarle tanto y mis enanos eran demasiado pequeños para entenderlo. Casi siempre usaban mi apellido, en el colegio eran comprensivos con eso. Alejandro no, porque cuando llegó a mi vida él tenía aprendido que se llamaba Alejandro González, que tenía tres añitos y que se venía a venir con su hermano. Siempre me pareció sorprendente la facilidad con la que empezó a llamarme papá.  
- Tuve muy poco tacto al llamarte así – reconocí. – Pero no fue con ninguna otra intención que la de que me hicieras caso. Ninguno de vosotros tiene un segundo nombre y como que para regañaros queda mejor, más de padre serio. “Theodore Joseph”, “Zachary Thobías”. ¿Lo ves? – escenifiqué, para hacerle sonreír, y lo conseguí.
- Zachary Thobías es nombre de amish total, papá. No tengas malos pensamientos. 
Me reí y le acaricié la cara.
- No sé qué ideas raras flotaron en esa cabecita, pero sácatelas, ¿eh? Eres un Whitemore de pura cepa, eres más Whitemore que yo – le dije. Él no podía saber hasta qué punto era cierto. 
- No es un apellido del que sentirse orgulloso – respondió. – Pero significa que somos una familia. 
Me conmoví y tragué saliva para deshacer el nudo de mi garganta.
- Sí, campeón. Significa que somos una familia. Y pensé que ya habíamos aclarado que no se golpea a la familia, Alejandro Joseph Thobías Whitemore. 
- Incluso una broma suena tétrica cuando lo dices con ese tono, papá. 
- Bien, porque así pretendía que sonara – respondí, ya más en serio. - ¿Cómo pudiste pegarle así a tu hermanita? Y no me pongas a Andrew de excusa. Sé cómo te hace sentir, pero…
- No, no lo sabes. Sé que tienes tu propia historia con él, sé que tratas de entendernos, pero el hecho cierto es que no lo sabes. Tú fuiste el hijo que se quedó. 
Sus palabras me impactaron y me enmudecieron por unos instantes. “El hijo que se quedó”. Supongo que ese era yo. Salvo que no era su hijo. Pero entonces, ¿por qué se quedó conmigo? ¿Por qué me separó de mi padre? No es que le guardara rencor por eso, viendo que mi padre era un criminal que amenazaba y maltrataba niños. Pero, ¿por qué? ¿Acaso ya lo era, incluso entonces? ¿Acaso Andrew sabía que era peligroso y me quería proteger? Tenía que hablar con él, ya no podía seguir esquivándolo. Pero me daba tanto miedo…
Mi miedo tenía que esperar. Mi hijo me necesitaba en ese momento. 
- Tienes razón, solo tú sabes cómo te hace sentir. Incluso aunque tus hermanos hayan pasado por lo mismo, cada uno reacciona de una manera, solo tú sabes lo que sientes por dentro. Puedes contármelo, si quieres. Espero que sepas que trataré de entenderte. Pondré mi mejor voluntad. 
Alejandro se removió entre mi colcha, deshaciendo mi cama por completo y finalmente quedó tumbado en perpendicular a la cama, con la cabeza apoyada en las manos.
- Es como cuando tienes una herida entre los dedos del pie - empezó. - Un hongo de esos. Normalmente no la sientes, caminas normal, pero entonces de pronto apoyas el pie demasiado, se te abre y te escuece. O te metes en una bañera con demasiado jabón y ves las estrellas. O te echas desinfectante y se te escapa un siseo. Andrew es la herida y cada vez que le veo es el jabón y el desinfectante, solo que no se desinfecta, si acaso se infecta más. 
Me sorprendió lo bien que supo explicarse y lo profundo de los sentimientos que manifestó. No era algo que no supiera, pero mi hijo era muy sensible. Más sensible de lo que él mismo estaba dispuesto a admitir. 
- ¿Y qué podríamos hacer para sanar esa herida? ¿Mm? – le pregunté.
- No lo sé.
- Mmm. Si fuera una pupa chiquitita, bastaría con un beso. Como cuando eras pequeño y te caías – le dije, y me agaché para darle un beso, lo que le hizo sonreír un poquito. – Pero creo que esta herida es algo más compleja. ¿No crees que hablar con él podría ayudar a cerrarla un poquito? No te estoy diciendo que le perdones. Eso no te lo puedo pedir, ni estoy seguro que quiera que lo hagas. Pero hablar con él… Con el hombre que ayudó a concebirte. Soy consciente de que él puede responder preguntas con las que yo jamás podré ayudarte. La principal de todas: “¿por qué?”.
- Ya sé por qué. Porque no me quería. Porque yo no era una mujer guapa o una botella de alcohol.
Le acaricié el pelo. En resumidas cuentas tenía razón, pero aún así…
- Está intentando acercarse a nosotros. Tal vez se ha dado cuenta de que todo el mundo necesita una familia y se ha acordado de que tiene una. 
- Pues llega tarde – gruñó.
- Muy tarde – concordé. – Pero al menos ahora puedes verle y decirle todo lo que le tengas que decir, sean preguntas o recriminaciones. Yo ya tuve mi ocasión de hacerlo, cuando me fui de su casa y me ayudó a cerrar un ciclo. Tal vez a ti te ayude también. 
Alejandro lo pensó un momento y luego asintió. 
- ¿Podré decir tacos? 
No sé si se dio cuenta de lo niño que parecía por preguntarlo.
- Alguno que otro, me haré el sordo en esa ocasión. Pero lo que no puedo es hacerme ciego a lo que vi hoy. 
Alejandro percibió enseguida el rumbo de la nueva conversación, porque reptó como un gusanito para apartarse un poco de mí. 
- Te pasaste con tu hermana, Jandro. Y solo para dejar algo claro, no es que me moleste más que la pegues a ella que a Dylan o a Ted. Es que con ella te pasaste quinientos pueblos, si la tiraste al suelo y todo, y además estabas más que avisado. ¿Recuerdas lo que me dijiste el otro día?
- ¿El qué?
- Me dijiste “la próxima vez dame fuerte” y yo te dije que no iba a haber próxima vez. Pensé que habías entendido. Pensé que los dos estábamos en la misma página: yo era comprensivo con toda esa rabia adolescente que llevas dentro y tú ibas a tener más autocontrol. Pero supongo que tan claro no quedó, ¿no?
Pude sentir el momento exacto en el que Alejandro comenzó a sentirse atrapado, porque arrugó el ceño y se tensó. 
- No, no quedó claro, es que debo ser retrasado, mira tú. Retrasado y sordo. 
- Alejandro, cortamos el tonito y la agresividad. Si metes la pata, te aguantas la bronca. 
- Aguántame tú la polla – me espetó. Nada más decirlo cerró los ojos y yo los abrí mucho. Caray con ese chico, sabía cómo embarrar bien las cosas. 
Le agarré del torso y tiré un poquito de él y entonces se puso nervioso. 
- ¡No, papá, perdona, lo siento, no quería decirte eso!
Le coloqué encima de mis piernas sin mucha dificultad. 
- Si piensas que puedes hablarme así, estás muy equivocado. Después de darle semejante guantazo a tu hermana, ¿todavía vienes y te pones altanero? Tendrías que estar pidiendo perdón. 
- Perdón, perdón, papi, perdón. 
Papi. Mocoso manipulador. 
- Sabes que esta te la ganaste, pequeño – le dije, y froté su espalda. – Sigue en pie lo del psicólogo y seguramente te ayudará a controlarte un poquito mejor, pero no vayas a jugar esa carta ahora. Creo que el apoyo, hablar con alguien, te vendría bien, pero no tienes ningún trastorno que te impida pensar con la cabeza en vez de con los puños. Una cosa es no saber reprimir un par de gritos o una contestación como la que acabas de darme y otra atacar así a la gente. Tu hermanita se piensa que la odias, espero que después vayas a aclarárselo. Y tendrás que hacer sus tareas de casa por una semana. 
- Sí, papá – susurró y se agarró fuerte a mi almohada. 
Quise asegurarme de que le quedaba espacio para respirar y me agaché a susurrarle. 
- Contigo a veces soy más duro porque me recuerdas demasiado a mí. La impulsividad no es buena y no te llevará a nada bueno, pero eres una buena persona, cariño. Después de esto, borrón y cuenta nueva. Sé que no le querías hacer daño a tu hermana. 
Se escuchó un sollozo ahogado y eso me mató por dentro. Prefería que se rebelara a que me llorara así. Me armé de valor y le sujeté bien por la cintura, aunque en realidad difícilmente se podía caer. Era otro tipo de sujeción. Él necesitaba abrazar a la almohada y yo necesitaba abrazarle a él. Tiré ligeramente de sus pantalones, elásticos ese día, para bajárselos y el gimoteó, pero no dijo nada.
PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS… Au… PLAS PLAS PLAS
PLAS PLAS PLAS PLAS … Ay… PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS … Ay… Grr… ¡Pero no me des dos veces seguidas en el mismo sitio, que me pica!
- ¿Disculpa? 
- Snif… Nada, papi… No he dicho nada. Mi bocaza me matará algún día…
- Eso nunca. Tú y tus “papi” os salváis de más líos de los que crees. 
- Snif
PLAS PLAS PLAS PLAS… Au… PLAS PLAS PLAS PLAS… Papi, ya… PLAS PLAS
PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS
Dejó de protestar, porque su llanto se hizo demasiado intenso. Como aquella no era la primera vez que estábamos en esa situación, sabía que no era por el castigo en sí mismo. Otras veces aguantaba más sin llorar, pero aquella vez estaba llorando desde antes de que empezara. 

PLAS PLAS PLAS PLAS Papi… snif… ya no voy a hacer…sniff… PLAS PLAS… hacerlo más…  PLAS PLAS PLAS PLAS
PLAS PLAS PLAS PLAS … snif… de verdad, de verdad que no… snif… PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS … Bwaaaa…
- Bueno, bueno, ya está. Shhh, ya está, campeón – le coloqué la ropa y le levanté. Se alejó un poco de mí y me pregunté si habíamos vuelto a lo de evitarme después de un castigo. Recientemente había perdido esa fea costumbre. 
Le di su espacio sin moverme de la cama y al final se acercó, como si quisiera un abrazo pero no pudiera pedirlo. Le envolví y le estrujé todo lo fuerte que pude sin hacerle daño. 
- Ya está. Ya no se llora más. 
- Snif… sí se llora. Así Papá Noel se enfada contigo y no te trae regalos. 
- Uy, qué feo eso – protesté, con una voz aniñada en imitación de la suya. Podía con el Alejandro mimoso. Era su forma de lidiar con la vergüenza. – Castigado sin regalos, eso es cruel.
- Bueno, uno chiquitito. 
- ¿Uno chiquitito? ¿Y puedo elegir cuál es? Quiero un beso de mi príncipe – le pedí.
- Ah, pues vete a decírselo a Kurt.
- De este príncipe de aquí que tengo entre mis brazos. 
- No, este príncipe está enfadado – replicó.
- Mmm. ¿Y si le doy un beso yo, se desenfada? – pregunté, y antes de que respondiera apoyé mis labios en su frente. – Te quiero, enano. 
Restregó la mejilla por mi camiseta y me empujó un poquito para que me cayera sobre el colchón.
- ¡Oye! – me quejé, pero él se vino conmigo, así que me contenté con tenerle a mi lado por un ratito. 
Estuvimos unos minutos así, hasta que él se cansó y me preguntó si podía irse al ordenador. 
- Sí, canijo. Pero date prisa que enseguida vamos a comer. 
Le observé marchar y yo me quedé remoloneando un poco. Tenía que bajar a calentar la sopa, pero se estaba tan a gustito…
Unos pasitos correteando me salvaron de quedarme dormido. Alice entró a mi cuarto y se subió de un salto, provocando que toda la cama temblara ligeramente. 
- Papito, Ted está triste porque ya salió de la esquina y no fuiste a darle un beso. 
- Peque, Ted no estaba castigado de verdad, era un jueguito – la expliqué.
- Bueno, pero él está triste igual – me aseguró. 
Me extrañé y fui a investigar. No le encontraba por ningún lado, hasta que Zach me dijo que estaba en el garaje. Mantenía ese lugar cerrado con llave, porque era ahí donde había escondido los regalos, pero Ted tenía una copia. Entré en el garaje, preguntándome que haría ahí y le encontré observando unos paquetes en particular. Los paquetes que Andrew le había dado a Barie.
- Ted – le saludé. 
- Les he dicho a los enanos que son regalos que Papá Noel ha dejado en casa de Andrew, porque este año se acordó y escribió una carta para nosotros. 
-  Gracias, cariño. ¿Estás bien? – le pregunté, porque sí le notaba un poco triste.
- Son regalos, papá – me dijo, como si no lo supiera. – Uno de ellos estaba un poco abierto, creo que fue al que Alejandro metió una patada, y he echado un vistazo. Son unos patines para Kurt. ¿Cómo diablos sabía su talla? ¿Y por qué ha comprado regalos? Hay para todos, incluso para Michael. Incluso para mí – murmuró y alzó la mirada. Cuando sus ojos se encontraron con los míos había dolor en ellos. Abandono. - ¿Por qué nunca antes me hizo regalos?
- Mi niño… - acorté en un paso la distancia que nos separaba y le di un abrazo. - ¿Pero qué es esto de estar de bajón en Nochebuena? ¿Y qué hace usted cotilleando los regalos de Papá Noel, eh? ¿No sabe que si le ven los renos se llevarán todos los paquetes de vuelta al trineo?
A su pesar, Ted sonrió un poquito.
- Es que yo soy uno de los ayudantes de Santa Claus. Y tenía que dejar varios regalos que me han encargado para un tal Aidan. ¿No lo conocerá usted? Me han dicho que le vigile a ver si se porta bien estas últimas horas, porque incumplió las reglas y castigó a su hijo en Nochebuena así que no saben si dejarle sin nada.
- Jo, qué manía con dejarme sin regalos. Eso no se hace. 
Ted me sacó la lengua y yo le sonreí. 
- A ver cómo saco todo esto esta noche – pensé, en voz alta. 
- Ah, tú querías tener doce hijos, ahora apechuga. 
- Oye, microbio. 
- Si hubieses sido bueno a lo mejor te ayudaba algún elfo – me chinchó. 
Era imposible quererle más. Imposible. Salió del garaje y yo le seguí. En la puerta nos topamos con Zach.
- ¿Qué hacíais? – preguntó con curiosidad. 
Ted y yo intercambiamos una mirada y yo intenté disimular.
- Nada, campeón. Limpiando un poco. Dejando espacio para que Papá Noel aparque ahí el trineo.
- Papá, yo sé que todo eso es mentira – me dijo Zach.
- ¿Lo sabes? – pregunté, sin poder ocultar la pena, a pesar de que Ted ya me había advertido. 
- Claro. El trineo y los renos son cosas de niños. Pero San Nicolás sí existió de verdad y ayudó a los pobres y ahora mira desde el cielo que todos reciban un presente por estas fechas. A veces se le escapa alguno, pero eso es porque también nos encarga a nosotros que le echemos una mano – explicó, y se fue a pelearse con Harry por el mando de la tele. 
Parpadeé un par de veces, asimilando sus palabras. 
- ¿Sabes, Ted? Algunos de mis hijos son sabios. 
- ¿Algunos?
- Sí. Otros solo son listillos, pero se les quiere igual – le chinché y le tiré un poco de nieve artificial, que había cogido del garaje sin que él lo viera.
- ¡Ahora verás! – me advirtió y comenzó a perseguirme. Sabía que acabaría por alcanzarme, corría más que yo, pero no me iba a rendir sin dar una buena carrera. 

1 comentario:

  1. No puedo leer bien el capítulo 😭 me aparece fuera del marco de lectura 😭 No subes en otro sitio? Como Wattpad?

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