lunes, 8 de julio de 2019

CAPÍTULO 72: REGALOS Y RECUERDOS






CAPÍTULO 72: REGALOS Y RECUERDOS
Me llegó el sonido de unas risas ahogadas y el rechinar de los muelles de la cama de Michael, justo encima de la mía. Alguien siseó pidiendo silencio y una risita infantil se anticipó a un pequeño terremoto en mi colchón. 
- ¡Despierta, Ted, despierta! ¡Ha venido Papá Noel, ha venido Papá Noel!
Hannah consideró que no abrí los ojos con la suficiente rapidez, así que me sacó la sábana y la manta de un tirón. Alice y Kurt saltaron a mi cama para tirar de mí y, por la cara que ponía papá desde la puerta, con él habían hecho lo mismo. Su sonrisa traviesa, que le quitaba por lo menos diez años, me hizo pensar que la idea de que fueran los enanos quienes me despertaran había sido suya. 
- Mmmm. No, pero yo tengo hambre. Mejor desayunamos primero y vemos los regalos después, ¿no? – les chinché. Los enanos pusieron idénticas muecas de horror y me tuve que reír. 
- ¡No, primero los regalos! – protestó Cole. Él se había contenido, pero creo que también tenía ganas de tirar de mí para que me diera prisa. 
- Vale, vale. Primero los regalos – accedí, como si de verdad el orden hubiera llegado a estar en duda. Qué inocentes eran. - ¿Soy el único que falta?
- No, faltan Harry y Zach – dijo Kurt.
- Pues ¿qué hacéis que no vais a saltar en su cama? – les sugerí y salieron corriendo. 
Sonreí y me estiré, para desperezarme. Me acerqué el móvil y vi que eran las ocho de la mañana. 
- Guau, todo un record – me sorprendí. – Papá, ¿cómo has conseguido que no nos despierten a las siete este año?
- Los muy pillos se despertaron a las dos y bajaron al salón. Tuve que meterme corriendo en el garaje para que no me vieran. 
- ¿Te ha dado tiempo a todo? – le pregunté. 
La noche anterior le había ayudado a envolver las últimas cosas, pero me había mandado a la cama antes de que pudiera ayudarle a poner los regalos en el salón, junto al árbol. Creo que no lo hizo tanto por respetar mis horas de sueño como para poder sacar mis regalos de donde sea que los tuviera escondidos. Mira que había revuelto bien entre las cosas de los enanos, pero no había visto ningún paquete con mi nombre. Ah, pero a ese juego podíamos jugar dos y yo también había escondido algunos de los regalos de Aidan. 
- Milagrosamente, sí. Creo que me he pasado… Por lo que hay ahí abajo, uno no sabe si aquí viven doce niños o treinta. 
Eso me dio curiosidad, pero conocía las normas: prohibido bajar hasta que estuviéramos todos. 
- ¿Doce? – preguntó Michael, desde su cama. No me había dado cuenta de que él seguía allí. Estaba sentado, poniéndose unos calcetines. 
- Ya sé, ya sé que no eres un “niño” – replicó Aidan, pero Michael le restó importancia con un gesto.
- ¿Para mí también hay?
Me quedé mudo y papá también.
- ¿Me estás preguntando en serio si para ti también hay regalos? – preguntó al final. - ¿Acaso crees que te hice escribir la carta para tener algo que leer?
- Pensé que era para seguirle el juego a los enanos…
- Michael – dijo papá, con más amor del que habría creído posible poner en una sola palabra. – Por supuesto que hay regalos para ti también. Eres mi hijo. Todos mis hijos tienen regalos el día de Navidad. 
- Pero ya no soy un niño...
- ¿Y? Muchachito, podrás tener cuarenta años y tres o cuatro churumbeles dándote guerra, que siempre habrá algún paquete con tu nombre en esta casa. 
Poco a poco, una enorme sonrisa se adueñó de la cara de Michael. Creo que no es que hubiera creído que no tendría regalos, sino que no estaba cien por cien seguro. Le habían robado más de una decena de Navidades y de cumpleaños y, ahora que por fin podía tenerlos, había tenido miedo de ser “demasiado mayor” como para que se le permitiera disfrutar de ellos. 
- ¿Y a qué estamos esperando? ¡Vamos, vamos, quiero bajar!
Papá se rio ante tanto entusiasmo. 
- En cuanto estemos todos, campeón. Voy a ver qué pasa con tus hermanos. 

  • AIDAN’S POV –
  •  
Había perdido la cuenta del número de paquetes, pero una cosa era segura: jamás había gastado tanto dinero en Navidad. Era como si en un solo año quisiera compensar todos los juguetes que no había podido comprarles en años anteriores. Ni siquiera pensé en la posibilidad de que les estuviera malcriando: mis hijos ya habían renunciado a muchas cosas en el pasado y además aquel día estaba hecho exclusivamente para malcriarles. Tampoco me había vuelto loco, pero al ser tantos, todo se magnificaba. Mi salón parecía una juguetería y estaba deseando ver sus caritas cuando lo vieran. 
La duda de Michael me estrujó el corazón. ¿En serio me había creído capaz de dejarle sin regalos? Ni en las épocas donde las cosas estaban mal hubiera tenido tan poco corazón. Le habría comprado algún detalle o le habría fabricado algo. De hecho, en su montón había incluido una pequeña talla de madera…
Aquellas eran las primeras Navidades que Mike pasaba con nosotros. Tras la llegada de Alice, me planteé si iba a haber más “primeras veces”. Con Andrew nunca se sabía. 
Fui al cuarto de Zach y Harry para ver qué les estaba llevando tanto tiempo y me encontré con que Zach ya estaba requetedespierto, pero Harry se había tapado con las mantas hasta la cabeza. Sabía que si le obligaban a salir de forma brusca se pondría de mal humor, así que me hice un hueco entre mis hijos y me senté en su cama. 
- Hola, campeón. ¿No quieres ver tus regalos? 
- Es que se está muy calentito aquí – protestó, mimoso. 
Sonreí, y rebusqué entre las mantas hasta encontrar su cabecita para darle un beso. 
- ¿Quieres que te lleve como un rollito de primavera? – le pregunté y vi cómo se estiraba la comisura de sus labios. Pasé los brazos alrededor del refajo de mantas y lo levanté de la cama, con él todavía dentro. Harry empezó a reír y a revolverse. 
- No, no, bájame, bájame.
- ¿Seguro? – pregunté, con una sonrisa maliciosa que él no pudo ver.
- ¡Sí!
Le dejé caer sobre la cama con un pequeño “plof”, teniendo cuidado de que no se hiciera daño. Harry continuó riéndose como si tuviera pulgas rascándole la tripa.
- Vaya, y yo que te iba a hacer cosquillas, pero veo que ya no hace falta. Qué alegre está mi enano hoy. Eso es que ha sido muy bueno y espera muchos regalos.
El comentario iba con la mejor intención del mundo. Si acaso, buscaba hacerle de rabiar un poco con el excesivo infantilismo que puse en mi tono y mis palabras, pero lo que sin duda no quería provocar es que Harry se entristeciera. 
- Ey. ¿A qué viene esa cara?
- Muy bueno muy bueno, no he sido este año, ¿eh? – me respondió, en un susurro.
Cosita.
- Claro que sí. Mis hijos siempre son buenos – le aseguré.  – Lo que pasa es que a veces se les olvida. 
Harry sonrió y salió de su capullo hecho con mantas. 
- Papiiii, ¿ya podemos bajar? – me pidió Hannah.
- Ya podemos, cariño. 
Fue decirlo y que salieran en estampida.
- ¡Sin correr! – les recordé, pero no sirvió de nada.
Escuché un par de grititos entusiasmados. Saqué el móvil y decidí grabar el momento. Alice daba saltitos mirando hacia todos lados, Hannah tiraba tan fuerte de Michael que le iba a tirar, y Cole encontró enseguida los paquetes con su nombre. Kurt se mordía el labio, con emociones encontradas.
- ¿Qué ocurre, campeón? ¿No estás contento?  - le pregunté. 
- Papi, es que en esos pone mi nombre. 
- Claro, mi niño. Son tus regalos. 
- Pero yo le dije a Papá Noel que no los quería, que los cambiaba todos por una mamá. 
Detuve la grabación y me guardé el móvil en el bolsillo. Cogí a Kurt en brazos y si no me lo comí a besos allí mismo fue solo porque siempre he tenido mucha fuerza de voluntad. 
- ¿Es que no me escuchó? – puchereó, acomodándose en mis manos como si fuera su lugar natural en el mundo. 
- Pues claro que te escuchó, bebé. Pero no puede traerte una mamá así envuelta con lacito y todo ¿no? Esas cosas llevan más tiempo y sé de buena tinta que está trabajando en ello. Como se lo has pedido de corazón y estabas dispuesto a renunciar a tus juguetes, ha debido de pensar que te merecías mucho muchos regalos. 
- ¿De verdad? 
Poco a poco, mi niño se fue ilusionando y una enorme sonrisa se adueñó de su rostro. 
- De verdad. Así que corre a abrirlos, ya quiero ver qué te ha traído.
Le baje y Kurt corrió a despedazar envoltorios como todos los demás. 
Dylan me trajo uno de sus paquetes para que se lo abriera. Sonreí y me senté con él entre mis piernas. 
- ¿Qué será, Dylan? – le pregunté, mientras rasgaba el papel de colores. Intenté no pensar en el tiempo que me había llevado envolverlos todos. - ¡Mira, un Mecano nuevo! 
Dylan agarró la caja y la abrazó junto a su pecho. 
- ¿Te gusta? – le pregunté y él asintió. 
Me trajo sus demás regalos para que los abriera y los dejó en un montoncito a mis pies. 
- ¿Sabes? Abrirlos es parte de la diversión. ¿Por qué no lo intentas tú?
Dylan lo meditó por unos segundos y después se sentó para abrir un set de dinosaurios de plástico. Pareció olvidarse de que tenía más regalos y empezó a jugar con ellos. Le saqué una foto, porque verle manejar una familia de triceratops era demasiado adorable. 
Me paseé por la habitación viendo las reacciones de todos mis hijos. Alice, Hannah y Kurt tenían un equipo de monitos robots a juego. Los monitos abrían y cerraban los ojos, reaccionaban a las caricias y hacían ruiditos de dormir. Se podían colgar de los dedos y en definitiva mis enanos estaban encantados. Ted les había ayudado a sacarlos de las cajas y a encenderlos.
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- ¡Mira papi, papi, mira! – me dijeron, entusiasmados. 
Sonreí. Hannah los había pedido en su carta y, al verlos, supe que a Kurt y a Alice les gustarían también. A mis hijos les hacía especial ilusión cuando recibían algún regalo extra que no habían pedido.
- ¡Papi, hay muchos! – Kurt, directamente, estaba eufórico. Miraba todos los regalos sin saber cuál debía abrir a continuación. 
Conté los paquetes: había diez. La verdad que sí me parecieron demasiados para un solo niño. Yo solo le había comprado cinco, más un detalle de madera que le había tallado como ya era tradición. Justo en ese momento abrió ese. Se trataba de una caja sencilla decorada de forma tierna. Me había costado más dibujar los detalles que hacer la caja en sí, porque no se me daba bien pintar, pero sí trabajar la madera. Imagen relacionada
Kurt decidió que la caja era un buen lugar donde meter a Alice y, como no era nada peligroso, les dejé hacer, divertido por sus ocurrencias. La caja tenía ruedas, así que paseó a su hermanita por toda la habitación. 
- Vale, ¿de dónde han salido los otros cuatro regalos de Kurt? – le pregunté a Ted, mi sospechoso número uno. Él sabía lo que le había comprado. – Me encanta que penséis en vuestros hermanitos, pero son demasiados…
- Uno es el de Andrew. Otro es mío, de Michael y de Alejandro  y otro de los gemelos y las niñas. Pero el cuarto ni idea, papá. 
Le miré con desconfianza y él levantó las manos.
- A mí no me mires, de verdad. Habrá sido Papá Noel.
Rodé los ojos, pero lo cierto era que no encontré explicación para ese paquete y para unos cuantos más que no recordaba haber envuelto ni visto en el garaje. Me dije que con tanto regalo habría perdido la cuenta. Esa era la explicación más lógica, aunque el sonido de un cascabel justo en ese momento casi me hace dar un sato, como esperado ver aparecer un trineo. 
Se trataba solo de Leo, el gatito, atrapado en medio de un envoltorio abandonado. Me reí y fui a su rescate. 
- Hola, bicho. ¿Te han confundido con un regalo? Mira, para ti también hay algo – le dije, y le enseñé una pelotita atada a un poste. El tipo de la tienda de animales me había dicho que le gustaría. 
- ¡Ay, papi, le compraste algo a él también! ¡Qué mono eres! – me dijo Barie, abrazándome por detrás. Llevaba en el cuello uno de los collares que acababa de desenvolver. 
- Hola, princesita. ¿Ya abriste todos tus regalos? 
- Ño. Quería darte gracias por el buhíto. Me ha gustado mucho, papi. ¿Dónde lo compraste? – me preguntó, sosteniendo un búho de madera. Estaba particularmente orgulloso de esa creación. 


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- No lo compré, cariño. 
- ¿Qué quieres decir? – se extrañó. 
- Papá siempre añade un regalo hecho a mano por él, Barie – intervino Ted. - ¿Recuerdas el conejito de hace un par de años?
Bárbara abrió mucho los ojos y los labios, como si acabara de descubrir una magia mucho mayor que la de Papá Noel.
- ¡Papi, pero son muy buenos! Podrías venderlos y hacerte rico. 
Me reí. 
- Solo es un hobbie, canija. Pero me alegro que te guste. 
- ¡Me gusta mucho! Lo voy a poner en mi mesita. ¡Gracias! – exclamó y me dio un beso en la mejilla antes de desaparecer rumbo a su cuarto. 
- Mira, me la como – le dije a Ted. - ¿Puedes congelarla así y que no crezca?
- Creo que con doce o veinte años siempre será nuestra princesita dulce – me tranquilizó Ted. - ¿Te das cuenta que le ha gustado más ese búho que la Nintendo 2DS? 
- Su cuaderno está lleno de dibujos de búhos – le expliqué. – Oye, ¿y tú qué haces que no abres tus regalos? 
- Ni tú los tuyos – se burló y caminó hasta el sofá. Levantó la cubierta, ya que estaba hueco por dentro, y reveló un montón de paquetes. Había por lo menos ocho. 
 - ¿Y eso? – me extrañé. 
- No sé, aquí pone Aidan.
Me acerqué, curioso y emocionado. Mis hijos mayores siempre me hacían algún regalo por Navidad, pero yo seguía sin acostumbrarme. Sacaban a relucir mi lado más infantil. Abrí los regalos uno a uno. Había ropa (Barie, seguro), CDs de música, un reloj, gafas de sol, un libro… Había un paquete que llamaba mi atención, porque era plano y grande, tal vez un libro e tamaño A4. Lo abrí y era una especie de cuaderno, con algo escrito. Pero no estaba escrito con tinta, sino con algo rugoso al tacto, pequeñas bolitas marrones pegadas al papel. Reconocí el título dela primera página: “La historia de Tuli y las flores que no se ven”. Ese cuento era mío, de hacía ya bastantes años. Se lo dediqué a Harry y se lo contaba todas las noches. Conmovido, empecé a leer, preguntándome qué serían aquellos pegotes con los que estaba escrito: 

Érase una vez un niño que nació de una flor. Creció escondido entre los pétalos y, cuando alcanzó el tamaño de una goma de borrar, los pétalos se abrieron. Como había salido de un tulipán, las flores del lugar empezaron a llamarle Tuli. 
Tuli era un niño muy travieso, pero de muy buen corazón. Nunca quería irse a la cama cuando se lo decía su mamá y es que no le gustaba volver a la flor cuando se hacía de noche. Los pétalos se cerraban a su alrededor y sentía que estaba en una jaula. 
Cuando llegó el otoño, las flores empezaron a ponerse mustias y su mamá le explicó que durante el invierno tendría que dormir al aire libre, porque no iban a quedar pétalos con los que taparle. 
  • Pero no tengas miedo – le dijo. – En la primavera volveré y estaré contigo. 
  •  
Tuli no entendió del todo lo que su madre le quería decir, pero una noche, mientras dormía, comenzó a entrarle frío. Su mamá había perdido uno de sus cinco pétalos. Durante las noches siguientes, fue perdiendo todos los que le quedaban. Tuli, asustado, cogió el último y se tapó con él. El pétalo le consoló al principio, pero no era suficiente. 
- Ya no quiero ser un niño – lloró Tuli, al verse solo en el prado en el que había crecido. – Quiero ser una flor también. 
Esa noche se fue a dormir entre lágrimas, pero cuando despertó, escuchó el llanto de un bebé. Extrañado, fue a investigar y descubrió que una de las flores de invierno había tenido un niño como él. 
- ¿Por qué lloras, bebé? – le preguntó. – Si estás con tu mamá. 
- Pero este lugar es muy triste – protestó el recién nacido. – Solo hay nieve y frío.
- No te preocupes –le dijo, envolviéndole con su pétalo. -  Pronto llegará la primavera y entonces volverán las flores. La nieve se irá y todo el prado se vestirá de colores. Hasta entonces, toma este pétalo. Te ayudará a recordar que han estado aquí, aunque no las hayas visto. 
FIN

El cuento tenía demasiados significados como para que los entendiera un niño pequeño, pero Harry, a los cinco años, no me dejaba leerle otra cosa. Volví a pasar los dedos por las bolitas marrones que hacían de tinta y entonces comprendí que eran semillas. Centenares y centenares de semillas, pegadas con mucho cuidado para construir palabras. Aquello tenía que haberle llevado horas. Horas no, días. Sentí que los ojos me escocían y se me llenaban de lágrimas. 
- ¿Qué es eso, papi? – me preguntó Madie, cotilleando. - ¿Es un libro tuyo?
- Sí, cariño. Es una edición especial. La más especial de todas. 
- ¡Es el cuento de la flor! – exclamó, al leer el título. – Oye, qué ratas. Si te van a regalar algo, que sea algo nuevo y no encima un cuento que has escrito tú. 
- A mí me ha gustado mucho, canija. Está hecho con semillitas. 
Madie se encogió de hombros.
- Si a ti te gusta, papi. Mira, esto me lo regaló Ted – me dijo, y me enseñó unos pendientes muy originales, con forma de animales que, una vez puestos, parecían atravesados en el agujero de su oreja. 
- ¿Cómo sabes que fue Ted?
- Porque reconocí su letra, dah. Le tienes que enseñar a disimular, ¿eh?
Me reí. 
- Bueno. ¿Te gustan? – pregunté, y ella asintió. 
La di un beso y se fue a cotillear los regalos del resto. Descubrí a Harry mirándome a lo lejos y caminé hasta él. Antes de darle tiempo a decir nada, le estrujé en un abrazo. 
- Es el mejor regalo que me han hecho nunca, enano.
- No sé de qué me hablas – fingió. 
- De esto hablo – repliqué, enseñándole el cuaderno. - ¿Cuánto tiempo te costó hacer esto? Y lo bonito que te quedó. 
- ¿Te gustó? – preguntó, inseguro. 
- Me encantó, campeón – le aseguré, y le estampé un beso lo más sonoro que pude. – Te quiero mucho, ¿sabías? 
Le apreté más contra mi pecho y me obligué a recordar ese sentimiento la próxima vez que me viniera con un suspenso, o con un petardo o con cualquier otra de sus metidas de pata. Harry me había dicho que ese año no se había portado demasiado bien y lo cierto era que había hecho unas cuantas grandes (cuando me cogió el dinero, la tontería de esconder petardos, cuando se pasó con Madie…), pero no quería hacerle sentir que era problemático. Él y Alejandro eran mis saquitos de problemas pero les adoraba con toda mi alma, como al resto, y nada de lo que hicieran nunca podría cambiar eso. Puede que tuviera que añadir a Michael a la ecuación, aunque su situación era muy complicada y algunas de sus mayores cagadas no habían sido en realidad culpa suya. 
- Oye, a mí nunca me regalas cosas tan bonitas – protestó Zach, fisgoneando el cuaderno. – Yo también quiero un cuento. 
- Mira, para ti tengo un poema, ¿quieres oírlo? 
Hermano querido,
hermano amado.
Eres muy feo
y eres adoptado.

Solo le estaba chinchando y así se lo tomó Zach, que le dio una colleja que decidí ignorar. 
Siguieron abriendo y estrenando regalos y vi a Alice peleándose con el papel de uno particularmente grande. Yo sabía lo que era y sonreí con anticipación. Con ayuda de Kurt consiguió abrirlo y destapó el dichoso balancín con forma de unicornio que tantas horas me había costado. Quería que fuera blandito, así que había forrado la madera con felpa de color azul. 

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Alice se quedó petrificada por unos instantes y luego comenzó a dar saltitos y a aplaudir.
- ¡Papi, mira! 
- Qué chulo, cariño. ¿Quieres montar?
- ¡Shi! – exclamó y pasó su piernecita por encima con torpeza para subirse. Se balanceó con energía y pocas veces la he visto sonreír tanto. Saqué el móvil para inmortalizar ese momento y varios de sus hermanos mayores lo hicieron también. 
Decidí ir con Ted y ocuparme de que abriera sus paquetes de una vez. 
- Solo faltas tú – le dije. Le tendí uno pequeñito con una sonrisa pícara. Eso llamó su atención y lo abrió. Soltó una pequeña carcajada. 
- Papá, tú sentido del humor es de lo más peculiar – se quejó. 

Aquella era mi talla de madera para él: un colgante con forma de oso panda. 

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- No pude resistirme, Teddy – le chinché. Le di la vuelta para que leyera la inscripción de detrás: “Siempre serás mi osito”. – El grabado no es mío – tuvo que reconocer. – No tengo la máquina adecuada, lo llevé a la tienda. 
Ted sonrió con mucha vergüenza y me abrazó. 
- Venga, y ahora los regalos de verdad – le dije.
- Este también fue de verdad  - replicó, pero cogió otro paquete. 
Lo abrió y de la sorpresa casi se le cae al suelo. 
- Papá, ¿¡un Iphone!? ¿Un Iphone XS Max? Pero esto es un pastón. Madre mía. ¡Gracias! Cuando pensaba en un Iphone me refería a uno de los más baratos, y en realidad no te lo dije en serio, lo decía como un imposible, esto es… es… - empezó y algo en mi expresión le hizo detenerse. – No me lo has comprado tú, ¿verdad? – preguntó y ni siquiera me dio tiempo a responderle. - ¿Andrew?
Asentí, lentamente. 
- Estaba en la bolsa. Tu nombre está escrito a ordenador…
- No lo quiero – barbotó y me lo dio.
- Ted…
- No lo quiero. Puedes devolvérselo o tirarlo, me da igual. 
- Hijo – empecé, pero en realidad no sabía qué decirle. 
- ¡No! ¿Qué se cree? ¿Qué puede comprarme? Hola, Ted, llevo 17 años sin hacerte un puñetero regalo, pero aquí tienes, un móvil de 1500 dólares para compensarlos todos juntos. 
Dejé que desahogara porque detrás de toda esa rabia sus ojos habían comenzado a brillar. 
- ¿No se da cuenta que demostrar lo mucho que le sobra el dinero es peor? – protestó, con un gimoteo. - Es como un recordatorio de que, de haber querido, podría haberse hecho cargo de nosotros. No, más allá de eso, que podría haberte ayudado a ti. Vale que no quiera ser padre, pero ¿tanto le costaba soltar un par de billetes cuando tú te partías la espalda por traer dinero a casa? ¿Qué quería, verte sufrir? ¿Vernos morir de hambre? ¡Anda y que se meta su Iphone por el culo!
La última frase la dijo gritando y sus hermanos dejaron lo que estaban haciendo para mirarnos. Hannah se tapó la boca. 
- ¡Ted, papá te va a hacer pampam! – le dijo.
- ¿Sí? Pues que vaya empezando, tengo muchas más palabras feas para Andrew, enana. 
Cuando Andrew nos había visitado, Ted no se lo había tomado bien, pero tampoco mal. Una vez incluso le dejó pasar él. Pero en el fondo estaba igual de dolido que sus hermanos, sino acaso más. Me pregunté si podía recordarlo. Me pregunté si su memoria llegaba tan lejos. 


Cuando Ted estaba a punto de cumplir dos años, las facturas del hospital me ahogaban. Después de nuestro encuentro con mi abuelo, él había estado tres días ingresado por la falta de oxígeno que había sufrido a causa de aquella estúpida y violenta pelea. Por ese entonces yo no tenía seguro médico. El dinero que me reclamaban era simplemente demasiado. Recuerdo lo que me costó tragarme el orgullo por segunda vez para pedirle ayuda a Andrew. Ya había acudido a él en una ocasión, antes de ir a ver a mis abuelos y me había rechazado de mala manera. Pero aquella vez no iba a rendirme. “Tu padre casi le mata” recuerdo que le dije. “No te estoy pidiendo una limosna. Dame la herencia en vida, la herencia que por ley estás obligado a darme. Después ya no me verás más”.  Recuerdo cómo no me respondió. Cogió a Ted con una calma apabullante y le colgó del perchero, como para quitarle de en medio, como si fuera un abrigo. 
- Pero ¿qué haces hijo de…?
No pude terminar, porque Andrew me agarró de las solapas de la ropa y me empujó contra la pared. 
- ¿Te volviste loco? ¿Cómo coño se te ocurre ir con Joseph? ¿Es que ya no recuerdas lo que te hizo? 
Su reclamo me pilló desprevenido. Solo el llanto de mi hijo logró hacerme hablar. 
- ¡Ted! ¡Papá, Ted, se está haciendo daño!
Andrew se apartó y yo pude coger a mi hijo. Le miré en busca de daños y le abracé para calmarle. Solo entonces reparé en que le había llamado “papá”. 
- No más del que le haces tú, con esta loca idea de ser padre. La gente como nosotros no debería tener hijos – susurró.
- Yo ya estoy limpio, papá. Algún día deberías pensar en hacer lo mismo – le dije y me di la vuelta para marcharme.
- ¡Espera! Necesitas dinero, ¿no? Entonces lo que buscas es un trabajo. Deja al monstruo aquí conmigo y ve a esta dirección. 
No quería dejar a Ted con él pero, ¿qué otras opciones tenía? No tenía dinero para una niñera. No tenía dinero para nada. Por primera vez en dos años Andrew se había ofrecido a cuidar de su hijo. No solo eso, sino que me estaba ayudando, me estaba ayudando a encontrar un trabajo. Eso no solucionaría todos mis problemas, pero sí algunos. 
- ¿De verdad? – susurré.
- Antes de que me arrepienta. 
- Necesitarás su bolsa. Tengo pañales y una muda, y biberones, aunque ya solo los toma por la noche. De comer le puedes hacer una tortilla francesa o… o compra un potito en la Farmacia, eso te dará menos trabajo. Se porta muy muy bien, de verdad, ni notarás que está aquí. Si llora dale su peluche, está en la bolsa también. 
- Aunque te cueste creerlo, he cuidado de un bebé antes, Aidan.
“Eso es lo que me preocupa” recuerdo que pensé. Sabía que estaba haciendo mal. Sabía que aquello era un error y aún así me fui. Todavía no sé si fue porque de verdad necesitaba el dinero o, aunque duela admitirlo, porque también necesitaba otra cosa: un rato sin el bebé.  
La dirección que Andrew me había dado estaba a muchos kilómetros. Tardé cerca de dos horas en llegar y me frustró encontrar solamente una casa abandonada. Me dio mala espina, me iba a volver, pero entonces un hombre salió de un callejón. Tenía mal aspecto, como de exdrogadicto. O quizá adicto todavía. 
- ¿Qué haces aquí? – gritó aquel tipo. 
- Yo… Creo… creo que me equivocado. Mi padre… Andrew me dijo que viniera. 
- ¿Andrew? – preguntó el hombre. Su expresión se volvió de pánico total. – Ha… haberlo dicho antes. Tengo lo que buscas. Por... por favor espera aquí. Vengo ahora mismo. Ahora mismo, de verdad. 
Esperé, totalmente confundido y en menos de un minuto el hombre regresó cargando una bolsa. 
- To-tome. Está todo, de verdad. Dígale que está todo, ¿lo hará? Con esto estamos en paz, ¿no?

Aquel tipo estaba completamente aterrado. Abrí la bolsa y vi un montón de dinero. Pero un montón. Allí había cerca de cien mil dólares, que era lo que me pedía el hospital. 

El corazón se me paró en ese momento. ¿Por qué ese hombre le estaba dando tanto dinero a Andrew? El estómago empezó a dolerme y sentí náuseas.
- ¿Le ha amenazado? ¿Mi padre le ha amenazado para que le de este dinero?
- ¡No! – aseguró el hombre, con demasiado terror como para sonar creíble. – Él solo trabaja para mí. Ese es un dinero que le debía.
- ¿Trabaja para usted? ¿En qué, vendiendo droga?
- ¡No! Co…cójalo, ¿de acuerdo? Y dígale que estamos en paz. 
El hombre salió corriendo y me dejó con aquella bolsa llena de dinero sucio. Un dinero que solucionaría todos mis problemas. Pero yo no podía aceptarlo. No podía usarlo. Tampoco podía dejarlo ahí. Metí la bolsa en el maletero y conduje de vuelta a casa de Andrew. No dejé de temblar y sudar en todo el camino, estaba histérico. ¿Mi padre era un delincuente además de un alcohólico y un putero? ¿Había hecho daño a alguien? ¿Vendía droga? No estaba en condiciones de conducir y por eso mismo estampé el coche. No fue un accidente grave, el coche quedó con un par de abolladuras, pero yo perdí la consciencia. Desperté en un hospital un par de horas después. 
- ¡Ted! – exclamé y me levanté de la camilla, pero el movimiento me mareó. 
- Cálmese, ha tenido un accidente – me dijo una enfermera. – En seguida viene el doctor.
- No, no puedo pagarlo. Deje que me vaya, no puedo permitirme más facturas…
- Sus gastos ya están pagados, señor Whitemore – dijo la enfermera. 
- ¿Qué?
- Aidan – intervino Andrew, desde el fondo de la habitación. ¿Qué hacía ahí? ¿Había venido a verme? – No te preocupes por eso. 
¿Lo había pagado él? 
Cuando la enfermera se fue, le avasallé a preguntas. 
- ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué tenía tanto miedo? ¿Qué era todo ese dinero?
- Tranquilízate. 
- ¡No me tranquilizo nada! ¿En qué estás metido?
- La policía sacó el dinero de tu maletero, Aidan. ¿De verdad crees que si fuera dinero negro me lo habrían dado como si nada?
Eso me descolocó momentáneamente. 
- Entonces, ¿qué es? ¿Quién era ese tipo? 
- Un cliente. 
- ¿¡Qué clase de cliente!? – bramé. – ¡Se supone que compras acciones no que trates con yonkies! 
- Precisamente, ese hombre me debía un año como asesor de sus finanzas. Sabía que le iba a denunciar si no me pagaba, por eso estaba tan asustado. 
- ¿Crees que soy idiota? No te acerques más a mí ni a mi… ¿Dónde está Ted? – recordé de pronto. 
- En casa. 
- ¿Le dejaste solo en casa? – me horroricé. - ¡Por Dios, Andrew, tiene dos años!
Me levanté corriendo y busqué mi ropa, porque me habían puesto una de esas estúpidas batas de hospital. 
- ¿Qué haces? No puedes irte, tienes que…
- ¡CÁLLATE! ¡CÁLLATE O TE JURO POR DIOS QUE LLAMO A LA POLICÍA! – le grité. 
Pedí el alta voluntaria y me fui a por Ted. Mi coche estaba fuera de uso, sin embargo, así que tuve que aceptar que Andrew me llevara, a pesar de que no le quería cerca. Siempre había sabido que era un mal padre, pero es que además era una escoria de ser humano, un criminal, un… un maltratador por negligencia. Cuando llegamos a su casa, esperaba encontrar a Ted llorando, pero no de esa manera. Berreaba con demasiada fuerza. Estaba sentado en el suelo, tenía el pañal sucio, estaba escocido y muy asustado. Solo había pasado cinco horas alejado de mí y ese había sido el resultado. Eso es lo que hacía tener a Andrew cerca. Olí a alcohol y vi una botella en el suelo. Una ira homicida me recorrió la espina dorsal. 
- ¿Has bebido mientras estabas con él? 
- ¿Por quién me tomas? ¡Estoy sobrio, Aidan! No habría cogido el coche sino. 
- ¿Y esa botella qué coño hace ahí?
- ¡No paraba de llorar y el estúpido peluche no funcionaba! Le di un poco de cóñac.  
- ¿QUÉ HICISTE QUÉ COSA? 
- ¡No me mires así, utilicé una jeringuilla, apenas fueron unos mililitros para calmarle! ¡Contigo también lo hacía! 
Me centré en controlar mi respiración, porque estaba hiperventilando.
- ¿QUÉ MIERDA PASA CONTIGO? ¿QUÉ CABLE FUNCIONA MAL EN TU CABEZA?  ¡SOY UN PUÑETERO ALCÓHOLICO, ANDREW! 
- ¡No me culpes a mí de eso!
- ¿Y A QUIÉN SINO SI LO ÚNICO QUE ME HAS ENSEÑADO ES A BEBER Y POR LO VISTO DESDE QUE ERA UN BEBÉ? ¡POR DIOS, TED, YA DEJA DE LLORAR! - me desesperé.  
- Entonces deja de gritar. 
Respiré hondo, cogí a Ted y salí de allí, antes de cometer parricidio. Me llevó mucho calmar a Ted y cuando me fue posible le cambié y le di pomada sobre la piel escocida. 
- Lo siento, lo siento, mi amor, lo siento – le repetía una y otra vez. – Pensé que podía dejarte con él. Pensé que por una vez no estaba solo. 
Al día siguiente me enteré de que la factura del hospital de Ted estaba pagada. Recibí solo una nota: “Tu herencia en vida”.  No supe si se refería al dinero, al gen de la mala paternidad o al del alcoholismo. 
Fui a una comisaría a intentar averiguar el origen de ese dinero y me llevé una sorpresa cuando corroboraron la versión de Andrew. El comisario me aseguró que ese dinero provenía de los honorarios de Andrew como agente de bolsa. Eso fue lo único que me permitió aceptar el pago de la factura, pero una parte de mí se sintió comprada: tendría que haber denunciado a Andrew por lo que le hizo a Ted. Por dejarle horas enteras con un pañal sucio, por no darle de comer, por darle alcohol. Hice un pacto conmigo mismo. Ese dinero era una compensación. Una compensación para Ted, por tener a alguien como Andrew de padre. 

  • TED’S POV -
  •  
No quería estropearle la Navidad a nadie, pero tener ese Iphone en la mano sabiendo su procedencia era demasiado. Lo dejé en la mesa y subí a mi cuarto, intentando que mis hermanos no me vieran llorar. A los pocos minutos, papá vino a buscarme. Se sentó en el borde de mi cama sin decir nada y puso una mano en mi espalda. Yo estaba tumbado boca abajo, y sus caricias que casi llegaban a masaje consiguieron relajarme.
- Sabía que los regalos de Andrew estaban ahí, Barie los trajo, pero no imaginé que fuera a doler tanto – susurré, incorporándome.
- Mi niño… 
- ¿Me das un abrazo? – me dio vergüenza pedirlo. 
- Todos los que quieras, campeón – dijo, con intensidad, y me rodeó con los brazos. – No tendría que haber aceptado la maldita bolsa. Tenía que haberle dicho a Barie que la tirara. 
- No… A los enanos les harán ilusión los regalos.
- Porque no saben de quién vienen. 
- El problema no es que nos haga regalos, sino que no los haya hecho antes. Que no haya venido ninguna Navidad, ni ningún cumpleaños.
- Lo sé, cariño, lo sé. 
Disfruté de su abrazo por varios segundos. Era mejor que cualquier cosa que hubiera podido decir. Hay momentos en los que ninguna respuesta es buena. Que insultara a Andrew no me iba a ayudar y que le intentara defender me hubiera puesto furioso. Saber que le tenía a él y que estaba conmigo era suficiente. 
- Siento haber explotado delante de los enanos – murmuré. - ¿Sería mucho pedir que no te enfadaras conmigo porque estamos en Navidad?
- No estoy enfadado contigo, Ted. Ni siquiera un poquito – me aseguró. 
- Pues Hannah estaba convencida de que iba a cobrar. 
Papá soltó una risita y me acarició el pelo. 
- No te rías, que el que tiene que bajar a morirse de vergüenza soy yo. 
- Están tan concentrados en los juguetes que ni te van a prestar atención, Teddy. 
- Que no me llames Teddy. No soy un osito – respondí, con una sonrisa. Sabía lo que pretendía y había funcionado.  Saqué del bolsillo el colgante que me había regalado. - Aunque algunos se confundan. Oye, siempre pensé que me veías como un oso pardo y no como un oso panda. 
- Los pandas son más monos. Son como una bolita de pelo adorable. 
- ¿Así que soy una bolita de pelo? – le pregunté. 
- No, pero adorable eres un rato. Anda, bajemos. Te dejaste un montón de regalos sin abrir. 
Suspiré, pero en realidad quería ver qué más tenía. Ningún paquete me había parecido como una batería. No pensaba enfadarme aunque sí estaba un poco desilusionado. Sin embargo, cuando bajé y cogí un paquete, me di cuenta de que era un tambor. En otro había un platillo. ¡Era una batería desmontada!
-  ¡Genial! ¿Cuándo la compraste? – le pregunté. Me sorprendió ver que se ruborizaba. 
- Ehm… El día que salí con Holly. Me ayudó a elegirla. Ella entiende mucho de estas cosas. Su hijo Sam tiene una batería también. 
- Pues dale las gracias – le pedí. - ¿Cuándo la vamos a ver otra vez?
- ¿Te gustaría? 
- Claro. Fue muy buena conmigo en el hospital. 
Papá sonrió y yo me quedé montando la batería. Todavía tenía dos paquetes sin abrir. Iba a ponerme a ello, cuando Hannah soltó un gritito y se puso a llorar. Kurt le había pillado la manita sin querer con la caja que movía de un lado a otro.
- ¡Kurt! Deja eso ahí, es para guardar los juguetes, no para hacer el bruto – le dijo papá, y cogió a Hannah en brazos para que dejara de llorar. 
Papá no le había gritado, pero Kurt se puso triste igual y salió del salón. Decidí seguirle ya que Aidan estaba ocupado con Hannah y le vi subir a su cuarto y meterse bajo su cama. 
- Uy. ¿Estamos jugando al escondite? – le pregunté, asomando la cabeza en su escondrijo. 
- Ño. 
- ¿No? ¿Entonces qué haces ahí?
- Papá se ha enfadado conmigo – puchereó. 
- ¿Tú crees? Yo no le he visto enfadado. 
- Me regañó – protestó, con una vocecita supertierna. 
- Eso no fue un regaño, Kurt. Sabemos que fue sin querer, enano. Pero es mejor si no rodamos más la cajita, ¿mm? Anda, sal de ahí. ¿Ya has abierto todos tus regalos?
-  Shi.
- ¿Me enseñas qué son? – le pedí, tendiéndole la mano. Kurt la agarró y salió de ahí debajo, accediendo a venir conmigo. – No se puede estar triste en Navidad, ¿eh?
- Tú estabas triste antes – me acusó. 
- Bueno, pero ya se me pasó. 

Kurt me enseñó sus juguetes y mis ojos buscaron el paquete misterioso, ese que ni Aidan, ni yo, Andrew, ni mis hermanos, le habíamos dejado. Recordaba todo lo que le había comprado Aidan, sabía que Andrew le había regalado unos patines, los gemelos, Madie y Barie le habían comprado un disfraz de Superman y Michael, Alejandro y yo una caja de pinturas y folios bastante completa. Así que, por descarte, el regalo sin dueño tenía que ser el peluche de una mamá canguro con su bebé. 
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¿De dónde habría salido? Al enano le había gustado mucho. Me preguntó si yo tenía peluches, no sé si preguntándose si era un regalo “de chicos”. Kurt a veces era vergonzoso con esas cosas y otras en cambio le pedía a Barie que le pintara las uñas. 
- Me molesta tener peluches en la cama, enano, pero todavía guardo los que me regaló papá – le aseguré. – y ya sabes que Zach tiene tantos que un día no va a caber él en la cama. 
Kurt sonrió y abrazó el peluche. Un pensamiento irracional pasó por mi cabeza. ¿Acaso no había pedido Kurt una mamá? ¿Y si ese peluche era el símbolo de que iba a conseguirla? ¿Y si alguien le estaba enviando una señal?
Sacudí la cabeza. Qué tontería. 

  • MICHAEL’S POV-
  •  

Aidan me había comprado todas las películas que le había pedido. Había ayudado a los enanos a abrir algunos de sus regalos, así que comprobé que a todos les había regalado varias cosas… y a mí también. No solo estaban las películas, sino que también me había comprado un reproductor de DVD portátil, para que no dependiera de que la tele o el ordenador quedaran libres. Y una cámara de vídeo. Eso no lo había pedido, pero me gustaba. Y había también un libro, se titulaba “Más fuerte que el odio” y me llamó la atención. ¿Era alguna clase de menaje subliminal? ¿Algo así como “Vas a superar toda la mierda que te ha pasado, ya verás que sí”? No parecía difícil de leer, le daría una oportunidad. 
También había algo más, un paquete pequeño. Se trataba de una talla de madera. Era un lobo aullándole a la luna, y a sus pies había otro lobo más pequeño, un lobezno. 

https://images-na.ssl-images-amazon.com/images/I/61XLnrUtWoL._SY550_.jpg

¿Cómo iba a poder sobrevivir en el mundo real después de aquello? ¿Cómo podía ponerme mi coraza si me mandaban a la cárcel? Aidan había roto todos mis escudos y mis defensas. No era más que un niño que aún se alegraba de tener regalos de Navidad. Era un cachorro indefenso en un mundo que se lo quería comer… Abracé la figurita. Si Aidan me protegía como los lobos protegían a sus crías, nada malo podía pasarme. 
- ¿Te gustó? – me preguntó, sobresaltándome un poco al acercarse por la espalda. 
- ¿La has hecho tú? Es muy bonita. ¿Me enseñaras a hacer esto?
- ¿Tallar la madera? Cuando quieras. 
Le sonreí. Cogí la cámara y empecé a grabar a mis hermanos. 

Mis hermanos. Yo era el hermano mayor de una camada de doce. Mi camada. 

3 comentarios:

  1. Solo puedo decir que me encantaron ambos capítulos que rico es leer tan seguido 11 hermanos

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  2. Igual que Kar77 un placer leer 2 capitulos seguidos. Me encanto, pero me llena de dudas quien fue el autor de los regalos sorpresa. Mucho misterio. Continua pronto

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  3. Aaaww que capitulo tan más bello!!
    Me encantó que los niños hayan tenido una navidad increíble y que hayan recibido muchos regalos!!
    Michael bien lindo no se esperaba también regalos!!

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