martes, 8 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 124: Interrogatorios y rabietas

 

CAPÍTULO 124: Interrogatorios y rabietas

Agus me escribió para ver si salíamos a dar una vuelta. Habían abierto una pastelería nueva y me sugirió que fuéramos a echar un vistazo. Conociéndonos a los dos, “echar un vistazo” se traduciría por “probar un poco de cada pastel que vendieran”.

Le pedí permiso a papá, cruzando los dedos porque me dejara.

-         ¿Tienes deberes? – me preguntó, consciente de que con el cumpleaños de los trillizos y la visita de Blaine no había tenido tiempo para ponerme con las cosas del colegio.

 

-         Algunos – admití. - Pero los puedo hacer mañana.

 

-         Está bien. Vete por ahí a comer dulces sin mí – dramatizó.

 

-         Te traeré un trozo de tarta – prometí, sabiendo que lo goloso lo había heredado de él.

 

-         Que sean dos – sonrió y sacó su cartera. – Toma. Pero, ya en serio, ten cuidado no comas demasiado y te siente mal. Llevas todo un fin de semana tomando guarrerías.

 

-         El mejor fin de semana del mundo. Mañana podríamos ir a comer tacos.

 

Papá rodó los ojos y me dio por caso perdido.

 

-         Nosotros podríamos ir al parque – le sugirió a los peques. Hannah y Alice respondieron con entusiasmo, pero Kurt estaba tumbadito en el sofá, utilizando a Madie de almohada.

 

-         Yo no quiero.

 

Papá y yo nos miramos. ¿Kurt rechazando ir al parque? Si cualquier día se pegaba con pegamento a los columpios…

 

-         ¿Y eso, bebé?

 

-         Toy cansado.

 

-         Bueno…

 

-         Yo llevo a las enanas – se ofreció Michael.

 

-         Ese bonito gesto altruista no tendrá nada que ver con que estés castigado sin salir, ¿no? – replicó papá. – No ha pasado ni un día, hijo.

 

-         Alguien tiene que llevar a las peques – insistió. – Y Ted se va.

 

Vi que papá se debatía. Creo que quería responderle que él acompañaría a las enanas mientras Michael se quedaba en casa con los demás, y al mismo tiempo no dejaba de mirar a Kurt con cierta preocupación, como si la idea de separarse de él le desagradara. El enano solo estaba cansado, pero también era cierto que Kurt no se cansaba nunca. ¿Y si tenía algo que ver con su corazón?

 

-         Si quieres no salgo, pa…

 

-         No digas tonterías, Ted. Ve con tu novia, no la hagas esperar – me dijo. No debió de notarme muy convencido, porque continuó: - Pásatelo bien, es una orden. Michael las llevará al parque.

 

Mi hermano hizo un gesto de triunfo. Acababa de encontrar una excusa para romper su arresto domiciliario y creo que pensaba explotarla en las próximas semanas.

 

Cogí el coche y fui a buscar a Agus. Me hizo un montón de preguntas sobre el fin de semana con la familia de Holly y me dejó hablar durante minutos sin interrumpirme. Después, se me quedó mirando fijamente, hasta que ya no lo aguanté más.

 

-         ¿Qué tengo?

 

-         Se te ve feliz – me sonrió.

 

-         Lo estoy – le confié. - Aunque… me gustaría tener la valentía de Blaine para acercarme a Holly al igual que él se ha acercado a mi padre.

 

-         ¿Llevando una botella de whisky a su casa? – se rio.

 

-         Sin la parte de meterme en problemas – rectifiqué.

 

-         Así no es divertido – se quejó. – Puedes ir a verla a su trabajo. Es periodista, ¿no? ¿Sabes en qué periódico trabaja?

 

Parpadeé. Eso no era una mala idea. No era una mala idea en absoluto. No sabía el nombre del periódico, pero lo podía averiguar. Seguro que Barie sí lo sabía, uno siempre podía contar con las labores de detective de mi hermanita.

 

 

-         BLAINE’S POV -

Mamá me recibió con una sonrisa. Ella y West todavía seguían en la mesa del comedor, a pesar de que ya era algo tarde y se veía que los demás habían terminado hacía tiempo.

-         Hola, pollito – me dijo.

 

“Pollito, soldadito... Me van a crear una crisis de identidad”

 

-         Hola – sonreí de vuelta.

 

-         ¿Lo has pasado bien? – me preguntó.

 

Creí percibir un ligero toque de burla en la pregunta. Mamá tenía un sentido del humor muy peculiar, especialmente conmigo, así que ya había supuesto que me iba a tomar el pelo por mi pequeña prueba para descubrir cómo era Aidan enfadado. Prefería mil veces eso a que se molestara conmigo por haber dado problemas en casa de su novio.

 

Ya habíamos hablado del tema largo y tendido por teléfono, y ahí había hecho todas las preguntas serias.

 

“¿Te hizo daño?” “¿Qué te dijo?” “¿Qué le dijiste?”

 

En verdad, fue casi un interrogatorio. Como el que seguramente me esperaría por parte de mis hermanos.

-         Muy bien – repliqué, levantando ligeramente la barbilla con indignación.

 

Mamá soltó una risita.

 

-         ¿Aprendiste algo? – continuó. Cuando era pequeño, solía decir eso después de regañarme, para comprobar que había entendido lo que había hecho mal, pero en aquella ocasión me pareció que lo preguntaba con una intención diferente.

 

-         Muchas cosas – respondí y tardé un rato en ordenar mis siguientes palabras. Mamá nunca se reía de mí cuando sonaba como un crío estúpido y necesitado, así que decidí no endulzárselo: - Que Aidan es una persona muy especial. Y que quiero que forme parte de mi vida para siempre.

Me miró con cariño y ternura.

-         Yo también – me confesó. – Ven, cuéntamelo todo. ¿Qué más hicisteis, a parte de meteros en líos?

 

Le puse una mueca por aquella pulla innecesaria y me senté a su lado para proceder a relatarle con todo lujo de detalles lo que había pasado en aquellas horas en las que había estado fuera de casa. Mientras hablábamos, ella le daba de comer a West, intentando que se acabase sus verduras. Por eso estaban en la mesa todavía: mi hermanito se negaba por sistema a comer cualquier cosa verde.

Mamá tenía una paciencia infinita. Le distraía y le hablaba con suavidad, aunque no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer ni a dejarle levantarse hasta que se las comiera.

-         Yo también quiero una fiesta de pijamas – dijo West, apartando la mano de mi madre, con la que sostenía el tenedor.

 

-         ¿Sí? ¿En casa de Aidan? – pregunté. El peque no había dado muestras de entender que nuestra vida podía dar un giro de ciento ochenta grados si mamá y Aidan avanzaban en su relación.

 

-         Me da igual, ¡fiesta de pijamas! – insistió.

 

Mamá y yo sonreímos. No había usado ni jamás usaría la expresión “fiesta de pijamas” pero creo que ese había sido el nombre que habían utilizado para explicarle dónde estaba yo y debía de haber sonado como algo muy divertido para él.

 

-         ¿Sabes qué? Si te comes todas las verduras tal vez podamos tener una esta noche – le dijo mamá. - Mañana es domingo y no trabajo.

West puso una cara de completa ilusión. Aquel fin de semana había girado en torno a los trillizos por ser su cumpleaños, así que quizá fuera buena idea concederle ese pequeño e inocente capricho. No era fácil dejar de ser el menor y aprender a compartir a mamá, bien que lo sabía yo que lo había vivido demasiadas veces. West había tenido que lidiar en su corta existencia con muchas cosas. No había tenido una infancia tranquila y estable, por más que todos hubiéramos luchado porque no se viera tan afectado.

No conocía a Scarlett” recordé. “No dejábamos de repetirle que era su hermana y el pobre estaba más perdido que Sam en un partido de fútbol. Y después vinieron los trillizos…  El accidente de Max… mamá pasando tanto tiempo en el hospital… papá siendo un auténtico cabrón… la muerte de papá… cambiarnos de casa deprisa y corriendo porque no nos daba el dinero… dejar el homeschooling y empezar a ir a un colegio…”.

-         Pero para eso tendrás que portarte bien y comerte tus verduras – insistió mamá.

 

West frunció el ceño, disconforme con el trato.

 

-         ¡Saben feo!

 

-         No saben feo, si no las has probado – rebatió mamá, con un bostezo.

 

-         ¿Tienes sueño? – pregunté. Ella me sonrió, algo avergonzada.

 

-         Este gusanito de aquí me despertó porque “le dolía la tripa”. Al final resultó que solo estaba mimoso.

 

Eso confirmó mis sospechas: West tenía un poco de mamitis. Lo de la fiesta de pijamas iba a ser buena idea: una peli, un par de cuentos, tal vez alguna de esas calcomanías que se tatuaban con agua y que tanto le gustaban al enano.

 

-         Mami siempre tiene un hueco en la camita para ti, tesoro – murmuró mi madre, haciéndole una caricia a mi hermanito.

 

-         Tú también puedes venir a mi cama cuando quieras – ofreció West. Sonreí ante su inocencia y ante la idea de mamá encajando en la pequeña litera tamaño niño.

 

-         Gracias, mi vida. Ahora, venga: a comerse las verduras.

 

-         ¡No!

 

Esa era la palabra favorita de mi hermano y ya estaba un poco grande para esa fase, más propia de bebés con la edad de Tyler, Dante y Avery.

 

-         Si, pollito. Tienes que comerlas para ser un niño sano y fuerte.

 

-         ¡No quiero ser sano ni fuerte!

 

Mamá respiró hondo, blindándose con una serenidad que seguramente iba a necesitar.

 

-         West…

 

-         ¡No!

 

Me distraje de su discusión cuando varios de mis hermanos entraron en el comedor al mismo tiempo. Leah, Sean y Jeremiah me rodearon, sin posibilidad de escapatoria como no saltara por encima de alguno de ellos.

 

-         Ya has vuelto – dijo Leah, a modo de saludo, aparentando una indiferencia que yo sabía que no sentía.

 

-         Sí…

 

-         ¿Y? – preguntó Jeremiah, con impaciencia. - ¿Cómo ha ido?

 

-         Bien.

 

-         ¿Solo bien? – se desencantó.

 

-         Bueno, no. Genial – sonreí.

 

-         ¿Vas a quedarte ahí haciéndote el interesante o nos vas a contar? – bufó Sean.

 

-         ¿Qué queréis saber? – repliqué, para ganar tiempo.

 

-         Pues… no sé, tú cuéntalo todo – sugirió Jeremiah.

 

-         ¡Oh, por favor! ¡Ve directamente al salseo! – me increpó Sean. – Algo has hecho, algo que tiene que ver con el tío Aaron.

 

-         Intentamos enterarnos, pero mamá no nos dejó escuchar – añadió Leah.

 

-         Estaba muy enfadado – susurró Jeremiah. – Pero mamá dijo que “él ya se había encargado”. ¿Se refería a Aidan?

 

Vaya. Ese trío de metiches ya lo sabía todo. Por suerte, me libré de responder porque la batalla de West con las verduras había crecido hasta convertirse en un auténtico berrinche. El enano hizo que a mamá se le cayera el tenedor al suelo de un manotazo.

 

-         ¡West! – le regañó.

 

-         ¡No quiero!

 

-         ¡Pues te las vas a comer igual!

 

-         ¡Cómetelas tú! – gritó mi hermanito y entonces empujó el plato hasta tirarlo de la mesa, provocando que se rompiera.

 

Todo se congeló durante un par de segundos. Mamá fue la primera en reaccionar y agarró a West de las manos para levantarle. El peque cerró los ojos, esperando una palmada, seguramente, pero en lugar de eso se vio arrastrado a la pared más cercana, en donde había una alfombrita azul que bien podría llevar su nombre, ya que era quien visitaba aquel rincón con más asiduidad.

-         La comida no se tira – le regañó. – Te puse pocos guisantes porque sé que no te gustan, pero lo que te pongo te lo tienes que comer. Vas a estar aquí cinco minutos – le avisó. Siempre me sorprendía su capacidad para no gritarles a los enanos. Conmigo no se cortaba. Claro que yo saltaba por los balcones y eso seguramente desquiciaría a cualquier madre.

 

-         ¡No quiero! ¡Déjame, déjame, eres mala! – chilló West.

 

Mamá le ignoró y se apartó. Se suponía que West debía sentarse en la alfombra, pero en lugar de eso pisoteó con fuerza y lloriqueó con chillidos de frustración, congestionándose entero.

 

-         Qué suerte que el tío no está – murmuró Jeremiah.

 

-         ¿No está? – pregunté.

 

-         Se fue a comprar no se qué regalo que dice que le falta para un cliente importante.

 

Me puse blanco. ¿Sería la botella que le cogí? ¿Y si no era un regalo para él, sino un regalo que él había comprado para alguien? El tío Aaron era uno de los arquitectos más importantes de la ciudad y eso era todo un logro para alguien tan joven. El problema de esa fama merecida era que a veces acudían a él verdaderos peces gordos. Aaron odiaba hacer la pelota y toda aquella compleja cortesía que había que guardar en determinadas relaciones sociales. Había aprendido a base de varias situaciones vergonzosas que no debes presentarte a cenar en la casa de un senador sin una botella que dijera “desplumé mi cartera para comprarla”.

 

“Pensé que le había cogido algo que no necesitaba”.

 

-         ¡NO VOY A COMER LAS PUTAS VERDURAS!

Definitivamente, sí que era una suerte que no estuviera Aaron. West tenía una boquita de oro, pero no era del todo culpa suya. Los demás decíamos bastantes tacos delante de él, en parte porque nuestro padre había sido un malhablado y nos lo había pegado.

“Haz que se calle ya el puto crío” decía papá, en los días en los que West berreaba porque le estaban saliendo los dientes. “Puto” había empezado a formar parte del vocabulario de mi hermano desde bien pequeño.

En cualquier caso, resultaba impactante ver a un niño de cinco años hablando así. Aaron no lo soportaba, y tenía unos caramelos especiales, de un horrible sabor regaliz, para cuando decíamos groserías delante de él. Aguantar con eso en la boca era una tortura. Excepto para Sam. El rarito de mi hermano los tomaba por placer, sin duda había un error en la codificación de sus papilas gustativas.

 

Por desgracia, esa era la única cosa en la que mamá y el tío estaban de acuerdo, en cuanto a formas de regañarnos. Ya no sabían que hacer para que Max y West dejaran los tacos y mamá se oponía radicalmente a lo de “lavar la boca con jabón”, porque decía que nos lo podíamos tragar y era peligroso, que el jabón no estaba hecho para meterse en la boca. Jamás haría una burrada como darnos salsa de tabasco o cualquier otro picante, que hasta puede provocar abrasiones en los niños pequeños. Pero aquellos caramelos no entrañaban ningún peligro, porque había gente sádica como Aaron y Sam a los que les gustaban y los comían con frecuencia.

 

Mamá abrió un cajoncito y sacó el bote con aquellos caramelos del demonio.

 

-         Eso no se dice, West. Abre la boca.

Mi hermano se tapó con ambas manos, en un gesto que resultaría gracioso para cualquier espectador.

-         Abre – insistió mamá.

West podría considerarse afortunado. De tratarse del tío, además del caramelo se habría llevado unas palmadas. O algo peor. La verdad sea dicha, mi tío aún no había alcanzado los estándares de brutalidad de mi padre. Nunca le había dado a West una auténtica paliza con el cinturón, pero sí le había asustado con él, lo cual en algunos sentidos era casi peor. En una ocasión le dio toquecitos que no pudieron doler físicamente, pero mi hermano estaba en tal estado de pánico que chilló como un cordero a punto de ser degollado. Estoy seguro de que despertó alguna clase de trauma en el enano, pues debía recordar perfectamente cómo dolía esa cosa, no es algo que uno pueda olvidar con facilidad. Mamá se enfureció muchísimo con el tío cuando se enteró y lo cierto es que aquella vez sus palabras sí debieron de hacer algún efecto, porque no había visto que Aaron le amenazara con el cinto de nuevo. Niño con suerte.

-  West, abre la boca ahora mismo – ordenó mamá. Si tuviera que describir a mi madre, jamás se me ocurriría emplear la palabra “autoritaria”, pero lo cierto es que también tenía su carácter, aunque no solía sacarlo con nosotros.

 

Mi hermano negó con la cabeza, sin apartar las manos de sus labios. Mamá le agarró de una muñeca e intentó sacárselas, pero se rindió enseguida al ver que no conseguiría nada sin tirar demasiado fuerte, arriesgándose a lastimarle. Respiró hondo y se guardó las pastillas en el bolsillo. Se arrodilló hasta quedar a la altura de West.

 

-         Voy a contar hasta tres, cariño, y si no me haces caso te ganarás otro castigo – le avisó. – Uno…

Contar solía ser efectivo con él, le daba tiempo para pensar mejor las cosas.

-         Dos…

Lentamente, West retiró las manos y abrió la boca. Mamá le acarició la mejilla y sacó un caramelo. Se lo metió en la boca.

-         Ya sabes las reglas. Sin tragar, dos minutos.

Compadecí a mi hermanito, de verdad que sabía fatal. Sin embargo, West no había terminado con su demostración de mal humor y, sin que ninguno pudiera esperárselo, escupió el caramelo con fuerza en la cara de mi madre.

Los enanos todavía cometían el error de subestimar a mamá. Era muy buena y muy paciente y la verdad es que creo que había nacido para ser madre, pero eso no significaba que lo consintiera todo. Se limpió el escupitajo y arrastró a mi hermano hasta la silla más cercana.

 

-         A mamá no se la escupe. No escupimos a la gente. Suficiente ya con el berrinche, te estás portando como un malcriado – le regañó, mientras se sentaba. Le bajó el pantalón y le colocó encima de sus rodillas, con el peque pataleando durante todo el proceso.

 

-         ¡MALA, MALA, PUTA!

 

-         No se dicen malas palabras. Ni se tira la comida – siguió regañando y le bajó también el calzoncillo.

 

PLAS PLAS

 

-         ¡MALA, MALA!

PLAS PLAS

-         ¡BWAAAA!

 

Mamá rara vez pasaba de ahí con el enano. A veces se me hacía demasiado blanda, pero es porque en mi cabeza seguía escuchando la voz dura de mi padre, para el que ningún castigo era suficiente cuando estaba enfadado, porque no me castigaba proporcionalmente a lo que yo había hecho mal, sino a lo furioso que él se sentía.

 

-         ¡BWAAAA!

 

West estaba algo más calmado y ahora lloriqueaba de forma menos rabiosa. Mamá le subió la ropa, pero todavía no le levantó. Si lo hubiera hecho, seguramente mi hermanito habría salido corriendo.

 

-         No se escupe ni se insulta, aunque estemos muy enfadados, West. Por eso te castigué. Ahora vamos a quedarnos aquí unos minutos respirando hondo – le instruyó.

Esa técnica era un intento desesperado por ayudarle a controlar su rabia. A veces tenía éxito y West se serenaba y otras se pasaba el resto de la tarde huyendo de mamá y gritándola que era mala. Tenía que ser muy duro para ella.

En aquella ocasión pareció funcionar. West se quedó quieto así tumbado y se limitó a llorar en silencio. Cuando estuvo segura de que no provocaría ninguna reacción adversa, mamá le levantó y le abrazó, colgándoselo de la cadera y comenzando a pasear con él por la habitación.

West escondió la cabeza en su hombro y empezó a quejarse con frases no del todo coherentes, acusando a mamá de ser “cruela” y “mandona”. West no sabía decir “cruel”, ni creo que supiera del todo el significado de la palabra, pero lo utilizaba como sinónimo de “malo” a raíz de la película 101 Dálmatas, por el nombre de la antagonista.

-         No soy cruel, pollito. Cruel sería no darte de comer y no preocuparme porque tomes las verduras que tu cuerpo necesita. Y no soy mandona, pero yo soy la mamá y tú el bebé, así que tienes que hacerme caso.

 

-         No soy bebé – protestó, frotándose los ojos, en un movimiento tierno que contradecía sus palabras. – Mala, tonta.

 

-         West, eso no se dice.

 

-         Me duele el culito – se quejó, pero dudo que en verdad le doliera, solo lo usaba de escudo para que no le regañara.

 

-         Te duele por portarte mal y decir palabras feas, así que no las digas o te dolerá más.

 

West se giró hacia nosotros y nos miró con un pucherito, como para que le defendiéramos. Ninguno supo qué decir, no queríamos empeorar la situación, así que su puchero se hizo más grande. Mamá le dio besitos en la mejilla.

 

-         Siempre serás mi bebé, cariño. Te quiero mucho, mucho.

 

Eso pareció contentarle ligeramente. Mi hermanito bostezó y se restregó contra su hombro.

 

-         Cuando acabes de comer nos echamos una siesta, ¿bueno? ¿Te apetece, pollito?

West asintió y se dejó sentar en la silla del comedor.

-         Snif… mami… snif… fiesta de pijamas – lloriqueó. Sonó a pregunta y mamá le entendió perfectamente.

 

-         Sí, cariño. Lo de la fiesta sigue en pie. Pero para eso tienes que comerte toda la verdura, ya te lo dije.

Mi hermano tomó el tenedor y empezó a comerse los guisantes con desgana.

-         Le ha salido baratísimo – bufó Leah.

 

-         Es pequeño – le defendió Jeremiah.

 

-         A papá esa excusa no le valía, solo a mamá – replicó Sean.

 

-         Y a Aidan – intervine. – Aidan es como mamá.

 

-         ¿Sí? – preguntó Jeremiah, con interés.

 

-         Es algo más duro – reconocí. – Pero al mismo tiempo igual de blando, ¿me explico?

 

-         No, no te explicas para nada – se quejó Sean.

 

Me estaba mentalizando para entrar en detalles cuando la puerta principal se abrió, dando paso a mi tío que estaba de vuelta. Tragué saliva y miré a mamá con preocupación, pero ella me devolvió una sonrisa tranquila.

 

Desaparecí rumbo a mi cuarto y rebusqué entre mis cosas hasta encontrar lo que quería. Después, respiré hondo y bajé al encuentro de mi tío. Aaron me observó sin decir nada, serio como siempre pero era verdad que no parecía especialmente molesto.

 

-         Siento haber cogido tu botella… Solo tengo veinte dólares – murmuré, consciente de que ese whisky debía de haber valido muchísimo más.

 

-         No vuelvas a coger lo que no es tuyo – me espetó, con cierta sequedad. – Quédate el dinero.

 

Solté el aire que había estado conteniendo.

 

-         La próxima vez, me dará igual que Aidan te haya castigado, que cobrarás por partida doble, ¿estamos? – añadió después.

 

-         ¿¡Cómo que Aidan te castigó!? – preguntó el trío de cotillas. Incluso West me miró con interés. - ¡Cuéntanoslo todo!

 

Suspiré. Mantener un secreto en mi casa era imposible. Aunque a Leah le iba bastante bien, todavía nadie sabía que fumaba, solo yo, y le guardaba el secreto porque no quería verla morir tan joven.

 

 

 

 

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